4

Whitney abrió las contraventanas de madera y echó un largo vistazo a Antananarivo. No se parecía a África, como había pensado. Una vez pasó dos semanas en Kenia y recordaba el embriagador olor matutino de carne humeando en parrillas en la calle, recordaba el enorme calor y el gusto cosmopolita. Solo los separaba de África una estrecha banda de agua, pero Whitney no veía nada desde la ventana que se la recordara.

Tampoco encontró el ambiente de una isla tropical. No advertía la perezosa alegría que siempre había asociado con las islas y los isleños. Lo que sí presentía, aunque todavía no sabía muy bien por qué, era un país totalmente singular y único.

Aquello era la capital de Madagascar, el corazón del país, una ciudad de mercados al aire libre y carros tirados a mano que existían en completa armonía y absoluto caos con los altos edificios de oficinas y los elegantes coches modernos. Era una ciudad, de manera que esperaba el habitual ajetreo de las ciudades. Y a pesar de todo, lo que veía era pacífico: lento, pero no perezoso. Tal vez era solo el amanecer, o puede que fuera algo inherente al lugar.

El aire era fresco y se estremeció, pero no se apartó de la ventana. Aquello no olía como París o Europa, sino a algo más maduro. A especias mezcladas con los primeros susurros del calor que amenazaba al frescor de la mañana. A animales. En muy pocas ciudades se percibía en el aire el olor de los animales. Hong Kong olía a puerto y Londres a tráfico. Antananarivo olía a algo más antiguo que todavía no estaba del todo dispuesto a desvanecerse bajo el asfalto o el acero.

El calor alzaba una niebla que reverberaba sobre la tierra, más fresca. Desde allí notó que la temperatura iba cambiando, casi grado a grado. En una hora, pensó, el sudor empezaría a brotar e impregnaría también el aire.

La impresión era que las casas se alzaban unas sobre otras, todas rosa y púrpura bajo la luz temprana. Era como un cuento de hadas: dulce y un poco sombrío en las orillas.

La ciudad era todo montañas, cuestas tan empinadas y difíciles que se habían tallado escaleras en la roca y la tierra para poder subirlas. Incluso desde lejos parecían gastadas y viejas e inclinadas en aterradores ángulos. Tres niños y su perro bajaban corriendo por ellas sin cuidado alguno, y pensó que se quedaría sin aliento solo de mirarlos.

Desde allí se veía el lago Anosy, el lago sagrado, tranquilo, de un color azul acerado, bordeado por las jacarandas que ofrecían el ambiente exótico con el que ella había soñado. Estaban demasiado lejos y solo podía imaginar que su olor sería fuerte y dulce. Como en muchas otras ciudades, había edificios modernos, apartamentos, hoteles, un hospital, pero salpicados entre ellos se veían tejados de paja. A un tiro de piedra había arrozales y pequeñas granjas. Los campos estarían húmedos y relucirían bajo el sol del mediodía. Si miraba hacia la montaña más alta, se veían palacios, gloriosos al amanecer, opulentos, arrogantes, anacrónicos. Abajo, en la ancha avenida, se oyó un coche.

Así que allí estaban, pensó, estirándose bajo el aire fresco. El vuelo había sido largo y aburrido, pero le había dado tiempo para asimilar lo sucedido y tomar algunas decisiones. Para ser sincera tenía que admitir que había tomado su decisión en cuanto apretó el acelerador y dio comienzo a su carrera con Doug. Es cierto que había sido un impulso, pero se mantuvo fiel a él. Al menos, la rápida escala en París la había convencido de que Doug era inteligente. Sí, pensaba llegar hasta el final. Ahora estaba a miles de kilómetros de Nueva York, y viviendo una aventura.

No podía cambiar el destino de Juan, pero podía obtener su venganza particular llegando al tesoro antes que Dimitri. Y siendo la última en reír. Para lograrlo necesitaba a Doug Lord y los documentos que todavía no había visto. Los vería. Era cuestión de averiguar cómo.

Doug Lord, pensó Whitney, apartándose de la ventana para vestirse. ¿Quién y qué era? ¿De dónde venía y adónde pretendía ir?

Un ladrón. Sí, lo consideraba un hombre capaz de elevar el robo al nivel de profesión. Pero no era un Robin Hood. Puede que les robara a los ricos, pero no se lo imaginaba dándoselo a los pobres. Lo que fuera que… adquiriera, se lo quedaba. Pero tampoco le podía condenar por eso. Para empezar había algo en él, un destello que había visto desde el principio. Una falta de crueldad y un atisbo de algo que para ella era irresistible: audacia.

Por otra parte, siempre había pensado que, si eres bueno en algo, debes dedicarte a ello. Y tenía la idea de que Doug era muy bueno en lo que hacía.

