16

La policía malgache no tardó mucho en despejar la habitación. Esposaron las muñecas de Dimitri bajo sus gruesos gemelos de esmeraldas.

—Whitney, señor Lord. —La voz de Dimitri seguía siendo suave, refinada, serena. Un hombre de su posición entendía lo que era un contratiempo temporal. Pero sus ojos, al mirarlos, eran tan inexpresivos como los de una cabra—. Estoy seguro de que volveremos a vernos.

—Nosotros te veremos en el telediario de las once —replicó Doug.

—Le debo una —reconoció Dimitri con un movimiento de cabeza—. Y yo siempre pago mis deudas.

Whitney cruzó la mirada con él un instante y sonrió. De nuevo se llevó la mano a la concha que llevaba al cuello.

—Por Jacques —dijo con voz queda—. Espero que encuentren un hoyo bastante oscuro para encerrarte. —Luego hundió la cara en el pecho de su padre, aspirando el olor a limpio de su chaqueta—. No sabes cuánto me alegro de verte.

—A ver cómo me explicas todo esto. —Pero MacAllister la estrechó con fuerza un momento—. Ya puedes ir empezando, Whitney.

Ella se apartó con ojos risueños.

—¿Explicar qué?

El hombre contuvo una sonrisa para poner cara de enfado.

—No cambiarás nunca.

—¿Cómo está mamá? Espero que no le hayas dicho que me estabas buscando.

—Está bien. Cree que estoy en Roma, trabajando. Si le llego a decir que andaba siguiendo a nuestra única hija por todo Madagascar, no habría sido capaz de jugar al bridge en varios días.

—Qué listo eres. —Whitney le dio un fuerte beso—. ¿Y cómo supiste seguirme por todo Madagascar?

—Creo que ya conoces al general Bennett, ¿no?

Whitney se volvió hacia un hombre alto y delgado con ojos serios y severos.

—Desde luego. —Le tendió la mano como si estuvieran en una elegante fiesta—. Nos presentaron en casa de los Stevenson, hace dos años. ¿Cómo está usted, general? Ah, me parece que no conoce a Douglas. Doug… —Whitney le hizo una seña al otro lado de la sala, donde Doug mascullaba ofreciendo una declaración bastante confusa a los oficiales. Agradecido de poder eludir la situación, se acercó a ella—. Papá, general Bennett, les presento a Douglas Lord. Doug fue quien robó los documentos, general.

La sonrisa de Doug se tornó casi en una mueca.

—Encantado.

—Está usted en deuda con Douglas, general —comentó Whitney, mientras registraba los bolsillos de su padre en busca de un cigarrillo.

—¡En deuda! —rugió el general—. Este ladrón…

—Puso a salvo los documentos, impidiendo que llegaran a manos de Dimitri. A riesgo de su propia vida —añadió Whitney, alzando el cigarrillo para que se lo encendieran. Doug le dio fuego, decidiendo que, después de todo, le dejaría a ella las explicaciones. Whitney le guiñó el ojo mientras exhalaba el humo—. Verá, todo empezó cuando Dimitri contrató a Doug para que robara los documentos. Por supuesto, Doug supo enseguida que tenían un valor incalculable y que no podían caer en ciertas manos. —Whitney dio otra calada y blandió el cigarrillo con expresivos ademanes—. Literalmente arriesgó su vida por proteger los papeles. No puede imaginarse la cantidad de veces que me dijo que si encontrábamos el tesoro haríamos una importantísima contribución a la sociedad. ¿No es verdad, Doug?

—Bueno, yo…

—¡Es tan modesto! No, no, cariño, tienes que admitir el mérito que tienes. Al fin y al cabo, la tarea de preservar el tesoro para la fundación del general Bennett casi te cuesta la vida.

—No ha sido nada —masculló él. Veía que el arco iris comenzaba a desvanecerse.

—¿Nada? —Whitney movió la cabeza—. General, siendo usted un hombre de acción, sabrá lo que ha tenido que pasar Doug para impedir que Dimitri se quedara con el tesoro. Pretendía quedárselo todo, para regodearse nada más —añadió mirando a Doug de soslayo—. Cuando todos sabemos que pertenece a la sociedad.

