Hicieron el amor en el jeep como alocados adolescentes, ebrios por el vino y el agotamiento. La luna era blanca, la noche tranquila. Los pájaros nocturnos, los insectos y las ranas ponían la música. Con el jeep bien oculto entre la maleza, se dieron un festín de caviar y se devoraron el uno al otro con el canto de la selva como telón de fondo. Whitney se echó a reír mientras forcejeaban ávidos en el pequeño e incómodo asiento del jeep.
Con la ropa a medio quitar, la mente ligera y el hambre satisfecha, rodó encima de Doug y sonrió.
—No he tenido una cita así desde los dieciséis años.
—¿Ah, sí? —Doug le deslizó el dedo por el muslo hasta la cadera. Whitney tenía los ojos oscuros, vidriosos por el cansancio, el vino y la pasión. Doug se prometió que volvería a verlos así, en un buen hotel al otro lado del mundo—. ¿Así que cualquiera podía llevarte al asiento trasero con un poco de champán y caviar?
—En realidad eran galletas y vino. —Whitney se chupó el caviar del dedo—. Y terminé dándole un puñetazo en la tripa.
—Eres muy divertida, Whitney.
Ella se echó las últimas gotas de la botella de champán en la boca. La selva en torno a ellos estaba llena de insectos que frotaban sus alas y cantaban.
—Soy, y siempre he sido, selectiva.
—Selectiva, ¿eh? —Doug se movió para apoyarse contra la puerta del jeep. Whitney estaba tumbada junto a él—. ¿Y qué demonios estás haciendo conmigo, entonces?
Ella misma se había hecho esa pregunta, y la sencillez de la respuesta la inquietaba. Lo que quería. Se quedó callada un momento, con la cabeza apoyada en su hombro. Allí se sentía bien y, aunque era una locura, se sentía a salvo.
—Supongo que me encandiló tu encanto.
—Les pasa a todas.
Whitney ladeó la cabeza sonriendo y le hundió los dientes, no con mucha suavidad, en el labio inferior.
—¡Eh! —exclamó Doug, ante las risas de Whitney. Le inmovilizó los brazos a los costados—. Así que a la niña le gusta jugar duro, ¿eh?
—No me asustas, Lord.
—¿Ah, no? —Divirtiéndose enormemente le cogió las dos muñecas con una mano y le rodeó el cuello con la otra. A ella no le vaciló la mirada—. Puede que te haya estado tratando demasiado bien.
—Pues vamos —le retó ella—. A ver de qué eres capaz.
Y le miró con aquella arrogante media sonrisa, con sus ojos de color whisky oscuros y soñolientos. Y Doug hizo lo que había evitado hacer toda su vida, lo que había evitado con más empeño y más cuidado que a los sheriffs de los pueblos y los policías de las ciudades. Se enamoró.
—Madre mía, eres preciosa.
Hubo algo especial en el tono de su voz. Pero antes de que Whitney pudiera analizarlo, ni eso ni la expresión que había asomado a sus ojos, sus bocas ya estaban unidas. Y los dos se rindieron a la pasión.
Fue como la primera vez. Doug no se lo esperaba. Lo inundaron los mismos sentimientos abrumadores, la misma necesidad. Se sintió tan indefenso como entonces.
Bajo sus manos la piel de ella fluía como el agua. Bajo su boca sus labios eran fuertes, más potentes que dulces. El aturdimiento del cansancio se convirtió en fuerza irracional. Con ella podía hacerlo todo, podía tenerlo todo.
La noche era calurosa; el aire, húmedo y cargado del aroma de docenas de flores empapadas y calientes. Los insectos nocturnos cantaban. Doug quería ofrecerle velas y una blanda cama de plumas con almohadas de seda. Quería dar, algo nuevo en un hombre que a pesar de ser generoso siempre tomaba primero.
El cuerpo de ella era muy delicado. Le cautivaba como no le habían cautivado jamás los otros, los exuberantes, los obvios, los profesionales. Sus curvas eran sutiles, sus huesos largos y elegantes. Su piel era suave y denotaba cuidados diarios. Doug se dijo que llegaría el momento en que tendría el lujo de explorar cada centímetro de esa piel, a fondo, hasta conocer aquel cuerpo como no lo había conocido ningún hombre, como no lo conocería nunca nadie.
Whitney advirtió algo distinto en él. No era menos apasionado, pero había algo…
Sus sentidos se mezclaban, se agolpaban unos sobre otros, y Whitney se vio atrapada en una deliciosa marea de sensaciones. Todo lo que sentía provenía de él. La caricia de un dedo, el roce de unos labios. Lo único que saboreaba era su sabor, que la llenaba, cálido, masculino, excitante. Le oía murmurar y su propia respuesta entre susurros flotaba en el aire. Percibía su aroma almizcleño, más embriagador que el invernadero que los rodeaba. Hasta entonces Whitney no había entendido lo que significaba estar inmersa en alguien. Hasta entonces no lo había deseado.
Se abrió. Él la llenó. Él daba. Ella absorbía.
Desde el principio habían estado corriendo juntos. Entonces no fue distinto. Un corazón palpitando contra el otro, los cuerpos entrelazados, atravesaron la línea que buscan todos los amantes.
Durmieron un sueño ligero, solo una hora, pero fue un lujo que ambos tomaron con voracidad, acurrucados juntos en el jeep. La luna estaba ya muy baja. Doug observó su posición entre los árboles antes de despertarla.
—Tenemos que irnos. —Remo podía estar todavía buscando un medio de transporte, pero también podía estar ya en la carretera detrás de ellos. En cualquier caso, no estaría muy contento.
Whitney se estiró y suspiró.
—¿Cuánto nos queda?
—No lo sé. Unos ciento cincuenta kilómetros, tal vez doscientos.
—Vale. —Bostezando comenzó a vestirse—. Yo conduzco.
Doug lanzó un resoplido mientras se ponía los pantalones.
—De eso nada. Que ya te he visto conducir, ¿recuerdas?
