3

Whitney tenía que recobrarse. Doug se agitó en el asiento de primera clase, deseando saber cómo mitigar su dolor. Creía entender a las mujeres ricas. Había trabajado para muchas y se había trabajado a muchas. Y suponía que también era cierto que muchas se lo habían trabajado a él. El problema era que siempre acababa enamorándose un poco de cualquier mujer con la que pasara más de dos horas. Eran tan… bueno, tan femeninas. Nadie podía parecer más sincero que una mujer de piel delicada y suave aroma. Pero había aprendido por experiencia que las mujeres con grandes cuentas bancarias solían tener también un corazón de plástico. En cuanto estabas casi dispuesto a renunciar a los pendientes de diamantes en favor de una relación más significativa, te dejaban tirado.

Eran insensibles. Doug consideraba que aquel era el mayor defecto de los ricos. Aquella insensibilidad que les llevaba a pisotear a otras personas con la indiferencia con la que un niño pisotea un escarabajo. Para divertirse prefería una camarera de risa fácil. Pero en las cuestiones de negocios, iba derecho al balance bancario. Una mujer con una cuenta jugosa era un valioso aval. Se podían abrir muchas puertas cerradas con una mujer rica del brazo. No eran todas iguales, desde luego, pero en general se las podía calificar con unas cuantas etiquetas básicas. Así de pronto se le ocurrían cuatro: aburridas, despiadadas, frías o estúpidas. Pero Whitney no parecía encajar con ninguna de esas etiquetas. ¿Cuántas habrían recordado el nombre de un camarero y mucho menos habrían llorado por él?

Estaban de camino a París después de salir del aeropuerto Dulles International. Esperaba que fuera bastante rodeo para que Dimitri perdiera el rastro. Si con eso ganaba un día, unas horas, las utilizaría. Conocía, como cualquiera que estuviera en el gremio, la reputación de Dimitri y lo que hacía con los que intentaban traicionarle. Siendo un hombre tradicional, se inclinaba hacia los métodos tradicionales. Hombres como Nerón habrían apreciado el gusto de Dimitri por la tortura lenta y creativa. Corrían rumores sobre un sótano en la finca de Connecticut de Dimitri. Supuestamente estaba lleno de antigüedades, de la clase de antigüedades de la Inquisición. Por lo visto también había un estudio de primera calidad. Luces, cámara, acción. Se decía que a Dimitri le gustaba disfrutar de las reposiciones de su trabajo más truculento. Doug no tenía ninguna intención de protagonizar ninguna película de Dimitri, ni pensaba creer el mito de que Dimitri era omnipotente. No era más que un hombre, se dijo. De carne y hueso. Pero incluso a mil kilómetros de altura, tenía la incómoda sensación de ser una mosca con la que jugaba una araña.

Tomó otra copa y desechó ese pensamiento. Cada cosa a su tiempo. Así era como procedería, y así era como sobreviviría.

De haber tenido tiempo se habría llevado a Whitney un par de días al Hotel de Crillon. Era el único sitio en el que se alojaba en París. En algunas ciudades se conformaba con un motel y un camastro, y en otras no pernoctaría por nada del mundo. Pero París… París siempre le había dado suerte.

Siempre se las arreglaba para organizar un viaje a París dos veces al año, por una única razón: la cocina francesa. En lo que a Doug concernía, nadie cocinaba mejor que los franceses, o los que se habían educado en Francia. Por eso había empleado sus artimañas para entrar en varios cursos. Había aprendido a preparar una tortilla a la manera francesa, la manera correcta, en Cordón Bleu. Por supuesto se preocupaba de mantener aquella afición en secreto. Si se corría la voz de que se había puesto un delantal y había batido huevos, perdería su reputación en la calle. Además, podía ser embarazoso. De manera que siempre había camuflado sus viajes culinarios a París como viajes de negocios.

Un par de años antes estuvo allí una semana, haciéndose pasar por un playboy millonario y desvalijando las habitaciones de los ricos. Empeñó un buen collar de zafiros y pagó legalmente la cuenta del hotel. Nunca se sabe cuándo vas a volver.

Pero esta vez no había tiempo para un curso rápido de soufflés ni para robar nada. No podría parar en ningún sitio hasta que concluyera el juego. Normalmente lo prefería así: la persecución, la caza. El juego en sí era más emocionante que las ganancias. Eso lo aprendió Doug después de su primer gran golpe. La tensión y la presión de planearlo, la adrenalina y casi el terror de la ejecución, y luego la vertiginosa emoción del éxito. Después ya no fue más que otro trabajo terminado. Ya se ponía uno a buscar el siguiente. Y luego el siguiente.

De haber hecho caso al orientador de su instituto, ahora sería probablemente un abogado de éxito. Tenía la inteligencia y la labia necesarias. Doug dio un trago al whisky, agradecido de no haberle hecho caso.

Imagina, Douglas Lord, abogado, con una mesa cubierta de papeles y reuniones para almorzar tres días a la semana. ¿Qué manera de vivir era esa? Ojeó otra página del libro que había robado de una biblioteca de Washington antes de salir. No, un trabajo que te mantenía encerrado en una oficina te poseía a ti, no al revés. De manera que, con un coeficiente intelectual que superaba su peso, prefería utilizar sus talentos en algo gratificante.

