Esperaron hasta una hora antes del amanecer. Con gran ceremonia les envolvieron comida, agua y vino para el viaje que tenían por delante. Los merina parecían haberse entretenido muchísimo con la visita.
En un gesto de generosidad que hizo dar un respingo a Doug, Whitney puso unos billetes en la mano de Louis. Su alivio cuando el jefe los rechazó le duró poco. Para la aldea, insistió ella, y luego, en un arranque de inspiración, añadió que el dinero era para expresar su respeto y buenos deseos para sus antepasados.
Los billetes desaparecieron entre los pliegues de la camisa de Louis.
—¿Cuánto le has dado? —preguntó Doug mientras se echaba al hombro la mochila recién cargada.
—Solo cien dólares. —Al ver su expresión, Whitney le dio unos golpecitos en la mejilla—. No seas tacaño, Douglas. Es de mala educación. —Y canturreando sacó su cuaderno.
—¡De eso nada! —protestó él—. Se lo has dado tú, no yo.
Whitney anotó la cantidad con una floritura. La cuenta de Doug iba creciendo.
—Si juegas, pagas. De todas formas, tengo una sorpresa para ti.
—¿Qué? ¿Un descuento del diez por ciento?
—No seas grosero. —Whitney alzó la vista al oír un motor—. Transporte. —Y abrió el brazo haciendo un amplio gesto.
Desde luego el jeep había visto mejores tiempos. Aunque relucía recién lavado, el motor escupía y fallaba. Un merina con una vistosa cinta en el pelo lo subía por el camino lleno de surcos.
Como coche para darse a la fuga, pensó Doug, quedaba muy por debajo de una mula ciega.
—No hará ni treinta kilómetros.
—Pues serán treinta kilómetros que no tendremos que andar. Da las gracias, Douglas, y deja de ser un maleducado. Pierre va a llevarnos hasta la provincia de Tamatave.
Solo le hizo falta echar un vistazo a Pierre para ver que había estado bebiendo generosamente vino de palma. Tendrían suerte si no acababan hundidos en un arrozal.
—Genial. —Doug se despidió de Louis formalmente. Se sentía pesimista y además le dolía la cabeza después de las libertades que se había tomado con el vino la noche anterior.
La despedida de Whitney fue mucho más larga y elaborada. Doug subió a la parte trasera del jeep y estiró las piernas.
—Menea el culo, cariño. Dentro de una hora se va a hacer de noche.
Whitney subió al vehículo sonriendo a los nativos que se arremolinaban en torno al jeep.
—Que te den, Lord. —Dejó la mochila en el suelo a sus pies, se reclinó en el asiento y saludó alegremente blandiendo el brazo por encima del respaldo—. Avant, Pierre.
El jeep salió con una sacudida, se estremeció y traqueteó por el camino. Doug notó que el dolor de cabeza le estallaba en pequeños e inclementes fogonazos. Cerró los ojos e hizo un esfuerzo por dormirse.
Whitney se tomó muy bien los zarandeos del trayecto. Había bebido y comido y se lo había pasado en grande. En realidad la fiesta había tenido el mismo efecto que una cena en el 21 Club y un espectáculo de Broadway. Con el añadido de que esto había sido algo único, excepcional. Tal vez aquello no era un agradable paseo por el parque, pero eso podía conseguirlo cualquiera con veinte dólares. Ella iba dando brincos por una carretera de Madagascar en un jeep conducido por un nativo merina y un ladrón que roncaba suavemente en el asiento trasero. Era muchísimo más interesante que un tranquilo paseo por Central Park.
En general el paisaje era monótono. Colinas rojizas, casi sin árboles, anchos valles moteados de campos de cultivo. Ahora que el sol ya se ponía, había refrescado, pero el calor había dejado el camino polvoriento. Las ruedas alzaban nubes de polvo que iba cubriendo el jeep recién lavado. Se veían escarpadas montañas, pero con muy pocos pinos. Era todo roca y tierra. Pero a pesar de su monotonía, el paisaje daba vuelo a la imaginación de Whitney.
Kilómetros y kilómetros, pensó. Kilómetros y kilómetros sin que nada bloqueara el cielo, sin que nada cortara la vista. Allí sería posible un contacto con uno mismo que un habitante de la ciudad jamás comprendería.
En Nueva York de vez en cuando echaba de menos el cielo. Cuando la invadía aquella sensación, sencillamente cogía un avión y se iba a donde su corazón la llevara, y allí se quedaba hasta que volvía a cambiar de humor. Sus amigos lo aceptaban porque no podían hacer nada al respecto. Su familia lo aceptaba porque todavía confiaban en que sentara la cabeza.
Tal vez era por aquella soledad, tal vez por tener el estómago lleno y la cabeza despejada, pero Whitney sentía un extraño bienestar. Se le pasaría. Whitney se conocía demasiado bien para pensar otra cosa. No estaba en su naturaleza sentirse satisfecha mucho tiempo, lo suyo era más bien salir corriendo a ver qué había en la siguiente etapa.
