Tenía el brazo agarrotado. Doug se dio la vuelta con un gruñido al notar la molestia y apretó distraído la venda. Tenía la cara contra una suave almohada de plumas en una funda de lino que no olía a nada. Debajo de él la sábana era tersa y cálida. Flexionó el brazo izquierdo con cuidado y se puso boca arriba.
La habitación estaba a oscuras, lo cual le hizo pensar que todavía era de noche, hasta que miró el reloj. Las nueve y cuarto. Mierda. Se pasó la mano por la cara y se incorporó en la cama.
Debería estar en un avión a medio camino del océano índico, y no en una habitación de hotel en Washington. Una habitación buena y sosa, pensó al recordar el vestíbulo recargado y alfombrado de rojo. Habían llegado a la una y diez, y no pudo siquiera tomar una copa. Que se quedaran los políticos con Washington. Él prefería Nueva York.
El primer problema era que Whitney tenía la sartén por el mango y no le había dado elección. El siguiente problema era que tenía razón. Él solo pensaba en salir de Nueva York, ella pensó en detalles como los pasaportes.
Así que tenía contactos en Washington D. C., pensó. Pues si los contactos les facilitaban el papeleo, por él estupendo. Doug miró en torno a la carísima habitación que era apenas más grande que un armario de limpieza. Whitney también quería cobrarle el hotel, recordó de pronto, mirando ceñudo la puerta que conectaba las dos habitaciones. Whitney MacAllister tenía la mente de un contable. Y una cara como…
Doug movió la cabeza esbozando media sonrisa y volvió a tumbarse. Más le valía no pensar en su cara ni en sus otros atributos. Lo que necesitaba era su dinero. Las mujeres tendrían que esperar. En cuanto tuviera lo que buscaba, ya nadaría en mujeres si le apetecía.
La imagen era tan agradable que le tuvo sonriendo otro minuto. Rubias, castañas, pelirrojas, rellenitas, flacas, altas y bajas. No tenía sentido discriminar demasiado y pensaba ser muy generoso con su tiempo. Pero en primer lugar tenía que conseguir el maldito pasaporte y el visado. Frunció el ceño. Maldita mierda burocrática. Le estaba esperando un tesoro, un quebrantahuesos profesional pisándole los talones y una loca en la habitación de al lado que no le compraba ni un paquete de tabaco sin apuntarlo en la libretita esa que llevaba en su bolso de serpiente de doscientos dólares.
Pensar en aquello le dio ganas de fumar, así que tendió la mano hacia el paquete de tabaco en la mesilla. No entendía la actitud de aquella mujer. Cuando él tenía dinero, era generoso con él. Tal vez demasiado, pensó casi riéndose. Desde luego nunca le duraba mucho.
La generosidad formaba parte de su naturaleza. Las mujeres eran una debilidad, sobre todo las pequeñitas, de labios gruesos y ojos grandes. Por muchas con las que hubiera caído, seguía cayendo con la siguiente. Seis meses antes una camarera llamada Cindy le había ofrecido dos noches memorables y una historia lacrimógena sobre su madre enferma en Columbus. Al final se separó de ella… y de siete mil dólares. Los ojos grandes eran su debilidad.
Eso iba a cambiar, se prometió. En cuanto echara el guante al tesoro, no pensaba ir por ahí regalándolo. Esta vez se compraría aquella ostentosa mansión en Martinica y viviría como siempre había soñado. Y sería generoso con los criados. Ya había limpiado bastante porquería de los ricos para saber lo fríos y descuidados que podían ser con los sirvientes. Claro que solo había limpiado sus casas para poder «limpiarlos» también, pero eso no tenía nada que ver.
Su gusto por las cosas buenas no venía de haber trabajado para los ricos. No, era de nacimiento. Lo único es que no había nacido con dinero. Pero bueno, le parecía mejor haber nacido con cerebro. Con inteligencia y ciertos talentos uno podía tomar lo que necesitaba o quería de la gente que apenas notaba el golpe. El trabajo mantenía el flujo de adrenalina. El resultado, el dinero, te permitía relajarte hasta la vez siguiente.
Sabía cómo planearlo, cómo organizarlo, cómo hacerlo. También conocía el valor de la investigación. Se había pasado media noche repasando hasta la más mínima información que pudo descifrar en el sobre. Era un puzle, pero tenía las piezas. Lo único que necesitaba para unirlas era tiempo.
La traducción escrita a máquina que había leído podía resultar para algunos sencillamente un cuento bonito, para otros una lección de historia: aristócratas intentando sacar clandestinamente sus joyas y sus preciosas personas de la Francia sacudida por la revolución. Había leído palabras de miedo, de confusión y de desesperación. En los originales, plastificados, había visto la desesperanza en la letra escrita, en palabras que no entendía. Pero también había leído acerca de intrigas, de realeza, y de riqueza. María Antonieta, Robespierre. Collares con nombres exóticos ocultos detrás de un ladrillo o entre la carga de patatas de una carreta. La guillotina, huidas desesperadas por el Canal de la Mancha. Historias apasionantes sumergidas en la Historia y teñidas de sangre. Pero los diamantes, las esmeraldas, los rubíes del tamaño de huevos de gallina también habían sido reales. Algunos habían desaparecido. Otros se utilizaron para comprar vidas, comida o silencio. Algunos viajaron por mares y océanos. Doug se frotó el brazo dormido y sonrió. El océano Indico, ruta comercial de mercaderes y piratas. Y en la costa de Madagascar, oculta durante siglos, guardada para una reina, estaba la respuesta a sus sueños. Iba a encontrarla, con la ayuda del diario de una niña y la desesperación de un padre. Y cuando lo lograra, no volvería a mirar nunca atrás.
Pobre niña, pensó, imaginándose a la francesita que había escrito sus sentimientos doscientos años atrás. Se preguntó si la traducción que había leído captaba de verdad lo que ella había vivido. Si pudiera leer el original francés… Se encogió de hombros y se recordó que la niña había muerto hacía mucho tiempo y no era asunto suyo. Pero solo era una niña, asustada y desconcertada.