¿Un mujeriego? Tal vez, pensó, pero ya se las había visto antes con mujeriegos. Los mujeriegos profesionales que hablaban tres idiomas y pedían el mejor champán eran menos admirables que alguien como Doug Lord, que andaba tras las faldas como quien no quiere la cosa. Aquello no la preocupaba. Era atractivo, incluso apetecible cuando no estaba discutiendo con ella. La parte física podía manejarla bien…

Aunque se acordaba de lo que había sentido al tenerlo echado encima de ella con la boca a pocos centímetros de la suya. Había sido una sensación agradable, que la dejó sin aliento, que le gustaría investigar un poco más. Recordaba lo que había sentido al preguntarse qué sería besar aquella boca interesante y arrogante.

Pero no mientras fueran socios en un negocio, se recordó mientras se quitaba la falda. Mantendría las cosas en un nivel práctico, solo pensaría en cifras que pudiera anotar en su cuaderno. Mantendría a Doug Lord a una prudente distancia hasta tener en la mano su parte del botín. Si algo sucedía luego, muy bien. Con una media sonrisa, decidió que sería divertido anticiparlo.

—Servicio de habitaciones. —Doug entró con una bandeja. Se detuvo un instante, haciendo un breve pero exhaustivo escrutinio de Whitney, que estaba junto a la cama con un elegante body de color beige. A cualquiera se le haría la boca agua. Tenía clase, pensó Doug una vez más. A un hombre como él más le valía ir con cuidado con sus fantasías sobre la clase.

—Bonito vestido —dijo.

Negándose a ofrecerle reacción alguna, Whitney se puso la falda.

—¿Eso es el desayuno?

En algún momento acabaría con aquella frialdad, se dijo Doug. Todo a su tiempo.

—Café y bollos. Tenemos cosas que hacer.

Whitney se puso una blusa color frambuesa.

—¿Cómo por ejemplo?

—He mirado los horarios de tren. —Doug se dejó caer en una silla, puso los pies cruzados sobre la mesa y le dio un mordisco a un bollo—. Podemos salir a las doce y cuarto. Mientras tanto, tenemos que comprar algunas cosas.

Whitney se llevó el café a la cómoda.

—¿Como qué?

—Mochilas —contestó él, viendo el sol alzarse sobre la ciudad—. No pienso andar arrastrando esa cosa de cuero por la selva.

Whitney bebió un sorbo de café antes de coger el cepillo. Era fuerte, al estilo europeo, y denso como el barro.

—¿Vamos a ir andando?

—Eso es, princesa. Necesitamos una tienda, una de esas modernas que no pesan y no ocupan nada.

Whitney se pasó el cepillo por el pelo en un largo y lánguido movimiento.

—¿Qué tienen de malo los hoteles?

Él la miró con una rápida mueca sin decir palabra. Su pelo era como polvo de oro bajo el sol de la mañana. Polvo de hada. Le costaba trabajo tragar. Por fin se levantó y se acercó a la ventana para darle la espalda.

—Utilizaremos el transporte público cuando nos parezca seguro, pero iremos siempre sin llamar la atención. No quiero ir haciendo publicidad de nuestra pequeña expedición —murmuró—. Dimitri no va a rendirse.

Whitney se acordó de París.

—Me has convencido.

—Cuanto menos usemos las carreteras públicas y las ciudades, menos oportunidades tendrá de oler nuestro rastro.

—Parece lógico. —Whitney se hizo una coleta y se la ató con una cinta—. ¿Vas a decirme adónde vamos?

—Iremos en tren hasta Tamatave. —Doug se volvió sonriendo. Con el sol a su espalda parecía más un caballero andante que un ladrón. El pelo le caía sobre el cuello de la camisa, oscuro, algo despeinado. En sus ojos brillaba la chispa de la aventura—. Luego iremos al norte.

—¿Y cuándo voy a ver eso que nos lleva hacia el norte?

—No necesitas verlo. Ya lo he visto yo. —Pero ya estaba calculando cómo podría convencerla para que le tradujera algunas partes sin tener que enseñárselo todo.

Ella se dio unos golpecitos en la palma de la mano con el cepillo del pelo, preguntándose cuándo conseguiría traducir algunos documentos y guardarse para ella misma alguna información.

—Doug, ¿tú comprarías algo a ciegas?

—Si me gustaran las probabilidades…

Ella movió la cabeza medio sonriendo.

—No me extraña que estés arruinado. Tienes que aprender a no tirar el dinero.

—Estoy seguro de que podrías darme clases.

—Los documentos, Douglas.

Los llevaba de nuevo pegados al pecho. Lo primero que haría sería comprar una mochila donde poder llevarlos con seguridad. Tenía la piel irritada de la cinta adhesiva. Estaba seguro de que Whitney tendría alguna crema que le aliviaría el escozor. Pero también estaba seguro de que anotaría el precio en su cuadernito.