Sin embargo, de momento se arrellanó en el jeep disfrutando de la serenidad. Las sombras iban cambiando y alargándose, cada vez más oscuras. Algo pequeño y rápido cruzó a toda velocidad delante del jeep. Subió a las rocas y desapareció antes de que Whitney pudiera ver bien qué era. El aire comenzó a asumir ese tono perlado que solo dura unos momentos.
La puesta de sol fue espectacular. Solo tenía que volverse y arrodillarse en el asiento para ver el cielo explotar en colores. Parte de su trabajo consistía en incorporar tintes y tonos de color en telas y pinturas. Ahora pensó en decorar una habitación con los colores del atardecer. Escarlatas, dorados, intensos azules y suaves malvas. Una interesante e intensa combinación. Bajó la vista hacia Doug, que seguía durmiendo. A él le quedaría bien, decidió. El brillo, la sugestión de fuerza, la subyacente intensidad.
No era alguien que pudiera tomarse a la ligera, ni en quien se pudiera confiar. A pesar de todo, comenzaba a pensar que era un hombre fascinante. Igual que un atardecer, podía cambiar delante de tus ojos. Cuando cogió aquel rifle, Whitney vio en él una crueldad que podía sacar a la superficie en un segundo. Y si hacía falta, sabía que Doug sería igual de cruel con ella.
Necesitaba tener más ventaja.
Con la lengua entre los dientes, Whitney miró el suelo. La mochila, con el sobre, estaba a los pies de Doug. Sin apartar la vista de su cara, alerta por si despertaba, Whitney se inclinó. La mochila estaba fuera de su alcance. El jeep dio un brinco cuando ella se levantaba para inclinarse sobre el asiento. Doug seguía roncando suavemente. Whitney tocó con los dedos la correa de la mochila y comenzó a levantarla.
Se oyó un estampido tan fuerte que se quedó sin aliento, y antes de que tuviera tiempo de agarrar bien la mochila, el jeep dio un bandazo y la lanzó bruscamente al asiento trasero.
Doug se despertó del golpe, sin aire en los pulmones, con Whitney tumbada sobre su pecho. Olía a vino y fruta. Bostezó y le pasó una mano por la cadera.
—No puedes estar sin mí, ¿eh?
Ella se sopló el pelo de los ojos y le miró ceñuda.
—Estaba viendo el atardecer.
—Ya. —Doug le agarró la mano, todavía en la correa de la mochila—. Tienes las manos muy largas, Whitney —declaró chasqueando la lengua—. Qué decepción.
—No sé de qué me hablas. —Whitney se incorporó resoplando y llamó a Pierre. Doug no necesitó traducción de la retahíla en francés al ver que el merina daba una patada a la rueda delantera.
—Un pinchazo, supongo. —Doug salió del jeep, pero enseguida echó un vistazo por encima del hombro y cogió la mochila. Ella también cogió la suya antes de seguirle—. ¿Qué vas a hacer?
Whitney miró la rueda de repuesto que Pierre había sacado.
—Pues quedarme aquí con cara de inútil, por supuesto. A menos que quieras que llame al RACE.
Con una maldición, Doug se agachó para empezar a aflojar tornillos.
—La rueda de repuesto está más lisa que el culo de un niño. Dile a nuestro chófer que nos iremos andando. Tendrá suerte si consigue volver con esto a la aldea.
Quince minutos después estaban en mitad del camino viendo al jeep alejarse dando bandazos. Whitney enlazó alegremente su brazo con el de Doug. Los insectos y los pájaros comenzaban a cantar mientras asomaban las primeras estrellas.
—¿Te apetece dar un paseo, cariño?
—Siento muchísimo desilusionarte, pero vamos a buscar algún sitio a cubierto para acampar. Dentro de una hora será demasiado oscuro para ver nada —decidió Doug, señalando unas rocas—. Vamos a montar la tienda ahí detrás. No podemos evitar que nos vean desde el aire, pero por lo menos estaremos ocultos de la carretera.
—Así que crees que van a volver.
—Sí, van a volver. Lo único que tenemos que hacer es no estar ahí cuando vengan.
Cuando ya empezaba a preguntarse si habría algún árbol en Madagascar, Whitney se alegró al llegar por fin a la selva. Le ayudó a mitigar su irritación porque la despertaran al amanecer. La única cortesía de Doug había sido ponerle un café en las narices.
Las montañas habían sido tan escarpadas, tan empinadas, que andar suponía un esfuerzo casi sobrehumano al que estaba dispuesta a renunciar de por vida.
Para Doug la selva era un ansiado refugio. Para Whitney, un ansiado cambio.
Aunque no hacía demasiado calor, después de andar triscando durante una hora estaba pegajosa e incómoda. Había formas mejores de buscar un tesoro, estaba segura. En primer lugar, con un coche con aire acondicionado.