—Desde luego que sí. —Tras una breve inspección, Whitney decidió que las arrugas de su ropa eran permanentes. Se preguntó si habría alguna posibilidad de encontrar una tintorería—. Y también recuerdo que en esa ocasión te salvé la vida.
—¿Que me salvaste la vida? —Doug se volvió hacia ella y vio que estaba sacando el cepillo del pelo—. ¡Pero si casi nos matas a los dos!
Whitney comenzó a peinarse.
—Perdona, pero con mi gran habilidad y pericia no solo te salvé el pellejo, sino que además detuve a Remo y sus payasos.
Doug puso en marcha el motor.
—Supongo que depende de cómo se mire. De todas formas conduzco yo. Tú has bebido demasiado.
Whitney le clavó una larga mirada fulminante.
—Los MacAllister jamás perdemos la cabeza. —El coche dio un brinco entre los matorrales y salió al camino. Whitney se agarró a la puerta.
—Será el helado —declaró Doug—. Recubre el estómago y neutraliza el alcohol.
—Qué gracioso. —Whitney apoyó los pies en el salpicadero y contempló el paisaje nocturno—. Se me acaba de ocurrir que tú sabes mucho de la historia de mi familia y yo no sé nada de la tuya.
—¿Qué historia quieres? —preguntó él—. Tengo varias, dependiendo de la ocasión.
—Ya me imagino que habrá de todo: desde el pobrecito huérfano hasta el aristócrata desplazado, seguro. —Whitney observó su perfil. ¿Quién era Doug?, se preguntó. ¿Y por qué le importaba tanto? La primera respuesta no la conocía, pero ya había pasado el tiempo en que podía fingir que tampoco sabía la segunda—. ¿Por qué no me cuentas la auténtica, para variar?
Doug podía haber mentido. Le habría resultado muy sencillo soltarle la historia de un niño huérfano que dormía en los callejones y huía de un padrastro malvado. Y habría, conseguido que se la creyera. Doug se arrellanó en el asiento e hizo algo que hacía muy rara vez. Le contó la verdad sin adornos.
—Me crie en Brooklyn, en un barrio tranquilo y agradable. Un barrio obrero, sencillo y normal. Mi madre se encargaba de la casa y mi padre arreglaba tuberías. Mis dos hermanas eran animadoras. Teníamos un perro llamado Checkers.
—Parece todo muy normal.
—Sí, lo era. —Y a veces, muy pocas, lograba recordarlo y disfrutarlo—. Mi padre era del club de los Alces y mi madre hacía el mejor pastel de arándanos que has probado en tu vida. Y todavía es así.
—¿Y el joven Douglas Lord?
—Como era… en fin, hábil con las manos, mi padre pensó que sería un buen fontanero. Lo cual no era precisamente mi sueño dorado.
—Pues lo que cobra un fontanero sindicado es bastante impresionante.
—Sí, ya, bueno, nunca me ha apetecido mucho trabajar por horas.
—Así que decidiste hacerte… ¿Cómo lo llamas tú? Autónomo.
—La vocación es la vocación. Yo tenía un tío sobre el que la familia no solía hablar mucho.
—¿La oveja negra? —preguntó ella con interés.
—Supongo que muy blanca no era, no. Por lo visto había estado alguna vez en la cárcel. Bueno, resumiendo, que se vino a vivir con nosotros una temporada y se puso a trabajar con mi padre. —Doug le dirigió una rápida y atractiva sonrisa—. Él también era muy bueno con las manos.
—Ya veo. O sea que fue así como desarrollaste tu talento, ¿no?
—Jack era bueno. Era muy bueno. El problema es que tenía debilidad por la bebida. Cuando le daba a la botella se volvía torpe. Y si estás torpe, te pillan. Una de las primeras cosas que me enseñó fue a no beber jamás en el trabajo.
—Me imagino que no hablas de desatascar cañerías.
—No. Jack era un fontanero de segunda, pero un ladrón de primera. Cuando yo tenía catorce años me enseñó a forzar una cerradura. Nunca he sabido muy bien por qué me acogió bajo su ala. Igual porque a mí me gustaba leer y a él le gustaba que le contaran historias. No solía sentarse con un libro, pero podía pasarse horas escuchando las aventuras de El hombre de la máscara de hierro o Don Quijote.
Whitney había reconocido desde el principio su aguda inteligencia y su buen gusto.
—Así que al joven Douglas le gustaba leer.
—Sí. —Doug movió los hombros y dobló una curva—. Lo primero que robé fue un libro. La verdad es que tampoco éramos pobres, pero no podíamos permitirnos una biblioteca como la que yo quería. —«Necesitaba», se corrigió. Los libros significaban para él un escape de la rutina, y los necesitaba como el comer. Eso nunca lo entendió nadie.
—En fin, el caso es que a Jack le gustaban las historias y yo me acuerdo de lo que leo.
—Eso esperan los autores de sus lectores.
—No, quiero decir que lo recuerdo casi línea por línea. Es así. Gracias a eso aprobaba en el colegio.
Whitney recordó la facilidad con la que Doug iba soltando datos y cifras de lo que había leído en la guía de viajes.
—¿Quieres decir que tienes memoria fotográfica?
—Yo no lo veo en imágenes, es solo que no se me olvida y ya está. —Doug sonrió, pensativo—. Así me conseguí una beca para Princeton.
Whitney se incorporó de un brinco.
—¿Que fuiste a Princeton?
Doug sonrió todavía más al ver su reacción. Hasta entonces jamás se le había ocurrido pensar que la verdad era más interesante que la ficción.
—No. Decidí que más que ir la universidad yo quería aprender trabajando.
—¿Me estás diciendo que rechazaste una beca de Princeton?
—Sí. El derecho me parecía una cosa muy seca.
—Derecho —murmuró Whitney. Y tuvo que echarse a reír—. Así que podías haber sido abogado. Y de la Ivy League nada menos.
—Lo habría odiado tanto como desatascar cañerías. Y estaba el tío Jack. Siempre decía que no tenía hijos y que le gustaría pasar el oficio.
—Ah, un tradicional.