—Más tarde. —Al ver que ella iba a decir algo, alzó la mano—. He traído un par de libros que a lo mejor quieres leer. Tenemos por delante un largo viaje y mucho tiempo. Ya lo hablaremos. De momento confía en mí, ¿de acuerdo?

Whitney se quedó mirándole un momento. ¿Confiar en él? No, no era tan tonta. Pero mientras que llevara ella la sartén por el mango, eran un equipo. Satisfecha, se echó la bolsa al hombro y tendió la mano. Si iba a la aventura, mejor con un caballero andante que tuviera alguna mácula.

—Muy bien. Vámonos de compras.

Se encaminaron escalera abajo. Ya que Whitney estaba de buenas, podía intentar camelársela. En un gesto amistoso, le echó el brazo por los hombros.

—¿Qué tal has dormido?

—Bien.

De camino al vestíbulo, Doug cogió una florecilla púrpura de un jarrón y se lo puso a ella detrás de la oreja. La flor de la pasión… sí, iba con ella. El olor era fuerte y dulce, como debería ser una flor tropical. El gesto la conmovió, a pesar de desconfiar de él.

—Lástima que no tengamos mucho tiempo para hacer turismo —comentó Doug—. Por lo visto el palacio de la Reina es algo que hay que ver.

—¿Te gusta la opulencia?

—Desde luego. Siempre pensé que es agradable vivir con cierto lujo.

Whitney se echó a reír.

—Pues yo prefiero una cama de plumas antes que una de oro.

—«Dicen que la información es poder. Eso creía yo antes, pero ahora sé que a lo que se refieren es al dinero».

Whitney se detuvo bruscamente y le miró. ¿Qué clase de ladrón citaba a Byron?

—No dejas de sorprenderme.

—Si uno lee, acaba por encontrar algo. —Doug se encogió de hombros y decidió dejar la filosofía para volver a lo práctico—. Whitney, hemos acordado dividir el botín al cincuenta por ciento.

—Después de que me pagues lo que me debes.

Doug rechinó los dientes.

—Muy bien. Puesto que somos socios, entonces, creo que deberíamos dividir lo que tenemos al cincuenta por ciento también.

Ella le dedicó una agradable sonrisa.

—¿Eso crees?

—Es una cuestión práctica —replicó él con toda tranquilidad—. Supón que nos separamos…

—De eso nada. —Whitney mantuvo la sonrisa mientras cogía la bolsa con más fuerza—. Pienso pegarme a ti como una lapa hasta que acabe todo esto, Douglas. La gente va a pensar que estamos enamorados.

Él cambió de táctica sin perder el ritmo.

—Es también una cuestión de confianza.

—¿Confianza de quién?

—Tuya, reina. Al fin y al cabo, si somos socios, tendremos que confiar el uno en el otro.

—Yo confío en ti. —Whitney le rodeó la cintura con el brazo en gesto amistoso. La niebla empezaba a levantarse y el sol ascendía—. Mientras el dinero lo tenga yo, rey.

Doug entornó los ojos. Aquella mujer no solo tenía clase, pensó sombrío.

—Muy bien. ¿Y si me das un adelanto?

—Ni hablar.

Puesto que empezaba a resultarle tentadora la opción de ahogarla, se apartó de ella para mirarla de arriba abajo.

—Dame una razón por la que tengas que tener tú todo el dinero.

—¿Quieres cambiarlo por los documentos?

Doug se volvió furioso para mirar la casa blanca que tenía detrás. En el polvoriento jardín se enredaban las flores y las parras en salvaje abandono. Aspiró los aromas a desayuno y fruta madura.

No había forma de darle esquinazo a Whitney mientras estuviera arruinado. No tenía manera de justificar la posibilidad de robarle el bolso y dejarla tirada. La alternativa le dejaba justo donde estaba: pegado a ella. Lo peor era que probablemente la necesitaría. Más tarde o más temprano alguien tendría que traducir la correspondencia escrita en francés, aunque solo fuera por la terrible curiosidad que sentía. Todavía no, pensó. No hasta que estuviera en terreno más sólido.

—Mira, maldita sea, llevo ocho dólares en el bolsillo.

Si tuviera mucho más, pensó ella, me dejaría tirada sin pensárselo dos veces.

—El cambio de los veinte que te di en Washington.

Exasperado, Doug empezó a bajar un tramo de escaleras.

—Tienes la mentalidad de una maldita contable.

—Gracias. —Whitney se agarró a la tosca barandilla de madera, preguntándose si no habría otra manera de bajar. Se protegió los ojos con la mano para mirar—. ¡Anda, mira! ¿Aquello es un bazar? —Apresurando el paso tiró de Doug.