—Sí, pero…

—Antes de que exprese usted su gratitud, general —le interrumpió Whitney—, le agradecería que me explicara cómo han llegado hasta aquí. Les debemos la vida.

Halagado y desconcertado, el general comenzó su historia.

El sobrino de Whitaker, aterrado por la suerte de su tío, acudió al general y le confesó todo lo que sabía. Que era bastante. El general, una vez alertado, no vaciló. Las autoridades habían estado siguiendo el rastro de Dimitri antes de que Whitney y Doug bajaran del avión en Antananarivo.

Dimitri les había, llevado hasta Doug, y gracias a sus escapadas en Nueva York y Washington, Doug les llevó a Whitney. Whitney tenía razones para dar las gracias a los siempre ansiosos paparazzi, por varias fotos borrosas que aparecieron en la prensa sensacionalista que su padre hojeaba en secreto.

Después de una breve reunión con el tío Max en Washington, el general y MacAllister contrataron a un detective privado. El hombre del sombrero, de panamá había encontrado su rastro y los había seguido igual que Dimitri. Cuando se tiraron del tren que iba hacia Tamatave, tanto el general como MacAllister iban en avión rumbo a Madagascar. Allí las autoridades se mostraron más que dispuestas a cooperar en la captura de un criminal internacional.

—Fascinante —saltó Whitney, cuando parecía que el monólogo del general se extendería hasta el amanecer—. Fascinante. Ya veo cómo se ha ganado usted esas cinco estrellas. —Le agarró del brazo y sonrió—. Me ha salvado la vida, general. Espero que me conceda el placer de enseñarle yo misma el tesoro.

Y volviendo la cabeza con una sonrisa muy ufana, se llevó al militar.

MacAllister sacó una pitillera y le ofreció un cigarrillo a Doug.

—No hay quien mienta como Whitney —comentó—. Me parece que no conoce usted a Brickman. —Y señaló al hombre del sombrero de panamá—. Ha trabajado antes para mí. Es uno de los mejores. Él dice lo mismo de usted.

Doug miró al tipo y cada uno reconoció al otro por lo que era.

—Estaba usted en el canal, detrás de Remo.

Brickman se acordó de los cocodrilos y sonrió.

—Fue un placer.

—Bueno. —MacAllister los miró a los dos. No habría triunfado en los negocios sin saber conocer bien a las personas—. ¿Por qué no tomamos una copa y me cuenta lo que ha pasado de verdad?

Doug chasqueó su mechero y miró a MacAllister a los ojos. Tenía la cara bronceada y tersa, señal inequívoca de riqueza. Su voz tenía un tono autoritario. Los ojos que le devolvían la mirada eran oscuros como el whisky, con la misma expresión divertida de Whitney. Doug esbozó una sonrisa torcida.

—Dimitri es un cerdo, pero tiene una buena bodega. ¿Whisky?

Casi había amanecido cuando Doug miró a Whitney. Estaba acurrucada, desnuda bajo la fina sábana. Una ligera sonrisa tocaba sus labios, como si estuviera reviviendo en sueños la impetuosa pasión que habían compartido al volver al hotel. Pero su respiración era suave y regular, y dormía el sueño de los exhaustos.

Quería tocarla pero no lo hizo. Pensó en dejarle una nota, y tampoco lo hizo.

Al fin y al cabo, él era como era. Un ladrón, un nómada, un solitario.

Por segunda vez en su vida había tenido el mundo en sus manos, y por segunda vez se había desvanecido. Al cabo de un tiempo sería posible volver a convencerse de que había encontrado de nuevo el gran golpe. El final del arco iris. Igual que sería posible, después de mucho tiempo, convencerse de que Whitney y él solo habían tenido una aventura. Diversión, juego, nada serio. Se convencería porque las cuerdas comenzaban a tensarse en torno a él. O las rompía ahora, o jamás podría romperlas.