«¿Por qué nos odian? —había escrito—. ¿Por qué nos miran con tanto odio? Papá dice que tenemos que salir de París y yo creo que no volveré a ver nunca mi casa».
Y así fue, pensó Doug, porque la guerra y la política van a por todas y pisotean a los individuos. La Revolución francesa o una humeante jungla en Vietnam. Nada cambiaba. Y Doug sabía lo que era sentirse indefenso. Y no pensaba sentirlo nunca más.
Se estiró y pensó en Whitney.
Para bien o para mal, había hecho un trato con ella. Y él jamás dejaba de cumplir un trato a menos que estuviera seguro de que podía salir impune. A pesar de todo, le irritaba tener que depender de ella para cada dólar.
Dimitri le había contratado para robar los papeles porque era un ladrón muy bueno, se dijo Doug con sinceridad, dando una calada al cigarrillo. A diferencia del habitual personal de Dimitri, él jamás había considerado que un arma pudiera suplantar al ingenio. Siempre había preferido vivir de esto último. Sabía que Dimitri le había llamado por su reputación de hacer un trabajo limpio y discreto. Le había encargado robar un sobre de una caja fuerte en un exclusivo bloque de Park Avenue.
Un trabajo era un trabajo, y si alguien como Dimitri estaba dispuesto a pagar cinco mil dólares por un fajo de papeles, muchos de ellos desvaídos y escritos en lengua extranjera, Doug no pensaba discutir. Además, tenía algunas deudas que pagar.
Tuvo que burlar dos sofisticados sistemas de alarma y cuatro guardias de seguridad hasta poder forzar aquella joya de caja fuerte donde se guardaba el sobre. Se le daban bien las cerraduras y las alarmas. Era… bueno, un don. Y nadie debería desperdiciar los dones que le da Dios.
El caso es que Doug había sido legal. No se había llevado nada más que los papeles, aunque junto a ellos había una caja negra de aspecto muy interesante. Y los leyó pensando que tenía cierto derecho a hacerlo. No se le pasó por la cabeza que acabaría, fascinado por las traducciones de unas cartas o un diario o unos documentos que se remontaban a doscientos años atrás. A lo mejor había sido su pasión por una buena historia o su respeto por la palabra escrita lo que había dado alas a su imaginación mientras leía los papeles. Pero fascinado o no, estaba dispuesto a entregarlos. Un trato era un trato.
Se detuvo en una tienda para comprar cinta adhesiva. Se pegó el sobre al pecho por precaución. Nueva York, como cualquier otra ciudad, estaba atestada de gente poco honrada. Claro que había llegado al parque del East-Side con una hora de antelación y se había escondido. La vida es más larga si tomas tus precauciones.
Sentado tras los matorrales bajo la lluvia, pensó en lo que había leído: la correspondencia, los documentos, la pulcra lista de joyas y piedras preciosas. Quienquiera que hubiera recabado aquella información y la hubiera traducido con tanta meticulosidad se había aplicado con la dedicación de un librero profesional. Se le ocurrió pensar un instante que de haber tenido el tiempo y la ocasión, él mismo habría concluido aquella tarea. Pero un trato era un trato.
Doug tenía toda la intención de entregar los papeles y cobrar su tarifa. Pero eso fue antes de averiguar que no iban a pagarle los cinco mil dólares acordados, sino con una bala de dos dólares por la espalda y un entierro en el East River.
Remo llegó en el Lincoln negro con otros dos hombres trajeados y se pusieron a hablar tranquilamente de la forma más eficiente de asesinarle. Parecían estar de acuerdo en el método —un tiro en la cabeza—, pero seguían discutiendo el «cuándo» y el «dónde», con Doug agachado detrás de unos arbustos a dos metros de distancia. Por lo visto Remo no era muy amigo de manchar de sangre la tapicería del Lincoln.
Al principio Doug se enfadó. Por muchas veces que le hubieran traicionado —y ya había perdido la cuenta—, no dejaba de irritarle. No hay nadie honesto en este mundo, pensó mientras notaba que la cinta adhesiva le tiraba un poco de la piel. Incluso mientras se concentraba en salir de allí de una pieza, ya había empezado a considerar sus opciones.
Dimitri tenía reputación de excéntrico. Pero también de escoger siempre a los mejores, desde el senador adecuado a quien tener en nómina hasta el mejor vino para la bodega. Si deseaba aquellos documentos hasta el punto de querer liquidar a un insignificante peón llamado Doug Lord, es que debían de tener algún valor. En ese instante Doug decidió que los documentos eran suyos. Una fortuna le aguardaba. Lo único que tenía que hacer era vivir para disfrutarla.
Ahora, al recordarlo, se tocó el brazo. Agarrotado, sí, pero ya se estaba curando. Tenía que admitir que la loca de Whitney MacAllister había hecho un buen trabajo. Exhaló el humo entre los dientes antes de apagar el cigarrillo. Seguramente querría cobrárselo.
De momento la necesitaba, por lo menos hasta que hubieran salido del país. Una vez en Madagascar, la abandonaría. Una lenta y perezosa sonrisa se abrió paso en su rostro. Ya tenía experiencia en dar esquinazo a las mujeres. A veces con éxito. Solo lamentaba no poder verla gritar y patalear cuando se diera cuenta de que la había dejado tirada. Recordando aquellas nubes de pelo claro como iluminado por el sol, casi lamentó tener que engañarla. No podía negar que estaba en deuda con ella. Justo cuando con un suspiro comenzaba a pensar en ella con benevolencia, la puerta que comunicaba las dos habitaciones se abrió de golpe.
—¿Todavía en la cama? —Whitney se acercó a la ventana y abrió las cortinas. Luego agitó el aire delante de la cara con muchos aspavientos para disipar el humo del tabaco. Calculó que Doug llevaba despierto un buen rato, fumando y tramando algo. Bueno, ella también había estado tramando cosas. Doug lanzó un juramento y entornó los ojos. Ella se limitó a menear la cabeza—. Estás horrible.
