6

Algo le hacía cosquillas en el dorso de la mano. Sin querer despertarse, Whitney agitó la muñeca con un perezoso gesto y bostezó.

Siempre había seguido su propio horario. Si quería seguir durmiendo hasta entrado el mediodía, dormía hasta el mediodía. Si quería levantarse al amanecer, así lo hacía. Cuando le apetecía era capaz de trabajar dieciocho horas sin interrupción. Con similar entusiasmo podía dormir ese mismo tiempo.

En ese momento lo único que le interesaba era el hermoso y vago sueño que estaba teniendo. Al notar de nuevo el sedoso roce en la mano, suspiró ligeramente irritada y abrió los ojos.

Con toda probabilidad era la araña más grande y más gorda que había visto en su vida. Enorme, negra y peluda, caminaba y exploraba con las patas. Con la mano a pocos centímetros de la cara, Whitney se quedó mirándola hasta que ocupó todo su campo de visión. El bicho se movía perezosamente por sus nudillos en línea recta hacia su nariz. Por un momento, aturdida de sueño, se limitó a mirarla bajo la tenue luz.

Sus nudillos. Su nariz.

De pronto fue consciente. Ahogando un grito, lanzó a la araña por los aires. El animal aterrizó con un audible chasquido en el suelo y se alejó con paso ebrio.

La araña no la había asustado. Jamás se le pasó siquiera por la cabeza que pudiera ser venenosa. Era sencillamente fea, y Whitney albergaba una básica falta de respeto por lo feo.

Suspirando asqueada se incorporó y se pasó los dedos por el pelo enredado. Bueno, si uno dormía en una cueva, se dijo, cabía esperar la visita de feos vecinos. Pero ¿por qué no había ido la araña a por Doug? Decidiendo que no había razón para que él siguiera durmiendo cuando a ella la habían despertado tan groseramente, Whitney se volvió con toda la intención de darle un empujón.

Doug no estaba. Su saco de dormir tampoco.

Intranquila aunque todavía no alarmada, miró en torno a ella. La cueva estaba del todo vacía. Las estalactitas y estalagmitas le daban el aspecto de un castillo abandonado y algo ruinoso. El aire estaba cargado. Algunas frutas ya se estaban pudriendo. La mochila de Doug también había desaparecido.

El muy hijo de puta. El maldito cabrón. Se había largado con los documentos, dejándola abandonada en una maldita cueva con un par de frutas, un saco de arroz y una araña del tamaño de un plato.

Demasiado furiosa para pensárselo mejor, atravesó la cueva a toda prisa y empezó a reptar por el túnel. Cuando se le entrecortó la respiración, siguió avanzando. Al diablo con las fobias, se dijo. No pensaba permitir que nadie la traicionara y se quedara tan fresco. Para atraparle tenía que salir. Y cuando le atrapara…

Vio la apertura y se concentró en ella. Y en la venganza. Jadeando, estremeciéndose, salió a la luz del sol. Se incorporó a duras penas, respiró con toda la capacidad de sus pulmones y lanzó un grito:

—¡Lord! ¡Lord, hijo de perra! —El sonido rebotó de nuevo hacia ella, con la mitad de volumen pero el doble de rabia. Whitney miró impotente las montañas rojas y las rocas. ¿Cómo demonios iba a saber por dónde se había ido?

Al norte. Maldita sea, al norte. Doug tenía la brújula. Y el mapa. Whitney rechinó los dientes y volvió a llamarle a gritos:

—¡Lord, hijo de puta! ¡Esta me la vas a pagar!

—¿El qué?

Whitney se giró bruscamente y casi se dio de bruces contra él.

—¿Dónde demonios estabas? —preguntó. En un arrebato de alivio y rabia le agarró de la camisa y lo estrechó contra ella—. ¿Adónde coño habías ido?

—Calma, princesa. —Él le dio unos golpecitos en el culo con gesto amistoso—. De haber sabido que querías meterme mano, me habría quedado por aquí.

—Sí, meterte mano al cuello. —Whitney le soltó de un empujón.

—Por algún sitio hay que empezar. —Doug dejó la mochila cerca de la entrada de la cueva—. ¿Piensas que te dejaría tirada?

—A la primera ocasión.

Doug tenía que admitirlo: era lista. La idea se le había ocurrido, pero después de un rápido vistazo por la mañana, no tuvo estómago para dejarla abandonada en una cueva en mitad de la nada. De todas formas, seguro que surgía la ocasión.

En un intento por evitar que se pusiera un paso por delante de él, sacó a relucir todo su encanto.

—Whitney, somos compañeros. Y… —Le pasó la punta del dedo por la mejilla—. Eres una mujer. ¿Qué clase de hombre sería si te dejara sola en un sitio como este?

Ella encajó su encantadora sonrisa con otra similar.

—La clase de hombre que vendería el pellejo del perro familiar por el precio adecuado. Dime, ¿dónde estabas?

Doug no habría vendido el pellejo, pero sí que podría haber empeñado al perro entero de haberle hecho falta.

—Eres una mujer muy dura. Mira, estabas durmiendo como un angelito. —Igual que había dormido toda la noche, mientras él se pasaba gran parte de ella dando vueltas y fantaseando. No la perdonaría por eso, pero ya se vengaría en el momento y lugar apropiados—. Tenía que explorar un poco y no quería despertarte.

Ella lanzó un hondo suspiro. Era razonable, y además había vuelto.

—Pues la próxima vez que quieras jugar a Daniel Boone, me despiertas.

—Lo que tú digas.