En ese momento estaba leyendo sobre Madagascar: su historia, su topografía, su cultura. Para cuando terminara el libro sabría todo lo que había que saber. Llevaba en la maleta otros dos volúmenes para más tarde. Uno era una historia de gemas desaparecidas, y el otro una larga y detallada historia de la Revolución francesa. Antes de encontrar el tesoro, sería capaz de verlo y comprenderlo. Si los documentos eran verídicos, tendría que agradecer su jubilación anticipada a María Antonieta y su gusto por la opulencia y la intriga. El diamante Espejo de Portugal, el Diamante Azul, el Sancy con sus cincuenta y cuatro quilates. Sí, la realeza francesa tenía un gusto excelente. Y la buena de María Antonieta no se había resistido a la tradición. Y Doug se lo agradecía. A ella y a los aristócratas que habían huido de su país protegiendo con sus vidas las joyas de la corona, manteniéndolas ocultas hasta que la familia real pudiera reinar de nuevo en Francia…

El Sancy no lo encontraría en Madagascar. Doug conocía el gremio y sabía que la piedra estaba ahora en la familia Astor. Pero las posibilidades eran infinitas. El Espejo y el Azul habían desaparecido hacía siglos. Así como otras piedras. El caso del Collar de Diamantes —la gota que colmó el vaso de la paciencia de los campesinos— era un enigma plagado de teorías, mitos e hipótesis. ¿Adónde había ido a parar aquel collar que en última instancia fue la causa de que María Antonieta se quedara sin cuello en el que ponérselo?

Doug creía en el destino y en la suerte. Cuando todo aquello acabara estaría nadando en joyas. En joyas reales. Y que le dieran por el culo a Dimitri.

Mientras tanto quería saber todo lo posible sobre Madagascar. Iba a alejarse mucho de su propio terreno… pero Dimitri también. Si en algo podía superar a su adversario, era en ser muy bueno investigando; y Doug se enorgullecía de ello. Leyó una página detrás de otra y fue asimilando un dato detrás de otro. Se manejaría en aquella isla del océano índico con la misma soltura que en Manhattan. No tenía más remedio.

Satisfecho, dejó el libro a un lado. Llevaban ya dos horas con altitud de crucero. Demasiado, decidió, para que Whitney siguiera encerrada en su silencio.

—Bueno, ya está bien.

Ella se volvió hacia él y se quedó mirándole inexpresiva.

—¿Cómo dices?

Lo hacía bien, pensó Doug. La actitud de arpía fría típica de las mujeres con dinero o con agallas. Por supuesto estaba averiguando que Whitney tenía ambas cosas.

—He dicho que ya está bien. No soporto a los lloricas.

—¿Llorica?

Al ver que ella entornaba los ojos y hablaba apretando los dientes, se sintió satisfecho. Si la enfadaba, saldría antes de su ensimismamiento.

—Sí, tampoco es que me vuelvan loco las cotorras, pero deberíamos encontrar un punto medio.

—¿Deberíamos? Es encantador que tengas unas exigencias tan concretas. —Sacó un cigarrillo del paquete que Doug había dejado en el brazo del asiento entre ellos y lo encendió. Doug jamás habría imaginado que aquel gesto pudiera ser tan altanero. Le divirtió en cierto modo.

—Voy a enseñarte una cosa antes de que sigamos adelante, guapa.

Whitney le sopló el humo en la cara deliberadamente, con cierto veneno.

—Por favor.

Doug sabía reconocer el dolor, de manera que le dio un minuto más. Luego habló con tono neutro y definitivo.

—Todo es un juego. —Le quitó el cigarrillo de los dedos y le dio una calada—. Siempre es un juego, pero para jugar hay que saber que existen ciertas penalizaciones.

Whitney se quedó mirándole.

—¿Eso es lo que consideras que fue Juan? ¿Una penalización?

—Estaba en el lugar equivocado en el momento equivocado —le espetó Doug, repitiendo sin saber las palabras de Butrain. Pero ella oyó algo más. ¿Arrepentimiento? ¿Remordimiento? No podía estar segura, pero era algo, y se agarró a ello—. No podemos volver atrás y cambiar lo sucedido, Whitney. Así que seguiremos adelante.

Ella cogió la bebida que no había tocado.

—Eso es lo que se te da mejor, ¿no? Seguir adelante.

—Si quieres ganar, sí. Si tienes que ganar, no puedes mirar atrás demasiado. Dejar que esto te destroce no va a cambiar nada. Vamos un paso por delante de Dimitri, tal vez dos. Y tenemos que seguir así porque es un juego, pero un juego muy serio. Si no nos mantenemos por delante de él, estamos muertos. —Mientras hablaba puso la mano sobre la de ella, no para reconfortarla, sino para ver si le temblaba—. Si no puedes asumirlo, más vale que te plantees retirarte ahora, porque nos queda por delante un largo camino.