La vanidad le hizo fruncir el ceño. Le picaba la cara con la barba de la noche, estaba despeinado y habría dado cualquier cosa por un cepillo de dientes. Ella, por el contrario, parecía recién salida del centro de belleza Elizabeth Arden. Desnudo en la cama, con la sábana hasta la cintura, Doug se sintió en desventaja. Pero no le importó.
—¿Es que nunca llamas?
—No cuando la habitación la pago yo —replicó ella como si tal cosa, pasando por encima de los pantalones arrugados en el suelo—. Nos traen el desayuno.
—Genial.
Ignorando su sarcasmo, Whitney se sentó al pie de la cama como si estuviera en su casa y estiró las piernas.
—Ponte cómoda —dijo Doug.
Whitney sonrió y se echó atrás el pelo.
—He hablado con el tío Maxie.
—¿Con quién?
—Con el tío Maxie —repitió ella, mirándose un instante las uñas. Necesitaba una manicura antes de salir de la ciudad—. En realidad no es mi tío, pero yo lo llamo así.
—Ah, un tío «de esos» —replicó Doug con una mueca.
Whitney le miró.
—No seas grosero, Douglas. Es un buen amigo de la familia. Puede que hayas oído hablar de él. Maximillian Teebury.
—¿El senador Teebury?
Whitney abrió los dedos para echar un último vistazo a sus uñas.
—Veo que estás al tanto de la actualidad.
—Mira, listilla. —Doug le agarró el brazo de tal manera que ella medio se cayó en su regazo, pero se limitó a sonreírle sabiendo que seguía teniendo la sartén por el mango—. ¿Qué demonios tiene que ver con todo esto el senador Teebury?
—Contactos. —Whitney le pasó un dedo por la mejilla y chasqueó la lengua al notar la aspereza de la barba. Pero una media barba, descubrió, tenía su propio atractivo primitivo—. Mi padre siempre dice que se puede vivir muy bien sin sexo, pero no sin contactos.
—¿Ah, sí? —Doug le alzó el mentón sonriendo hasta que el rostro de Whitney quedó muy cerca del suyo. Su pelo se derramaba hasta las sábanas. Una vez más captó su aroma, que significaba riqueza y clase—. Todo el mundo tiene sus prioridades.
—Desde luego. —Deseaba besarle. Estaba impaciente y desaliñado, con el aspecto que tendría un hombre después de una noche de sexo salvaje. ¿Qué tal amante sería Douglas Lord? Inclemente. Al pensarlo se le aceleró un poco el corazón. Olía a tabaco y sudor. Parecía un hombre que vivía al límite y lo disfrutaba. A ella le hubiera gustado sentir aquella boca inteligente, interesante, sobre la suya… pero todavía no. Si le besaba podría olvidarse de que tenía que mantenerse un paso por delante de él—. El caso es —murmuró, internando las manos entre su pelo. Apenas un suspiro separaba sus bocas— que el tío Maxie puede conseguirnos un pasaporte para ti y dos visados de treinta días para Madagascar en veinticuatro horas.
—¿Cómo?
Whitney advirtió entre molesta y divertida que su tono había pasado en un instante de seductor a formal.
—Contactos, Douglas —contestó risueña—. ¿Para qué están los socios?
Doug la miró pensativo. Desde luego estaba resultando muy útil. Si no iba con cuidado, acabaría por serle indispensable. Y lo que menos necesita un hombre inteligente es una mujer indispensable con los ojos del color del whisky y la piel suave como un pétalo. Entonces cayó en la cuenta de que a esa misma hora del día siguiente estarían de camino. Lanzó un breve grito de alegría y rodó encima de ella. Su pelo se extendía sobre la almohada, sus ojos a la vez risueños y cautelosos le miraron fijamente.
—Vamos a averiguarlo, socia —sugirió.
El cuerpo de Doug era duro, como podían serlo sus ojos, como su mano cuando le acarició la cara. Era tentador. Doug era tentador. Pero era vital sopesar los pros y los contras. Antes de que Whitney pudiera decidir si acceder o no, llamaron a la puerta.
—El desayuno —exclamó ella alegremente, zafándose de él. Si su corazón estaba un poco acelerado, no pensaba darle muchas vueltas al tema. Había demasiado que hacer.
Doug cruzó los brazos detrás de la cabeza y se reclinó sobre el cabecero de la cama. A lo mejor el deseo le estaba haciendo un agujero en el estómago, o a lo mejor era hambre. Tal vez las dos cosas.
—Vamos a desayunar en la cama.
Whitney le dio su opinión sobre el asunto ignorándolo.
—Buenos días —saludó al camarero que traía el carrito.
—Buenos días, señorita MacAllister. —El joven y fornido portorriqueño ni siquiera miró a Doug. Solo tenía ojos para Whitney. Le ofreció una rosa con considerable encanto.
—Vaya, muchas gracias, Juan. Es preciosa.
—Pensé que le gustaría. —Le dedicó una sonrisa fugaz que dejó al descubierto una dentadura fuerte y recta—. Espero que el desayuno esté bien. Le he traído los artículos de aseo y el papel que ha pedido.
—Estupendo, Juan. —Whitney sonrió al oscuro y fornido camarero, advirtió Doug, con mucha más dulzura de la que le dedicaba a él—. Espero que no haya sido mucha molestia.
—Para usted nunca es molestia, señorita MacAllister.
A espaldas del camarero, Doug imitó en silencio sus palabras y su expresión de cordero degollado. Whitney se limitó a enarcar una ceja y a continuación firmó la cuenta con una floritura.
—Muchas gracias, Juan. —Se sacó del bolso veinte dólares—. Has sido de gran ayuda.