Whitney vio un pájaro volando en el cielo. Se quedó contemplándolo un momento hasta que se calmó. El cielo estaba despejado, igual que el aire. Y hacía fresco. El calor llegaría en unas horas. Se oía un silencio que solo había percibido muy pocas veces en su vida. Era tranquilizador.

—Bueno, pues ya que te has ido a explorar, cuéntame qué has visto.

—En el poblado está todo tranquilo. —Doug sacó un cigarrillo que Whitney le arrebató de entre los dedos. Él sacó otro y encendió los dos—. No me he acercado bastante para ver ningún detalle, pero no parece que haya nada raro. Tal como yo lo veo, puesto que todo el mundo está tranquilo y a lo suyo, es un buen momento para hacerles una visita.

Whitney se miró el body sucio.

—¿Así?

—Ya te he dicho que es un vestido muy bonito. —Y tenía un cierto atractivo, con un tirante caído sobre el hombro—. De todas formas no he visto ningún salón de belleza ni boutiques.

—Pues tú bajarás con esa pinta. —Whitney le miró de arriba abajo—. Vamos, seguro que sí. Pero yo pienso lavarme y cambiarme antes.

Tú misma. Seguramente quedará bastante agua para quitarte los churretes de la cara.

Doug sonrió al verla frotarse automáticamente las mejillas.

—¿Dónde está tu mochila?

Whitney miró hacia la cueva.

—Ahí dentro. —Su mirada era desafiante y su voz firme—. Y yo no pienso volver.

—Vale, ya voy yo. Pero no tendrás toda la mañana para emperifollarte. No quiero perder tiempo.

Whitney se limitó a enarcar una ceja mientras él ya se adentraba en el túnel.

—Yo nunca me emperifollo —declaró—. No me hace falta.

Doug desapareció con un gruñido ininteligible. Whitney miró la entrada de la cueva mordiéndose el labio, luego se volvió hacia la mochila que Doug había dejado. Tal vez no tuviera una segunda oportunidad. Se agachó sin vacilar y empezó a rebuscar.

Estaban todos los enseres de cocina y su ropa. Dio con un cepillo de hombre muy masculino que la detuvo un momento. ¿De dónde lo había sacado? Conocía todas sus pertenencias, hasta los calzoncillos que ella misma había pagado. Robado, claro, pensó, dejando de nuevo el cepillo en la mochila.

Cuando por fin encontró el sobre, lo sacó con cuidado. Tenía que ser aquello. Se volvió un instante hacia la cueva y a toda prisa sacó una hoja fina y amarillenta metida en un plástico y le echó un rápido vistazo. Estaba escrita en francés, con pulcra caligrafía femenina. Una carta, pensó. No, parte de un diario, Y la fecha… ¡cielo santo! Whitney abrió unos ojos como platos leyendo la desvaída caligrafía: 15 de septiembre, 1793. Allí estaba, bajo un sol de justicia, en una roca raída por la erosión, con un pedazo de la Historia en la mano.

Whitney la miró de nuevo, a toda prisa. Captó frases de miedo, de ansiedad y de esperanza. Lo había escrito una niña, de eso estaba casi segura por las referencias a «mamá» y «papá». Una joven aristócrata, temerosa y desconcertada por lo que le estaba pasando a ella y a su familia. ¿Tenía Doug idea de lo que llevaba en su mochila de lona?

Ahora era imposible leerlo con detalle. Más tarde…

Whitney cerró la bolsa con cuidado y la dejó junto a la entrada de la cueva. Luego, pensativa, se dio unos golpecitos con el sobre en la mano. Era muy gratificante vencer a un hombre en su propio juego, decidió. Entonces oyó ruidos. Doug volvía.

Con el sobre en una mano se miró y tontamente se pasó la otra mano del pecho a la cintura. ¿Dónde demonios iba a esconder aquello? Mata Hari debía de tener por lo menos un pareo. Frenética, comenzó a metérselo bajo el corpiño del body, hasta que se dio cuenta de lo absurdo que era. Igual le hubiera dado clavarse el sobre en la frente. Con solo unos segundos de tiempo, se lo puso a la espalda y confió en la suerte.

—Su equipaje, señorita MacAllister.

—Ya te daré luego la propina.

—Eso dicen todas.

—El buen servicio es su propia recompensa. —Y le sonrió muy ufana. Él replicó con el mismo gesto. Whitney estaba cogiendo la mochila que él le ofrecía cuando de pronto se le ocurrió algo. Si a ella le había resultado tan fácil robarle el sobre, a él… Abrió su bolsa y sacó la cartera.

—Más vale que te espabiles, princesa. Ya llegamos tarde a la cita de esta mañana. —Fue a cogerla del brazo cuando ella le estrelló la mochila contra el estómago. El siseo del aire que salió de sus pulmones le produjo una gran satisfacción.

—Mi cartera, Douglas. —Whitney abrió la cartera y advirtió que él había tenido la generosidad de dejarle un billete de veinte—. Me parece que tienes los dedos muy largos.

—Las cosas son de quien las encuentra… socia. —Aunque esperaba que no le hubiera descubierto tan pronto, se limitó a encogerse de hombros—. No te preocupes, tendrás tu parte.

—¿Ah, sí?

—Se puede decir que soy un tradicional. —Satisfecho con la nueva situación, fue a ponerse la mochila a la espalda—. Creo que es el hombre el que debe llevar el dinero.

—Se puede decir que eres un idiota.

—Vale, pero de ahora en adelante el dinero lo llevo yo.

—Muy bien. —Whitney le ofreció una dulce sonrisa de la que él desconfió al instante—. Y yo llevo el sobre.