Puede que la selva no tuviera aire acondicionado, pero daba frescor. Whitney se adentró entre los helechos.
—Qué bonito —declaró mirando hacia arriba.
—Árboles de los viajeros. —Doug arrancó una gran hoja y vertió en su mano agua clara—. Muy prácticos. Lo leí en la guía de viaje.
Whitney metió el dedo en el charco de agua que se había formado en la mano de Doug y se lo llevó a la boca.
—Es muy bueno para tu vanidad ir haciendo alarde de conocimientos. —Al oír un rumor, alzó la cabeza y vio una peluda silueta blanca de larga cola desaparecer entre los arbustos—. ¡Anda! Es un perro.
—Pues no. —Doug la cogió del brazo antes de que pudiera salir corriendo detrás de él—. Un sifaka. Acabas de ver tu primer lémur. Mira —señaló.
Whitney atisbo por un instante el cuerpo blanco nieve de cabeza negra brincando por las copas de los árboles. Se echó a reír estirando el cuello para volver a verlo.
—Es monísimo. Empezaba a pensar que no veríamos más que montañas, hierbas y rocas.
A Doug le gustó su risa. Tal vez demasiado. Mujeres, pensó. Llevaba demasiado tiempo sin tener una.
—Esto no es un viaje turístico —dijo lacónico—. En cuanto consigamos el tesoro, puedes reservar uno, pero de momento tenemos que seguir adelante.
—¿A qué viene tanta prisa? —Whitney ajustó el peso de la mochila y echó a andar tras él—. A mí me parece que cuanto más tardemos menos ocasión tendrá Dimitri de dar con nosotros.
—Me inquieta no saber dónde está, si delante de nosotros o detrás. —Recordó de nuevo Vietnam, donde la jungla ocultaba demasiado. Prefería las calles oscuras y siniestros callejones de la ciudad.
Whitney echó la vista atrás e hizo una mueca. La selva ya se había cerrado tras ellos. Quería encontrar alivio en los profundos verdes, la humedad y el aire fresco, pero Doug estaba haciéndole ver fantasmas.
—Bueno, pues en la selva solo estamos nosotros. Hasta ahora siempre hemos ido un paso por delante de ellos.
—De momento. Mejor que la cosa siga así.
—¿Por qué no matamos el tiempo charlando? Podrías hablarme de los documentos.
Doug ya había decidido que Whitney no se iba a dar por vencida y que era mejor darle algo de información para que dejara de darle la tabarra.
—¿Sabes mucho de la Revolución francesa?
Whitney ajustó de nuevo el peso de la mochila sin dejar de andar. Sería mejor no mencionar el rápido vistazo que le había echado ya a una página. Cuanto menos pensara Doug que ella sabía, más le contaría.
—Lo suficiente para aprobar un curso de historia de Francia en la universidad.
—¿Y de piedras?
—Aprobé geología.
—No hablo de cuarzo y caliza, princesa, sino de piedras preciosas. Diamantes, esmeraldas, rubíes del tamaño de tu puño. Junta eso con el reinado del Terror y los aristócratas en fuga y tienes un gran potencial. Collares, pendientes, piedras sin tallar. Se robaron muchísimas joyas.
—Y más que se escondieron o se sacaron de contrabando.
—Justo. Si lo piensas, han desaparecido muchas más de las que nunca se encontrarán. Nosotros vamos a encontrar unas cuantas. Es todo lo que me hace falta.
—El tesoro tiene doscientos años —comentó ella con voz queda, pensando de nuevo en el papel que había ojeado—. Parte de la historia de Francia.
—Antigüedades reales —murmuró Doug, viéndolas ya relucir en sus manos.
—¿Reales? —Eso le hizo alzar la cabeza. Doug miraba a lo lejos soñador—. ¿El tesoro pertenecía al rey de Francia?
Se acercaba demasiado, decidió Doug. Más de lo que él hubiera querido a esas alturas.
—Pertenecía al hombre que fue bastante listo para echarle el guante. Y va a pertenecerme a mí. A los dos —se corrigió, anticipándose a sus protestas. Pero Whitney guardó silencio.
—¿Quién era la mujer que le dio el mapa a Whitaker? —preguntó por fin.
—¿La dama inglesa? Pues… Smythe-Wright. Sí, lady Smythe-Wright.
Whitney reconoció el nombre. Olivia Smythe-Wright era uno de los pocos miembros de la pequeña nobleza que merecía su título. Se había dedicado a las artes y la beneficencia con un fervor casi religioso. Parte de la razón, o por lo menos eso decía ella, era que descendía de María Antonieta. Reina, belleza, víctima: una mujer que algunos historiadores tachaban de necia egoísta y otros consideraban víctima de las circunstancias. Whitney había acudido a algunos de los eventos de lady Smythe-Wright y la admiraba.