—El mercado de los viernes —masculló él—. El zoma. Ya te dije que deberías leerte la guía de viaje.

—Prefiero que me sorprendan. Vamos a echar un vistazo.

Doug la siguió porque comprar en el mercado al aire libre sería tan fácil y a lo mejor más barato que comprar en las tiendas. Tenían tiempo antes de que saliera el tren, calculó echando un rápido vistazo al reloj. ¿Por qué no divertirse un rato?

Había estructuras de techo de paja y puestos de madera bajo enormes sombrillas blancas. Ropa, tejidos, piedras preciosas se extendían a la vista de compradores serios o mirones. Whitney, siempre una compradora seria, divisó una interesante mezcla de basura y calidad. Pero aquello no era una feria, sino trabajo. El mercado estaba organizado, atestado de gente, lleno de sonidos y olores. Carretas de bueyes conducidas por hombres envueltos en lambas blancos reventaban de verduras y gallinas. Los animales cacareaban y mugían y resoplaban en varios grados de protesta y las moscas zumbaban. Unos cuantos perros se arremolinaban por allí husmeando. La gente los echaba o los ignoraba.

Whitney olía a plumas y especias y sudor animal. Cierto que las calles estaban pavimentadas, que se oía el ruido de tráfico y no muy lejos de allí las ventanas de un hotel de primera clase relumbraban bajo el deslumbrante sol. Una cabra se sobresaltó por un súbito ruido y tiró de su correa. Un niño con la barbilla goteando de zumo de mango se aferraba a la falda de su madre parloteando en un idioma que Whitney no había oído jamás. Vio a un hombre de pantalones amplios y sombrero puntiagudo contando monedas. Atrapada entre dos piernas flacas, una gallina chillaba intentando liberarse entre un revoloteo de plumas. En una áspera manta se extendían varias amatistas y granates que relucían opacos bajo el sol temprano. Whitney tendió una mano, solo para tocarlos, cuando Doug tiró de ella hacia un puesto de robustos mocasines de piel.

—Ya habrá tiempo de sobra para chucherías —le dijo, señalando con la cabeza los zapatos—. Vas a necesitar algo más práctico que esas tiritas de cuero que llevas.

Whitney se encogió de hombros y contempló las ofertas. Estaban muy lejos de las ciudades cosmopolitas a las que estaba acostumbrada, muy lejos de los campos de juego de los ricos.

Whitney compró los zapatos y luego cogió una cesta hecha a mano y se puso a regatear instintivamente en un francés impecable.

Doug tuvo que admirarla: era una negociadora nata. Más aún, le gustaba ver cómo se divertía discutiendo por el precio de una nadería. Tenía la impresión de que se habría decepcionado si la negociación hubiera terminado demasiado deprisa o si el precio hubiera caído drásticamente. Puesto que no tenía más remedio que estar con ella, Doug decidió tomarse el asunto con filosofía y sacar lo máximo de su asociación. De momento.

—Ahora que ya la tienes, ¿quién va a llevarla?

—La dejaremos guardada con el equipaje. Vamos a necesitar comida, ¿no? ¿Pretendes comer en esta expedición? —Con ojos risueños, Whitney cogió un mango y se lo puso delante de las narices.

Doug sonrió, cogió otro mango y metió los dos en la cesta.

—Pero no te entusiasmes demasiado.

Whitney merodeó entre los puestos, regateando y contando con cuidado los francos. Dio vueltas entre los dedos a un collar de conchas, estudiándolo con la misma atención que si fuera una joya de Cartier. Al cabo de un tiempo había cerrado los oídos al extraño idioma malgache y escuchaba, contestaba e incluso pensaba en francés. Los mercaderes comerciaban en un continuo flujo de toma y daca. Parecían demasiado orgullosos para mostrarse ansiosos, pero Whitney no había pasado por alto los signos de pobreza de muchos de ellos.

¿Vendrían de muy lejos con sus carretas?, se preguntó. No parecían cansados, pensó, empezando a observar a la gente con la misma atención que las mercancías. Eran robustos. Parecían satisfechos, aunque había muchos descalzos. Puede que la ropa estuviera polvorienta y gastada, pero era colorida y vistosa. Las mujeres se arreglaban el pelo con trenzas y broches e intrincados peinados. El zoma, decidió por fin, era un evento social tanto como un lugar donde hacer negocios.

—Tenemos que darnos prisa, princesa. —Doug notaba un picor entre los omóplatos que a cada momento le incordiaba más. Cuando tuvo que mirar a la espalda por tercera vez, supo que era hora de marcharse—. Hay que hacer muchas más cosas hoy.

Whitney metió más fruta en la bolsa, unas verduras y un saco de arroz. Puede que tuviera que andar y dormir en una tienda, pero no pensaba pasar hambre.