Whitney no pensaba retirarse. El orgullo era su problema, o su bendición. Jamás había sido capaz de retirarse. Pero ¿y él?, se preguntó. ¿Qué impulsaba a Douglas Lord?

—¿Tú por qué lo haces?

A Doug le gustó la curiosidad, la chispa. Se arrellanó en el asiento, satisfecho al ver que Whitney había superado la primera rabieta.

—¿Sabes, Whitney? Es mucho más gratificante ganar al póquer con una pareja de doses que con una escalera. —Exhaló el humo y sonrió—. Muchísimo más gratificante.

Ella creyó comprenderle, y se quedó contemplando su perfil.

—Te gusta tener las probabilidades en contra.

Se apoyó contra el asiento, cerró los ojos y se quedó en silencio tanto tiempo que Doug pensó que se había dormido. Pero Whitney estaba repasando todo lo que había sucedido.

—El restaurante —preguntó de pronto—. ¿Cómo hiciste eso?

—¿Qué restaurante? —Doug leía en el libro sobre las diferentes tribus de Madagascar y no se molestó en alzar la vista.

—En Washington, cuando atravesábamos corriendo aquella cocina para que no nos mataran, y aquel gigantón de blanco se te puso delante.

—Uno utiliza lo primero que se le viene a la cabeza —contestó él tranquilamente—. Suele ser lo mejor.

—No fue solo lo que dijiste. —Whitney se agitó en su asiento—. Eras un tío de la calle frenético, y de pronto te conviertes en un crítico de cocina altanero que dice justo lo que hay que decir.

—Ay, cariño, cuando te juegas la vida, puedes ser cualquier cosa. —Entonces sí alzó la cabeza y sonrió—. Cuando quieres algo de verdad, puedes ser cualquier cosa. Por lo general, me gusta reconocer el terreno desde dentro. Lo único que tienes que hacer es decidir si vas a entrar por la puerta principal o por la de servicio.

Whitney, interesada, pidió más bebida para los dos.

—¿Eso qué quiere decir?

—Vale. Piensa en California. Beverly Hills.

—No, gracias.

Sin hacerle caso, Doug empezó a recordar.

—En primer lugar hay que decidir de todas aquellas magníficas mansiones con cuál vas a quedarte. Unas cuantas preguntas discretas, un poco de trabajo de campo, y tú tienes una a punto. Y ahora, ¿puerta principal o trasera? Eso puede depender de mi propio capricho. Por lo general es más fácil entrar por delante.

—¿Porqué?

—Porque los ricos piden referencias a los criados, no a los invitados. Necesitas un capital inicial, unos cuantos miles de dólares. Te alojas en el Wilshire Royal y alquilas un Mercedes, dejas caer unos cuantos nombres… de gente que sepas que está fuera de la ciudad. Una vez que entras en la primera fiesta, ya está. —Con un suspiro bebió un sorbo—. Dios, en Beverly les encanta llevar al cuello sus cuentas bancadas como si fueran joyas.

—¿Y tú llegas y los desplumas, así sin más?

—Más o menos. Lo difícil es no dejarte llevar por la codicia… y saber quién lleva piedras de verdad y quién lleva cristales. En California van mucho de farol. Básicamente, tienes que ser un buen imitador. Los ricos son criaturas de hábito, más que de imaginación.

—Gracias.

—Si vistes bien, te aseguras de ser visto en los lugares apropiados y con la gente apropiada, nadie va a cuestionar tu pedigrí. La última vez que empleé ese método me registré en el Wilshire con tres mil dólares y salí con treinta mil. Me encanta California.

—Pues a mí me da la impresión de que no podrás volver muy pronto.

—Ya he vuelto. Me teñí el pelo, me dejé bigote y me puse unos tejanos. Me dediqué a cuidar de los rosales de Cassie Lawrence.

—¿Cassie Lawrence? ¿La piraña profesional que se hace pasar por mecenas de las artes?

Era una descripción perfecta.

—¿Os conocéis?

—Por desgracia. ¿Cuánto le quitaste?

A juzgar por su tono, pensó Doug, a Whitney le habría gustado que se hubiera llevado una buena tajada. Decidió no contarle que preparar el caso desde dentro fue pan comido porque a Cassie le gustaba verle podar sus azaleas sin camiseta. Prácticamente se lo había comido vivo en la cama. A cambio, él le había levantado un recargado collar de rubíes y unos pendientes de diamantes gordos como pelotas de ping-pong.

—Lo suficiente —contestó por fin—. Veo que no te cae muy bien.

—No tiene clase. —Lo dijo con la sencillez de una mujer que sí la tiene—. ¿Te acostaste con ella?

Doug se atragantó con la bebida, que dejó con cuidado en la bandeja.

—No creo que…

—Ya veo que sí. —Un poco decepcionada, Whitney se quedó mirándole—. Me sorprende no ver las cicatrices. —Le miró un rato más, pensativa, callada—. ¿No te parece que esas cosas son algo denigrantes?

Doug la podría haber estrangulado sin ningún escrúpulo. Es cierto, a veces se acostaba con una víctima y se lo pasaba bien. Y se aseguraba de que la víctima se divirtiera también. Una cosa por la otra. Pero en general, recurrir al sexo le parecía caer bastante bajo.