—De eso nada. —Doug le devolvió su bolsa—. Y ahora cámbiate como una buena chica.

La furia asomó a los ojos de Whitney y varios improperios se formaron en su boca. Pero había un momento para el genio, se recordó, y otro momento para mantener la sangre fría. Otra de las reglas básicas de su padre.

—He dicho que lo llevo yo.

—Y yo he dicho… —pero se interrumpió al ver la expresión de Whitney. Una mujer a la que acababan de robar limpiamente no debería mostrarse petulante. Doug miró su propia mochila. ¡No habría sido capaz! Volvió a mirarla. Desde luego que sí.

Tiró la mochila al suelo y metió dentro las manos. Solo le llevó un momento.

—Muy bien, ¿dónde está?

Ella alzó las manos a plena luz del sol. El ligero body oscilaba a su alrededor como aire.

—Me parece que no es necesario registrarme.

Doug entornó los ojos. No era posible evitar contemplarla de arriba abajo.

—Dámelo, Whitney, o te dejo completamente desnuda en cinco segundos.

—Y te rompo la nariz.

Se quedaron mirándose el uno al otro, decididos ambos a quedar por encima del otro. Pero no tenían más remedio que aceptar el empate.

—Los papeles —repitió él, intentando por última vez el truco de la fuerza masculina y la dominación.

—El dinero —replicó ella, recurriendo a las agallas y la astucia femenina.

Doug lanzó una palabrota y se sacó del bolsillo trasero un fajo de billetes. Whitney tendió la mano, pero él los apartó bruscamente.

—Los papeles —repitió.

Tenía una mirada directa, pensó Whitney. Muy limpia, muy franca. Y con ella podía mentir a su antojo. De todas formas, en algunos aspectos se fiaba de él.

—Dame tu palabra —pidió.

Su palabra valía lo que él quería que valiese en cada momento. Pero descubrió con ella que valía demasiado.

—Ya la tienes.

Ella, asintiendo con la cabeza, se llevó la mano a la espalda, pero el sobre había resbalado fuera de su alcance.

—Hay muchas razones por las que no me gusta darte la espalda, pero… —Se encogió de hombros y se volvió—. Tendrás que cogerlos tú mismo.

Doug pasó la vista por la tersa línea de su espalda, por la sutil curva de la cadera. No tenía mucho donde agarrarse, pero lo que había era excelente. Tomándose su tiempo, metió la mano bajo la tela y la fue bajando.

—Tú coge el sobre y ya está, Douglas. Nada de rodeos. —Whitney se cruzó de brazos mirando al frente. El roce de sus dedos en la piel le estaba excitando todas las terminaciones nerviosas. No estaba acostumbrada a que tan poco la alterara tanto.

—Están muy abajo —murmuró él—. Igual me hace falta un rato para encontrarlos. —Se le ocurrió de pronto que podía quitarle el body en cinco segundos. ¿Qué haría ella entonces? Podría tenerla bajo él en el suelo antes de que ella pudiera siquiera coger aliento para insultarle. Y entonces conseguiría aquello por lo que se había pasado sudando toda la noche.

Pero entonces, pensó mientras rozaba con los dedos el borde del sobre, Whitney tendría sobre él un dominio que no se podía permitir. Hay que respetar las prioridades, se recordó tocando a la vez el duro sobre y la suave piel. Siempre era una cuestión de prioridades.

Ella necesitó toda su concentración para mantenerse totalmente inmóvil.

—Douglas, tienes dos segundos para sacar los papeles o perder el uso de tu mano derecha.

—Te veo un poco nerviosilla, ¿no? —Por lo menos tuvo la satisfacción de saber que ella estaba tan agitada como él. No había pasado por alto su voz ronca ni su ligero temblor. Por fin, con la punta de los dedos sacó el sobre.

Whitney se volvió rápidamente tendiendo la mano. Él tenía el mapa, tenía el dinero. Estaba vestido mientras que ella iba casi desnuda. Doug no dudaba de que Whitney sería capaz de bajar a la aldea y conseguir algún medio de transporte hasta la capital. Si iba a dejarla tirada, jamás tendría mejor ocasión.

Whitney le clavó una mirada serena y directa. Doug sabía que le había leído el pensamiento al detalle.

Aunque vaciló, Doug se dio cuenta de que en ese caso su palabra era de hierro. Le puso el fajo de billetes en la mano.

—El honor entre ladrones…

—… Es un mito cultural —concluyó ella. Por un instante, solo un instante, no había estado segura de que él cumpliera su palabra. Cogió la mochila y la cantimplora y se acercó a un pino, que al menos ofrecía una cierta pantalla. Aunque en ese momento habría preferido una pared de acero con una puerta blindada—. Te podrías plantear afeitarte, Douglas. No me gusta que mi escolta vaya desaliñado.

Él se pasó la mano por el mentón y se prometió no afeitarse en semanas.

Whitney descubrió que la marcha era más fácil cuando el destino estaba a la vista.

Un verano memorable antes de sus quince años había ido a la finca de sus padres en Long Island. A su padre le había entrado la obsesión de que el ejercicio era muy beneficioso. Y todos los días que ella no había tenido reflejos para escapar, la había obligado a salir a correr con él. Whitney recordaba su empeño en mantener el paso de un hombre veinticinco años mayor que ella y el truco que se inventó de buscar con la vista las majestuosas ventanas abuhardilladas de la mansión. En cuanto las veía era capaz de ponerse en cabeza, sabiendo que el final estaba ya cerca.