Doug se preguntó si Whitney sería consciente de cómo destacaba con su piel de marfil y su pelo rubio entre los morenos mercaderes y las mujeres de rostro solemne. Emanaba de ella una inconfundible elegancia incluso cuando regateaba por unos pimientos secos o unos higos. No era su tipo, se dijo Doug, pensando en las mujeres de plumas y lentejuelas con las que normalmente acababa. Pero sería difícil olvidarla.

Por impulso cogió un suave lamba de algodón y se lo puso a Whitney en la cabeza. Cuando ella se volvió riéndose, su belleza era tan despampanante que Doug se quedó sin aliento. Debería ser seda blanca, pensó. Whitney debería llevar seda blanca, fresca, suave. Le encantaría comprarle metros y metros. Le encantaría envolverla en ella, en kilómetros de seda, para luego írsela quitando poco a poco hasta dejar solo la piel, igual de suave, igual de blanca. Observaría cómo se oscurecían sus ojos, notaría el calor de su cuerpo. Cogiéndole la cara con las manos, olvidó que no era su tipo.

Ella advirtió el cambio en su mirada, notó la súbita tensión en sus dedos y su corazón empezó a martillear lento e insistente contra sus costillas. ¿Acaso no se había preguntado qué tal amante sería Doug? ¿No se lo preguntaba ahora, cuando notaba que de él emanaba puro deseo? ¿Ladrón, filósofo, oportunista, héroe? Fuera lo que fuese, sus vidas estaban ahora entrelazadas y no había vuelta atrás. Cuando llegara el momento se unirían como el trueno, sin palabras bonitas, sin luz de velas, sin la pátina del romanticismo. Whitney no necesitaría romanticismo porque el cuerpo de él sería duro, su boca hambrienta y sus manos sabrían dónde tocarla. Allí, en aquel mercado, rodeada de sonidos y aromas exóticos, Whitney olvidó que sería fácil manejarle.

Una mujer peligrosa, advirtió Doug haciendo un esfuerzo por relajar los dedos. Con el tesoro casi al alcance de la mano y Dimitri como un mono encaramado a su chepa, no podía permitirse pensar en ella como en una mujer. Las mujeres, sobre todo las de ojos grandes, habían sido siempre su perdición.

Eran socios. Él tenía los documentos, ella el dinero. Y esa era toda la complicación que tendrían de momento.

—Más vale que vayas terminando aquí —dijo con calma—. Tenemos que ir a por las cosas de camping.

Whitney lanzó un lento suspiro y se recordó que Doug ya le debía más de siete mil dólares. No le iría bien olvidarlo.

—Muy bien. —Pero compró el lamba, diciéndose que no era más que un souvenir.

Al mediodía estaban ya esperando el tren, ambos con mochilas cuidadosamente cargadas de comida y otras cosas. Doug estaba inquieto, impaciente por empezar. Había arriesgado su vida y se había jugado el futuro por el pequeño fajo de papeles pegados a su pecho. Siempre había vivido arriesgándose, pero esta vez tenía la banca. En verano estaría nadando en dinero, tirado en alguna playa extranjera bebiendo ron mientras alguna mujer morena de ojos de endrina le untaba crema en la espalda. Tendría bastante dinero para asegurarse de que Dimitri no lo encontrara jamás, y si quería trabajar lo haría por placer, no para vivir.

—Aquí viene. —Doug se volvió hacia Whitney con una descarga de adrenalina. Ella, con el chal sobre los hombros, escribía cuidadosamente en el cuaderno. Parecía, tranquila y serena, mientras que a él ya se le pegaba la camisa a la espalda—. ¿Quieres dejar de hacer garabatos? —pidió cogiéndola del brazo—. Eres peor que un inspector de Hacienda.

—Solo estoy añadiendo el precio de los billetes, socio.

—Joder. Cuando consigamos el botín, estarás nadando en oro. ¡Y ahora te preocupas de unos cuantos francos!

—Es curioso cómo se van sumando, ¿verdad? —Con una sonrisa, Whitney metió de nuevo la libreta en el bolso—. Siguiente parada: Tamatave.

Un coche se detuvo justo cuando Doug subía al tren detrás de Whitney.

—Ahí están. —Con el mentón rígido, Remo se metió la mano debajo de la chaqueta hasta tocar la culata de la pistola. Con los dedos de la otra mano se tocó la gasa de la cara. Ahora tenía una cuenta personal que saldar con Lord. Iba a ser un placer. Una mano pequeña con un muñón rosado donde debería estar el meñique se cerró con fuerza de acero en torno a su brazo. El puño era de un blanco inmaculado, adornado esta vez con unos gemelos ovalados de oro batido. Aquella mano delicada, en cierto modo elegante a pesar de la deformidad, hizo que los músculos del brazo de Remo se estremecieran.