Todavía tenía el billete a París y un cheque de cinco mil dólares que el general le había dado después de que Whitney le obligara a deshacerse en agradecimientos.

Pero había visto la expresión en los ojos de los oficiales y del detective privado, que sabía muy bien reconocer a un estafador. Se había ganado el indulto, pero otros callejones oscuros le esperaban a la vuelta de la esquina.

Doug miró la mochila y pensó en el cuaderno de Whitney. Sabía que su deuda superaba los cinco mil dólares que tenía a su disposición. Rebuscó en la bolsa hasta encontrar el cuaderno y el lápiz.

Debajo del total, que le hizo enarcar una ceja, escribió un breve mensaje:

Estoy en deuda, princesa.

Volvió a guardarlo todo en la mochila y miró a Whitney por última vez mientras dormía. Salió de la habitación como el ladrón que era, deprisa y en silencio.

En cuanto se despertó, Whitney supo que se había marchado. No porque la cama estuviera vacía a su lado. Cualquier mujer habría supuesto que había salido a tomar un café o dar un paseo. Cualquier mujer le habría llamado con voz susurrante y adormilada.

Pero Whitney sabía que se había ido.

Estaba en su naturaleza enfrentarse directamente a los problemas cuando no había otra opción, de manera que se levantó, abrió las cortinas y comenzó a hacer el equipaje. Como el silencio era insoportable, encendió la radio sin molestarse en tocar el dial.

Advirtió las cajas tiradas en el suelo y, decidida a mantenerse ocupada, se puso a abrirlas.

Sus dedos se deslizaron por la fina lencería que Doug había elegido para ella. Esbozó una rápida y torcida sonrisa al ver la factura con el número de su propia tarjeta de crédito. Puesto que había decidido que el cinismo sería su mejor defensa, se puso el body azul claro. Al fin y al cabo, lo había pagado ella.

Tiró la caja a un lado y abrió la siguiente. Era un vestido de un azul muy intenso, el color de las mariposas que tanto le habían llamado la atención. El cinismo y todas las demás defensas amenazaban con hacerse añicos. Tragándose las lágrimas, volvió a guardar el vestido en su caja. No era adecuado para viajar, se dijo, y sacó unos pantalones arrugados de la mochila.

Al cabo de unas horas estaría en Nueva York, en su ambiente, rodeada de sus amigos. Doug Lord sería un recuerdo vago… y caro. Nada más. Una vez vestida, con el equipaje listo, y del todo serena, bajó a la recepción del hotel y luego a ver a su padre.

Él ya estaba en el vestíbulo, paseando impaciente de un lado a otro. Había muchas transacciones en el aire. La industria de los helados era una jungla.

—¿Dónde está tu novio? —preguntó.

—Papá, de verdad… —Whitney firmó la factura del hotel con una floritura y mano muy firme—. Una mujer no tiene novios, tiene amantes. —Sonrió al botones y le siguió hasta el coche que había encargado su padre.

MacAllister resopló, no muy contento con su terminología.

—Bueno, ¿y dónde está?

—¿Doug? —Whitney le echó una mirada por encima del hombro mientras entraba en la limusina—. No tengo ni idea. En París a lo mejor. Tenía un billete de avión.

MacAllister se dejó caer ceñudo en el asiento.

—¿Qué demonios está pasando, Whitney?

—Me parece que cuando vuelva me iré unos días a Long Island. Tanto viaje agota a cualquiera.

—Whitney. —MacAllister le cogió la mano, empleando el tono de voz que usaba con ella desde que tenía dos años. Nunca le había dado gran resultado—. ¿Por qué se ha ido?

Whitney le sacó la pitillera del bolsillo y cogió un cigarrillo. Con la vista al frente, dio unos golpecitos con él en la tapa de plata.

—Porque es su estilo: marcharse en plena noche sin un ruido, sin una palabra. Es un ladrón, ya sabes.