María Antonieta y las joyas francesas perdidas. Una página de un diario de 1793. Tenía sentido. Si Olivia había creído que los documentos eran históricos… Whitney recordó haber leído sobre su muerte en el Times. Había sido un espantoso y sangriento asesinato sin motivo aparente. Las autoridades seguían investigando.
Butrain, pensó Whitney. Ahora ya no tendría que enfrentarse a la justicia. Estaba muerto, igual que Whitaker, lady Smythe-Wright y un joven camarero de nombre Juan. Y el motivo de todo ello estaba en el bolsillo de Doug. ¿Cuántos más habrían perdido la vida por el tesoro de una reina?
No, no podía pensarlo de esa manera. No en aquel momento. Porque si lo pensaba daría media vuelta y lo dejaría todo. Su padre le había enseñado muchas cosas, pero la primera, la más importante, era acabar lo que se empezaba. Puede que tuviera que ver con el orgullo, pero así la habían educado. Y siempre había estado orgullosa de ello.
Seguiría adelante. Ayudaría a Doug a encontrar el tesoro. Luego decidiría qué hacer al respecto.
Doug iba volviendo la cabeza a cada ruido. Según su guía de viajes, la selva estaba rebosante de vida. Nada muy peligroso, recordó. Aquella no era la tierra de los safaris. En cualquier caso, lo que le preocupaba eran los carnívoros de dos piernas.
A esas alturas Dimitri estaría furioso. Doug había oído relatos muy gráficos sobre la furia de Dimitri. No tenía ningunas ganas de adquirir un conocimiento de primera mano.
La selva olía a pino y a mañana. Los grandes y frondosos árboles ocultaban el resplandor del sol con el que Whitney y él habían convivido muchos días. Ahora caía en rayos blancos, trémulos, preciosos. En el suelo había flores que olían como las mujeres caras, en los árboles se abrían otras flores que prometían frutos. La flor de la pasión, pensó al advertir un vistoso capullo violeta. Recordó la que le había regalado a Whitney en Antananarivo. Desde entonces no habían dejado de correr.
Doug relajó los músculos. Al diablo con Dimitri. Estaba a kilómetros de distancia y corriendo en círculos. Ni siquiera él podría seguirlos por la deshabitada selva. El picor que sentía en la nuca era solo sudor. El sobre estaba a salvo, metido en su mochila. La noche anterior había dormido con él pegado a la espalda, por si acaso. El tesoro, al final del arco iris, estaba más cerca que nunca.
—Un sitio muy agradable —decidió, alzando la vista hacia unos lémures con cara de zorro que trepaban por las copas de los árboles.
—Me alegro de que te guste —replicó Whitney—. A lo mejor podemos parar a tomar el desayuno que esta mañana te has saltado con las prisas.
—Sí, muy pronto. De momento vamos a abrir el apetito.
Whitney se llevó una mano al estómago.
—Lo dirás en broma. —Entonces vio una nube de grandes mariposas, unas veinte, tal vez treinta. Era como una ola que se hinchaba, caía, giraba. Eran del azul más hermoso y brillante que había visto en su vida. Cuando pasaron junto a ella, sintió la ligera brisa que habían levantado sus alas. La intensidad del color casi le hizo daño a la vista—. ¡Madre mía! Daría lo que fuera por un vestido de ese color.
—Ya iremos luego de compras.
Las mariposas se dispersaron para volver a agruparse. La hermosa visión la ayudó a olvidarse de las horas que llevaban andando.
—Me conformo con un poco de esa carne misteriosa y un plátano.
Aunque Doug sabía que a esas alturas ya debería ser inmune a su rápida sonrisa y sus pestañeos, no pudo evitar ablandarse.
—Haremos un picnic.
—¡Maravilloso!
—Dentro de un kilómetro.
La cogió de la mano y siguió avanzando por la selva. Olía a algo suave, pensó. Como una mujer. Y, como una mujer, tenía sombras y rincones fríos. Lo más sensato era estar alerta y con los ojos abiertos. Allí no se adentraba nadie. A juzgar por el aspecto del suelo, por allí no había pasado nadie en mucho tiempo. Doug solo contaba con su brújula para guiarse.
—No entiendo por qué tienes esa obsesión por hacer kilómetros.
—Porque cada kilómetro me acerca al tesoro, princesa. Cuando lleguemos a casa, los dos vamos a vivir a todo lujo.
—Douglas. —Moviendo la cabeza, Whitney se agachó para recoger una flor. Era de un rosa pálido, aguado, tan delicado como una jovencita. El tallo era grueso y áspero. Whitney se la puso en el pelo con una sonrisa—. No deberías dar tanta importancia a las cosas materiales.
—No son importantes cuando las tienes todas.
Ella alzó los hombros y cogió otra flor que se llevó a la nariz.
—Te preocupa demasiado el dinero.