—Ya has dejado que te engañe antes. —La voz era serena y muy tersa. La voz de un poeta.

—Esta vez es hombre muerto.

Se oyó una risa agradable seguida de una nube de caro tabaco francés. Remo no se relajó ni ofreció excusa alguna. El estado de ánimo de Dimitri podía ser muy engañoso, y Remo le había oído reírse antes. Le había oído lanzar aquella suave y agradable risa mientras le quemaba a alguien la planta de los pies con la llama azul de un mechero con monograma. Remo no movió el brazo ni abrió la boca.

—Lord ha sido hombre muerto desde que me robó. —Algo terrible tiñó la voz de Dimitri. No era rabia, sino algo más poderoso, sereno y desapasionado. Una serpiente no siempre escupe veneno en su furia—. Recupera mis pertenencias y luego mátale como más te plazca. Tráeme sus orejas.

Remo hizo un gesto al hombre del asiento de atrás para que saliera a comprar los billetes.

—¿Y la mujer?

Se produjo otra nube de humo mientras Dimitri se lo pensaba. Había aprendido hacía años que las decisiones que se toman precipitadamente dejan un marcado rastro. Él prefería lo terso y lo limpio.

—Una mujer adorable, y bastante lista para rebanarle la yugular a Butrain. Hazle el menor daño posible y tráetela. Me gustaría hablar con ella.

Se arrellanó en el asiento satisfecho, contemplando el tren a través del cristal ahumado de la ventanilla. Le divertía y le satisfacía el polvoriento olor del miedo que emanaba de sus empleados. Al fin y al cabo el miedo era la más elegante de las armas. Hizo un gesto con la mano mutilada.

—Una tarea tediosa —dijo cuando Remo cerró la puerta del coche. Lanzó un delicado suspiro llevándose a la nariz un pañuelo de seda perfumado. El olor a polvo y animales le molestaba—. Vuelve al hotel —ordenó al hombre silencioso al volante—. Quiero una sauna y un masaje.

Whitney se sentó junto a la ventanilla dispuesta a ver pasar el paisaje de Madagascar. Doug, como venía haciendo de vez en cuando desde el día anterior, enterró la cara en la guía de viajes.

—Existen por lo menos treinta y nueve especies de lémur en Madagascar y más de ochocientas especies de mariposa.

—Fascinante. No tenía ni idea de que te interesara tanto la fauna.

Él la miró por encima del libro.

—Todas las serpientes son inofensivas —añadió—. Son estos pequeños detalles los que me interesan cuando duermo en una tienda. Me gusta saber algo del territorio. Como que aquí los ríos están llenos de cocodrilos.

—Entonces supongo que nada de bañarse desnudos.

—Por fuerza vamos a encontrarnos con algunos nativos. Hay distintas tribus, y según el libro todas son amistosas.

—Ah, buenas noticias. ¿Tienes alguna idea de lo que tardaremos en llegar al lugar donde está marcada la X?

—Una semana, tal vez dos. —Doug se arrellanó en el asiento y encendió un cigarrillo—. ¿Cómo se dice «diamante» en francés?

Diamant. —Whitney le miró con los ojos entrecerrados—. ¿Tiene algo que ver ese Dimitri con el robo de los diamantes en Francia para traerlos luego aquí de contrabando?

Doug sonrió. Se había acercado, pero no lo suficiente.

—No. Dimitri es bueno, pero no tiene nada que ver con este golpe en particular.

—Así que se trata de diamantes y fueron robados.

Doug pensó en los documentos.

—Depende de cómo se mire.

—Era solo una idea. —Whitney le quitó el cigarrillo para darle una calada—. Pero ¿te has parado a pensar qué harás si no encuentras nada?

—Están allí. —Doug exhaló el humo y la miró con sus ojos verdes y limpios—. Están allí.

Como siempre, Whitney le creyó. Era imposible no creerle.

—¿Qué vas a hacer con tu parte?

Doug apoyó los pies en el asiento junto a ella y sonrió.

—Revolcarme en ellos.

Whitney sacó un mango del bolso y se lo tiró.

—¿Y Dimitri?

—Una vez que tenga el tesoro, por mí puede arder en el infierno.

—Pero mira que eres gallito, Douglas.

Él le dio un mordisco al mango.

—Voy a ser un gallito millonario.

Ella cogió el mango para darle también un mordisco. Lo encontró dulce y agradable.

—¿Es importante ser rico?

—Desde luego.

—¿Por qué?

Doug la miró.

—Tú hablas desde la comodidad de varios billones de litros de helado.

Ella se encogió de hombros.

—Digamos que me interesa tu visión sobre la riqueza.

—Si eres rico y pierdes a los caballos, te enfadas porque has perdido, no porque te has jugado el dinero del alquiler.

—¿Y a eso se reduce todo?