—Sí, bueno, a su manera lo era. Yo aprendí deprisa. Me lo pasaba muchísimo mejor forzando una cerradura que conjugando verbos, pero Jack estaba empeñado en que acabara los estudios. No estaba dispuesto a llevarme a ningún trabajo de verdad hasta que saliera del instituto. También es verdad que viene muy bien saber algo de matemáticas y de ciencias cuando te las tienes que ver con un sistema de seguridad.
Con su talento, Whitney imaginaba que Doug podía haber sido uno de los mejores ingenieros en aquel campo. Decidió no pensar en ello.
—Muy sensato.
—Nos dedicamos a viajar. Nos fue bastante bien durante unos cinco años. Trabajos limpios, de poca monta. En hoteles casi siempre. Una noche memorable nos hicimos con diez mil dólares en el Waldorf. —Doug sonrió al recordarlo—. Fuimos a Las Vegas y lo perdimos casi todo, pero nos lo pasamos de miedo.
—Lo que fácil viene, fácil se va, ¿no?
—Si no eres capaz de gastarte el dinero, no tiene sentido robarlo.
Whitney tuvo que sonreír. Su padre también decía muchas veces que si no eres capaz de gastarte el dinero, no tiene sentido ganarlo. Seguramente le gustaría la ligera variación sobre el tema que hacía Doug.
—A Jack se le ocurrió robar una joyería. Con eso nos habríamos mantenido durante años. Solo teníamos que solucionar unos cuantos detalles.
—¿Qué pasó?
—Pues que Jack volvió a la bebida. Y que intentó hacer el trabajo él solo, igual por una cuestión de vanidad. Yo era cada vez mejor y él empeoraba poco apoco. Supongo que le costaba asumirlo. En fin, el caso es que se descuidó. Y la cosa no habría ido tan mal si no hubiera roto las reglas llevándose una pistola. —Doug echó el brazo sobre el respaldo del asiento y movió la cabeza—. Ese pequeño detalle le costó diez años.
—Así que el tío Jack acabó en chirona. ¿Y tú?
—En chirona —repitió él divertido—. Yo me tiré a la calle. Tenía veintitrés años y estaba mucho más verde de lo que pensaba. Pero aprendí deprisa.
Había renunciado a una beca de Princeton por trepar a las ventanas. La educación podía haberle proporcionado algo del lujo que parecía ansiar. Y aun así… Y aun así Whitney no le veía escogiendo el buen camino.
—¿Y tus padres?
—Van diciendo por ahí que trabajo en la General Motors. Mi madre no pierde la esperanza de que me case y siente la cabeza. Que me haga cerrajero, o algo así. A propósito —dijo de pronto, como por una asociación de ideas—, ¿quién es Tad Carlyse IV?
—¿Tad? —Whitney advirtió que el cielo comenzaba a clarear. Podría haber cerrado los ojos y haberse quedado dormida, si no hubiese tenido los párpados llenos de polvo—. Pues una vez estuvimos más o menos prometidos.
Doug al instante albergó un odio visceral hacia Tad Carlyse IV.
—¿Más o menos?
—Bueno, digamos que Tad y mi padre nos consideraban prometidos. Yo lo consideraba más bien materia de debate. Los dos se molestaron bastante cuando decliné la oferta.
—Tad. —Doug se imaginó a un rubio de mentón débil con un blazer azul y zapatos náuticos sin calcetines—. ¿Y a qué se dedica?
—¿A qué se dedica? —Whitney parpadeó—. Bueno, se podría decir que se dedica a delegar, supongo. Es el heredero de Carlyse and Fitz, una empresa que manufactura de todo, desde aspirinas hasta combustible para cohetes.
—Sí, ya he oído hablar de ellos. —Más megamillones, pensó, y atacó los tres siguientes baches con bastante violencia. La clase de gente que pisotea a un hombre corriente sin ni siquiera notarlo—. ¿Y cómo es que no eres la señora de Tad Carlyse IV?
—Probablemente por la misma razón que tú no te hiciste fontanero. No me parecía demasiado divertido. —Whitney cruzó los pies por los tobillos—. Oye, igual quieres dar marcha atrás, que te has saltado el último bache.
Ya era plena mañana cuando llegaron a la cima de una montaña desde la que se veía Diego Suárez. Desde allí el agua de la bahía era de un azul intenso. Pero los piratas que una vez rondaron por allí no la habrían reconocido. Los barcos eran grises y robustos. No se veían esbeltas velas al viento ni cascos de madera.
La bahía que había sido en otros tiempos un paraíso pirata y esperanza de inmigrantes, era ahora una gran base naval francesa. El pueblo que otrora fuera el orgullo de los bucaneros se había convertido en una pequeña ciudad moderna que albergaba a unos cincuenta mil malgaches, franceses, hindúes, asiáticos, ingleses y norteamericanos. Donde antes había cabañas de techo de paja, se alzaban ahora edificios de hormigón y acero.
—Bueno, aquí estamos. —Whitney entrelazó su brazo con el de Doug—. ¿Por qué no bajamos, reservamos un hotel y nos damos un baño caliente?
—Aquí estamos —murmuró Doug. Le pareció notar que los papeles empezaban a arderle en el bolsillo—. Primero hay que encontrarlo.
—Doug. —Whitney se volvió hacia él y le puso las manos en los hombros—. Entiendo que esto es importante para ti. Yo también quiero encontrarlo. Pero mira qué pinta tenemos. —Ella misma se miró—. Estamos sucios, agotados. Y aunque a nosotros no nos importara, llamaremos la atención por todas partes.
—No vamos a una fiesta. —Doug miró por encima de ella hacia la ciudad. El final del arco iris—. Empezaremos por las iglesias.
Y con estas palabras volvió al jeep. Whitney le siguió resignada.
Setenta kilómetros detrás de ellos, brincando por el camino en un Renault de 1968, iban Remo y Barns. Puesto que necesitaba pensar, Remo había dejado que condujera Barns. El hombrecillo con pinta de topo se aferraba al volante con las dos manos sin dejar de sonreír. Le gustaba conducir, casi tanto como le gustaba atropellar cualquier animalillo que saliera a la carretera.
