Habían eludido a Remo, pero sabían que lo llevaban pegado a los talones, de manera que no se detuvieron. Siguieron caminando mientras se ponía el sol y la selva se teñía de colores que solo los artistas y los poetas entienden del todo. Al anochecer, cuando el aire se tornó de un gris perlado lleno de bruma al caer el rocío, siguieron caminando. El cielo se oscureció, se hizo negro antes de que surgiera la luna, una bola majestuosa blanca como el hueso. Las estrellas titilaban como piedras preciosas de otra época.
La luz de la luna convirtió la selva en un cuento de hadas. Las sombras se movían, las flores cerraban sus pétalos para dormir mientras comenzaban a despertar los animales nocturnos. Se oyó un rumor de alas, una sacudida de hojas, y algo gritó en la maleza. Ellos siguieron andando.
Cuando Whitney tenía ganas de dejarse caer y hacerse un ovillo de puro agotamiento, pensaba en Jacques. Apretaba los dientes y seguía adelante.
—Háblame de Dimitri.
Doug se detuvo solo un instante para echar un vistazo a la brújula. Vio que ella tocaba la concha, como había estado haciendo todo el rato, pero se había quedado ya sin palabras de consuelo.
—Ya te he hablado de él.
—No lo suficiente. Cuéntame más.
Doug reconoció el tono de su voz. Quería venganza. Y Doug sabía que la venganza era una ambición del todo peligrosa. Podía cegarte a tus prioridades, como la de mantener la salud.
—Créeme, no querrías conocerle.
—Te equivocas. —A pesar de estar sin aliento, su voz era suave y firme. Whitney se enjugó el sudor de la frente con el dorso de la mano—. Háblame del señor Dimitri.
Doug había perdido la cuenta de los kilómetros que habían recorrido, incluso de las horas que llevaban andando. Solo sabía dos cosas: habían puesto bastante distancia entre Remo y ellos, y necesitaban descansar.
—Vamos a acampar aquí. Ya debemos de estar bastante dentro del pajar.
—Pajar. —Whitney se dejó caer agradecida, en el esponjoso y mullido suelo. De haber sido posible, sus piernas habrían llorado de alivio.
—Nosotros somos la aguja y esto es el pajar. ¿Tenemos algo que pueda servirnos?
Whitney sacó de su mochila el maquillaje, ropa interior de encaje, ropa que ya estaba sucia, rota o destrozada, y lo que quedaba de la bolsa de fruta que había comprado en Antananarivo.
—Un par de mangos y un plátano muy maduro.
—Pues considéralo una ensalada Waldorf portátil —aconsejó Doug, cogiendo uno de los mangos.
—Muy bien. —Whitney le imitó y estiró las piernas—. Dimitri. Háblame de él.
Doug esperaba haberla distraído, pero debería haber sabido que era imposible.
—Es Jabba el Hutt con traje italiano —comenzó, dándole un mordisco a la fruta—. Al lado de Dimitri, Nerón era un niño de pecho. Le gusta la poesía y las películas porno.
—Es de gustos eclécticos.
—Sí. Colecciona antigüedades, se especializa en instrumentos de tortura. Ya sabes, empulgueras y esas cosas.
Whitney notó palpitar el pulso en su pulgar.
—Fascinante.
—Sí, Dimitri es verdaderamente fascinante. Le gustan las cosas suaves y bonitas. Sus dos esposas eran auténticas bellezas. —Doug le clavó una larga mirada—. Tú le gustarías.
Ella intentó no estremecerse.
—Así que está casado.
—Se casó dos veces. Y dos veces enviudó trágicamente, tú ya me entiendes.
Whitney lo entendió y mordió pensativa el mango.
—¿Y por qué tiene tanto… éxito? —preguntó, a falta de un término mejor.
—Por su inteligencia y una maldad de hielo. Se dice que es capaz de citar a Chaucer mientras te clava alfileres entre los dedos de los pies.
Whitney perdió el apetito.
—¿Ese es su estilo? ¿Poesía y tortura?
—No se limita a matar, él ejecuta, y ejecuta con ceremonia. Mantiene un estudio de primera clase donde graba a sus víctimas antes, durante y después.
—Dios mío. —Whitney se quedó mirando a Doug, queriendo creer que se lo estaba inventando todo—. ¿No te lo estarás inventando? —preguntó por fin.
—No tengo tanta imaginación. Por lo visto su madre era maestra y tenía los cables algo cruzados. —Doug se limpió distraído el jugo de mango que le goteaba por la barbilla—. Según cuentan, una vez que el niño no supo recitar un poema de Byron, o no sé quién, le cortó el dedo meñique.