—Un placer, señorita MacAllister. Si puedo hacer cualquier otra cosa, no dude en llamarme. —Los veinte dólares desaparecieron en su bolsillo con la velocidad y la discreción de una larga práctica—. Buen provecho. —Y sin dejar de sonreír, retrocedió hacia la puerta.
—Te encanta que te hagan la pelota, ¿eh?
Whitney dio la vuelta a una taza y sirvió café. Luego, como distraída, se pasó la rosa por la nariz.
—Ponte unos pantalones y ven a comer.
—Y te has pasado muchísimo con la propina, sabiendo el poco dinero que tenemos. —Whitney no dijo nada. Se limitó a sacar su libretita—. ¡Oye, que la propina se la has dado tú!
—A ti te ha traído una maquinilla de afeitar y un cepillo de dientes —replicó ella—. La propina la dividimos porque tu higiene me concierne de alguna manera.
—Qué generosa —gruñó él. Luego, solo para ponerla a prueba, salió despacio de la cama.
Whitney no dio un respingo, no lanzó una exclamación, no se sonrojó. Sencillamente le miró de arriba abajo. La venda blanca del brazo destacaba contra su piel morena. Dios, tenía un cuerpo precioso, pensó, mientras el corazón le martilleaba lento y sordo. Esbelto, de sutil musculatura. Desnudo, sin afeitar, con aquella media sonrisa parecía más peligroso y más atractivo que cualquier hombre con el que se hubiera cruzado. Pero no podía darle la satisfacción de hacérselo saber.
Sin apartar la vista alzó la taza de café.
—Deja de posar, Douglas, y ponte los pantalones. Se te está enfriando el desayuno.
Maldición, aquella mujer tenía sangre fría, pensó él cogiendo sus tejanos. Aunque fuera una sola vez, tenía que verla sudar. Se sentó frente a ella y se lanzó voraz sobre los huevos con beicon. De momento tenía demasiada hambre para calcular cuánto le iba a costar el lujo del servicio de habitaciones. Cuando encontrara el tesoro podría comprarse el maldito hotel si le apetecía.
—¿Quién eres, Whitney MacAllister? —preguntó con la boca llena.
Ella echó un pellizco de pimienta sobre sus huevos.
—¿A qué te refieres?
Doug sonrió, complacido de que no hubiera respondido a la ligera.
—¿De dónde eres?
—Richmond, Virginia —contestó, asumiendo un suave acento de Virginia tan súbitamente que cualquiera habría jurado que siempre lo había tenido—. Mi familia sigue allí, en la plantación.
—¿Por qué viniste a Nueva York?
—Porque es rápida.
Doug cogió una tostada y contempló la cesta de mermeladas.
—¿Y qué haces?
—Lo que quiero.
Doug clavó la mirada en sus sensuales ojos color de whisky y la creyó.
—¿No tienes trabajo?
—No, tengo una profesión. —Whitney cogió entre los dedos un trozo de beicon y le dio un mordisco—. Soy diseñadora de interiores.
Doug recordó su apartamento, su aire elegante, su armonía de colores, su singularidad.
—Decoradora. Debes de ser buena.
—Naturalmente. ¿Y tú? —preguntó, sirviendo más café para los dos—. ¿A qué te dedicas?
—A muchas cosas. —Doug cogió la leche sin dejar de mirarla—. Sobre todo soy un ladrón.
Whitney recordó la facilidad con la que había robado el Porsche.
—Debes de ser bueno.
Doug se echó a reír.
—Naturalmente.
—Ese puzzle del que hablabas, los documentos. —Whitney partió una tostada por la mitad—. ¿Vas a enseñármelos?
—No.
Ella entornó los ojos.
—¿Y cómo sé que los tienes? ¿Y cómo sé, si es que los tienes, que valen mi tiempo, por no mencionar mi dinero?
Doug se quedó pensativo un momento, luego le ofreció las mermeladas.
—¿Por fe?
Ella eligió la de fresa y untó una generosa capa.
—Intentemos no ser ridículos. ¿Cómo los conseguiste?
—Pues… llegaron a mis manos.
Whitney dio un mordisco a la tostada con los ojos fijos en él.
—Los robaste.
—Sí.
—¿A los hombres que te perseguían?
—Los robé para su jefe —la corrigió Doug—. Dimitri. Por desgracia, quiso traicionarme, de manera que el trato se acabó. La propiedad es nueve décimas partes de la ley.
—Supongo. —Whitney consideró un instante el hecho de que estaba desayunando con un ladrón que estaba en posesión de un misterioso rompecabezas. Bueno, había hecho cosas más raras en la vida—. Muy bien, a ver qué te parece. ¿Qué forma tiene este enigma?
Doug pensó por un instante en evadir de nuevo la respuesta, pero entonces advirtió la expresión de sus ojos fríamente decididos. Más le valía darle alguna información, por lo menos hasta que tuviera el pasaporte y un billete de avión.
—Tengo papeles, documentos, cartas. Ya te dije que tienen unos doscientos años. En esos documentos hay bastante información para guiarme hasta el tesoro, un tesoro cuya existencia nadie conoce siquiera. —De pronto se le ocurrió otra cosa y frunció el ceño—. ¿Hablas francés?
—Por supuesto —sonrió ella—. Así que parte del enigma está en francés. —Al ver que no decía nada, decidió redirigir la conversación—. ¿Por qué no sabe nadie lo de tu tesoro?
—Porque todo el que lo sabía ha muerto.
A Whitney no le gustó cómo lo dijo, pero no iba a echarse atrás ahora.
—¿Y cómo sabes que es genuino?
La mirada de Doug se hizo intensa, como pasaba a veces cuando uno menos lo esperaba.
—Lo presiento.
—¿Y quién es ese hombre que te persigue?
—¿Dimitri? Un hombre de negocios de primera clase. De malos negocios. Es inteligente, es despiadado, es de esos que conocen el nombre en latín del bicho al que le están arrancando las alas. Si él quiere los documentos, es que valen mucho. Muchísimo.