—Cuando los pillemos, la mujer es para mí, ¿vale?
Remo le clavó una mirada de asco. Él se consideraba un hombre meticuloso. Y consideraba a Barns un gusano.
—Más vale que recuerdes que la quiere Dimitri. Como la estropees, puede que Dimitri se enfade.
—No voy a estropearla. —Sus ojos relucieron un momento acordándose de la fotografía. Era muy bonita. Le gustaban las cosas bonitas. Las cosas bonitas y suaves. Luego pensó en Dimitri.
A diferencia de otros, él no le tenía miedo a Dimitri. Le adoraba. Su adoración era simple, básica, como un perrillo feo podría adorar a su amo a pesar de unas cuantas patadas. Las pocas luces que Barns pudiera haber tenido se habían fundido bastante a lo largo de los años. Si Dimitri quería a la mujer, le llevaría a la mujer. Le dedicó a Remo una sonrisa amistosa porque a su manera Remo le caía bien.
—Dimitri quiere las orejas de Lord —comentó entre risitas—. ¿Quieres que se las corte por ti, Remo?
—Conduce y calla.
Dimitri quería las orejas de Lord, pero Remo sabía muy bien que, si no, se conformaría con las suyas. De haber tenido la más mínima esperanza de salir indemne, habría dado media vuelta en ese momento. Pero Dimitri le encontraría porque Dimitri creía que un empleado seguía siendo un empleado hasta el día de su muerte, ya fuera prematura o no. Remo solo podía rezar por conservar sus propias orejas cuando informara a Dimitri en su cuartel temporal de Diego Suárez.
Cinco iglesias en dos horas, pensó Whitney, y no habían encontrado nada. La suerte tendría que llegar pronto, o acabarse del todo.
—¿Y ahora qué? —preguntó, cuando se detuvieron delante de otra iglesia. Aquella era más pequeña que las otras y el tejado necesitaba una reparación.
—Presentamos nuestros respetos.
La ciudad estaba construida sobre un promontorio sobre el mar. Aunque todavía era temprano, el aire era caliente y pegajoso. Las hojas de las palmeras apenas se movían en la ligerísima brisa. Con un poco de imaginación, Doug podía ver la ciudad como había sido en otro tiempo: bulliciosa, sencilla, protegida por las montañas a un lado y un muro al otro. Mientras se alejaba del jeep, Whitney lo alcanzó.
—¿Sabes cuántas iglesias y cuántos cementerios puede haber por aquí? O mejor aún, ¿cuántos habrá sobre los que se ha construido?
—La gente no construye encima de los cementerios. Da mala espina. —Le gustaba aquel lugar. La puerta principal colgaba torcida de las bisagras, lo cual le hacía pensar que a aquella iglesia no iba nadie con regularidad. A un lado se veían grupos de lápidas bajo las palmeras y entre los matojos. Tuvo que agacharse para leer las inscripciones.
—Doug, ¿no es esto un poco macabro? —Whitney, con la piel helada, se frotó los brazos y echó la vista atrás.
—No —respondió él sencillamente, mirando de cerca una lápida tras otra—. Los muertos están muertos, Whitney.
—¿No piensas nunca en lo que hay más allá?
Doug la miró un instante.
—Piense lo que piense, lo que hay aquí enterrado ni siente ni padece. Anda, échame una mano.
Fue el orgullo lo que la llevó a agacharse con él para apartar la maleza de las lápidas.
—Las fechas son buenas. Mira: 1790,1793.
—Y los nombres son franceses. —Doug notó un hormigueo en la nuca. Sabía que se estaba acercando—. Si pudiéramos…
—Bonjour.
Whitney se levantó de un salto, dispuesta a salir corriendo, hasta que vio al viejo sacerdote que se acercaba entre los árboles. Tuvo que hacer un esfuerzo porque no le asomara a la cara una expresión culpable. Sonrió y contestó en francés.
—Buenos días, padre. —Su sotana negra contrastaba con su pelo blanco, sus ojos claros y su cara pálida. Tenía las manos cubiertas de manchas de vejez—. Espero no estar allanando una propiedad privada.
—Todo el mundo es bienvenido a la casa del Señor. —El sacerdote advirtió su aspecto desaliñado—. ¿Están de viaje?
—Sí, padre. —Doug se acercó a Whitney, pero no dijo nada. Whitney sabía que era ella quien tenía que inventarse una historia, pero le resultaba imposible mentirle a un hombre con un alzacuellos—. Venimos de muy lejos. Estamos buscando las tumbas de una familia que emigró aquí durante la Revolución francesa.
—Vinieron muchos. ¿Son familiares suyos?
Whitney miró a los ojos tranquilos y claros del anciano. Se acordó de los merina que adoraban a los muertos.
—No. Pero es importante que los encontremos.
—¿Encontrar a los muertos? —Sus músculos, agotados con la edad, temblaban con el simple movimiento de entrelazar las manos—. Muchos buscan, pocos encuentran. ¿Vienen de muy lejos?
Su mente era tan vieja como su cuerpo, pensó Whitney intentando superar su impaciencia.
—Sí, padre, de muy lejos. Creemos que la familia que buscamos puede estar enterrada aquí.
El hombre se quedó pensando un momento, luego asintió.
—A lo mejor puedo ayudarles. ¿Saben los nombres?
—La familia Lebrun. Gerald Lebrun.
—Lebrun. —El rostro ajado del sacerdote pareció plegarse en expresión pensativa—. En mi parroquia no hay ningún Lebrun.
—¿De qué habla? —le masculló Doug al oído. Whitney se limitó a mover la cabeza.
—Emigraron aquí desde Francia hace doscientos años —explicó—. Murieron aquí.
—Todos debemos hacer frente a la muerte para alcanzar la vida eterna.
Whitney rechinó los dientes y lo intentó de nuevo:
—Sí, padre, pero a nosotros nos interesan los Lebrun. Es un interés histórico —añadió, pensando que en realidad no era una mentira.
—Han venido de muy lejos. Necesitan un refresco. Madame Dubrock les preparará un té. —Y puso las manos sobre el brazo de Whitney como para guiarla por el camino. Ella iba a negarse, pero notó que al anciano le temblaba el brazo.