—El trabajo es el trabajo —replicó lacónico—. No me digas que tú nunca te has acostado con un cliente.

Ella enarcó una ceja, con gesto divertido.

—Yo me acuesto con quien quiero —contestó, con un tono que aseguraba que sabía elegir bien.

—Algunos no nacimos con capacidad de elección. —Doug abrió de nuevo el libro y se sumergió callado en la lectura.

No iba a permitir que le hiciera sentir culpable. Evitaba la culpa más escrupulosamente que a la policía o a una víctima furiosa. En cuanto dejabas que la culpa empezara a corroerte, estabas acabado.

Curiosamente a Whitney no parecía molestarle en absoluto que viviera del robo. No le molestaba siquiera que robara a los de su clase. Ante eso no había parpadeado siquiera. De hecho, era más que probable que Doug hubiera aligerado a alguno de sus amigos de un exceso de propiedad privada. Pero eso no la preocupaba en absoluto.

¿Qué clase de mujer era? Doug creía entender su sed de aventura, de emociones y de riesgos. Él mismo había vivido de poco más. Pero aquello no encajaba con su aspecto de mujer fría y con dinero.

No, no había movido un músculo cuando le dijo que era un ladrón, pero cuando averiguó que se había acostado con un tiburón de la costa Oeste por un puñado de piedras, le miró con desprecio y sí, maldita sea, con lástima.

¿Y adónde le habían llevado las piedras? Doug recordó que a las veinticuatro horas había vendido las joyas a un perista de Chicago. Después del regateo de rutina por el precio, se había ido por capricho a Puerto Rico. Al cabo de tres días lo había perdido todo en los casinos, excepto dos mil dólares. ¿Qué había conseguido con aquellas joyas?, se repitió. Luego sonrió. Un fin de semana de órdago.

Era incapaz de conservar el dinero. Siempre había otro juego, otra apuesta segura en las carreras o una mujer de ojos grandes con una historia lacrimógena y una voz susurrante. Aun así, Doug no se consideraba un idiota. Era un optimista. Era un optimista nato y lo seguía siendo después de llevar en el gremio más de quince años. De otra forma habría perdido emoción y lo mismo le habría dado hacerse abogado.

Cientos de miles de dólares habían pasado por sus manos. La palabra clave era «pasado». Esta vez sería diferente. Era cierto que eso ya lo había dicho muchas veces, pero esta vez sí sería diferente. Si el tesoro era la mitad de lo que indicaban los documentos, tendría la vida resuelta. No necesitaría volver a trabajar, excepto en algún que otro caso para mantenerse en forma.

Se compraría un yate y navegaría de puerto en puerto. Se dirigiría al sur de Francia a tomar el sol y ver mujeres. Se mantendría un paso por delante de Dimitri el resto de su vida. Porque Dimitri, mientras viviera, no se rendiría jamás. Eso también formaba parte del juego.

Pero lo mejor era la ejecución, los planes, las maniobras. Siempre le parecía mucho más emocionante anticipar el gusto del champán que acabar la botella. Madagascar estaba a pocas horas de distancia. Una vez allí empezaría a aplicar todo lo que había estado leyendo junto con sus propias habilidades y experiencia.

Tendría que cronometrarse para mantenerse por delante de Dimitri, aunque no tan lejos como para darse de narices con él en el otro extremo del círculo. El problema era que no sabía muy bien lo que su exjefe conocía sobre los contenidos del sobre. Demasiado, pensó, llevándose distraído la mano al pecho, donde todavía lo tenía pegado. Dimitri sabría mucho porque siempre era así. Todavía no le había traicionado nadie que viviera para contarlo. Doug sabía que si se quedaba inmóvil mucho tiempo, sentiría pronto su aliento caliente en la nuca.

Tendría que actuar de oído. Una vez que llegaran… Echó un vistazo a Whitney. Estaba reclinada en el asiento con los ojos cerrados. Dormida parecía serena y tranquila e intocable. El deseo se agitó en su interior, esa necesidad que siempre había sentido por lo intocable. Pero esta vez tendría que aguantarse.

Lo que había entre ellos era una estricta cuestión de negocios, pensó. Solo negocios. Hasta que pudiera convencerla para que le diera algo de efectivo. Luego la dejaría tirada por el camino. Puede que de momento hubiera resultado ser de más ayuda de lo que había esperado, pero Doug conocía bien a las de su clase. Inquieta y con dinero. Más tarde o más temprano se aburriría de todo aquello. Había que sacarle la pasta antes de que eso pasara.

Seguro de que así lo haría, Doug pulsó el botón para poner derecho su asiento y cerró el libro. No se olvidaría de lo que había leído. Con su prodigiosa memoria habría sacado sin problema la carrera de derecho, o cualquier otra que hubiera querido. Cuando estudiaba un caso, jamás necesitaba notas, porque no se le olvidaba nada. Nunca apuntaba al mismo objetivo dos veces porque los nombres y las caras quedaban grabados en su mente.