—¿Qué? —Whitney se atragantó y tuvo que hacer un esfuerzo por tragar—. ¿Que su madre le cortó el dedo porque no supo recitar un poema?
—Eso es lo que se cuenta por ahí. Por lo visto era muy religiosa y tenía un tanto confundida la poesía con la teología. Pensó que si el niño no sabía recitar a Byron estaba cometiendo un sacrilegio o algo así.
Whitney olvidó por un momento el horror y las muertes de las que Dimitri era responsable. Solo pensaba en un niño.
—Eso es espantoso. Tendrían que haberla encerrado.
Doug quería que Whitney olvidara la venganza, pero no para sustituirla por pena. Lo uno era tan peligroso como lo otro.
—Ya se encargó Dimitri de ella. Cuando se marchó de casa para empezar su propio… negocio, se marchó a lo grande. Quemó el bloque entero donde vivía su madre.
—¿Mató a su propia madre?
—Sí, a ella y a otras veinte o treinta personas. No es que tuviera nada contra ellas, verás, es que dio la casualidad de que estaban allí en ese momento.
—Venganza, diversión o ganancia —murmuró ella, recordando sus anteriores reflexiones sobre el acto de matar.
—Y eso es todo más o menos. Si existe eso que llaman alma, la de Dimitri es negra y está llena de pus.
—Si existe eso que llaman alma, vamos a enviar la suya al infierno.
Doug no se rio. Whitney lo había dicho con mucha calma. Se quedó mirando su rostro pálido y cansado a la luz de la luna. Hablaba en serio. Doug ya era responsable indirectamente de la muerte de dos inocentes. En ese momento se hizo responsable también de Whitney. Otra cosa que Doug Lord hacía por primera vez.
—Cariño. —Doug se sentó junto a ella—. Lo primero es seguir vivos. Lo segundo es conseguir el tesoro. Eso es lo único que tenemos que hacer para que Dimitri nos las pague.
—No es bastante.
—Mira, tú eres nueva en esto. Escucha, se trata de dar una patada cuando es posible y luego largarse. Es la única manera de seguir en el negocio. —Pero Whitney no le escuchaba. Doug, incómodo, tomó una súbita decisión—. A lo mejor ha llegado el momento de que veas los documentos. —No tuvo que mirarla para saber que estaba sorprendida. Lo notó en la manera en que movió los hombros contra él.
—Vaya, vaya —exclamó Whitney—. Habrá que abrir el champán.
—Como te hagas la graciosa, igual cambio de opinión. —Aliviado por su sonrisa, Doug se sacó con reverencia el sobre del bolsillo—. Aquí está la llave —dijo—. La maldita llave. Y pienso utilizarla para abrir la cerradura que nunca he podido forzar. —Doug fue sacando los papeles uno a uno—. La mayoría está en francés, como la carta —murmuró—. Pero alguien ha traducido bastantes. —Vaciló otro instante y le tendió una hoja amarillenta envuelta en plástico transparente—. Mira la firma.
Whitney cogió la hoja y echó un vistazo.
—¡Dios mío!
—Sí. Que coman pasteles. Parece que envió este mensaje unos días antes de que la hicieran prisionera. Aquí está la traducción.
Pero Whitney ya estaba leyendo la carta escrita con la trágica letra de la propia reina.
—«Leopoldo me ha fallado» —murmuró.
—Leopoldo II, emperador del Sacro Imperio Romano y hermano de María Antonieta.
Whitney le miró a los ojos.
—Has hecho los deberes.
—Me gusta conocer los detalles, en cualquier trabajo. Me he estado poniendo al día de la Revolución francesa. María Antonieta estaba jugando a hacer política y al mismo tiempo batallando por asegurar su posición. No lo consiguió. Para cuando escribió eso, sabía que estaba casi acabada.
Con un mero asentimiento de cabeza, Whitney volvió a la carta.
—«Es más emperador que hermano. Sin su ayuda, tengo pocos a quien recurrir. No puedo hablarte, mi querido valet, de la humillación de nuestro obligado retorno de Varennes. Mi esposo, el rey, disfrazado de común criado y yo… es demasiado ignominioso. Ser detenidos, ¡detenidos!, y devueltos a París como criminales con soldados armados. El silencio era como la muerte. Aunque todavía respirábamos, era una procesión fúnebre. La Asamblea ha dicho que han secuestrado al rey y ya ha modificado la constitución. Este complot fue el principio del fin.