—Aceptamos encantados, padre. —Se tensó para aguantar su peso.
—¿Qué está pasando?
—Que vamos a tomar el té —respondió Whitney, sonriendo al sacerdote—. Intenta recordar dónde estás.
—¡Ay, Dios!
—Exacto. —Ayudó al sacerdote a subir por el estrecho camino hasta la diminuta rectoría. Antes de que pudiera tender la mano hacia la puerta, la abrió una mujer con un vestido de algodón y la cara cubierta de arrugas. El olor a viejo era como el del papel antiguo, fino y polvoriento.
—Padre. —Madame Dubrock le cogió del otro brazo para ayudarle a pasar—. ¿Ha tenido usted un paseo agradable?
—He traído invitados. Tienen que tomar un té.
—Por supuesto, por supuesto. —La anciana guio al sacerdote por un pequeño y oscuro pasillo hasta un salón atestado de cosas. Una Biblia negra de páginas amarillentas estaba abierta por el Libro de David. En todas las mesas había velas ya muy consumidas, incluso sobre un viejo piano vertical que tenía pinta de haberse caído más de una vez. Junto a la ventana había una estatua de la virgen, desportillada y desvaída, y en cierto modo encantadora. Madame Dubrock ayudó al sacerdote a sentarse entre murmullos y aspavientos.
Doug miró el crucifijo de la pared, picado con el tiempo, manchado con la sangre de la redención. Se pasó la mano por el pelo. Siempre se había sentido un poco incómodo en la iglesia, y aquello era peor.
—Whitney, no tenemos tiempo para esto.
—¡Sssh! Madame Dubrock…
—Siéntense, por favor. Voy a traerles el té.
Whitney miró de nuevo al sacerdote. La compasión y la impaciencia batallaban en ella.
—Padre…
—Ustedes son jóvenes —suspiró él, manoseando el rosario—. Yo he dicho misa en la iglesia de Nuestro Señor más años de los que ustedes han vivido. Pero vienen tan pocos…
Whitney se vio de nuevo atraída por aquellos ojos pálidos, aquella voz pálida.
—Pero la cantidad no importa, ¿no es así, padre? —Se sentó en la silla a su lado—. Con uno basta.
Él sonrió, cerró los ojos y se quedó adormilado.
—Pobre hombre —murmuró Whitney.
—Pues a mí me gustaría vivir los mismos años —terció Doug—. Cariño, mientras nosotros estamos aquí esperando a que nos traigan el té, Remo viene de camino a la ciudad. Y probablemente no estará muy contento de que le hayamos robado el jeep.
—¿Y qué tenía que hacer yo? ¿Decirle que nos dejara en paz, que tenemos pegados a los talones a un asesino a sueldo? —En la mirada fulminante que le clavó, Doug captó una expresión que conocía, que le decía que Whitney no daría su brazo a torcer.
—Vale, vale. —La compasión por aquel hombre también había, estado haciendo mella en él, y no le gustaba nada—. Ya hemos hecho nuestra buena acción y ahora está durmiendo. Vamos a lo nuestro.
Ella se cruzó de brazos. Aquello le parecía de lo más macabro.
—Escucha, a lo mejor hay archivos, registros que podamos mirar en lugar de… —Dejó la frase en el aire y miró hacia el cementerio—. Ya sabes.
Él le acarició la mejilla con los nudillos.
—¿Por qué no te quedas tú aquí mientras yo voy a echar un vistazo?
Tuvo muchas ganas de aceptar y se sintió una cobarde.
—No, estamos juntos en esto. Si Magdaline o Gerald Lebrun están ahí, los encontraremos juntos.
—Hubo una Magdaline Lebrun que murió al dar a luz, y su hija, Danielle, murió de unas fiebres. —Madame Dubrock entró en la sala arrastrando los pies, con una bandeja de té con galletas.
—En efecto. —Whitney se volvió hacia Doug y le cogió la mano—. Sí.
La anciana sonrió al ver que Doug la miraba con suspicacia.
—Por las tardes tengo muchas horas libres y me dedico a leer y estudiar los archivos de la iglesia. La iglesia tiene tres siglos. Sobrevivió a la guerra y los huracanes.
—¿Recuerda haber leído sobre los Lebrun?
—Soy muy vieja. —Cuando Doug le cogió la bandeja de las manos, lanzó un pequeño suspiro de alivio—. Pero tengo buena memoria. —Miró un instante al sacerdote dormido—. Eso también lo perderé. —Pero lo dijo con cierto orgullo. O tal vez, pensó Whitney, con una especie de fe—. Muchos vinieron aquí huyendo de la revolución, muchos murieron. Recuerdo haber leído sobre los Lebrun.
—Gracias, madame Dubrock. —Whitney se sacó de la cartera la mitad de los billetes que le quedaban—. Para su iglesia. —Miró un momento al anciano y sacó más billetes—. Para su iglesia, en nombre de la familia Lebrun.
Madame Dubrock cogió el dinero con callada dignidad.
—Si Dios lo quiere, encontrarán lo que buscan. Si necesitan tomar algo, vuelvan a la rectoría. Serán bienvenidos.
—Gracias, señora. —Whitney dio un paso adelante por puro impulso—. Hay unos hombres que nos buscan.
La anciana miró a Whitney a los ojos, con paciencia.
—Dime, hija mía.
—Son peligrosos.
El sacerdote se movió en la butaca y miró a Doug. También aquel hombre era peligroso, pensó, pero se sentía en paz. El anciano asintió mirando a Whitney.
—Dios protege. —Cerró los ojos de nuevo y se durmió.
—No nos han preguntado nada —murmuró Whitney mientras salían de la rectoría.
Doug echó un vistazo atrás.
—Algunas personas tienen todas las respuestas que necesitan. —Él no era una de ellas—. Vamos a por lo que hemos venido.