—Eso me dijo anoche, cuando tú estabas ocupada soltándole una sarta de mentiras a Bennett. Maldita sea, Whitney, cuando terminó de contármelo todo se me habían puesto los pelos de punta. Fue mucho peor que cuando leí el informe del detective. ¡Habéis estado a punto de que os maten a los dos no sé cuántas veces!

—Sí, en el momento también a nosotros nos preocupaba —murmuró ella.

—Mira, le harías un gran favor a mi úlcera si te casaras con el cabeza hueca de Carlyse.

—Lo siento, pero entonces la de la úlcera sería yo.

MacAllister miró el cigarrillo que ella todavía no había encendido.

—A mí me dio la impresión de que estabas… encariñada con ese joven ladrón que recogiste.

—Encariñada. —El cigarrillo se partió entre sus dedos—. No, solo teníamos una asociación comercial. —Las lágrimas acudieron a sus ojos hasta derramarse, pero ella siguió hablando serena—. Estaba aburrida y él fue una diversión.

—¿Una diversión?

—Una diversión muy cara —añadió ella—. El hijo de puta se ha largado dejándome a deber doce mil trescientos cincuenta y ocho dólares con cuarenta y siete centavos.

MacAllister se sacó el pañuelo para enjugarle las mejillas.

—Sí, eso de perder dinero es para echarse a llorar —murmuró—. A mí me pasa muchas veces.

—Ni siquiera se despidió —susurró ella. Se acurrucó contra su padre y lloró, porque no podía hacer otra cosa.

Nueva York en agosto puede ser mortal. El calor asfixia, reverbera y relumbra. Cuando una huelga de basura coincide con una ola de calor, los ánimos se cargan tanto como el aire. Incluso los más afortunados que pueden contar con una limusina con solo chasquear los dedos tienden al mal humor después de dos semanas con temperaturas por encima de los treinta y dos grados. En esos momentos todo el que puede huye de la ciudad en dirección a las islas, al campo, a Europa.

Whitney estaba harta de viajes.

Se quedó en Manhattan cuando la mayoría de sus amigos y conocidos se había marchado. Rechazó ofertas de un crucero por el Egeo, una semana en la Riviera italiana y una luna de miel de un mes en el país de su elección.

Se puso a trabajar porque era una forma interesante de ignorar el calor. Jugaba porque era más productivo que llorar. Pensó en hacer un viaje a Oriente, pero por pura cabezonería lo haría en septiembre, cuando todo el mundo regresara a Nueva York.

Al volver de Madagascar se había dado el capricho de salir a gastar dinero a lo loco. La mitad de lo que se había comprado todavía colgaba sin estrenar en su atestado armario. Había salido todas las noches durante más de dos semanas, yendo de un club a otro para caer derrengada en la cama cuando ya era de día.

Cuando perdió interés en eso, se entregó a su trabajo con tal ansia que sus amigos comenzaron a murmurar, porque una cosa era intentar evadirse a base de fiestas y otra muy distinta, a base de trabajar. Whitney hizo algo que se le daba muy bien: ignorar por completo a sus amigos.

—Tad, no te pongas en ridículo otra vez. No puedo soportarlo. —Su tono era despreocupado, pero más comprensivo que cruel. Las últimas semanas Tad había estado a punto de convencerla de que la quería casi tanto como a su colección de corbatas de seda.

—Whitney… —Rubio, trajeado y algo borracho, estaba en el umbral de la casa de Whitney, buscando la mejor manera de poder entrar. Ella le bloqueaba el paso sin esfuerzo—. Seríamos un buen equipo. Me da igual que mi madre piense que eres muy frívola.

Frívola. Whitney puso los ojos en blanco.

—Hazle caso a tu madre, Tad. Yo sería una esposa espantosa. Anda, baja y que tu chófer te lleve a casa. Ya sabes que no puedes beber más de dos Martinis sin perder la cabeza.

—Whitney. —Tad la agarró y la besó con pasión, si bien no con estilo—. Voy a mandar a Charles a casa. Pasaré aquí la noche.

—Tu madre mandaría a la Guardia Nacional —le recordó ella, zafándose de entre sus brazos—. Anda, vete a casa a dormir la mona. Mañana volverás a ser tú mismo.