—Supongo que eso lo averiguaremos en Madagascar. —Whitney cogió el New York Times que le había traído Juan. No le gustaba cómo había descrito Doug al hombre que le perseguía. La mejor manera de no pensar en ello era pensar en otra cosa. Al abrir el periódico se quedó sin aliento. Luego exhaló—. Mierda.
Decidido a terminar sus huevos, Doug replicó con aire ausente:
—¿Hmmm?
—Ahora estoy metida en esto hasta las cejas —espetó ella, tirándole el periódico abierto sobre el plato.
—¡Oye! ¡Que no he terminado! —Pero antes de poder apartar el periódico, vio en él la sonriente cara de Whitney. Sobre la fotografía, un titular llamativo: DESAPARECIDA HEREDERA DE HELADOS—. Heredera de helados —masculló, ojeando el texto antes de asimilar del todo la información—. Helados… —De pronto dejó caer el periódico con la boca abierta—. ¿Helados MacAllister? ¿Eres tú…?
—Indirectamente. —Whitney paseaba de un lado a otro de la sala, ideando el mejor plan—. Es mi padre.
—Helados MacAllister —repitió Doug—. Me cago en la leche. Hace el mejor helado de caramelo del país.
—Por supuesto.
De pronto cayó en la cuenta de que no se trataba solo de una elegante decoradora, sino de la hija de uno de los hombres más ricos del país. Tenía millones. Millones. Y si le cogían con ella, le acusarían de secuestro antes de poder pedir siquiera un abogado de oficio. De veinte años a cadena perpetua, pensó, pasándose la mano por el pelo. Desde luego, Doug Lord tenía ojo para las mujeres.
—Oye, princesa, esto cambia las cosas.
—Desde luego que sí —murmuró ella—. Ahora tengo que llamar a mi padre. Ah, y al tío Maxie también.
—Sí. —Doug rebañó el resto de los huevos, decidiendo que mejor era comer mientras podía—. Por qué no calculas lo que te debo y…
—Mi padre va a pensar que me han secuestrado para pedir un rescate o algo.
—Exacto. —Cogió la última tostada. Puesto que Whitney daría con la manera de hacerle pagar la comida, más le valía disfrutarla—. Y tampoco quiero acabar con el balazo de un policía en la cabeza.
—No digas tonterías. —Whitney desechó sus palabras con un gesto de la mano mientras refinaba su plan de ataque—. Ya convenceré a mi padre —murmuró—. Llevo años haciéndolo. Y ya puestos, que me mande algo de dinero.
—¿En efectivo?
Whitney le clavó la mirada.
—Vaya, eso sí que te interesa.
Doug dejó la tostada.
—Oye, preciosa, si sabes cómo manipular a tu padre, ¿quién soy yo para discutirlo? Además, aunque la tarjeta está muy bien, y el dinero que puedes sacar con la tarjeta también está muy bien, un poco de dinerillo en efectivo extra me ayudaría a dormir mucho mejor.
—Yo me encargo de ello. —Whitney se acercó a la puerta que comunicaba las habitaciones y se detuvo—. Te vendría muy bien una ducha y un afeitado, Douglas, antes de salir de compras.
Doug se disponía a rascarse la barbilla, pero se detuvo.
—¿De compras?
—No pienso ir a Madagascar con una blusa y unos pantalones. Y desde luego no voy a ir a ninguna parte contigo mientras lleves una camisa con una sola manga. Tendremos que hacer algo con tu guardarropa.
—Sé elegir mis propias camisas.
—Después de ver la fascinante chaqueta que llevabas cuando nos conocimos, tengo mis dudas. —Y con estas palabras cerró la puerta entre ellos.
—¡Era un disfraz! —gritó él, antes de meterse furioso en el baño. Maldita mujer. Siempre tenía que decir la última palabra.
Pero, debía admitirlo, tenía buen gusto. Después de un arrebato de dos horas de compras, llevaba más paquetes de los que hubiera querido, pero el corte de su camisa ayudaba a ocultar el ligero bulto del sobre que llevaba una vez más pegado al pecho. Y le gustaba el tacto del lino contra la piel. Igual que le gustaba el movimiento de las caderas de Whitney bajo el fino vestido blanco. De todas formas, no era bueno mostrarse demasiado simpático.
—¿Qué demonios voy a hacer correteando por la selva de Madagascar con un traje de chaqueta?
Ella le echó un vistazo y le ajustó el cuello de la camisa. Doug había protestado por tener que llevar azul celeste, pero Whitney se reafirmó en su opinión de que era un color excelente para él. Curiosamente, Doug parecía haber nacido para llevar pantalones de traje.
—Cuando uno viaja, debería estar preparado para todo.
—No sé cuánto vamos a tener que andar, princesa, pero te aseguro una cosa: tu equipaje vas a llevarlo tú.
Ella se bajó sus nuevas gafas de marca.
—Un caballero de la cabeza, a los pies.
—Por supuesto. —Doug se detuvo junto a un supermercado y se ajustó los paquetes bajo el brazo—. Oye, necesito unas cosas de ahí. Dame veinte dólares. —Al ver que Whitney se limitaba a enarcar una ceja, soltó una palabrota—. Vamos, Whitney, si de todas formas vas a apuntarlo en tu maldita libreta. Me siento desnudo sin llevar encima ni un dólar.
Whitney le dedicó una dulce sonrisa mientras metía la mano en el bolso.
—Pues esta mañana no te importó nada estar desnudo.
Su reacción nula ante su cuerpo todavía le irritaba. Doug le arrebató el billete de la mano.
—Sí, ya volveremos a eso en otro momento. Nos vemos arriba dentro de diez minutos.
Satisfecha de sí misma, Whitney atravesó a toda prisa el vestíbulo del hotel. Se estaba divirtiendo irritando a Doug Lord más de lo que se había divertido en muchos meses. Se pasó a la otra mano el elegante bolso de piel que se había comprado y cogió el ascensor hasta su planta.