A causa de los matorrales, las malas hierbas y la edad de las lápidas, tardaron una hora en recorrer la mitad del cementerio. El sol estaba muy alto y las sombras eran finas y cortas. Incluso desde tan lejos se olía el mar. Cansada y desanimada, Whitney se sentó en el suelo mientras Doug seguía trabajando.
—Deberíamos terminar con esto mañana. Tal como estoy, ya no puedo concentrarme ni en los nombres de las lápidas.
—Hoy. —Doug hablaba casi para sí mismo, inclinado sobre otra tumba—. Tiene que ser hoy. Lo noto.
—Pues yo lo único que noto es dolor de espalda.
—Estamos muy cerca, lo sé. Tengo las manos húmedas y una profunda sensación de que todo está encajando en su lugar. Es como cuando fuerzas una caja fuerte. Ni siquiera hace falta oír el último chasquido para saber que se abrirá. Se sabe y ya está. Ese cabrón está aquí. —Doug se metió las manos en los bolsillos y estiró la espalda—. Lo encontraré aunque me lleve diez años.
Whitney, con un suspiro, se dispuso a levantarse. Apoyó la mano en una lápida y vio que tenía el pie enganchado en una raíz. Se inclinó maldiciendo para soltárselo y de pronto le dio un brinco el corazón. Miró de nuevo la losa y releyó el nombre. Acababa de oír el último chasquido.
—No vamos a tardar tanto.
—¿Qué?
—Que no vamos a tardar tanto. —Whitney sonrió y al ver su expresión radiante Doug se enderezó de golpe—. Acabamos de encontrar a Danielle. —Whitney limpió la losa intentando contener las lágrimas—. Danielle Lebrun —leyó—. 1779-1795. Pobrecita, tan lejos de su casa.
—Aquí está su madre —dijo Doug con tono quedo, sin emoción, agarrando la mano de Whitney—. Murió muy joven.
—Llevaría el pelo blanco de polvos, con plumas. Y el vestido le bajaría sobre los hombros y llegaría al suelo. —Whitney apoyó la cabeza, contra su brazo—. Luego aprendió a cuidar un huerto y guardar el secreto de su marido.
—Pero ¿dónde está él? —Doug volvió a agacharse—. ¿Por qué no está enterrado a su lado?
—Debería… —De pronto se le ocurrió una idea y se mordió la lengua para no lanzar un taco—. Se suicidó. No le enterrarían aquí, en un lugar consagrado. Doug, no está en el cementerio.
Él se quedó mirándola.
—¿Qué?
—Fue un suicidio. —Whitney se pasó la mano por el pelo—. Murió en pecado, así que no podía ser enterrado en terreno de la iglesia. —Miró exasperada a su alrededor—. Ni siquiera sé por dónde buscar.
—En algún sitio tendrían que enterrarle. —Doug comenzó a pasear entre las tumbas—. ¿Qué hacían con la gente a la que no enterraban aquí?
Whitney arrugó la frente, intentando pensar.
—Supongo que depende. Si el sacerdote tenía algo de compasión, me imagino que le enterraría cerca.
Doug bajó la vista.
—Están aquí —murmuró—. Y me siguen sudando las manos. —Cogió a Whitney y se acercó a la baja cerca que bordeaba el cementerio—. Empezaremos aquí.
Pasó otra hora mientras rebuscaban entre la maleza. Al ver a la primera serpiente, Whitney casi salió corriendo hacia el jeep. Pero Doug le ofreció un palo y ninguna compasión. Whitney estiró la espalda y siguió adelante.
Cuando Doug tropezó y se cayó lanzando una maldición, no le prestó ninguna atención.
—¡Joder!
Whitney alzó el palo, lista para golpear.
—¿Otra serpiente?
—¡Déjate de serpientes! —Doug la agarró de la mano y tiró de ella hacia el suelo—. Lo he encontrado.
La losa era pequeña y sencilla y estaba casi enterrada. Solo ponía GERALD LEBRUN. Whitney apoyó en ella la mano, preguntándose si alguien habría llorado por él.
—Y bingo. —Doug arrancó de otra losa una enredadera tan gruesa como su pulgar de la que crecían flores con forma de trompeta. En la piedra solo ponía MARÍA.
—María —murmuró Whitney—. Podría ser otra suicida.
—No. —Doug la agarró por los hombros y se miraron por encima de las losas—. Gerald guardó el tesoro tal como prometió. Lo guardó antes de morir. Debió de enterrarlo aquí antes de escribir esa última carta. Seguramente dejaría por escrito también la petición de ser enterrado en este lugar. No podían enterrarle con su familia, pero no había razones para no concederle ese último deseo.
—Sí, tiene lógica. —Whitney tenía la boca seca—. ¿Y ahora qué?
—Ahora voy a robar una pala.
—Doug…
—No hay tiempo para escrúpulos.
Whitney tragó saliva.
—Vale, pero date prisa.
—No tardo nada. —Doug le dio un rápido beso y desapareció.
Whitney se sentó entre las dos losas con las piernas dobladas y el corazón martilleándole en el pecho. ¿De vedad estaban tan cerca? ¿Estaban tan cerca del final? Miró la tumba abandonada bajo su mano. ¿Habría tenido Gerald, el confidente de la reina, el tesoro a su lado durante dos siglos?
¿Y lo habían encontrado ellos? Whitney arrancaba la hierba con los dedos. De momento solo pensaba que si lo habían encontrado ellos, no lo había encontrado Dimitri. De momento se conformaría con eso.
Doug llegó sin hacer un ruido. Whitney solo le oyó cuando él murmuró su nombre. Lanzando una maldición, avanzó a gatas.
—¿De verdad tienes que darme esos sustos?
—Preferiría no anunciar a gritos nuestro trabajito. —Tenía en la mano una pala mellada de mango corto—. Es lo mejor que he podido encontrar en tan poco tiempo.
Se quedó un momento mirando la tierra bajo sus pies, sin hacer nada. Quería saborear la sensación de estar en el portal de una vida de lujo.
Whitney leyó aquellos pensamientos en sus ojos y de nuevo sintió a la vez aceptación y decepción. Luego le tocó la mano y le dio un largo beso.
—Buena suerte.