—No me tomas en serio.

—No me tomo en serio a mí misma —replicó ella, dándole unos golpecitos en la mejilla—. Anda, vete y hazle caso a tu madre. —Y le cerró la puerta en las narices—. La sargenta esa.

Lanzando un gran suspiro, se acercó al bar. Después de pasar la velada con Tad se merecía otra copa. Si no hubiera estado tan inquieta, tan… lo que fuera, jamás se habría dejado convencer de que lo que necesitaba era una noche de ópera y agradable compañía. La ópera no era precisamente su entretenimiento favorito, y Tad nunca había sido la más agradable de las compañías.

Se sirvió una generosa dosis de coñac.

—Que sean dos, ¿quieres, princesa?

Sus dedos se tensaron alrededor de la copa, el corazón se le subió a la garganta. Pero no dio ni un respingo, no se dio la vuelta. Cogió otra copa tranquilamente y la llenó.

—¿Todavía forzando cerraduras, Douglas?

Llevaba el vestido que él le había comprado en Diego Suárez. Se la había imaginado con él puesto cien veces. No sabía que era la primera vez que se lo ponía. Tampoco sabía que precisamente por eso se había pasado toda la noche pensando en él.

—Llegas a casa muy tarde, ¿no? —preguntó.

Whitney se dijo que tenía bastantes fuerzas para manejar la situación. Al fin y al cabo había tenido semanas para olvidarse de él. Se volvió enarcando una ceja.

Doug iba vestido de negro, y le sentaba bien. Una sencilla camiseta negra, ajustados tejanos negros. El uniforme de su oficio, se dijo Whitney tendiéndole la copa. Le dio la impresión de que su rostro parecía más enjuto, sus ojos más intensos. Luego intentó no pensar nada.

—¿Qué tal París?

—Bien. —Doug cogió la copa y reprimió el impulso de tocarle la mano—. ¿Cómo estás?

—¿A ti qué te parece? —Era un desafío directo. «Mírame», le exigía. «Mírame bien». Y eso fue lo que hizo Doug.

El pelo le caía liso sobre un hombro, sujeto con un broche de diamantes en forma de media luna. Su rostro era tal como él lo recordaba: pálido, sereno, elegante. Sus ojos le miraban por encima del borde de la copa, oscuros y arrogantes.

—Estás tremenda —musitó.

—Gracias. Bueno, ¿a qué debo tan inesperado placer?

Doug había ensayado lo que iba a decirle y cómo iba a decírselo treinta veces en la última semana. Ese era el tiempo que llevaba ya en Nueva York, vacilando entre la idea de ir a verla y la de no volver a acercarse a ella.

—No, quería ver cómo estabas —masculló con la cara hundida en su copa.

—Qué detalle.

—Mira, ya sé que pensarás que te dejé tirada…

—Debiéndome doce mil trescientos cincuenta y ocho dólares con cuarenta y siete centavos.

Doug emitió un sonido que podía haber sido una risa.

—No cambiarás nunca.

—¿Has venido a saldar la deuda?

—He venido porque tenía que venir, maldita sea.

—¿Ah, sí? —Whitney, imperturbable, apuró la copa y reprimió las ganas de estrellarla contra la pared—. ¿Es que tienes en mente algún otro proyecto para el que necesites capital?

—Mira, si quieres insultarme, adelante. —Y con un golpe dejó la copa en la mesa.

Ella se quedó mirándole un momento y negó con la cabeza. Se dio media vuelta, dejó también su copa y apoyó las palmas en la mesa. Por primera vez desde que Doug la conocía, se le hundieron los hombros y habló con voz cansada.

—No, no quiero insultarte, Doug. Estoy agotada. Ya has visto que estoy bien. ¿Ahora por qué no te vas por donde has venido?

—Whitney.

—No me toques —murmuró ella antes de que él hubiera dado dos pasos. Su voz serena no ocultó un hilo de desesperación.

Él alzó las manos y las dejó caer.