Puede que el dinero se le escapara de entre los dedos, pero los detalles no. Doug se lo tomaba con filosofía. Siempre se puede conseguir más dinero. La vida sería muy aburrida si lo invirtiera todo en bonos y acciones, en lugar de la ruleta o los caballos. Estaba satisfecho. Como sabía que los días siguientes serían largos y duros, estaba incluso más que satisfecho. Era más emocionante encontrar un diamante en la basura que en una vitrina. Estaba deseando ponerse a cavar.

Whitney dormía, pero la despertó el movimiento del avión que empezaba el largo descenso. Gracias a Dios, fue lo primero que pensó. Estaba más que harta de aviones. De haber viajado sola, habría cogido el Concorde. Pero dadas las circunstancias, no quiso pagar la tarifa extra para Doug. La cuenta que llevaba anotada en la libreta iba creciendo, y aunque estaba decidida a cobrar hasta el último penique, sabía que él estaba decidido a no pagárselo.

Mirándole entonces, cualquiera le creería más honesto que un boy scout novato. Estaba dormido y Whitney se quedó observándole. Tenía el pelo revuelto del viaje, las manos cerradas sobre el libro en el regazo. Cualquiera le habría tomado por un tipo de clase media de camino a sus vacaciones en Europa. Esa era parte de su talento, pensó Whitney. Seguro que su capacidad de mezclarse con cualquier grupo sería muy valiosa.

Pero ¿a qué grupo pertenecía en realidad? ¿Estaba entre los sórdidos y endurecidos miembros del bajo mundo que vivían en oscuros callejones? Recordó la expresión de sus ojos cuando preguntó por Butrain. Sí, estaba segura de que Douglas había visto bastantes callejones. Pero ¿era ese su sitio? No, no terminaba de encajar del todo.

Incluso con el poco tiempo que hacía que lo conocía, sabía que no pertenecía a ese mundo. Era un independiente, tal vez no siempre sensato, pero siempre inquieto. Ese era en parte su atractivo. Era un ladrón, pero estaba segura de que tenía una especie de código de honor. Tal vez un tribunal no lo reconociera, pero ella sí. Y lo respetaba.

No era un tipo encallecido. Lo había visto en sus ojos cuando hablaba de Juan. Era un soñador. Lo había visto en su expresión cuando hablaba del tesoro. Y era realista. Eso lo oyó en su voz cuando hablaba de Dimitri. Un realista sabía lo suficiente como para tener miedo. Era demasiado complejo para poder encasillarle. Y aun así…

Había sido amante de Cassie Lawrence. Whitney sabía que aquella tiburón de la costa Oeste devoraba hombres para desayunar. También discriminaba mucho entre los elegidos para compartir su cama. ¿Qué había visto Cassie en él? ¿Un joven viril con un cuerpo musculoso? Tal vez eso fuera suficiente, pero Whitney lo dudaba. Ella misma había visto esa mañana en Washington lo atractivo que era Doug Lord, de la cabeza a los pies. Y había sentido la tentación. Y por algo más que su cuerpo, tenía que admitirlo. Era su estilo. Doug Lord tenía su propio estilo y eso era lo que le ayudaba a introducirse en los hogares de Beverly Hills o Bel Air.

Había creído comprenderle hasta que vio que se avergonzaba ante sus comentarios sobre Cassie. Se mostró avergonzado y rabioso cuando ella había esperado que se encogiera de hombros con algún comentario sarcástico. De manera que tenía sentimientos y valores. Eso le hacía incluso más interesante y atractivo, de hecho.

Pero atractivo o no, Whitney pensaba averiguar más sobre el tesoro, y pronto. Había invertido demasiado dinero para seguir a ciegas mucho más tiempo. Se había ido con él por impulso y seguía con él por necesidad. Sabía instintivamente que estaba más segura con él. Pero dejando aparte los impulsos y la seguridad, Whitney tenía demasiado de negociante para invertir en una mercancía sin nombre. Antes de que pasara mucho tiempo, echaría un vistazo a lo que tenía Doug. Puede que le gustara, incluso que le comprendiera hasta cierto punto, pero no confiaba en él. En absoluto.

Cuando se despertó, Doug llegó a las mismas conclusiones sobre Whitney. Pensaba mantener el sobre pegado a su piel hasta tener el tesoro en sus manos.

Cuando el avión inició el descenso final, enderezaron los asientos, se sonrieron y urdieron sus planes.

Para cuando recuperaron el equipaje y pasaron por la aduana, Whitney estaba loca por caer en la cama.

—Hotel de Crillon —le dijo Doug al taxista.

Whitney suspiró.

—Te pido perdón por haber dudado de tu gusto.

—Princesa, mi problema ha sido siempre mi gusto de veinticuatro quilates. —Doug le rozó el pelo más por instinto que por decisión—. Pareces cansada.

—Estas últimas cuarenta y ocho horas no han sido muy relajadas precisamente. Aunque no me quejo —añadió—. Pero va a ser maravilloso dormir otras ocho.

Él se limitó a gruñir mientras miraba el paisaje parisino. Dimitri no andaría muy lejos. Su red de información era tan extensa como la de la Interpol. Doug solo podía esperar que los zigzags que había ido trazando en su camino demoraran un poco la persecución.