En este caso su destino no era más que un puñado de casas en torno a unos campos verdes y un río marrón que fluía hacia el oeste. Después de pasarse todo un día andando y una noche en una cueva, a Whitney se le antojaba tan flamante como New Rochelle.

A lo lejos, hombres y mujeres trabajaban en los arrozales. Los bosques se habían sacrificado a los campos. Los malgaches, un pueblo práctico, trabajaban con diligencia para justificar el sacrificio de los árboles. Eran isleños, recordó Whitney, pero sin la despreocupada pereza que solía fomentar la vida de las islas. Se preguntó cuántas de aquellas personas habrían visto siquiera el mar.

En los corrales se agrupaba el ganado, moviendo las colas con ojos aburridos. Vio un baqueteado jeep, sin ruedas, apoyado sobre piedras. De alguna parte venía el monótono martilleo del metal contra el metal.

Las mujeres tendían la colada: vistosas camisas de flores que contrastaban con su sencilla ropa de trabajo. Los hombres, vestidos con amplios pantalones, trabajaban con la azada en un estrecho huerto. Algunos cantaban una melodía más decidida que alegre.

Cuando se acercaron, las cabezas se giraron y el trabajo se detuvo. Nadie se adelantó, excepto un perro negro y flaco que corría en círculos delante de ellos armando jaleo.

En Oriente o en Occidente, Whitney sabía reconocer la curiosidad. Le pareció una lástima no llevar nada más alegre que una camisa y unos pantalones. Echó un vistazo a Doug. Sin afeitar y despeinado, parecía venir de una fiesta… de las que duran toda la noche.

A medida que se acercaban, Whitney distinguió a un grupo de niños. Algunos de los más pequeños iban a la espalda y caderas de hombres y mujeres. El aire olía a comida y excrementos de animales. Se pasó la mano por la tripa mientras bajaba por la montaña detrás de Doug, que tenía la nariz metida en la guía de viajes.

—¿Tienes que ponerte a leer ahora? —preguntó ella. Y puso los ojos en blanco cuando Doug se limitó a lanzar un gruñido—. Me sorprende que no te hayas traído una de esas lucecitas para leer en la cama.

—Ya compraremos una. Los merina son asiáticos, son la clase alta de la isla. Te sentirás identificada, ¿no?

—Desde luego.

Doug siguió leyendo, ignorando su tono divertido.

—Tienen un sistema de castas que separa a los nobles de la clase media.

—Muy sensato.

Doug le lanzó una mirada por encima del libro y ella sonrió.

—La ley tuvo la sensatez de abolir el sistema de castas, pero nadie le hace mucho caso.

—Es que eso de legislar la moral no suele funcionar.

Doug alzó la vista, negándose a seguir con el tema. La gente empezaba a reunirse, pero aquello no parecía precisamente un comité de bienvenida. Según todo lo que había leído, las más o menos veinte tribus o grupos existentes entre los malgaches habían enterrado el hacha de guerra hacía años.

A pesar de todo… Varios pares de ojos negros los miraban. Tendrían que ir con cuidado, paso a paso.

—¿Cómo crees que reaccionarán ante una visita inesperada? —Whitney se agarró de su brazo más nerviosa de lo que quería confesar.

Él había entrado sin invitación en tantos lugares que había perdido la cuenta.

—Nos mostraremos encantadores. —Solía funcionar.

—¿Crees que puedes salir de esta? —preguntó ella cuando ya llegaban al llano al pie de la montaña. Aunque estaba inquieta, siguió andando con los hombros erguidos. La multitud se apartó entre murmullos dejando paso a un hombre alto de rostro enjuto que llevaba una túnica muy negra sobre una rígida camisa blanca. Podría ser el líder, el sacerdote, el general, pero Whitney supo con solo una mirada que era importante… y que su intromisión no le había hecho ninguna gracia.

Medía más de uno noventa. Dejando de lado el orgullo, Whitney retrocedió un paso dejando a Doug delante de ella.

—A ver cómo te lo camelas —le desafió en un susurro.

Doug escrutó al negro que se había adelantado a la multitud y carraspeó.

—No hay problema. —Intentó esbozar su mejor sonrisa—. Buenos días, ¿cómo está usted?

El hombre inclinó la cabeza con gesto de desaprobación, regio, distante, y con voz profunda lanzó una retahíla en malgache.

—No dominamos bien el idioma, señor… esto… —Sin dejar de sonreír, Doug tendió la mano. El hombre la miró y la ignoró. Con la sonrisa todavía pegada a la cara, Doug cogió a Whitney del codo y la empujó hacia delante—. Inténtalo en francés.

—Pero si tu encanto estaba funcionando muy bien.

—No es el momento de hacerte la listilla, princesa.

—Dijiste que eran amistosos.

—A lo mejor este no ha leído la guía de viajes.

Whitney escrutó el pétreo rostro negro muy por encima del suyo. Puede que Doug tuviera razón. Sonrió, batió las pestañas e intentó un saludo en francés formal.

El hombre de la túnica negra se quedó mirándola diez largos segundos y por fin devolvió el saludo. Whitney estuvo a punto de estallar en risitas de puro alivio.

—Vale, ahora discúlpate —ordenó Doug.

—¿Por qué?

—Por interrumpirles así —respondió él entre dientes, apretándole el codo—. Dile que nos dirigimos a Tamatave, pero que nos hemos perdido y no nos queda mucha comida. Y sigue sonriendo.

—Eso es fácil viéndote sonreír a ti como un subnormal.

Doug le lanzó una maldición, pero suavemente, sin dejar de sonreír.