—¿Qué? —Doug se frenó para mirarla boquiabierto—. ¿Que yo me preocupo? ¿Que yo me preocupo? ¿Quién es la que apunta hasta el último penique en su libretita? ¿Quién duerme con la cartera debajo de la almohada?
—Eso es una cuestión de negocios —replicó ella como si nada, tocándose la flor del pelo. Unos pétalos preciosos y un tallo duro—. Los negocios son una cosa muy distinta.
—Chorradas. Jamás he visto nunca a nadie tan empeñado en contar y recontar cada céntimo. Si estuviera sangrando, me cobrarías un cuarto de dólar por una maldita tirita.
—No más de diez centavos —le corrigió ella—. Y no hace ninguna falta gritar.
—Tengo que gritar para que me oigas con todo este estruendo.
De pronto se callaron los dos arrugando la frente. El ruido que acababan de advertir parecía un motor. No, decidió Doug mientras se tensaba para salir corriendo. Era demasiado regular y profundo para ser un motor. ¿Un trueno? No. Cogió de nuevo a Whitney de la mano.
—Venga. Vamos a ver qué demonios es eso.
A medida que avanzaban hacia el este, se hacía más fuerte. Perdió toda semejanza con un motor.
—Agua contra las rocas —murmuró Whitney. Al salir a un claro, vio que casi había acertado. Agua contra agua.
Las cataratas descendían unos seis metros sobre una laguna cristalina. El sol iluminaba la espuma blanca del agua que iba cayendo hasta convertirse en un profundo azul transparente. El sonido de las cataratas hablaba de prisa, de fuerza, de velocidad, y a pesar de todo eran una imagen de serenidad. Sí, la selva era como una mujer, pensó Doug de nuevo: intensamente hermosa, poderosa y llena de sorpresas. Sin darse cuenta, Whitney apoyó la cabeza, en su hombro.
—Es precioso —murmuró—. Precioso. Parece que nos estaba esperando.
Doug cedió y la rodeó con el brazo.
—Un sitio perfecto para un picnic. ¿No te alegras ahora de haber esperado?
Ella tuvo que imitar su sonrisa.
—Un picnic —asintió con ojos danzarines—. Y un baño.
—¿Un baño?
—Un maravilloso baño fresco y húmedo. —Y cogiéndolo por sorpresa, le plantó un rápido beso en la mejilla y salió corriendo por la orilla del lago—. No pienso perdérmelo, Douglas. —Tiró la mochila y se puso a rebuscar dentro—. Solo con pensar en quitarme la mugre de los últimos días se me va la cabeza. —Sacó una pastilla de jabón francés y un pequeño bote de champú.
Doug se llevó el jabón a la nariz. Olía como ella: femenino, fresco. Caro.
—¿Vas a compartirlo?
—Vale. Y para que veas, como me siento generosa, no voy a cobrarte.
Doug esbozó una sonrisa torcida mientras le lanzaba de nuevo el jabón.
—No irás a bañarte vestida.
Ella se enfrentó al desafío en sus ojos y se desabrochó el primer botón.
—No tengo ninguna intención. —Fue abriendo despacio todos los botones mientras él iba siguiendo el recorrido con la mirada. Una ligera brisa hizo ondear los bordes de la prenda y acarició la línea de piel desnuda—. Lo único que tienes que hacer —añadió suavemente— es darte la vuelta. —Cuando Doug alzó la mirada hasta sus ojos y sonrió, ella hizo un gesto con el jabón en la mano—. O no hay jabón.
—Menuda aguafiestas —masculló él, pero se dio media vuelta.
Whitney se desnudó en unos segundos y se tiró limpiamente al agua. Luego salió a la superficie y se quedó flotando.
—Tu turno. —Con el sencillo placer de sentir el agua en la piel, hundió la cabeza, para que fluyera por su pelo—. No te olvides del champú.
El lago era bastante claro para ofrecer a Doug una tentadora silueta de su cuerpo de los hombros hacia abajo. El agua salpicaba sus pechos, sus pies se movían suavemente. Notando la peligrosa y sorda punzada del deseo, se concentró en su rostro. Aquello no le ayudó.
Resplandecía de alegría, limpio del ligero y sofisticado maquillaje que se aplicaba cada mañana. Su pelo brillaba oscurecido por el agua y el sol, enmarcando la elegante estructura ósea que mantendría su belleza incluso a los ochenta años. Doug cogió el botecito de champú y jugueteó con él tirándolo al aire.
Dadas las circunstancias, le pareció más sensato ver lo cómico de la situación. Tenía una papeleta para un premio de un millón de dólares casi al alcance de la mano, un enemigo decidido y muy inteligente pegado a los talones, y estaba a punto de bañarse desnudo con la reina de los helados.
Se quitó la camisa por la cabeza y fue a desabrocharse los tejanos.
—Tú no vas a darte la vuelta, ¿verdad?