Mientras él cavilaba, Whitney se puso a hablar con el taxista. Como era en francés no entendía muy bien, aunque sí captó el tono: ligero, amistoso, incluso coqueto. Qué curioso, pensó. La mayoría de las mujeres que conocía que habían nacido con una fortuna bajo el brazo jamás reparaban en las personas que les servían. Era una de las razones por las que le resultaba tan fácil robarles. Los ricos eran un grupo muy cerrado pero, por mucho que los menos privilegiados lo repitieran, no era verdad que fueran infelices. Él se había introducido en su círculo lo suficiente para saber que el dinero sí compraba la felicidad. Lo único era que cada año costaba un poco más.

—Qué mono. —Whitney salió del taxi y respiró el aroma de París—. Me ha dicho que soy la mujer más guapa que ha llevado en el taxi en cinco años.

Doug la vio darle unos billetes al portero antes de entrar al hotel.

—Y se ha ganado una buena propina, seguro —masculló. Tal como Whitney iba repartiendo el dinero a diestro y siniestro, estarían sin blanca otra vez antes de llegar a Madagascar.

—No seas tan tacaño, Douglas.

Él la cogió del brazo sin hacerle caso.

—¿Sabes leer francés tan bien como lo hablas?

—¿Por qué? ¿Necesitas ayuda con el menú? —comenzó ella, pero de pronto se interrumpió—. Tu ne parles pas français, mon cher? —Doug se quedó mirándola en silencio y ella sonrió—. Fascinante. Debería haber caído en la cuenta antes de que no todo estaba traducido.

—¡Ah, mademoiselle MacAllister!

—Georges. —Whitney sonrió al hombre del mostrador—. Echaba esto tanto de menos que he tenido que volver.

—Es siempre un placer tenerla aquí. —Sus ojos se iluminaron de nuevo al ver a Doug detrás de ella—. Monsieur Lord. Qué sorpresa.

—Georges. —Doug sostuvo un instante la mirada interrogadora de Whitney—. Mademoiselle MacAllister y yo viajamos juntos. Espero que tengas libre alguna suite.

A Georges se le disparó la vena romántica. Si no hubiera habido una suite disponible, en ese momento habría tenido la tentación de vaciar alguna.

—Por supuesto, por supuesto. ¿Y su padre, mademoiselle? Espero que se encuentre bien.

—Muy bien, gracias, Georges.

—Charles les llevará el equipaje. Disfruten de su estancia.

Whitney se metió la llave en el bolsillo sin mirarla siquiera. Sabía que las camas del Crillon eran blandas y seductoras. El agua salía caliente de los grifos. Un baño, un poco de caviar en la habitación, y a la cama. Por la mañana pasaría unas horas en el salón de belleza antes de emprender la última etapa del viaje.

—Ya veo que has estado aquí antes. —Whitney se metió en el ascensor y se apoyó contra la pared.

—De vez en cuando.

—Un sitio rentable, supongo.

Doug se limitó a sonreír.

—El servicio es excelente.

—Hummm. —Sí, no le costaba imaginárselo allí, bebiendo champán y tomando foie. Igual que se lo imaginaba corriendo por los callejones de Washington—. Pues qué suerte he tenido de no encontrarme antes contigo. —En cuanto se abrieron las puertas salió del ascensor. Doug la cogió del brazo y tiró de ella hacia la izquierda—. Supongo que el ambiente es importante en tu trabajo —añadió ella.

Él le acarició con el pulgar la parte interior del codo.

—Me gustan las cosas buenas.

Ella se limitó a ofrecerle una sonrisa que decía que a ella no la cataría hasta que estuviera dispuesta.

La suite no era menos de lo que esperaba. Whitney dejó que el botones trajinara unos instantes antes de darle la propina.

—Bueno… —Se dejó caer en el sofá y se quitó los zapatos—. ¿A qué hora salimos mañana?

En lugar de contestar, Doug sacó de su maleta una camisa, la arrugó haciéndola una pelota entre las manos y la tiró sobre una silla. Luego sacó otras prendas de ropa y las fue dejando por toda la habitación.

—Las habitaciones de hotel son muy impersonales hasta que pones tus cosas, ¿no?

Doug masculló algo y dejó caer unos calcetines en la moqueta. A continuación, se acercó a sus propias maletas y Whitney protestó.

—Eh, un momento.

—La mitad del juego es ilusión —comentó él, tirando en un rincón unos tacones italianos—. Quiero que piensen que nos alojamos aquí.

Ella le arrebató de las manos una blusa de seda.

—Nos alojamos aquí.

—No. Ve a colgar un par de cosas en el armario mientras yo desordeno el baño.

Viendo que la dejaba sola con la blusa en las manos, Whitney la tiró al suelo y le siguió.

—¿De qué estás hablando?

—Cuando lleguen los gorilas de Dimitri, quiero que piensen que seguimos aquí. Puede que solo nos dé unas pocas horas, pero será suficiente. —Fue recorriendo sistemáticamente el lujoso baño, desenvolviendo jabones y tirando toallas—. Ve a por tus cosas de la cara. Dejaremos aquí un par de productos.