—Hazte la indefensa, como si acabaras de pinchar una rueda.

Whitney se volvió hacia él enarcando las cejas con expresión gélida.

—¿Cómo dices?

—Tú hazme caso, joder.

—Se lo diré —replicó ella con gesto altanero—. Pero no pienso hacerme la indefensa. —Cuando se volvió, esbozó una agradable sonrisa—. Sentimos mucho irrumpir así en su aldea —comenzó a decir en francés—. Pero íbamos hacia Tamatave y mi compañero —señaló a Doug y se encogió de hombros— se ha perdido. Nos queda muy poca comida y agua.

—Tamatave está muy lejos hacia el este. ¿Viajáis a pie?

—Por desgracia.

El hombre volvió a contemplar a Doug y Whitney, fría, deliberadamente. La hospitalidad formaba parte de la herencia malgache, de su cultura. A pesar de todo, se ofrecía discriminadamente. Vio nervios en los ojos de los extranjeros, pero no mala voluntad. Al cabo de un momento hizo una reverencia.

—Nos agrada recibir invitados. Podéis compartir nuestra comida y agua. Soy Louis Rabemananjara.

—¿Cómo está usted? —Whitney tendió la mano y esta vez el hombre la aceptó—. Yo soy Whitney MacAllister y este es Douglas Lord.

Louis se volvió hacia la multitud y anunció que tendrían invitados en la aldea.

—Mi hija, Marie. —Una joven de piel color café y ojos negros se adelantó. Whitney observó su intrincado peinado de trenzas y se preguntó si su propio estilista sería capaz de imitarlo—. Ella se encargará de vosotros. Cuando hayáis descansado, compartiréis nuestra comida. —Y con estas palabras Louis volvió a internarse entre su gente.

Después de un rápido vistazo a la bonita camisa azul y los estrechos pantalones de Whitney, Marie bajó la vista. Su padre jamás le permitiría ponerse algo tan indiscreto.

—Sed bienvenidos. Si venís conmigo os mostraré dónde podéis asearos.

—Gracias, Marie.

Avanzaron detrás de Marie entre la multitud. Un niño señaló el pelo de Whitney y dijo algo muy excitado hasta que su madre le hizo callar. Una palabra de Louis los mandó de vuelta al trabajo antes de que Marie hubiera llegado a una casita. El tejado era de paja y muy inclinado para ofrecer más sombra. La construcción era de madera y algunos tablones estaban doblados. Las ventanas resplandecían. Junto a la puerta, por fuera, había una alfombrilla tejida, cuadrada y blanqueada casi por completo. Marie abrió la puerta y se apartó para dejar paso a sus invitados.

Dentro estaba todo reluciente, todas las superficies pulidas. Los muebles eran toscos y sencillos, pero en todas las sillas había vistosos cojines. Junto a la ventana había un jarrón de arcilla con flores amarillas parecidas a las margaritas, y unos listones de madera bloqueaban la intensa luz y el calor.

—Hay agua y jabón. —Marie les condujo más hacia el interior, donde la temperatura pareció bajar unos diez grados. De una pequeña alcoba sacó unos hondos cuencos de madera, jarras de agua y unos trozos de jabón marrón—. Pronto tendrá lugar la comida, a la que estáis invitados. Habrá de sobra. —Y sonrió por primera vez—. Nos hemos estado preparando para el fadamihana.

Antes de que Whitney pudiera darle las gracias, Doug la cogió del brazo. No había entendido el francés, pero una frase sí le sonaba.

—Dile que nosotros también honramos a sus antepasados.

—¿Qué?

—Tú díselo.

Whitney le siguió la corriente y fue recompensada con una sonrisa radiante.

—Lo que tenemos es vuestro —dijo Marie antes de dejarlos a solas.

—¿De qué iba eso?

—Ha dicho algo sobre el fadamihana.

—Sí, se están preparando para eso, sea lo que sea.

—La fiesta de los muertos.

Whitney dejó de examinar un cuenco para volverse hacia él.

—¿Cómo dices?

—Es una vieja tradición. Parte de la religión malgache se basa en el culto a los antepasados. Cuando alguien se muere, lo llevan siempre a las tumbas de sus antepasados. Cada pocos años desentierran a los muertos y celebran una fiesta para ellos.

—¿Que los desentierran? —Whitney se vio asaltada por una repentina repulsión—. ¡Qué asco!

—Forma parte de su religión, es un gesto de respeto.

—Pues espero que a mí nadie me respete así —comenzó ella. Pero la pudo la curiosidad y frunció el ceño mientras Doug vertía agua en el cuenco—. ¿Y para qué lo hacen?

—Cuando sacan los cuerpos, les conceden un sitio de honor en la celebración. Les ofrecen lino fresco, vino de palmera y los últimos cotilleos. —Doug metió las dos manos en el cuenco y se lavó la cara—. Es su manera de honrar el pasado, supongo. O de mostrar respeto por la gente de la que descienden. El culto a los antepasados es la base de la religión malgache. Hay música y danzas. Todo el mundo se lo pasa bien, vivos y muertos.

Así que no lloraban a los muertos, pensó Whitney. Los entretenían. Una celebración de la muerte o tal vez, para ser más precisos, del lazo entre la vida y la muerte. De pronto le pareció entender la ceremonia y sus sentimientos cambiaron.

Whitney tomó el jabón que Doug le ofrecía y le sonrió.

—Es hermoso, ¿verdad?

Doug se frotó la cara con una pequeña y áspera toalla.

—¿Hermoso?