Maldita sea, pensó Whitney. Le gustaba cuando sonreía de aquel modo. Aquella actitud de gallito era de lo más atractiva. Comenzó a enjabonarse generosamente un brazo. No se había dado cuenta de lo mucho que había echado de menos aquella fresca y resbaladiza sensación.
—Quieres presumir, ¿eh, Douglas? Pues que sepas que no es fácil impresionarme.
Él se sentó para quitarse los zapatos.
—Déjame mi parte de jabón.
—Pues entonces date prisa. —Whitney comenzó a enjabonarse el otro brazo con las mismas largas y suaves pasadas—. Dios, esto es mejor que el centro Elizabeth Arden. —Con un suspiro se echó hacia atrás y sacó una pierna del agua. Cuando Doug se levantó y dejó caer los pantalones, le realizó un exhaustivo y crítico escrutinio. Su expresión era neutral, pero no pasó por alto los esbeltos y musculosos muslos, el estómago terso, las estrechas caderas solo cubiertas por unos bajos y ajustados calzoncillos. Tenía la complexión fuerte y elegante de un corredor. Y eso, pensó Whitney, era lo que era.
—No está mal —dijo al cabo de un momento—. Puesto que por lo visto te gusta posar, es una lástima no haberme traído la Polaroid.
Él, impasible, se quitó los calzoncillos. Por un instante se quedó allí de pie desnudo —y, Whitney se vio obligada a admitir, magnífico— a la orilla del lago. Su inmersión fue impecable antes de salir a la superficie a pocos centímetros de ella. Lo que había visto bajo el agua le secó la boca de deseo.
—Jabón —pidió, tan sereno como ella, ofreciéndole a cambio el champú.
—No olvides frotarte detrás de las orejas. —Y Whitney se echó en la mano una generosa porción de champú.
—¡Eh, que la mitad es mía!
—Y la tendrás. De todas formas yo tengo más pelo que tú. —Se lo frotó para hacer espuma mientras movía los pies para mantenerse a flote.
Él hizo un gesto con el jabón antes de pasárselo por el pecho.
—Y yo tengo más cuerpo.
Whitney, con una sonrisa, se hundió dejando con el pelo una estela de espuma. El batir del agua los succionaba hacia abajo. Incapaz de resistirse, Whitney buceó hondo. Oía las vibraciones de la cascada, el martilleo incesante, veía brillar las rocas unos centímetros más abajo, saboreaba el agua clara y dulce besada por el sol. Alzó la cabeza y vio el cuerpo fuerte y musculoso del hombre que ahora era su compañero.
La idea del peligro, de hombres armados, de la persecución le parecía ridícula. Aquello era el paraíso. Whitney no creía en serpientes astutas detrás de exquisitas flores. Cuando salió a la superficie se estaba riendo.
—Esto es fabuloso. Deberíamos reservar habitación para el fin de semana.
El sol arrancaba destellos de su pelo.
—La próxima vez —respondió Doug—. Incluso pondré yo el jabón.
—¿Ah, sí? —Doug era atractivo, peligrosamente atractivo. Whitney descubrió que prefería un toque de peligro en un hombre. La palabra aburrimiento, la única que consideraba una verdadera obscenidad, no se aplicaba a él. Inesperado. Esa era la palabra. Y tenía una resonancia sensual.
Poniéndolo a prueba, y tal vez poniéndose a prueba ella misma, nadó despacio hacia él hasta estar peligrosamente cerca.
—Cambio —murmuró ofreciendo el champú sin apartar la mirada de sus ojos.
Doug apretó los dedos en torno al resbaladizo jabón hasta que casi se le escapó de la mano. ¿Qué demonios tramaba Whitney?, se preguntó. Había vivido bastante para reconocer aquella mirada en los ojos de una mujer. Decía: «Tal vez. ¿Por qué no me convences?». El problema era que Whitney no se parecía en nada a las mujeres que él había conocido. No estaba del todo seguro de sus movimientos.
La comparaba con un buen golpe, una casa de clase alta, de gran lujo, para la que hacía falta un estudio cuidadoso, un meticuloso plan y un intrincado trabajo de campo antes de ir a por ella. Sí, con ella tendría que ser un ladrón. Conocía las reglas porque las había hecho él.
—Claro. —Abrió la palma para que ella tuviera que coger de su mano el resbaladizo jabón. Ella, como respuesta, tiró el champú hacia arriba y se apartó entre risas. Doug lo cogió a pocos centímetros del agua.
—Espero que no te importe un toque de jazmín. —Whitney alzó perezosamente la otra pierna y comenzó a pasarse el jabón por la pantorrilla arriba y abajo.
—Podré soportarlo. —Doug se echó el champú directamente en el pelo, tapó el bote y lo tiró a la orilla del lago—. ¿Has estado alguna vez en unos baños públicos?
—No. —Whitney le miró con curiosidad—. ¿Y tú?
—En Tokio, hace un par de años. Es una experiencia interesante.