—Muy bien. —Paseó un momento por la habitación, intentando volver a su plan de ataque original—. ¿Sabes? Tuve bastante suerte en París. Limpié cinco habitaciones en el Hotel de Crillon.

—Enhorabuena.

—Estaba en racha. Seguramente podría haberme pasado seis meses timando a los turistas. —Doug enganchó los pulgares en los bolsillos.

—¿Y por qué no lo hiciste?

—Porque ya no me divertía. Cuando el trabajo ya no te divierte, mal asunto, ya sabes.

Whitney se volvió hacia él diciéndose que era una cobardía no mirarle siquiera.

—Supongo. ¿Y a qué has venido entonces, por cambiar de aires?

—He venido porque ya no podía seguir lejos de ti.

La expresión de Whitney no se inmutó, pero sí entrelazó los dedos en el primer signo externo de nervios que Doug le había visto jamás.

—Ah —dijo sencillamente—. Es curioso que digas eso. No fui yo la que te echó del hotel de Diego Suárez.

—No. —Doug le recorrió lentamente la cara con la mirada, como si necesitara encontrar algo—. Tú no me echaste.

—Entonces ¿por qué te fuiste?

—Porque si me hubiera quedado, habría hecho lo que supongo que voy a hacer ahora.

—¿Robarme el bolso? —replicó ella, echándose atrás el pelo con un movimiento de cabeza.

—Pedirte que te cases conmigo.

Era la primera vez y tal vez la última que la veía quedarse con la boca abierta. Parecía que acabaran de echarle encima un cubo de agua. Doug había esperado una reacción algo más emocional.

—Ya veo que te has quedado de piedra. —Doug fue al bar a llenar de nuevo su copa—. La verdad es que tiene gracia, un tío como yo declarándose a una mujer como tú. No sé por qué, a lo mejor fue el aire de París, pero el caso es que me dio por pensar cosas raras como sentar la cabeza, instalarme definitivamente… Tener hijos.

Whitney consiguió por fin cerrar la boca.

—¿Ah, sí? —Decidió, igual que Doug, que tocaba beber otra copa—. ¿Estás hablando de matrimonio, de eso de hasta que la muerte nos separe y declaración conjunta a Hacienda?

—Sí. He decidido que soy un tradicional. Incluso en esto. —Cuando Doug iba por algo, lo hacía hasta el final, con todas sus consecuencias. Aquella política no siempre daba resultado, pero era su política. Se metió la mano en el bolsillo y sacó un anillo.

El diamante atrapó la luz y pareció explotar con ella. Whitney tuvo que hacer un esfuerzo consciente por no volver a quedarse con la boca abierta.

—¿De dónde…?

—No lo he robado —soltó él. Sintiéndose un poco idiota, lo lanzó al aire y lo atrapó con la mano—. Bueno, no exactamente —se corrigió, esbozando una media sonrisa—. El diamante es del tesoro de María Antonieta. Me lo metí en el bolsillo… supongo que por reflejo. Pensaba venderlo, pero… —Abrió la mano y se quedó mirándolo—. Lo llevé a engarzar en París.

—Ya veo.

—Oye, ya sé que querías que el tesoro fuera a algún museo, y así ha sido, en su mayor parte. —Todavía le dolía—. Los periódicos de París no hablaban de otra cosa. La Fundación Bennett recupera el botín de una trágica reina, el collar de diamantes dispara nuevas teorías, etcétera, etcétera.

Doug movió los hombros intentando no pensar en aquellas magníficas piedras preciosas.

—Y yo decidí quedarme una piedra al menos. Aunque con solo un par de aquellas pulseras habría tenido toda la vida resuelta. —Encogiéndose de hombros una vez más, alzó el anillo por la fina banda de oro—. Si te da mala conciencia, hago que desmonten la maldita piedra y se la mando a Bennett.