—Cuando mueres no te olvidan. Te traen de vuelta y te dan un asiento de primera fila en una fiesta, te ponen al día de las noticias del pueblo y brindan por ti. Una de las peores cosas de morirse es perderte toda la diversión.

—Lo peor de morirse es morirse —replicó él.

—Eres demasiado literal. Me pregunto si no será más fácil enfrentarte a la muerte sabiendo que te esperan unas cuantas fiestas.

Doug jamás había pensado que nada hiciera más fácil enfrentarse a la muerte. Uno moría cuando ya no podía engañar más a la vida. Movió la cabeza y dejó la toalla.

—Eres una mujer interesante, Whitney.

—Por supuesto. —Riéndose, olfateó el jabón. Olía a cera y a flores—. Y me muero de hambre. A ver qué hay en el menú.

Cuando Marie volvió, llevaba puesta una colorida falda que rozaba sus pantorrillas. La tribu trajinaba llenando una larga mesa de comida y bebida. Whitney, que solo esperaba unos puñados de arroz y agua, se volvió de nuevo hacia Marie para darle las gracias.

—Sois nuestros invitados. —Solemne y formal, Marie bajó la vista—. Habéis sido guiados hasta nuestra aldea. Os ofrecemos la hospitalidad de nuestros ancestros y celebramos vuestra visita. Mi padre ha dicho que hoy declararemos día de fiesta en vuestro honor.

—Yo solo sé que tenemos hambre. —Whitney le tocó la mano—. Y os estamos muy agradecidos.

Se puso morada. Aunque lo único que reconoció fue la fruta y el arroz, no tuvo remilgos. Los olores se mezclaban en el aire, especiados, exóticos, diferentes. La carne, sin ayuda de la electricidad, se había cocinado en hogueras y hornos de piedra. Era de sabor fuerte, denso, delicioso. El vino, un vaso tras otro, era potente.

Comenzó la música, tambores y toscos instrumentos de viento y cuerda que tocaban fluidas y ancestrales melodías. Los campos podían esperar un día. Las visitas eran raras y, una vez aceptadas, muy valoradas.

Un poco aturdida, Whitney se puso a bailar con un grupo de hombres y mujeres que la aceptaron sonriendo y asintiendo con la cabeza al verla imitar sus pasos. Algunos hombres saltaban y giraban a medida que el ritmo se hacía más rápido. Whitney estalló en carcajadas. Recordó los clubes atestados y llenos de humo que ella frecuentaba, donde todo el mundo intentaba eclipsar a los demás. Música eléctrica, luces eléctricas. Se acordó de algunos de los tipos arrogantes y egocéntricos que habían salido con ella o lo habían intentado. Ninguno podría compararse con un merina. Giró y giró hasta que le dio vueltas la cabeza. Entonces se volvió hacia Doug.

—Baila conmigo —pidió.

Estaba enrojecida, con los ojos brillantes. Doug la sintió contra él cálida, de una suavidad imposible. Se echó a reír y negó con la cabeza.

—Paso. Ya estás bailando tú por los dos.

—No seas aguafiestas —replicó ella, dándole con el dedo en el pecho—. Los merina saben reconocer a un aburrido. —Entrelazó las manos a la espalda de él y comenzó a balancearse—. Lo único que tienes que hacer es mover los pies.

Las manos de Doug se deslizaron por voluntad propia hasta las caderas de ella para sentir el movimiento.

—¿Solo los pies?

Ella inclinó la cabeza y lanzó una mirada mortal bajo las pestañas.

—Si es lo único que sabes hacer… —Y lanzó un rápido grito cuando él la hizo girar en un círculo.

—Tú intenta mantener mi paso, princesa. —En un instante la rodeó con un brazo y extendiendo el otro le cogió la mano. Mantuvo la dramática pose de tango un momento hasta que empezó a moverse limpiamente hacia delante. Se soltaron, giraron y volvieron juntos.

—Vaya, Douglas, al final va a resultar que eres divertido y todo.

Siguieron bailando y dando vueltas, y se ganaron la aprobación de la multitud. Se volvieron de manera que sus rostros quedaron muy cerca, sus cuerpos frente a frente, con el brazo extendido, cogidos de la mano mientras Doug la guiaba hacia atrás.

A Whitney le palpitaba agradablemente el corazón, tanto por el placer de desmelenarse como por el constante roce del cuerpo de Doug contra el suyo. El aliento de Doug era cálido, sus ojos, tan únicos y claros, estaban clavados en los de ella. Rara vez pensaba que era un hombre fuerte, pero en aquel momento, tan cerca, notaba la tensión de sus músculos en la espalda y en los hombros. Whitney echó atrás la cabeza con gesto desafiante. Le seguiría paso por paso.

Doug la hizo girar tan deprisa que se le nubló la vista. Luego la dobló hacia atrás. Ella se dejó ir hasta que la cabeza casi rozó el suelo en aquella flexión exagerada. Y con la misma rapidez, de pronto estaba erguida, abrazada a él. Su boca estaba a un suspiro de distancia.

Solo tenían que hacer un movimiento mínimo, solo un ligero gesto de sus cabezas uniría sus labios. Ambos tenían la respiración agitada por el ejercicio, por la excitación. Whitney advirtió el olor almizcleño del sudor, un deje de vino y carne. Doug sabría a todo eso.

Solo tenían que acercarse una fracción de milímetro. ¿Y entonces qué?

—Qué demonios —masculló Doug. Y justo cuando su mano se tensaba en la cintura de Whitney, justo cuando ella bajaba los párpados, oyó el rugido de un motor. Giró la cabeza y se tensó como un gato con tal brusquedad que Whitney se quedó parpadeando.