»El rey pensaba que Leopoldo y el rey de Prusia intervendrían. Le comunicó a su agente, Le Tonnelier, que las cosas mejorarían con ello. Una guerra extranjera, Gerald, habría extinguido los fuegos del descontento civil. La burguesía girondina ha demostrado ser incapaz y teme a los que siguen a Robespierre, el diablo. Entiende que, aunque se declaró la guerra a Austria, no se lograron nuestras expectativas. Las derrotas militares de esta primavera han demostrado que los girondinos no comprenden cómo se lleva una guerra.
»Ahora hablan de un juicio. Van a juzgar a tu rey y yo temo por su vida. Mi querido Gerald, temo por las vidas de todos nosotros.
»Ahora debo rogarte que me ayudes, dependo de tu lealtad y tu amistad. Yo no puedo huir, de manera que debo esperar y confiar. Te suplico, Gerald, que recibas lo que mi mensajero te lleva. Guárdalo. Ahora dependo de tu amor y tu lealtad, ahora que todo se desmorona a mi alrededor. Me han traicionado una y otra vez, pero a veces es posible convertir la traición en ventaja.
»Te confío esta pequeña parte de lo que me pertenece como reina. Tal vez sea necesario para pagar por las vidas de mis hijos. Aunque la burguesía triunfe, ellos también caerán. Toma lo que es mío, Gerald Lebrun, y guárdalo para mis hijos y los hijos de mis hijos. Llegará, el día en el que volveremos a ocupar el lugar que por derecho nos pertenece. Debes esperar ese día».
Whitney se quedó mirando aquellas palabras escritas por una mujer terca que había conspirado y maniobrado hasta lograr su propia muerte. Pero a pesar de todo había sido una mujer, una madre, una reina.
—Solo le quedaban unos meses de vida —murmuró Whitney—. Me pregunto si lo sabría. —Se le ocurrió pensar que aquella carta debería estar bien guardada en una vitrina del museo Smithsoniano. Eso era lo que debía pensar lady Smythe-Wright. Por eso había cometido la imprudencia de dársela junto con los demás documentos a Whitaker. Y ahora los dos estaban muertos.
—Doug, ¿tú tienes idea de lo valioso que es esto?
—Eso es justo lo que vamos a averiguar, princesa —musitó él.
—Deja de pensar en el símbolo del dólar. Quiero decir culturalmente, históricamente.
—Sí, voy a comprarme un camión de cultura.
—En contra de la creencia popular, la cultura no se compra, Doug. Esto debería estar en un museo.
—Y cuando consiga el tesoro, pienso donar hasta el último papel. Voy a necesitar unas cuantas deducciones de impuestos.
Whitney movió la cabeza y se encogió de hombros. Lo primero es lo primero, decidió.
—¿Y qué más hay?
—Unas páginas de un diario. Parece que fue escrito por la hija de ese tal Gerald. —Había leído las partes traducidas, y eran muy lúgubres. Le tendió los papeles a Whitney sin decir una palabra. El diario databa del 17 de octubre de 1793, y en las palabras y la caligrafía sencilla de la niña se veía un oscuro miedo y una confusión que no tenían edad. La autora había visto ejecutar a su reina.
»Estaba pálida y parecía sencilla, y muy vieja. La llevaron en una carreta por las calles, como a una cualquiera. Ella subió los escalones sin demostrar ningún miedo. Mamá dice que fue una reina hasta el final. La gente se arracimaba y los mercaderes vendían sus cosas como si fuera una feria. Olía a animales y las moscas venían en nubes. He visto a otras personas arrastradas en carretas por las calles, como ovejas. Mademoiselle Fontainebleu estaba entre ellas. El invierno pasado estaba comiendo pasteles con mamá en el salón.
»Cuando la hoja cayó sobre el cuello de la reina, la gente estalló en vítores. Papá se echó a llorar. Yo nunca le había visto llorar y me quedé allí, sin hacer nada, cogida de su mano. Al verle llorar me entró miedo, mucho más miedo que cuando vi las carretas o la ejecución de la reina. Si papá lloraba, ¿qué iba a pasarnos? Esa misma noche salimos de París. Creo que tal vez no volveré a verlo nunca, ni mi bonita habitación, que da al jardín. Hemos vendido el hermoso collar de mamá, de oro y zafiros. Papá dice que vamos a emprender un viaje muy largo y que tenemos que ser valientes».
Whitney miró otra página, datada tres meses más tarde.