—De eso nada. ¿Qué demonios voy a hacer sin eso?

—No vamos a un baile, guapa. —Doug volvió al dormitorio principal y deshizo la cama—. Con una cama bastará —murmuró—. De todas formas no se creerían que no estamos durmiendo juntos.

—¿Estás inflando tu ego o insultándome?

Doug encendió un cigarrillo y exhaló el humo sin apartar los ojos de ella. Por un instante, solo un instante, Whitney se preguntó de qué sería capaz. Y si le gustaría, después de todo. Él, sin decir nada, fue a la otra habitación y comenzó a rebuscar entre las maletas de ella.

—Maldita sea, Doug, esas son mis cosas.

—Ya las recuperarás, joder. —Cogió al azar un puñado de cosméticos y volvió al baño.

—La hidratante cuesta sesenta y cinco dólares.

—¿Esto? —Doug giró el bote intrigado—. Y yo que pensaba que eras una mujer práctica.

—No pienso salir de aquí sin ella.

—Vale. —Se la tiró y dejó el resto en el tocador—. Con eso bastará. —Al pasar de nuevo por la suite, apagó el cigarrillo a medio fumar y encendió otro—. Tenemos lo justo —decidió, agachándose para cerrar la maleta de Whitney. Un trocito de encaje le llamó la atención, y sacó un tanga mínimo—. ¿Esto te cabe? —Se la imaginaba con él. Sabía que no era buena idea dejar que su imaginación siguiera por aquel camino, pero se la imaginaba perfectamente vestida con aquello y nada más.

Ella resistió el impulso de arrebatárselo de las manos. Eso fue fácil. La presión que le estrujó el estómago cuando él acarició la tela con los dedos no le resultó tan fácil de controlar.

—Cuando termines de jugar con mi ropa interior, ¿por qué no me cuentas qué está pasando?

—Nos registramos en el hotel. —Después de un momento Doug volvió a dejar en la maleta aquella mínima expresión de encaje—. Luego nos llevamos las bolsas por el ascensor de servicio y volvemos al aeropuerto. El avión sale en una hora.

—¿Por qué no me lo has dicho antes?

Doug cerró su bolsa.

—No salió el tema.

—Ya veo. —Whitney dio un paseo por la suite hasta que creyó poder controlar su mal genio—. Pues voy a explicarte una cosa. No sé cómo trabajabas antes, y no importa. Esta vez —se volvió para mirarle—, esta vez tienes una socia. Así que sean cuales sean los planes que tienes en la cabeza, son míos a medias.

—Si no te gusta cómo trabajo, puedes marcharte ahora mismo.

—Estás en deuda conmigo. —Al ver que Doug iba a protestar, se acercó un paso sacando la libreta de su bolso—. ¿Te leo la lista?

—Que le den a tu lista. Tengo unos gorilas a mis talones. No puedo preocuparme por la contabilidad.

—Pues más vale que te preocupes. —Sin perder la calma volvió a meterse la libreta en el bolso—. Sin mí, tendrás que ir a la caza del tesoro con los bolsillos vacíos.

—Con un par de horas en este hotel tendré dinero suficiente para ir a donde me dé la gana, princesa.

Ella no lo dudaba, pero le mantuvo la mirada.

—Pero no tienes tiempo para jugar a policías y ladrones, y los dos lo sabemos. Somos socios, Douglas, o te vas a Madagascar con once dólares en el bolsillo.

Doug la maldijo por saber cuánto llevaba, casi hasta el último penique. Apagó el cigarrillo y cogió su bolsa.

—Tenemos que coger un avión, socia.

Ella esbozó una lenta sonrisa con tal expresión de satisfacción que a Doug le dieron ganas de echarse a reír. Whitney se puso los zapatos y cogió un bolso.

—Coge esa maleta, ¿quieres? —Y antes de que él pudiera soltarle una palabrota, ya se encaminaba hacia la puerta—. Solo me gustaría haber tenido tiempo de darme un baño.

Vista la soltura con la que cogieron el ascensor de servicio y salieron del hotel, Whitney imaginó que Doug ya había utilizado antes aquella vía de escape. Decidió que le mandaría una carta a Georges en unos días para pedirle que guardara sus cosas hasta que pasara ella a recogerlas. Ni siquiera había estrenado aquella blusa. Y el color la favorecía mucho.

Todo aquello le parecía una pérdida de tiempo, pero estaba dispuesta a seguir la corriente a Doug de momento. Además, dado el humor que tenía él, estarían mejor en un avión que compartiendo una suite. Y quería tiempo para pensar. Si los papeles de Doug estaban en francés, era evidente que no podía leerlos, y ella sí. Una sonrisa asomó a sus labios. Doug quería abandonarla, no era tan tonta como para no saberlo, pero ella se haría todavía más útil. Ahora lo único que tenía que hacer era convencerle para que la dejara traducir.

A pesar de todo, ella tampoco estaba del mejor humor cuando llegaron al aeropuerto. La sola idea de volver a pasar por aduanas y de subir a otro avión era suficiente para hacerla gruñir.