—Mierda. —Doug le cogió la mano y salió corriendo para ponerse a cubierto. Sin encontrar mejor opción, la aplastó contra una casa y se pegó a ella.

—¿Qué demonios estás haciendo? Con un solo tango te conviertes en un lunático…

—No te muevas.

—No… —Entonces ella también lo oyó, fuerte y claro encima de ellos—. ¿Qué es eso?

—Un helicóptero. —Doug rezó porque el alero del inclinado tejado y la sombra que creaba los mantuviera ocultos.

Whitney logró mirar por encima de su hombro. Lo oía, pero no veía nada.

—Podría ser cualquiera.

—Podría ser. Pero no me juego la vida por un «podría ser». A Dimitri no le gusta perder el tiempo. —Maldito Dimitri, pensó mientras buscaba refugio y una vía de escape, ¿cómo había podido encontrarlos en mitad de la nada? Miró alrededor con cautela. No había adónde ir—. Esa cabellera rubia destacaría como una señal de neón.

—Hasta en los peores momentos eres todo un encantó, Douglas.

—Esperemos que no decida aterrizar para echar un vistazo más de cerca. —Apenas había pronunciado estas palabras cuando el sonido se hizo más fuerte. Incluso desde el otro lado de la casa notaron el viento producido por las aspas. Se alzó una nube de polvo.

—Le has dado la idea.

—Cállate un minuto. —Doug miró a su espalda, listo para salir corriendo. ¿Adónde?, se preguntó exasperado. ¿Adónde demonios iban a ir? Estaban tan arrinconados como en un callejón sin salida.

Al oír un leve rumor, se giró bruscamente alzando los puños. Marie se detuvo alzando la mano para pedir silencio. Les hizo un gesto y se deslizó a lo largo de la casa con la espalda contra la pared en dirección a la puerta. Aunque aquello significaba volver a dejar su suerte en manos de una mujer, Doug la siguió sin soltar la mano de Whitney.

Una vez dentro, les hizo una señal a los dos para que guardaran silencio y se acercó a la ventana. Asomó la cabeza con el cuerpo oculto a un lado.

El helicóptero estaba en el llano al pie de las colinas. Remo ya se acercaba a grandes zancadas hacia la fiesta.

—Hijo de puta —masculló Doug. Más tarde o más temprano iba a tener que vérselas con Remo. Tenía que asegurarse de llevar cierta ventaja. De momento no tenía nada más letal que una navaja en el bolsillo de los tejanos. En ese momento recordó que tanto Whitney como él habían dejado las mochilas fuera, cerca de la comida y la bebida.

—Es…

—Quédate ahí detrás —ordenó cuando Whitney se acercó a él—. Es Remo, y otros dos soldaditos de Dimitri. —Y más tarde o más temprano, admitió mientras se enjugaba la boca con la mano, iba a tener que vérselas con Dimitri. Y cuando llegara ese momento iba a necesitar algo más que suerte. Estrujándose el cerebro, miró en torno a la habitación buscando algo, cualquier cosa con la que poder defenderse—. Dile a Marie que esos hombres nos buscan y pregúntale qué va a hacer su gente.

Whitney miró a Marie, que aguardaba en silencio junto a la puerta, y siguió las instrucciones de Doug.

Marie entrelazó las manos.

—Sois nuestros invitados —replicó—. Ellos no.

Whitney sonrió y tradujo para Doug.

—Tenemos refugio, si te sirve de algo.

—Sí, muy bien, pero acuérdate de lo que le pasó a Quasimodo.

Remo estaba frente a Louis. El jefe del pueblo hablaba en malgache, implacable y con ojos de acero. El sonido, si no las palabras, llegaba hasta la ventana abierta. Remo se sacó algo del bolsillo.

—Fotografías —susurró Whitney—. Les debe de estar enseñando fotos nuestras.

Aquí, pensó Doug, y en todos los poblados que hubiera hasta Tamatave. Si salían de aquella se habían acabado las fiestas por el camino. Había sido un idiota al creer que podía tomarse un tiempo para respirar teniendo a Dimitri tras él.

Junto con las fotografías, Remo sacó un fajo de billetes y una sonrisa. Ambas cosas fueron recibidas con un impresionante silencio.

Mientras Remo probaba con Louis sus habilidades como negociador, otro miembro de la tripulación del helicóptero se acercó a la comida y comenzó a probarla. Doug contemplaba impotente cómo se acercaba más y más a las mochilas.

—Pregúntale si hay aquí alguna arma.

—¿Un arma? —Whitney tragó saliva. No le había oído nunca aquel tono de voz—. Pero Louis no…

—Pregúntaselo. Ahora mismo. —El compañero de Remo se sirvió una copa de vino de palma. Solo tenía que bajar la vista hacia la izquierda. Si veía las mochilas, ya no importaría de qué lado estuvieran los aldeanos. No estaban armados. Doug sabía lo que llevaba Remo en la pistolera de cuero bajo el abrigo. Lo había notado clavado en sus costillas no hacía muchos días—. Maldita sea, Whitney, pregúntaselo.

Al oír la pregunta de Whitney, Marie asintió inexpresiva. Fue a la siguiente sala y volvió con un rifle muy largo de aspecto letal. Doug lo cogió y Whitney le agarró el brazo.

—Doug, ellos también van armados. Ahí fuera hay niños.

Él cargó el arma sombrío. Tendría que ser rápido y certero. Muy rápido.