La cosa pintaba bien, decidió. Su padre se mostró muy aliviado al saber que estaba a salvo y no le disgustó que fuera a marcharse de nuevo del país. Riéndose para sus adentros, Whitney se apoyó contra la pared. Suponía que le había hecho pasar muy malos ratos en los últimos veintiocho años, pero es que ella era así. En cualquier caso, había mezclado realidad y ficción hasta que su padre estuvo satisfecho. Con los mil dólares que iba a enviar al tío Maxie esa tarde, Doug y ella tendrían cuanto necesitaban para ir a Madagascar.
Incluso el nombre la atraía. Madagascar, musitó, caminando por el pasillo hacia su habitación. Exótico, nuevo, único. Orquídeas y frondosos verdes. Quería verlo y sentirlo todo, tanto como quería creer que el enigma del que hablaba Doug llevaba a un tesoro.
No era el tesoro lo que la atraía. Estaba demasiado acostumbrada a la riqueza para que su corazón se acelerara al pensar en más. Era la emoción de buscar, de encontrar. Curiosamente, comprendía mejor que Doug que él sentía lo mismo.
Iba a tener que averiguar muchas más cosas de él, se dijo. Por como le había oído hablar de telas y cortes con el dependiente, era evidente que no era ajeno a las cosas buenas. Con aquella camisa de lino de corte clásico podía haber pasado por una persona con dinero, despreocupada… a menos que le miraras a los ojos. Que miraras con atención. Ahí no había nada despreocupado, pensó Whitney. Eran unos ojos inquietos, cautelosos y voraces. Si iban a ser compañeros, tendría que averiguar por qué.
Al abrir la puerta se le ocurrió que iba a estar sola unos minutos y que tal vez, solo tal vez, Doug había guardado los documentos en su habitación. Ella estaba invirtiendo dinero, se dijo. Tenía todo el derecho del mundo a ver lo que estaba financiando. Aun así se movía sin hacer ruido, atenta a la vuelta de Doug, cuando atravesó la puerta común. De pronto se quedó sin aliento, luego, con una mano en el pecho, se echó a reír.
—Juan, me has dado un susto de muerte. —Entró en la sala, mirando al joven camarero que estaba sentado a la mesa del desayuno—. ¿Has venido a recoger el desayuno? —No tenía por qué posponer su búsqueda por él, decidió, y se puso a mirar en la cómoda de Doug—. ¿Está muy lleno el hotel en esta época? —preguntó para dar conversación—. Es la época de los cerezos, ¿no? Eso siempre atrae a los turistas.
Al ver que la cómoda estaba vacía, miró en torno a la habitación. A lo mejor en el armario.
—¿A qué hora suelen venir a hacer la habitación, Juan? Me vendrían bien unas toallas más. —Al ver que el camarero seguía mirándola en silencio, frunció el ceño—. Tienes mala cara —le dijo—. Te hacen trabajar demasiado. A lo mejor deberías… —Le puso la mano en el hombro y él, lentamente, cayó desplomado a sus pies, dejando una mancha de sangre en el respaldo de la silla.
No gritó porque su cerebro y sus cuerdas vocales se habían paralizado. Con ojos como platos, moviendo la boca, retrocedió. Jamás había visto antes la muerte, jamás la había olido, pero la reconoció. Antes de que pudiera salir corriendo, una mano le agarró el brazo.
—Muy guapa.
El hombre cuyo rostro estaba a centímetros del suyo le había puesto una pistola bajo la barbilla. Tenía una horrible cicatriz en la mejilla, irregular, como si se la hubieran hecho con una botella rota o un cuchillo. El cañón de la pistola era como hielo en su piel. El hombre la bajó por su cuello, rozándola.
—¿Dónde está Lord?
Whitney miró el cuerpo desplomado a pocos centímetros de sus pies. Una mancha roja se extendía por la espalda blanca de la chaqueta. Juan no iba a ayudarla, y jamás llegaría a gastarse los veinte dólares que le había dado unas horas antes. Si no tenía cuidado, mucho, mucho cuidado, podría acabar como él.
—Te he preguntado por Lord. —La pistola le alzó la barbilla.
—Le he despistado —contestó ella, estrujándose el cerebro—. He vuelto para buscar los papeles.
—Traidora. —El desconocido jugueteó con las puntas de su pelo y a Whitney le dio un vuelco el estómago—. Inteligente también. —Entonces le agarró el pelo y le tiró de la cabeza hacia atrás—. ¿Cuándo va a volver?
—No lo sé. —Whitney dio un respingo de dolor y se esforzó por mantener la mente despejada—. Quince minutos, puede que media hora. —En cualquier momento, pensó desesperada. Podía entrar en cualquier momento y entonces los dos estarían muertos. Volvió a mirar el cadáver junto a sus pies y se le saltaron las lágrimas. Tragó saliva, sabiendo que no podía permitirse llorar.
—¿Por qué has matado a Juan?
—Estaba en el lugar equivocado en el momento equivocado —sonrió el hombre—. Igual que tú, guapa.
—Escucha… —No le resultó difícil mantener la voz baja. Si hubiera intentado hablar en algo más que un susurro, le habrían castañeteado los dientes—. Yo no tengo nada con Lord. Si tú y yo pudiéramos encontrar los papeles… —Dejó la frase en el aire, humedeciéndose los labios con la lengua. Él contempló su gesto y luego recorrió su cuerpo con la mirada.
—No tienes muchas tetas —le espetó con una mueca. Luego retrocedió haciéndole un gesto con la pistola—. A lo mejor debería ver algo más de la mercancía que me ofreces.
Ella jugueteó con el primer botón de la camisa. De momento había conseguido distraerle de la idea de matarla, pero la situación tampoco era muy ventajosa. Retrocediendo un poco mientras bajaba al segundo botón, chocó con las caderas contra la mesa. Apoyó en ella la mano, como para recuperar el equilibrio, sin apartar la mirada de sus ojos color arena. Con los dedos rozó el frío acero inoxidable.