Doug comenzó a cavar. Durante unos minutos no se oyó otro sonido que los rítmicos golpes del metal contra la tierra. No soplaba ninguna brisa desde el mar, de manera que el sudor le empapaba la cara como si lloviera. El calor y el silencio los oprimían a los dos. Mientras el agujero se iba haciendo más grande, ambos recordaban las etapas del viaje que les había llevado hasta allí.
Una demencial persecución por las calles de Manhattan, una carrera frenética por Washington. El salto desde un tren en marcha y una interminable caminata por las yermas montañas. El poblado merina, Cyndi Lauper por el Canal des Pangalanes. Pasión y caviar en un jeep robado. Muerte y amor, ambos inesperados.
Doug notó que la pala tocaba algo sólido. El ruido apagado resonó en la maleza. Whitney y él se miraron a los ojos. A gatas comenzaron a apartar la tierra con las manos hasta que, sin atreverse a respirar siquiera, sacaron el cofre.
—¡Dios mío! —susurró Whitney—. Era verdad.
No medía más de treinta centímetros de largo y bastante menos de anchura. La caja estaba mohosa por la tierra y la humedad. Era tal como la había descrito Danielle, muy sencilla. A pesar de todo, Whitney sabía que el pequeño cofre podía valer una fortuna para un coleccionista particular o un museo. Los siglos convertían el bronce en oro.
—No rompas la cerradura —le advirtió a Doug cuando él empezó a forzarla.
A pesar de su impaciencia, Doug se tomó un minuto extra para abrirla tan limpiamente como si hubiera tenido la llave. Cuando alzó la tapa, se quedaron los dos mirando el interior sin palabras.
Whitney no podía haber dicho lo que esperaba. La mitad del tiempo consideraba toda aquella aventura un capricho. Incluso cuando se contagiaba del entusiasmo de Doug, jamás hubiese creído que encontrarían algo semejante.
Vio el destello de los diamantes, el brillo del oro. Sin aliento, metió la mano.
El collar de diamantes era tan relumbrante, frío y exquisito como la luz de la luna en invierno.
¿Sería el auténtico?, se preguntó. ¿Cabía alguna posibilidad remota de tener en la mano el collar utilizado en aquella traición contra María Antonieta en los últimos días anteriores a la revolución? ¿Lo habría llevado la reina, aunque fuera una vez, en actitud desafiante, contemplando cómo las piedras se convertían en hielo y fuego contra su piel? ¿Habría sucumbido la joven, una mujer que amaba las cosas bellas, a la codicia y el poder? ¿O sencillamente era ajena al sufrimiento de la gente más allá de los muros de su palacio?
Aquellas eran cuestiones para los historiadores, pensó Whitney, aunque podía estar segura de que María Antonieta había inspirado lealtad. Gerald había guardado en efecto las joyas para su reina y su país.
Doug tenía en sus manos esmeraldas, cinco hileras de esmeraldas en un collar tan pesado que dejaría dolorido el cuello. Lo había visto en el libro. Tenía nombre de mujer… María, Louise, no estaba seguro. Pero como Whitney había pensado en otra ocasión, las joyas significan más en tres dimensiones. Lo que relumbraba en su mano no había visto la luz durante dos siglos.
Y había más. Suficiente para satisfacer la codicia, la pasión y cualquier deseo. El cofre rebosaba de piedras preciosas. Y de historia. Whitney alzó ansiosa una pequeña miniatura.
Había visto muchos retratos de la reina consorte, pero jamás había tenido en la mano una obra maestra como aquella. María Antonieta, frívola, imprudente y extravagante sonreía como si todavía estuviera en el trono. La miniatura, de forma oval, no medía más de quince centímetros, y el retrato necesitaba urgentemente una restauración, pero Whitney conocía su valor. Y su moraleja.
—Doug…
—Dios mío… —Por muy alto que Doug hubiera dejado volar sus sueños, jamás habría creído que encontraría tal recompensa al final. Tenía una fortuna entre los dedos, el triunfo definitivo. Sostenía en una mano un diamante perfecto en forma de lágrima, y en la otra una pulsera cubierta de rubíes. Acababa de ganar la partida. Sin apenas darse cuenta de lo que hacía, se metió el diamante en el bolsillo.
—Mira, Whitney. Aquí tenemos el mundo entero. El mundo entero. Dios bendiga a la reina. —Riéndose, le pasó por la cabeza un collar de diamantes y esmeraldas.
—Doug, mira esto.
—Sí, ¿qué? —Estaba más interesado en las joyas que salían del cofre que en un aburrido cuadrito en miniatura—. El marco vale unas perras —comentó distraído, sacando otro pesado y ornamentado collar de zafiros tan grandes como monedas.
—Es un retrato de María Antonieta.
—Algo valdrá.
—Tiene un valor incalculable.
—¿Ah, sí? —Doug miró el retrato con renovado interés.
—Doug, esta miniatura tiene doscientos años. No lo ha visto ningún ser humano con vida. Nadie sabe siquiera de su existencia.
—Así que alcanzará un buen precio.
—¿Es que no lo entiendes? —Whitney se lo arrebató con impaciencia—. Esto tiene que estar en un museo. No es una cosa que pueda llevarse a un perista. Es arte, Doug. Mira esto —insistió, alzando el collar de diamantes—. No es solo un puñado de piedras preciosas que alcanzarán gran valor en el mercado. Mira cómo está hecho, mira qué estilo tiene. Es arte, es historia. Si se trata del collar del caso del Collar de Diamantes, podría arrojar una nueva luz sobre las teorías aceptadas.
—Es mi pasaporte —la corrigió él, volviendo a meter el collar en el cofre.
—Doug, estas joyas pertenecían a una mujer que vivió hace doscientos años. Doscientos años. No puedes llevar su collar, su pulsera, a una casa de empeños para que las desmonten. Es inmoral.
—Ya hablaremos de moral más tarde.
—Doug…
Él cerró el cofre enfadado y se incorporó.