—«He estado tan mala que casi me muero. El barco se mueve y cabecea, y apesta del hedor de los desgraciados que van en la bodega. Papá también ha estado malo. Durante un tiempo tuvimos miedo de que se muriera, porque nos quedaríamos muy solos. Mamá reza y a veces, cuando papá tiene fiebre, yo me quedo con él y le cojo la mano. Parece que ha pasado ya mucho tiempo desde que éramos felices. Mamá se está quedando muy delgada y el pelo de papá, que era tan bonito, está más gris cada día.
»Mientras seguía en su cama, me pidió que le trajera un pequeño cofre de madera. Parecía muy sencillo, como el cofre en el que guardaría sus baratijas una campesina. Dice papá que se lo ha mandado la reina, confiando en él. Algún día volveremos a Francia y le daremos el cofre al nuevo rey, en nombre de la reina. Yo estaba cansada y enferma y solo quería tumbarme, pero papá nos obligó a mamá y a mí a jurar que cumpliríamos su promesa. Cuando se lo juramos, abrió la caja.
»Yo he visto a la reina llevar joyas así, con el pelo recogido y la cara resplandeciente de alegría. En el cofre estaba el collar de esmeraldas que en otros tiempos había visto sobre su pecho. Las piedras parecían atrapar la luz de las velas para reflejarla sobre las otras joyas. Había un anillo de rubí con diamantes que parecía un estallido de luz, y un brazalete de esmeraldas a juego con el collar. También había piedras todavía sin engarzar.
»Pero de pronto me quedé deslumbrada. Vi un collar de diamantes más bonito que ninguna otra joya. Estaban dispuestos en varias hileras, pero cada piedra parecía tener vida propia, algunas eran las más grandes que he visto nunca. Recordé que mamá había hablado del escándalo del cardenal de Rohan y el collar de diamantes. Papá me había dicho que habían engañado al cardenal y utilizado a la reina, y que el collar había desaparecido. Y pensé al verlo en la caja que la reina había conseguido recuperarlo».
Whitney dejó el documento, pero las manos le temblaban un poco.
—Se creía que el collar de diamantes fue desengarzado y vendido.
—Se creía —repitió Doug—. Pero el cardenal fue desterrado y la condesa de La Motte fue detenida, juzgada y sentenciada. Huyó a Inglaterra, pero jamás he leído nada que demuestre que ella tuviera el collar.
—No. —Whitney miró de nuevo la página del diario. Solo el papel habría hecho babear a cualquier conservador de museo. En cuanto al tesoro…—. Ese collar fue uno de los catalizadores de la revolución.
—Entonces es que valía unos cuantos dólares. —Doug le entregó otra página—. ¿Te imaginas lo que puede llegar a valer hoy?
Un valor incalculable, pensó Whitney, pero sabía que Doug no comprendería lo que quería decir. El documento que acababa de darle era un detallado inventario de lo que la reina había confiado a Gerald, y contenía una descripción y valoración de las joyas. Igual que le había pasado con las ilustraciones del libro, a Whitney la dejaron fría. A pesar de todo, una destacaba entre las demás. Un collar de diamantes valorado en más de un millón de vidas. Eso sí lo entendería Doug, pensó Whitney. Dejó a un lado el papel y cogió de nuevo el diario.
Habían pasado unos meses y Gerald y su familia se habían asentado en la costa nororiental de Madagascar. La niña hablaba de largas y duras jornadas.
«Echo de menos Francia, París, mi habitación y los jardines. Mamá dice que no tenemos que quejarnos y a veces viene conmigo a dar un paseo por la playa. Esos son los mejores ratos, cuando vemos los pájaros y recogemos conchas. Mamá parece contenta entonces, pero otras veces mira hacia el mar y sé que también echa de menos París.
»El viento sopla del mar y vienen barcos. De Francia nos llegan noticias de muertes. Reina el Terror. Los mercaderes dicen que hay miles de prisioneros y que muchos han muerto en la guillotina. A otros los han colgado o incluso quemado. Hablan del Comité de Salud Pública. Papá dice que París es peligroso por culpa de ellos. Si alguien menciona el nombre de Robespierre, no dice ni una palabra. Así que, aunque echo de menos Francia, empiezo a comprender que el hogar que yo conocía ha desaparecido para siempre.
»Papá trabaja mucho. Ha abierto una tienda y comercia con otros colonos. Mamá y yo tenemos un jardín, pero solo cultivamos verduras. Las moscas son una plaga. No hay criados y tenemos que apañárnoslas solos. Para mí es una aventura, pero mamá se cansa mucho ahora que está embarazada. Yo estoy deseando que nazca el niño. ¿Cuándo tendré yo hijos? Por la noche cosemos, aunque tenemos poco dinero para comprar velas. Papá está construyendo una cuna. Nunca hablamos del cofre de madera escondido debajo del suelo de la cocina.