—Yo por lo general prefiero que en mi bañera haya un máximo de dos personas —dijo ella, pasándose el jabón por el muslo—. Una cosa íntima, sin estar apiñados.
—Seguro. —Doug se sumergió para aclararse y refrescarse un poco. Whitney tenía unas piernas demasiado largas.
—Y además es muy práctico —prosiguió ella cuando él surgió de nuevo a la superficie—. Sobre todo cuando necesitas que te froten la espalda. —Y con una sonrisa volvió a tenderle el jabón—. ¿Te importa?
Así que quería jugar. Muy bien, Doug rara vez rechazaba un juego, siempre que conociera sus posibilidades. Comenzó a frotarle el jabón entre los omóplatos.
—Qué maravilla —exclamó ella al cabo de un momento. No le resultó fácil mantener la voz serena cuando se le estaba tensando el estómago, pero lo consiguió—. Aunque supongo que un hombre dedicado a tu trabajo necesita tener manos hábiles.
—Eso ayuda. Y supongo que con tanto helado se puede comprar una piel de un millón de dólares.
—Eso ayuda.
Doug bajó la mano por su columna para volverla a subir lentamente. Whitney, que no estaba preparada para el latigazo que sintió, se estremeció. Doug sonrió.
—¿Tienes frío?
¿Quién era la persona a la que había querido provocar?, se preguntó Whitney.
—En el agua coges frío si no te mueves. —Y tratando de convencerse de que aquello no era una retirada, se apartó nadando de costado.
No te va a resultar tan fácil, guapa, pensó Doug. Tiró el jabón en la hierba junto al champú y con un rápido movimiento la agarró del tobillo.
—¿Tienes algún problema? —Y sin esfuerzo tiró de ella hacia él—. Ya que vamos a jugar…
—No sé de qué me hablas —comenzó Whitney, pero la frase terminó en una rápida exclamación cuando sus cuerpos chocaron.
—¿Estás segura?
Doug descubrió que le gustaba aquello: la inseguridad, la irritación y el destello de deseo que aparecía y desaparecía de sus ojos. El cuerpo de Whitney era alto y esbelto. Con deliberación, Doug entrelazó sus piernas con las suyas de manera que ella tuvo que agarrarse a sus hombros para no hundirse.
—Cuidado con lo que haces, Douglas —le advirtió.
—Juegos acuáticos, Whitney. Siempre me han encantado.
—Pues ya te avisaré cuando quiera jugar.
Él deslizó las manos hasta justo debajo de sus pechos.
—Ah, ¿no me has avisado ya?
Se lo había buscado ella sólita. Pero saberlo no mejoró su enfado ni un ápice. Sí, había querido jugar con él, pero con sus términos, a su ritmo. Ahora había descubierto que estaba en terreno resbaladizo en más de un sentido, y no le gustó ni un pelo. Su voz se tornó muy fría, sus ojos igualmente gélidos.
—No pensarás de verdad que eres bastante bueno para mí, ¿no? —Hacía mucho tiempo había descubierto que los insultos, dichos con frialdad, eran la defensa más efectiva.
—No, pero es que yo nunca le he prestado mucha atención al sistema de castas. Si quieres jugar a hacerte la marquesa, adelante. —Deslizó hacia arriba los pulgares, sobre sus pezones, y oyó su aliento trémulo—. Si no recuerdo mal, a la realeza siempre le ha gustado llevarse a los plebeyos a la cama.
—Pues yo no tengo ninguna intención de llevarte a la mía.
—Tú me deseas.
—Te estás halagando tú solo.
—Mientes.
Whitney se encolerizó. El vértigo caliente y líquido en su estómago luchaba con su furia.
—El agua está fría, Douglas. Quiero salir.
—Quieres que te bese.
—Antes besaría a un sapo.
Doug sonrió. Whitney casi le había siseado como un gato.
—Conmigo no te saldrán verrugas.
Tomando una decisión en un instante, Doug le cubrió la boca con la suya. Whitney se tensó. Nadie la había besado nunca sin su consentimiento, y sin saltar primero por todos los aros que ella hubiera tendido.
Y su corazón palpitaba contra el de él. Se le aceleró el pulso. Le daba vueltas la cabeza.
No le importó en absoluto quién era.
Con una explosión de pasión que los zarandeó a los dos, Whitney movió la boca contra la de él. Sus lenguas se encontraron. Los dientes de Doug le arañaron el labio inferior mientras deslizaba los brazos en torno a ella para estrecharla aún más. Sorpresas, pensó mientras comenzaba a perderse en ella. Aquella mujer estaba llena de sorpresas.
Su sabor era fresco, distinto, excitantemente distinto. La pasión los llevó bajo el agua. Entrelazados, volvieron a salir a la superficie con las bocas unidas, el agua cayendo en cascada por su piel.