—No voy a hacer nada hasta que no tenga más remedio. —Se agachó, apoyó el cañón en la ventana y apuntó. Tenía el dedo húmedo antes de tocar el gatillo.

Odiaba las armas. Siempre las había odiado. No importaba de qué lado del cañón estuviera. Había matado. En Vietnam había matado porque una mente rápida y unas manos ágiles no le habían librado del servicio militar ni de las apestosas junglas. Allí había aprendido cosas que jamás hubiera querido aprender, y cosas que tendría que utilizar. La prioridad era siempre la supervivencia.

Había matado. Recordaba una espantosa noche en Chicago, cuando se encontró arrinconado contra una pared con un cuchillo en el cuello. Sabía lo que era mirar a alguien mientras la vida se le escapaba. Tenías que saber que la siguiente vez, en cualquier ocasión, ese serías tú.

Odiaba las armas, pero aguantaba el rifle con mano firme.

Uno de los que habían estado bailando con Whitney lanzó una aguda carcajada. Alzando una jarra de vino por encima de su cabeza, agarró al hombre junto a las mochilas. Y mientras el nativo daba vueltas y saltos con el vino, las mochilas desaparecieron entre la multitud.

—Deja de hacer el idiota —le gritó Remo a su compañero, que alzaba la copa pidiendo más vino. Volviéndose de nuevo hacia Louis, hizo un gesto con las fotos. Su única respuesta fue una mirada dura y un murmullo malgache.

Remo se metió las fotos y el dinero en el bolsillo y volvió al helicóptero, que con un rugido se puso en marcha. Cuando ya estaba a unos tres metros en el aire, Doug notó por fin que se le relajaban los músculos de los hombros.

No le gustaba la sensación de tener un arma en las manos. Cuando desapareció el sonido del helicóptero, la descargó.

—Podías haber hecho daño a alguien con eso —murmuró Whitney mientras él le devolvía el rifle a Marie.

—Sí.

Cuando se volvió, Whitney vio en él una crueldad que no había visto antes. Había allí un brillo que no tenía nada que ver con el miedo y sí con la astucia. Era un ladrón, sí, y eso lo entendía y lo aceptaba. Pero ahora se daba cuenta de que a su manera era tan duro, tan encallecido como los hombres que les perseguían. Y no estaba segura de poder aceptar eso con tanta facilidad.

Aquella expresión se desvaneció de sus ojos cuando Marie volvió a la habitación. Doug le tomó la mano y se la llevó a los labios con gesto tan galante como imponente.

—Dile que le debemos la vida y que no lo olvidaremos.

Aunque fue Whitney la que se dirigió a ella, Marie no apartó la mirada de Doug. Whitney, de mujer a mujer, reconoció aquella mirada. Y un vistazo a Doug le confirmó que él también la había reconocido y que le encantaba.

—Mejor os dejo solos —declaró Whitney muy seca, abriendo la puerta—. Tres son multitud. —Y cerró con más fuerza de lo necesario.

—¿Nada? —Una nube de fragante humo se alzó delante de la butaca de brocado y alto respaldo.

Remo movió los pies. A Dimitri no le gustaban los informes negativos.

—Krentz, Weis y yo hemos cubierto toda la zona, hemos parado en cada aldea. Ahora tenemos aquí en la ciudad cinco hombres vigilando. No hay rastro de ellos.

—No hay rastro. —La voz de Dimitri era suave, profunda. Su madre le había enseñado dicción de manera implacable, entre otras cosas. La mano de cuatro dedos dio unos golpecitos al cigarrillo sobre el cenicero de alabastro—. Si uno tiene ojos para ver, siempre hay algún rastro, mi querido Remo.

—Los encontraremos, señor Dimitri. Solo que nos llevará algo más de tiempo.

—Me preocupa. —De la mesa a su derecha alzó una copa tallada de vino color rubí. En la mano buena llevaba un anillo: grueso y brillante oro en torno a un diamante—. Se os han escapado tres… —Dimitri se interrumpió para beber un sorbo y dejar que su lengua paladeara el vino. Le gustaban las cosas buenas—. No, vaya por Dios, han sido ya cuatro veces. Esto de fracasar se está convirtiendo en un hábito muy desagradable. —Mientras hablaba con voz muy suave, encendió el mechero y la llama se alzó recta y fina. Detrás de ella, su mirada se clavó en la de Remo—. Y ya sabes lo que pienso de los fracasos.

Remo tragó saliva. Sabía que no era buena idea dar excusas. Dimitri trataba las excusas con mano dura. Notó que brotaba el sudor en su nuca para empezar a gotear lentamente.

—Remo, Remo —suspiró Dimitri—. Has sido como un hijo para mí. —El mechero se apagó. Volvió a surgir una densa y fina columna de humo. Dimitri nunca hablaba deprisa. Una conversación estirada hasta la última palabra era más aterradora que una amenaza—. Soy un hombre paciente y generoso. —Aguardó el comentario de Remo y quedó complacido cuando solo se produjo un silencio—. Pero espero resultados. Obtenlos la próxima vez, Remo. Un empresario, como un padre, debe ejercer la disciplina. —Una sonrisa movió sus labios pero no sus ojos, vacuos e inexpresivos—. Disciplina —repitió.

—Atraparé a Lord, señor Dimitri. Se lo serviré en bandeja.

—Una idea muy agradable, estoy seguro. Consigue los papeles. —Su voz cambió y se tornó gélida—. Y a la mujer. Esa mujer me intriga cada vez más.

Remo, en un gesto reflejo, se tocó la cicatriz de la mejilla.

—Atraparé a esa mujer.