Whitney dejó la página a un lado.
—¿Cuántos años tendría esa niña?
—Quince. —Doug señaló otro papel sellado con plástico—. Su partida de nacimiento, la del matrimonio de sus padres. —Se lo tendió a Whitney—. Y los certificados de defunción. La niña murió a los dieciséis años. —Doug alzó la última página—. Esto es todo el resto.
—«A mi hijo —comenzó Whitney. Alzó la vista hacia Doug—. Estás durmiendo en la cuna que yo mismo te hice, con el trajecito azul que te cosieron tu madre y tu hermana. Ahora se han ido. Tu madre al darte la vida, tu hermana de una fiebre que la asaltó tan deprisa que no hubo tiempo de llamar al médico. He descubierto el diario de tu hermana y lo he leído con lágrimas. Algún día, cuando seas mayor, también será tuyo. He hecho lo que creí que debía hacer, por mi país, por mi reina, por mi familia. Las he salvado del Terror solo para perderlas en este lugar lejano y extraño.
»No tengo fuerzas para seguir adelante. Las hermanas cuidarán de ti, porque yo ya no puedo. Solo puedo darte estas cosas de tu familia, las palabras de tu hermana, el amor de tu madre. Con ellas añado yo la responsabilidad que adquirí hacia nuestra reina. Te dejo con las hermanas una carta, instrucciones para que te entreguen este paquete cuando seas mayor de edad. Heredas mi responsabilidad y mi juramento a la reina. Aunque los enterrarán conmigo, tú los recogerás y lucharás por la causa. Cuando llegue el momento, ven a donde yo descanso y encuentra a María. Rezo porque no fracases como yo he fracasado».
—Se mató. —Whitney dejó la carta con un suspiro—. Había perdido su hogar, su familia y su corazón. —Los estaba viendo: aristócratas franceses desplazados por el desorden político y social, luchando por mantenerse a flote en un país extraño, esforzándose por adaptarse a una nueva vida. Y Gerald, que vivió y murió bajo la promesa que le hizo a una reina—. ¿Qué pasó?
—Por lo que he podido deducir, llevaron al niño a un convento. —Doug ojeó otros papeles—. Fue adoptado y emigró con su familia a Inglaterra. Parece que los papeles se escondieron y se olvidaron, hasta que lady Smythe-Wright los sacó a la luz.
—¿Y el cofre de la reina?
—Enterrado —contestó Doug, con expresión lejana—. En un cementerio de Diego Suárez. Lo único que tenemos que hacer es encontrarlo.
—¿Y luego?
—Luego a vivir lujosamente.
Whitney miró los documentos en su regazo. Allí había vidas, sueños, esperanzas y lealtad.
—¿Eso es todo?
—¿No es bastante?
—Este hombre hizo una promesa a su reina.
—Y esa reina está muerta —señaló Doug—. Francia es una democracia. No creo que nadie nos apoyara si utilizáramos el tesoro para restaurar la monarquía.
Whitney fue a decir algo, pero estaba demasiado cansada para discutir. Necesitaba tiempo para asimilarlo todo, para evaluar sus propios valores. En cualquier caso, todavía había que encontrar el tesoro. Doug había dicho que se trataba de ganar. Muy bien, pues cuando hubiera ganado ya hablaría con él de moral.
—Así que crees que puedes encontrar un cementerio, entrar y desenterrar el tesoro de una reina, así sin más.
—Exacto. —Doug esbozó una rápida y radiante sonrisa que le hizo creer en él.
—Puede que ya lo hayan encontrado.
—No. —Doug movió la cabeza—. Una de las joyas que la niña describía era el anillo de rubí. Había toda una sección de la biblioteca dedicada a él. Ese anillo estuvo en la familia real, pasando de generación a generación durante cien años antes de que se perdiera durante la Revolución francesa. Si esa joya hubiera aparecido, esa o cualquier otra, en secreto o como fuera, yo me habría enterado. Está todo allí, Whitney. Esperándonos.
—Es creíble.
—¿Creíble? Venga ya. Tengo los documentos.
—Tenemos los documentos —le corrigió ella, apoyándose contra un árbol—. Ahora lo único que tenemos que hacer es encontrar un cementerio que lleva en pie dos siglos. —Cerró los ojos y se quedó dormida al instante.
La despertó el hambre, una honda sensación de vacío en el estómago que no había sentido jamás. Se dio la vuelta con un gemido, y se encontró de narices con Doug.