—¿Alguna vez te has preocupado por no tener dónde dormir, princesa?

Ella dio otro mordisco a la fruta antes de devolvérsela. Algo en su voz la hizo sentirse como una idiota.

—No.

Se quedó callada un rato mientras el tren proseguía su trayecto, deteniéndose en varias estaciones para que subiera o bajara la gente. Ya hacía calor, el interior era casi sofocante. El aire estaba cargado de sudor, fruta, polvo y suciedad. Un hombre con un sombrero blanco de panamá, unos asientos más adelante, se enjugó la cara con un gran pañuelo. Whitney creyó reconocerle del zoma y sonrió. Él se limitó a meterse el pañuelo en el bolsillo y volver a su periódico. Whitney advirtió que estaba escrito en inglés. Luego siguió mirando el paisaje.

Pasaban por colinas verdes, casi sin árboles. De vez en cuando se veía alguna pequeña aldea o poblado, con casas de techo de paja y grandes graneros cerca del río. ¿Qué río era aquel? Doug tenía la guía de viaje y seguro que podría decírselo. Empezaba a sospechar que podría darle una conferencia de quince minutos sobre el río en cuestión. Whitney prefería el anonimato de la tierra y el agua.

No vio cables telefónicos ni postes de tendido eléctrico. La gente que vivía en aquellos interminables y yermos parajes tenía que ser dura, independiente, autosuficiente. Whitney sabía apreciarlo y admirarlo sin tener que ponerse en su lugar.

Aunque ella era persona de ciudad, con sus muchedumbres y su ruido y su ritmo, le resultaba atractiva la callada enormidad del paisaje. Jamás le había costado trabajo apreciar tanto una flor silvestre como un vestido de chinchilla. Ambas cosas producían placer.

El tren no era silencioso. Zumbaba y gemía y se bamboleaba entre el constante murmullo de la conversación. Olía a sudor, aunque no de manera demasiado desagradable puesto que el aire entraba por las ventanas. La última vez que cogió un tren fue por impulso, recordó. Iba en un compartimiento con aire acondicionado que olía a talco y flores. No había sido ni muchísimo menos tan interesante como este.

Enfrente de ellos iba una mujer con un bebé que se chupaba el pulgar. El niño miró a Whitney con ojos grandes y solemnes antes de tender una mano regordeta para cogerle la trenza. Su madre, avergonzada, lo apartó de un tirón, espetándole una rápida retahíla en malgache.

—No, no, no pasa nada. —Whitney, riéndose, le acarició al niño la mejilla. Sus deditos se enroscaron en torno a los de ella como un pequeño torno. Whitney, divertida, le hizo una seña a la madre para que le dejara al bebé. Al cabo de unos momentos de vacilación y persuasión, Whitney lo tenía en el regazo.

—Hola, hombrecito.

—No creo que los nativos hayan oído hablar de los pañales desechables —le dijo Doug.

Ella arrugó la nariz.

—¿No te gustan los niños?

—Claro, solo que los prefiero cuando ya no se mean encima.

Ella miró al bebé riéndose.

—A ver qué tenemos aquí. —Y sacó del bolso una polvera—. ¿Qué te parece? ¿Quieres ver al niño? —Alzó el espejo delante de él, divertida por el gorjeo de su risa—. Qué niño más guapo —le dijo, encantada de sí misma al verlo tan contento. El niño, tan divertido como ella, empujó el espejo hacia la cara de Whitney.

—Qué chica más guapa —comentó Doug, ganándose una carcajada de Whitney.

—Cógelo tú un rato. —Y antes de que Doug pudiera protestar, ya le había pasado al niño—. Los niños hacen mucho bien.

Si había, esperado que Doug se mostrara molesto o torpe, se equivocó. Se puso al niño en el regazo como si lo hubiera estado haciendo toda la vida y comenzó a jugar con él.

Aquello era interesante. El ladrón tenía un lado tierno. Whitney se arrellanó en el asiento mirando a Doug, que daba botes al niño en su rodilla mientras hacía ruidos tontos con la boca.

—¿No has pensado nunca en reformarte y abrir una guardería?

Él alzó una ceja y le arrebató el espejo.

—Mira —le dijo al niño, sosteniendo el espejo en ángulo de modo que reflejara el sol. El niño, con un gritito, lo agarró y lo empujó hacia la cara de Doug.

—Quiere que veas al mono —comentó Whitney con una sonrisa.

—Qué graciosa.

—Si tú lo dices…

Para complacer al bebé, Doug se puso a hacer muecas en el espejo. El niño, agitándose de deleite, le dio un golpe, torciendo el espejo de manera que reflejó por un instante la parte trasera del tren. Doug se tensó y torciendo de nuevo el espejo miró con más atención.

—Me cago en todo.

—¿Qué pasa?