—Podíamos haber ido a un hotel de segunda clase y por lo menos descansar unas horas. —Apartándose el pelo de la cara, volvió a pensar en el baño. Caliente, vaporoso, fragante—. Empiezo a pensar que estás paranoico con ese Dimitri. Actúas como si fuera omnipotente.

—Es lo que dicen que es.

Whitney se volvió hacia él. Fue la manera en que lo dijo, como si él mismo lo creyera a medias, lo que le puso los pelos de punta.

—No digas tonterías.

—Soy precavido. —Doug escudriñaba la terminal mientras caminaban—. Es mejor rodear una escalera que pasar por debajo.

—Tal como hablas de él, es como si pensaras que no es humano.

—Es de carne y hueso —murmuró Doug—, pero eso no lo hace humano.

Whitney volvió a sentir un escalofrío. Al volverse hacia Doug, tropezó con alguien y se le cayó la bolsa. Se agachó refunfuñando impaciente para recogerla.

—Mira, Doug, nadie puede habernos alcanzado todavía.

—Mierda. —Doug la cogió del brazo y la llevó de un tirón a una tienda de regalos. Con otro empujón, Whitney se vio casi enterrada en camisetas.

—Oye, si querías comprar un recuerdo…

—Tú mira, princesa. Ya te disculparás más tarde. —Con una mano en su cuello, le hizo girar la cabeza hacia la izquierda. Al cabo de un instante Whitney reconoció al hombre alto y moreno que los había perseguido en Washington. El bigote, la pequeña gasa blanca en la mejilla. No hizo falta que le dijeran que los dos hombres que iban con él eran de Dimitri. ¿Y dónde estaba el propio Dimitri? Whitney se agachó y tragó saliva.

—¿Ese es…?

—Remo —masculló Doug—. Son más rápidos de lo que imaginaba. —Se frotó la boca con la mano y lanzó un juramento. No le gustaba la sensación de que la telaraña se extendía a antojo de Dimitri. Si Whitney y él hubieran avanzado otros diez metros, habrían caído en los brazos de Remo. La suerte era el elemento más importante del juego, se recordó. Era lo que más le gustaba—. Tardarán un rato en seguir nuestro rastro hasta el hotel. Luego se quedarán allí a esperar. —Esbozó una sonrisa, asintiendo con la cabeza—. Sí, nos esperarán allí.

—¿Cómo? —preguntó Whitney—. Por Dios bendito, ¿cómo pueden estar ya aquí?

—Cuando se trata de Dimitri, no se pregunta cómo. Te limitas a mirar a tu espalda.

—Habría necesitado una bola de cristal.

—Política. ¿Te acuerdas de lo que te dijo tu padre sobre los contactos? Si tuvieras un contacto en la CÍA e hicieras una llamada, si pulsaras un botón, podrías estar encima de alguien sin levantarte de tu butaca. Una llamada a la agencia, a la embajada, a Inmigración, y Dimitri se hizo con nuestros pasaportes y visados antes de que se secara la tinta.

Whitney se humedeció los labios e intentó fingir que no tenía la garganta seca.

—Entonces sabe adónde vamos.

—Puedes estar segura. Lo único que tenemos que hacer es mantenernos un paso por delante. Solo uno.

Whitney lanzó un suspiro al darse cuenta de que le martilleaba el corazón. La emoción había vuelto. Con un poco de tiempo, ahogaría el miedo.

—Parece que sabes lo que estás haciendo, después de todo. —Cuando él volvió la cabeza para mirarla ceñudo, ella le dio un rápido beso amistoso—. Eres más listo de lo que parece, Lord. Vámonos a Madagascar.

Antes de que ella pudiera levantarse, Doug le cogió el mentón con la mano.

—Allí vamos a llegar hasta el final. —Sus dedos se tensaron, solo un instante, pero lo suficiente—. Hasta el final.

Ella le mantuvo la mirada. Habían ido demasiado lejos para rendirse en aquel momento.

—Tal vez. Pero primero tenemos que llegar. ¿Vamos a por ese avión?

Remo cogió del suelo una nubecita sedosa que Whitney podía haber calificado de camisón, y la estrujó en el puño. Antes de que amaneciera le echaría el guante a Lord y a su amiguita. Esta vez no se le escaparían de entre los dedos para dejarle en ridículo. Cuando Doug Lord entrara por aquella puerta le metería una bala entre los ojos. Y a ella… ya se encargaría de ella. Esta vez… Muy despacio rompió el camisón en dos. La seda se rasgó con apenas un suspiro. Cuando sonó el teléfono, alzó de golpe la cabeza, haciendo una señal a los otros para que flanquearan la puerta. Con la punta del pulgar y el índice alzó el auricular. Al oír la voz, se le abrieron todas las glándulas sudoríparas.

—Se te han vuelto a escapar, Remo.

—Señor Dimitri. —Vio que los otros le miraban y les dio la espalda. No era nunca buena idea dejar que se viera el miedo—. Los hemos encontrado. En cuanto vuelvan…

—No volverán. —Con un largo suspiro Dimitri exhaló el humo—. Los han visto en el aeropuerto, Remo, justo en tus narices. Van a Antananarivo. Tienes los billetes reservados. Date prisa.