—Buenos días.
Whitney se pasó la lengua por los dientes.
—Daría lo que fuera por un cruasán.
—Una tortilla mexicana. —Doug cerró los ojos imaginándosela—. Bien doradita y llena a reventar de pimiento y cebolla.
Whitney le dio vueltas a la imaginación, pero no le llenó el estómago.
—Tenemos un plátano muy pocho.
—Esto es un autoservicio. —Doug se sentó frotándose la cara con las manos. Hacía tiempo que había amanecido. El sol ya disipaba la niebla. La selva estaba poblada de ruidos y movimientos y los olores de la mañana. Miró hacia las copas de los árboles, donde se ocultaban y trinaban los pájaros—. Esto está lleno de fruta. No sé a qué sabe la carne de lémur, pero…
—No.
Doug se levantó sonriendo.
—Era solo una idea. ¿Qué tal un desayuno ligero? Una macedonia de fruta fresca.
—Suena delicioso. —Al estirarse se le cayó el lamba de los hombros y se dio cuenta de que Doug debía de haberla tapado con el paño por la noche. Después de todo lo que había pasado, después de todo lo que habían visto, todavía conseguía sorprenderla. Whitney dobló el lamba como si fuera la más elegante de las sedas y la guardó en la mochila.
—Tú coge la fruta, yo voy a por los cocos —indicó Doug.
Whitney alzó la mano entre unas ramas.
—Esto parecen plátanos atrofiados.
—Son papayas.
Whitney cogió tres e hizo una mueca.
—Lo que yo daría por una manzana común y corriente, solo para variar.
—La llevas a desayunar y ella se queja.
—Lo menos que podrías hacer es invitarme a un Bloody Mary —comenzó ella, pero al darse la vuelta se lo encontró trepando por una palmera—. Douglas. —Whitney se acercó con cautela—. ¿Tú sabes lo que estás haciendo?
—Trepar a un maldito árbol —logró contestar él, subiendo un pie.
—Espero que no tengas pensado caerte y partirte la crisma. No me gusta viajar sola.
—Qué considerada —musitó él sin aliento—. Esto es casi como trepar hasta la ventana de un tercer piso.
—Ya, pero trepando por un bloque de ladrillos no te vas a clavar astillas en lugares sensibles.
Doug alzó la mano y arrancó un coco.
—Apártate, princesa, podría tener la tentación de apuntar a tu cabeza.
Whitney se apartó sonriendo. Tres cocos aterrizaron a sus pies. Cogió uno, lo golpeó contra un árbol y lo partió.
—Bien hecho —felicitó a Doug cuando bajó—. Creo que me gustaría tener ocasión de verte trabajar.
Doug aceptó el coco que le tendía, se sentó en el suelo y se sacó la navaja para cortar la pulpa. Whitney pensó que le recordaba a Jacques. Se tocó la concha que todavía llevaba al cuello e intentó dominar su dolor.
—¿Sabes? La mayoría de la gente de tu posición no sería tan… tolerante con alguien de mi sector laboral.
—Yo creo firmemente en la libre empresa. —Whitney se sentó a su lado—. Además también es una cuestión de equilibrio.
—¿Equilibrio?
—Imaginemos que me robas los pendientes de esmeralda.
—Lo tendré en cuenta.
—Estamos hablando de un caso hipotético. —Whitney se apartó el pelo de la cara y pensó por un instante en sacar su cepillo. Pero lo primero era la comida—. Bueno, la compañía de seguros tiene que pagar. Yo me he pasado años pagándoles unas cuotas exorbitantes y jamás me he puesto las esmeraldas porque son demasiado recargadas. Tú robas las esmeraldas y luego las compra alguien que las encuentra atractivas, y yo tengo el dinero para comprarme algo mucho más apropiado para mí. A la larga, todo el mundo sale ganando. Casi podría considerarse un servicio público.
Doug se metió en la boca un trozo de coco.
—Vaya, creo que nunca lo había pensado así.
—Claro que la compañía de seguros no iba a estar muy contenta —añadió Whitney—. Y puede que a algunos no les haga ninguna gracia perder una joya en concreto o la plata de la familia, aunque fuera demasiado recargada. No siempre estás haciendo una buena acción al robar, ¿sabes?
—Supongo que no.
—Y supongo que siento más respeto por un robo directo y honesto que por los delitos informáticos y la corrupción y las estafas empresariales. O por ejemplo esos agentes de bolsa desaprensivos —prosiguió, probando el coco—, que van metiendo mano a los ahorros de alguna ancianita hasta que se han embolsado todos los beneficios y a ella la dejan sin nada. Eso no está al mismo nivel que robarle a alguien la cartera o llevarse el diamante Sidney.