Sin dejar de jugar con el niño, la miró. El sudor le manchaba las axilas y corría por su espalda.

—Tú sigue sonriendo, princesa, y no vuelvas la cabeza. Tenemos a un par de amigos sentados ahí detrás.

Aunque sus manos se tensaron en los brazos del asiento, Whitney consiguió dominarse para no mirar hacia atrás.

—El mundo es un pañuelo.

—Desde luego.

—¿Se te ocurre algo?

—Estoy en ello. —Doug calculó la distancia hasta la puerta. Si se bajaban en la siguiente parada, Remo estaría encima de ellos antes de cruzar el andén. Si Remo estaba allí, Dimitri no andaba lejos. Tenía a sus hombres atados con una correa muy corta. Doug se dio todo un minuto para combatir el pánico. Lo que necesitaban era una maniobra de distracción y una despedida a la francesa.

—Tú sígueme la corriente —murmuró—. Y cuando diga «ya», agarra la mochila y sal corriendo hacia la puerta.

Whitney miró a lo largo del tren. En los asientos se apretujaban mujeres, niños y ancianos. No era lugar para un enfrentamiento, decidió.

—¿Hay otra opción?

—No.

—Entonces saldré corriendo.

El tren aminoró la velocidad para la siguiente parada entre chirridos de frenos y resoplidos del motor. Doug esperó hasta que el flujo de pasajeros que bajaban y subían estaba en su punto álgido.

—Lo siento, colega —le murmuró al bebé, y le dio en el culo un fuerte pellizco. El bebé, haciendo su papel, lanzó un agudo grito ante el cual su madre se levantó de un brinco alarmada. Doug se levantó también y se puso a crear toda la confusión posible en el atestado pasillo central.

Captando el juego, Whitney se puso en pie y le dio un empujón al hombre de su derecha tirándole los paquetes que llevaba, que cayeron dispersos al suelo. Los pomelos salieron rebotando por todas partes, algunos pisoteados y aplastados.

Cuando el tren comenzó a moverse de nuevo, había seis personas entre Doug y Remo bloqueando el pasillo y discutiendo en malgache. Doug levantó los brazos como haciendo un gesto de disculpa y volcó una bolsa de verduras. El niño no dejaba de berrear. Decidiendo que era lo máximo que podía hacer, Doug bajó la mano y agarró a Whitney de la muñeca.

—Ahora.

Juntos se dirigieron a la puerta. Doug alzó la vista un instante y vio que Remo se levantaba de un salto y comenzaba a abrirse paso entre la acalorada multitud que bloqueaba el pasillo. Vislumbró también a otro hombre con un sombrero de panamá que dejaba a un lado el periódico y se levantaba antes de ser rodeado por la muchedumbre. Doug solo tuvo un segundo para preguntarse dónde había visto aquella cara.

—¿Y ahora qué? —preguntó Whitney, mirando el suelo que empezaba a acelerar bajo ellos.

—Ahora nos bajamos. —Y sin vacilar saltó del tren arrastrándola con él. Se envolvió en torno a ella, encogiéndose al caer al suelo, de manera que rodaron juntos y enredados. Para cuando se detuvieron, el tren estaba a varios metros de distancia y acelerando.

—¡Maldita sea! —explotó Whitney, encima de él—. ¡Nos podíamos haber partido la crisma!

—Sí. —Doug se quedó tirado, sin aliento. Tenía las manos debajo de la falda de Whitney, sobre sus muslos, pero apenas se dio cuenta—. Pero no ha pasado nada.

Ella le miró furiosa.

—Pues qué suerte. ¿Y ahora qué hacemos? —preguntó, resoplando para apartarse el pelo de los ojos—. Estamos en mitad de la nada, a kilómetros de donde teníamos que estar y sin ningún medio de transporte para llegar.

—Tienes los pies —le espetó Doug.

—Y ellos también —masculló ella entre dientes—. Y se bajarán en la próxima parada para venir a por nosotros. Ellos tienen armas y nosotros mangos y una tienda plegable.

—Así que cuanto antes dejemos de discutir y nos pongamos en marcha, mejor. —Doug se la quitó de encima sin ceremonias y se levantó—. No te dije que esto fuera fácil.

—Pero tampoco mencionaste que fueras a tirarme de un tren en marcha.

—Tú mueve el culo, guapa.

Frotándose una cadera dolorida, Whitney se levantó y se puso delante de él.

—Eres grosero, arrogante y espantoso.

—Ah, pues perdona. —Doug hizo una reverencia burlona—. ¿Le importaría venir por aquí para que no nos metan una bala en la cabeza, señora marquesa?

Ella echó a andar furiosa y cogió la mochila que se le había escapado de las manos con el impacto.

—¿Hacia dónde?

Doug se puso también la mochila.

—Al norte.