—No me insultes. —Con un rápido movimiento, Whitney se la arrebató de la mano—. Mi anillo de compromiso no va a estar en ningún museo. —Y le dedicó una sonrisa radiante—. Yo también creo que hay partes de la Historia que deberían pertenecer al individuo. Hay que ser prácticos. —Le miró con su expresión serena, con una ceja enarcada—. ¿Eres lo bastante tradicional como para ponerte de rodillas?

—Ni siquiera por ti, princesa. —Doug le agarró la muñeca izquierda, le cogió el anillo y se lo puso en el dedo, mirándola a los ojos—. ¿De acuerdo?

—De acuerdo. —Y riéndose se lanzó a sus brazos—. Maldito seas, Douglas, he pasado dos meses horribles.

—¿Ah, sí? —Descubrió que le gustaba la idea, casi tanto como le gustó besarla de nuevo—. Ya veo que te gusta el vestido que te compré.

—Tienes un gusto excelente. —Tras la espalda de Doug, Whitney giró la mano para ver la luz reflejada en el anillo—. Casada —dijo, probando la palabra—. Has hablado de establecerte. ¿Significa eso que planeas jubilarte?

—Lo he estado pensando, sí. ¿Sabes…? —Doug hundió la cara en su cuello para aspirar el aroma que le había estado atormentando en París—. Nunca había visto tu dormitorio.

—¿No? Pues tendré que hacerte el gran tour. Eres un poco joven para jubilarte —añadió, apartándose de él—. ¿Qué piensas hacer?

—Bueno, cuando no esté haciendo el amor contigo, se me ha ocurrido montar un negocio.

—¿Una casa de empeños?

Doug le besó los labios.

—Un restaurante, graciosa.

—Claro. —Whitney asintió. Le gustaba la idea—. ¿Aquí en Nueva York?

—Es un buen sitio para empezar. —Doug la dejó ir a por su copa de coñac. A lo mejor el final del arco iris había estado siempre más cerca de lo que pensaba—. Empezaría con uno aquí, y luego a lo mejor en Chicago, San Francisco… El caso es que voy a necesitar un socio capitalista.

Whitney se pasó la lengua por los dientes.

—Naturalmente. ¿Has pensado en alguien?

Doug le dedicó aquella sonrisa encantadora y poco digna de confianza.

—Me gustaría que la cosa quedara en familia.

—El tío Jack.

—Vamos, Whitney. Tú sabes que puedo conseguirlo. Cuarenta mil… No, que sean cincuenta. Con eso me monto el mejor restaurante del West Side.

—Cincuenta mil —repitió ella pensativa, acercándose a su escritorio.

—Es una buena inversión. Yo mismo planearía el menú, supervisaría la cocina. Yo… ¿Qué haces?

—Eso sumaría un total de sesenta y dos mil trescientos cincuenta y ocho dólares con cuarenta y siete centavos. —Con un rápido movimiento de cabeza, subrayó dos veces la suma—. A un interés del doce y medio por ciento.

Doug miró las cifras ceñudo.

—¿Interés? ¿Y de un doce y medio por ciento?

—Es más que razonable, ya lo sé, pero es que soy muy blanda.

—Oye, vamos a casarnos, ¿no?

—Sin duda.

—¡Por Dios bendito! ¡Una mujer no le cobra intereses a su marido!

—Esta sí —murmuró ella, todavía anotando números—. En un momento te calculo los pagos mensuales. Vamos a ver… en un plazo de… ¿quince años está bien?

Doug miró sus elegantes manos que seguían escribiendo. El diamante le hacía guiños.

—Bueno, qué demonios.

—Ahora, en cuanto a la garantía…

Doug reprimió una palabrota y luego una risa.

—¿Qué te parece nuestro primer hijo?

—Interesante. —Whitney se dio unos golpecitos con la libreta en la mano—. Sí, podría estar de acuerdo… Pero todavía no tenemos hijos.

Doug le arrebató la libreta, la tiró por encima de su espalda y la abrazó.

—Pues pongámonos ahora mismo manos a la obra, princesa. Necesito ese préstamo.

Whitney advirtió con satisfacción que la libreta había caído boca arriba.

—Cualquier cosa por la libre empresa.