—No quiero hablar del Sidney —masculló él.
—En cierto modo es todo un ciclo, claro que… —Whitney se interrumpió para coger otra fruta—. No creo que el robo tenga mucho futuro. Es un pasatiempo interesante, eso seguro, pero como carrera tiene sus limitaciones.
—Sí, yo estaba pensando en jubilarme… cuando pueda hacerlo como es debido.
—¿Qué es lo primero que vas a hacer cuando vuelvas a casa?
—Comprarme una camisa de seda y encargar un bordado con mis iniciales en los puños. Luego me compraré un traje italiano y un pequeño y elegante Lamborghini a juego con todo. —Doug cortó un mango en dos, se limpió la navaja en los tejanos y le ofreció la mitad—. ¿Y tú?
—Yo pienso ponerme morada de comer —contestó ella con la boca llena—. Voy a hacer carrera de eso. Creo que empezaré con una hamburguesa rebosante de queso y cebolla, e iré ascendiendo hasta las colas de langosta, ligeramente cocidas y nadando en mantequilla fundida.
—Para ser una persona tan preocupada por la comida, no entiendo cómo estás tan flaca.
Whitney tragó un trozo de mango.
—Es la falta de ocupación lo que causa preocupación —declaró—. Y yo estoy delgada, no flaca. Mick Jagger es flaco.
Doug, sonriendo, se metió en la boca otro trozo de fruta.
—Cariño, se te olvida que he tenido el privilegio de verte desnuda. Y la tuya no es precisamente una figura de reloj de arena.
Ella enarcó una ceja y se chupó el jugo de los dedos.
—Soy de constitución delicada —afirmó, y al ver que él no dejaba de sonreír, le miró de arriba abajo—. Y a ti se te olvida que también he tenido la fascinante experiencia de verte desnudo. Y no te vendría nada mal hacer un poco de pesas, Douglas.
—Los músculos muy marcados son un estorbo. Yo prefiero ser ágil.
—Desde luego lo eres.
Doug la miró mientras tiraba una cáscara de coco.
—¿Te gustan los bíceps y los tríceps bien hinchados con una camiseta sin mangas?
—La masculinidad es muy excitante —replicó ella—. Cuando un hombre está seguro de sí mismo, no le parece necesario comerse con los ojos a una mujer bien dotada que prefiere llevar camisetas ajustadas para ocultar el hecho de que tiene un cerebro diminuto.
—Supongo que a ti no te gusta que te coman con los ojos.
—Desde luego que no. Yo prefiero la clase al escote.
—Menos mal.
—No tienes por qué ser insultante.
—Solo estaba siendo agradable. —Doug recordaba demasiado bien cómo había llorado en sus brazos el día anterior, y lo impotente que él se había sentido. En aquel instante deseaba volver a tocarla, verla sonreír, sentir su suavidad—. De todas formas —prosiguió, retrocediendo a duras penas del borde de un hondo abismo—, puede que estés flaca, pero me gusta tu cara.
Ella esbozó aquella sonrisa fría y lejana que a él le volvía loco.
—¿Ah, sí? ¿Por qué?
—Tu piel. —Cediendo a un impulso, Doug deslizó los nudillos por su mejilla—. Una vez di con un camafeo de alabastro. No era muy grande —recordó, mientras le acariciaba la cara con el dedo—. Seguramente no valía más que unos cientos de dólares, pero es la cosa más elegante que he robado jamás. —Sonrió y hundió las manos en su pelo—. Hasta que di contigo.
Ella no se apartó, le mantuvo la mirada notando en la piel la caricia de su aliento.
—¿Ah, sí? ¿A mí también me robaste?
—Podría decirse, ¿no? —Doug sabía que estaba cometiendo un error. Mientras rozaba su boca con los labios, sabía que estaba cometiendo un craso error. Ya había cometido otros errores—. Y desde entonces —murmuró— no he sabido muy bien qué hacer contigo.
—Yo no soy un camafeo de alabastro —murmuró ella, enroscando los brazos en torno a su cuello—. Ni el diamante Sidney ni el cofre de un tesoro.
—Yo no soy socio del club de campo y no tengo una villa en Martinica.
—Pues parece… —ella le recorrió los labios con la lengua— que tenemos muy poco en común.
—Nada en común —replicó él, deslizando las manos por su espalda—. Dos personas como tú y como yo no pueden traerse más que problemas.