—A lo mejor deberías ayudarme —susurró, obligándose a esbozar una sonrisa.
Él ladeó la cabeza y dejó la pistola en la cómoda.
—A lo mejor sí. —Y le puso las manos en las caderas para irlas subiendo poco a poco por su cuerpo. Whitney agarró el mango del tenedor con el puño y se lo clavó en un lado del cuello.
Echando sangre a borbotones, chillando como un cerdo, el hombre retrocedió de un brinco. Justo cuando iba a arrancarse el tenedor, Whitney agarró el bolso de cuero y lo blandió con todas sus fuerzas. No quiso ni mirar hasta dónde le había clavado el tenedor. Salió corriendo.
De muy buen humor después de un breve coqueteo con la chica de la caja registradora, Doug entraba en el vestíbulo. Whitney se estrelló contra él corriendo a toda velocidad.
Él tuvo que hacer malabarismos con la cantidad de paquetes que llevaba.
—¿Qué demonios…?
—¡Corre! —gritó ella, saliendo disparada del hotel sin mirar siquiera atrás para ver si él había seguido su consejo.
Doug la alcanzó, maldiciendo y forcejeando con sus paquetes.
—¿Porqué?
—Nos han encontrado.
Echando un vistazo por encima del hombro, advirtió a Remo y otros dos que salían a toda prisa del hotel.
—Ah, mierda. —Agarró a Whitney del brazo y la arrastró hasta la primera puerta que encontró. Les saludaron los callados acordes de un arpa y un maître de espalda tiesa.
—¿Tienen mesa reservada?
—Solo buscamos a unos amigos —le espetó Doug, dándole un codazo a Whitney.
—Sí, espero que no sea demasiado pronto. —Y parpadeó ante el maître antes de escudriñar el restaurante—. Aborrezco llegar pronto. Ah, ahí está Marjorie. Vaya, vaya, ha engordado unos kilitos. —Whitney se inclinó con aire cómplice hacia Doug y los dos entraron en el local—. Dile algún cumplido sobre el vestido horrible que lleva, Rodney.
Bordeando las mesas fueron derechos hacia la cocina.
—¿Rodney? —se quejó él en un murmullo.
—Lo primero que se me ha ocurrido.
—Espera. —Doug metió las bolsas y paquetes en el bolso de Whitney y se lo echó al hombro—. Déjame hablar a mí.
En la cocina rodearon mostradores, fogones y cocineros tan deprisa como consideraron prudente, en dirección a la puerta trasera. Un gigantón de delantal blanco, de un metro de anchura, les cerró el paso.
—Los clientes no pueden entrar en la cocina.
Doug miró hacia el gorro de chef, por lo menos treinta centímetros por encima de su propia cabeza. Le recordó lo mucho que odiaba los altercados violentos. Usando la cabeza se ahorraba uno muchas magulladuras.
—Un momento, un momento —dijo con mucho aspaviento, volviéndose hacia la cazuela que hervía a su derecha—. Sheila, esto huele que alimenta. Soberbio, sensual. Cuatro estrellas por el aroma.
Comprendiendo su estrategia, Whitney se sacó del bolso la libreta.
—Cuatro estrellas —repitió, tomando nota.
Doug cogió el cucharón, se lo acercó a la nariz y cerró los ojos; luego probó el guiso.
—Ah. —Alargó la exclamación con tanto dramatismo que Whitney tuvo que contener la risa—. Poisson Véronique. Magnífico. Absolutamente magnífico. Definitivamente uno de los mejores concursantes. ¿Su nombre? —le preguntó al chef.
El grandullón parecía, un pavo atusándose las plumas.
—Henri.
—Henri —repitió Doug, haciendo un gesto con la mano hacia Whitney—. Tendrá noticias dentro de diez días. Vamos, Sheila, no te entretengas. Todavía nos quedan tres paradas.
—Yo apuesto por usted —le dijo Whitney a Henri mientras salían por la puerta de atrás.
—Muy bien. —Doug la cogió del brazo una vez en el callejón—. Remo solo es medio tonto, así que tenemos que salir de aquí deprisa. ¿Por dónde se va a casa del tío Maxie?
—Vive en Virginia, Roslyn.
—Vale, necesitamos un taxi. —Echó a andar, pero de pronto empujó a Whitney contra la pared con tal brusquedad que la dejó sin aliento—. Maldita sea, ya están ahí. —Doug se paró un momento a pensar, sabiendo que el callejón no sería seguro mucho tiempo. En su experiencia, los callejones nunca eran seguros por mucho tiempo—. Vamos a tener que ir por el otro lado, lo cual significa trepar unos cuantos muros. Tendrás que seguirme el paso.
La imagen de Juan seguía fresca en su memoria.
—Lo seguiré.
—Pues vamos.
Giraron a la derecha. Whitney tuvo que subirse a unas cajas para saltar la primera verja, y los músculos de sus piernas protestaron sorprendidos cuando aterrizó. Pero siguió corriendo. Si Doug tenía una dirección en mente, ella no logró adivinarla. Corría en zigzag por las calles, atravesaba callejones y saltaba vallas, hasta que a Whitney le ardieron los pulmones. El amplio vuelo de su falda se enganchó en una cadena y se desgarró por el dobladillo. La gente los miraba sorprendida, cosa que no habría pasado nunca en Nueva York.
Y Doug parecía tener siempre un ojo en la espalda. Whitney no tenía forma de saber que había vivido así casi toda su vida, y que muchas veces se había preguntado si llegaría algún día a vivir de otra manera. Cuando la arrastró por la escalera de Metro Center, Whitney tuvo que agarrarse a la barandilla para no caerse de cabeza.
—Líneas azules, líneas rojas —masculló él—. ¿Por qué tienen que andar jodiendo las cosas con los colores?
—No lo sé. —Whitney, sin aliento, se apoyó contra el panel de información—. Nunca había cogido el metro.