En la vida de Whitney jamás había habido nadie como él. No pedía, tomaba. Sus manos se movían sobre su cuerpo con una intimidad que ella no solía permitir. A sus amantes los elegía ella, a veces de manera impulsiva, a veces calculadora, pero era ella la que elegía. Esta vez no había tenido elección. Aquel momento de indefensión era excitante como nada que hubiera experimentado jamás.
Doug la volvería loca en la cama. Si podía llevarla tan lejos con un beso… La tomaría en todos los sentidos, le haría sentir a fondo tanto si ella quería como si no. Y en aquel momento, con el agua salpicando su cuerpo, notando en la piel sus caricias y en la boca sus labios cada vez más calientes, más hambrientos, quería sentir.
Y luego, pensó de pronto, Doug se despediría con una sonrisa de chulito y desaparecería en la noche. El ladrón no cambia de condición, ya fuera ladrón de joyas o de corazones femeninos. Tal vez Whitney no había elegido el principio, pero aguantaría lo suficiente como para elegir el final.
Apartó cualquier arrepentimiento. El dolor era algo que había que evitar a cualquier precio. Aunque el precio fuera el placer.
Whitney se quedó lánguida, como en una rendición absoluta. Luego, muy deprisa, alzó las manos hasta sus hombros y le dio un fuerte empujón.
Doug se hundió sin tener ocasión de tomar aire. Antes de que volviera a salir a la superficie, Whitney ya estaba saliendo del lago.
—Se acabó el juego. Gano yo. —Agarró su blusa y se la puso sin molestarse en secarse.
Estaba furioso. Furioso como no lo había estado nunca. Mujeres. Pensaba que sabía qué botones pulsar y acababa de descubrir que era un mero aprendiz. Nadó hasta la orilla y salió también. Whitney ya estaba poniéndose los pantalones.
—Una agradable diversión —comentó, dejando escapar un callado suspiro de alivio cuando estuvo ya vestida del todo—. Ahora creo que será mejor comer algo. Me muero de hambre.
—Whitney… —Sin apartar la vista de ella, Doug cogió sus tejanos—. Pues lo que a mí se me ocurre no es precisamente comer.
—¿Ah, no? —De nuevo en tierra firme, sacó de su mochila el cepillo y comenzó a pasárselo despacio por el pelo. El agua caía en gotas como diamantes—. Pues a mí me parece que en este momento te hace falta algo de carne cruda. ¿Es esa la cara que pones para asustar a las viejecitas y robarles el bolso?
—Soy un ladrón, no un atracador. —Se puso bruscamente los pantalones y, sacudiendo la cabeza para quitarse el agua de los ojos, se acercó a ella—. Pero en tu caso podría hacer una excepción.
—No hagas nada de lo que puedas arrepentirte —advirtió ella quedamente.
Él rechinó los dientes.
—Me va a encantar cada segundo. —La agarró de los hombros y ella le miró solemne.
—Tú no eres violento —le dijo—. Pero…
De pronto le lanzó un rápido y fuerte puñetazo al estómago. Doug se dobló sin respiración.
—… Yo sí. —Whitney dejó de nuevo su cepillo en la mochila, esperando que él estuviera bastante aturdido para no ver que le temblaba la mano.
—¡Se acabó! —Agarrándose el estómago dolorido, le clavó una mirada ante la que el propio Dimitri habría retrocedido acobardado.
—Douglas… —Whitney alzó la mano como si se enfrentara a un perro rabioso—. Respira hondo. Cuenta hasta diez. —¿Qué más podía hacer?, se preguntó frenética—. Da unos cuantos saltos —aventuró—. No pierdas el control.
—No lo he perdido para nada —gruñó él entre dientes acercándose más—. Voy a demostrártelo.
—En otro momento. Vamos a tomar un vino. Podemos… —Whitney se interrumpió al sentir su mano en torno al cuello—. ¡Doug! —chilló.
—Ahora… —comenzó él. Pero de pronto alzó la cabeza al oír el ruido de un motor—. ¡Mierda!
No confundiría el ruido del helicóptero por segunda vez. Estaba casi sobre ellos, y estaban en un claro. En un claro de mierda, pensó en un arranque de furia. Soltó a Whitney y comenzó a recoger las cosas.
—Mueve el culo —gritó—. Se acabó el picnic.
—Como me digas otra vez que mueva el culo…
—¡Que lo muevas! —Doug le tiró una mochila mientras recogía la otra—. Ya puedes menear esas piernas tan bonitas, princesa. No tenemos mucho tiempo. —La agarró de la mano y se dirigió como una exhalación hacia los árboles, con el pelo de Whitney flotando a su espalda.
Arriba, en la pequeña cabina del helicóptero, Remo bajó los prismáticos. Por primera vez en muchos días, una sonrisa apareció bajo su bigote. Se acarició perezosamente la cicatriz que le marcaba la mejilla.
—Los hemos visto. Llama al señor Dimitri.