—Mira, si quieres donar el cuadrito a un museo, vale, incluso un par de joyas. Ya hablaremos de ello. Yo he arriesgado mi vida por esta caja y, maldita sea, la tuya también. No pienso renunciar a la única oportunidad que tengo de salir a flote y ser alguien para que la gente se quede mirando atontada las piedras en un museo.
Whitney le clavó una mirada que él no entendió y se le puso delante.
—Tú eres alguien.
Le conmovió, pero aun así Doug movió la cabeza.
—No es bastante, princesa. La gente como yo necesita aquello con lo que no hemos nacido. Estoy harto de este juego. Con esto he llegado a la meta.
—Doug…
—Oye, pase lo que pase con todo esto, lo primero que tenemos que hacer es sacarlo de aquí.
Whitney quiso seguir discutiendo, pero al cabo de un momento cedió.
—Muy bien, pero tenemos que hablar de esto.
—Todo lo que tú quieras. —Doug le dedicó la sonrisa encantadora de la que ella había aprendido a desconfiar—. ¿Qué te parece si nos llevamos esto a casita?
Whitney movió la cabeza y le devolvió la sonrisa.
—Si hemos llegado hasta aquí, a lo mejor nos salimos con la nuestra y todo.
Pero cuando Doug se volvió para abrirse paso entre la maleza, Whitney se demoró un momento. Arrancó unas cuantas flores que dejó en la tumba de Gerald.
—Hiciste todo lo que pudiste —dijo. Luego sí echó a andar hacia el jeep.
Doug echó un rápido vistazo alrededor, dejó el cofre en el asiento trasero y lo tapó con una manta.
—Vale, ahora vamos a buscar un hotel.
—Es la mejor noticia que he oído en todo el día.
Cuando encontró uno que le pareció lo bastante caro y elegante, Doug se detuvo en la puerta.
—Oye, tú reserva la habitación. Yo voy a ver si consigo unos billetes para salir del país en el primer avión de la mañana.
—¿Y qué pasa con el equipaje que dejamos en Antananarivo?
—Ya mandaremos a alguien a por él. ¿Adónde quieres ir?
—A París —contestó ella al instante—. Tengo el presentimiento de que esta vez no voy a aburrirme.
—Está hecho. ¿Y ahora qué te parece si me das algo de dinero para que pueda encargarme de todo?
—Por supuesto. —Como si jamás le hubiera negado un centavo, Whitney sacó su cartera—. Más vale que te lleves una tarjeta —decidió, entregándole el dinero de plástico—. Que sea en primera, Douglas, si no te importa.
—Primera clase, desde luego. Que te den la mejor habitación, princesa. Esta noche empezamos a vivir a lo grande.
Whitney sonrió, pero se inclinó sobre el asiento para sacar el cofre envuelto en la manta junto con su mochila.
—Me llevo esto.
—¿No te fías de mí?
—Yo no diría eso exactamente. —Whitney salió del coche y le sopló un beso. Luego, con sus pantalones llenos de tierra y la blusa desgarrada, entró en el hotel como una princesa.
Tres hombres se apresuraron a abrirle la puerta. Tiene clase, pensó Doug de nuevo. Le rezumaba por los poros. Se acordó de que en una ocasión le había pedido un vestido de seda azul y con una sonrisa puso el jeep en marcha. Pensaba llevarle unas cuantas sorpresas.
Whitney dio el visto bueno a la habitación y así se lo hizo saber al botones con una generosa propina. Una vez a solas, volvió a abrir el cofre.
Jamás se había considerado una conservadora, una aficionada al arte ni una puritana. Pero al mirar las piedras preciosas, joyas y monedas de otra época, supo que jamás sería capaz de convertirlas en algo tan ordinario como el dinero. Mucha gente había muerto por lo que ahora tenía en las manos. Algunos habían muerto por codicia, otros por principios, algunos por nada más que haber aparecido en mal momento. Si fueran solo joyas, las muertes no significarían nada. Se acordó de Juan y de Jacques. No, eran algo más, eran mucho más que joyas.
Lo que tenía allí, al alcance de la mano, no era suyo ni de Doug. La cuestión sería convencerle a él.
Cerró de nuevo la tapa y fue a la bañera para abrir el grifo del agua caliente. Aquello le recordó el pequeño hostal en la costa, y a Jacques.
Jacques estaba muerto, pero tal vez cuando la miniatura y el tesoro estuvieran en el lugar apropiado, se le recordaría. Una pequeña placa con su nombre en algún museo de Nueva York. Sí. Whitney sonrió. A Jacques le habría gustado eso.
Dejó correr el agua mientras se acercaba a la ventana a disfrutar de la vista. Le gustó ver la bahía y la ajetreada ciudad. Le gustaría pasear por el bulevar asimilando la textura del puerto. Barcos, hombres del mar. Habría tiendas atestadas de cosas, de esas que siempre andaba buscando una mujer de su profesión. Lástima no poder volver a Nueva York con unas cuantas cajas de objetos malgaches.
Mientras su menta vagaba, una figura en la acera le llamó la atención y la hizo inclinarse un poco. Un sombrero blanco de panamá. Pero eso era ridículo, se dijo. Muchos hombres llevaban panamá en los trópicos. No podía ser… Pero estaba casi convencida de que era el hombre que había visto antes. Aguardó sin aliento a que volviera la cara para poder estar segura. Cuando el sombrero desapareció en un portal, lanzó un suspiro de frustración. No pasaba nada. Solo estaba un poco nerviosa. ¿Quién iba a poder seguirles hasta Diego Suárez con todos los rodeos que habían dado por el camino? Más valía que Doug volviera pronto, se dijo. Quería bañarse, cambiarse, comer y meterse en un avión.
París, pensó cerrando los ojos. Una semana sin hacer nada más que relajarse. Hacer el amor y beber champán. Después de todo lo que habían pasado, no merecían menos. Y después de París… Whitney suspiró y volvió al baño. Esa era otra cuestión.
Cerró los grifos, se enderezó y fue a desabrocharse la blusa. Y en ese momento sus ojos se encontraron con los de Remo en el espejo del lavabo.
—Señorita MacAllister. —Remo sonrió, tocándose la cicatriz de la mejilla—. Es un placer.