—Ya, pues nos hemos quedado sin limusinas. Línea roja —anunció, y volvió a cogerla de la mano. No los había despistado. Doug todavía olía la caza. Cinco minutos, pensó. Solo necesitaba una ventaja de cinco minutos. Luego abordarían uno de esos rápidos trenecitos y ganarían más tiempo.
Había una gran multitud hablando en media docena de idiomas. Cuanta más gente, mejor, pensó mientras se abría paso entre ellos. Una vez en el andén, volvió un instante la cabeza y se encontró con la mirada de Remo. Vio la venda en la mejilla morena. Por gentileza de Whitney MacAllister, se dijo, y no pudo resistirse a esbozar una sonrisa. Sí, esa se la debía, pensó. Si no por otra cosa, por aquello sí que estaba en deuda con ella.
Ahora era todo cuestión de sincronización, se dijo mientras tiraba de Whitney hacia el metro. Sincronización y suerte. Estaría con ellos o contra ellos. Aplastado entre Whitney y una mujer hindú vestida con un sari, Doug observó a Remo abrirse paso entre el gentío.
Cuando las puertas se cerraron, sonrió y medio saludó al hombre exasperado que se había quedado fuera.
—A ver si encontramos asiento —le dijo a Whitney—. No hay nada como el transporte público.
Ella siguió callada mientras avanzaban por el tren, y también cuando encontraron asiento para los dos. Doug no se dio ni cuenta, ocupado como estaba alternando entre soltar palabrotas y bendecir su suerte. Al final, sonrió a su propio reflejo en el cristal de la izquierda.
—Bueno, puede que el hijo de puta nos haya encontrado, pero va a tener que pasar un buen rato explicándole a Dimitri por qué nos ha vuelto a perder. —Satisfecho, extendió el brazo por el respaldo del asiento naranja—. Pero dime, ¿cómo es que los viste? —preguntó distraído mientras planeaba su siguiente acción. Dinero, pasaporte y aeropuerto, en ese orden, aunque tenía que incluir de alguna manera una corta visita a la biblioteca. Si Dimitri y sus perros aparecían en Madagascar, se escaparía de nuevo. Estaba en racha—. Tienes muy buena vista, princesa —le dijo—. Si llegamos a encontrarnos al comité de bienvenida en la habitación del hotel, lo habríamos tenido crudo.
La adrenalina había sostenido a Whitney durante la carrera por las calles. El instinto de supervivencia había sido un buen motor, hasta el momento en que se sentó. Ahora, exhausta, volvió la cabeza y miró el perfil de Doug.
—Han matado a Juan.
—¿Qué? —Él la miró distraído y por primera vez advirtió que estaba pálida y tenía la mirada vacía—. ¿A Juan? —Doug se acercó a ella y susurró—: ¿El camarero? ¿De qué estás hablando?
—Cuando volví estaba muerto en tu habitación. Había un hombre esperando.
—¿Qué hombre? ¿Cómo era?
—Tenía los ojos como la arena. Y una cicatriz en la mejilla, muy larga.
—Butrain —masculló Doug. Uno de los canallas de Dimitri, cruel como el que más. Tensó la mano que tenía sobre el hombro de Whitney—. ¿Te hizo daño?
Sus ojos, oscuros como el whisky añejo, se centraron de nuevo en él.
—Creo que le he matado.
—¿Qué? —Doug se quedó mirando aquel rostro elegante de huesos finos—. ¿Qué has matado a Butrain? ¿Cómo?
—Con un tenedor.
—Tú… —Doug se quedó callado, se arrellanó en el asiento e intentó asimilarlo. Si ella no le hubiera estado mirando con aquellos ojos grandes de expresión hundida, si su mano no hubiera sido como el hielo, se habría, echado a reír—. ¿Me estás diciendo que te has cargado a uno de los gorilas de Dimitri con un tenedor?
—No me paré a tomarle el pulso. —El metro se detuvo en la siguiente parada y Whitney, incapaz de quedarse quieta, se levantó y se abrió paso para salir. Maldiciendo y filtrándose de mala manera entre el gentío, Doug la alcanzó en el andén.
—Vale, vale, mejor me lo cuentas todo.
—¿Todo? —Furiosa de pronto, se volvió hacia él—. ¿Quieres oírlo todo? ¿Quieres saber toda la maldita historia? Pues vuelvo a la habitación y allí me encuentro a ese pobre chico inocente muerto, con la chaqueta blanca llena de sangre, y un monstruo con la cara como un mapa me pone una pistola en el cuello.
Había alzado la voz y la gente se volvía hacia ellos.
—Calla —murmuró Doug, arrastrándola hacia otro tren. Irían en metro, no importaba adónde, hasta que ella se calmara y él pudiera idear un plan más factible.
—Cállate tú —le espetó ella—. Tú me has metido en esto.
—Oye, princesa, puedes irte cuando quieras.
—Ya, para que alguien acabe rebanándome el gaznate porque va detrás de ti y tus malditos documentos.
La verdad lo dejó sin mucha defensa. La empujó hacia el asiento en un rincón y se sentó junto a ella.
—Vale, así que estás ligada a mí —masculló en un susurro—. Pues a ver si te enteras: tus lloriqueos me ponen de los nervios.
—No estoy lloriqueando. —De pronto se volvió hacia él con los ojos llenos de lágrimas y un aire vulnerable—. Ese chico está muerto.
A Doug se le evaporó la rabia y se sintió culpable. Sin saber qué otra cosa hacer, la rodeó con el brazo. No estaba acostumbrado a consolar a las mujeres.
—No dejes que te hunda. Tú no tienes la culpa.
Ella, cansada, apoyó la cabeza en su hombro.
—¿Así es como vas tú por la vida, Doug, sin tener la culpa de nada?
Hundiendo los dedos en su pelo, Doug contempló la borrosa imagen de los dos en el cristal.
—Sí.
Y ambos se quedaron callados, preguntándose si estaba diciendo la verdad.