—Sí. —Whitney sonrió, y sus ojos enmarcados por largas y densas pestañas eran oscuros y chispeantes—. ¿Cuándo empezamos?
—Ya hemos empezado.
Cuando sus bocas se unieron, dejaron de ser una dama y un ladrón. La pasión fue un gran rasero. Rodaron juntos sobre el mullido suelo de la selva.
Whitney no había pretendido que pasara aquello, pero no se arrepintió. La atracción que sintió desde el momento en que él se quitó las gafas en el ascensor y la miró con sus ojos claros y directos había ido evolucionando hacia algo más profundo, más grande, más inquietante. Doug comenzaba a tocar algo en su interior, y entonces, con la pasión, estaba despertando muchas más cosas en ella.
Su boca estaba tan caliente, tan hambrienta como la de él. Eso había pasado otras veces. Su pulso sé aceleró. Tampoco aquello era una experiencia nueva. Su cuerpo se tensaba y se arqueaba bajo las caricias de unas manos masculinas. Ya había tenido antes esas mismas sensaciones. Pero aquella vez, por primera y única vez, dejó volar la mente y experimentó la pasión como tenía que ser: un placer irracional, liberador.
Aunque se había rendido por completo su mejor defensa, su mente, Whitney no se quedó pasiva. Su necesidad era tan intensa como la de él, tan primitiva, tan irresistible, tan elemental. Cuando se desnudaron el uno al otro en pleno frenesí, sus manos eran tan rápidas como las de él.
Piel contra piel, cálida, firme, resbaladiza. Boca contra boca, abierta, caliente, voraz. Rodaron por el suelo con la desinhibición de dos niños, pero con un ardor del todo adulto.
Whitney no parecía saciarse nunca de él y le tocaba y saboreaba como si jamás hubiera conocido a un hombre. En ese momento no recordaba a otros. Doug le llenaba el corazón y la mente, amenazando con quedarse allí de tal manera que jamás habría, sitio para otro. Whitney lo comprendió, y después del primer miedo, lo aceptó.
Él había deseado antes a otras mujeres, desesperadamente. O eso había pensado. Hasta entonces no había conocido del todo el verdadero significado de la desesperación. Hasta entonces no había sabido lo que era desear. Whitney se filtraba dentro de él por todos los poros. Le parecía muy bien que las mujeres dieran y recibieran placer, pero no les permitía alcanzar ninguna intimidad. La intimidad significaba complicaciones que un hombre no podía permitirse. Pero no había forma de detenerla.
Puede que fueran las manos de Doug las que corrieran por su piel, sabias, expertas, fuertes, pero era ella la que dirigía. Doug sabía que un hombre jamás era tan vulnerable como en brazos de una mujer (madre, esposa o amante), y no obstante lo olvidó todo excepto la necesidad de estar allí. Whitney se fundía con él, peligrosamente cálida, peligrosamente suave, pero Doug la tomó sin importarle las consecuencias.
Desnuda, ágil, exquisita, se movía debajo de él, envuelta en él. Con la cara enterrada en su pelo, Doug oyó una puerta cerrarse a sus espaldas, oyó el chasquido del cerrojo. Y no le importó nada.
Tomándose su tiempo, le cubrió la cara de besos, la frente, la nariz, la boca, la barbilla. La sonrisa de ella respondía a la suya. Los elegantes dedos de ella se deslizaban por sus caderas. Los dos tenían los ojos abiertos cuando la penetró.
La llenó y gimió al sentir el calor exquisito y la suavidad que le envolvía. El rostro de ella estaba moteado de sol y sombras, sus ojos medio cerrados mientras respondía a su ritmo, embestida a embestida, latido a latido.
La velocidad crecía, el deseo se arremolinaba. Cuando los pensamientos de Doug comenzaron a desvanecerse, su último destello de racionalidad fue que tal vez ya había encontrado el final del arco iris.
Yacían en silencio. No eran niños, no carecían de experiencia ninguno de los dos. Ambos sabían que jamás habían hecho el amor antes. Ambos se preguntaban qué demonios iban a hacer al respecto.
Whitney le pasó la mano por la espalda con suavidad. Doug aspiró el aroma de su pelo.
—Supongo que sabíamos que esto iba a pasar —dijo ella al cabo de un momento.
—Supongo que sí.
Whitney alzó la vista hacia las copas de los árboles y el azul puro del cielo.
—¿Y ahora qué?
No era práctico pensar más allá del presente. Si su pregunta se refería al futuro, Doug creyó mejor fingir lo contrario. Le dio un beso en el hombro.
—Llegamos a la población más cercana, pedimos, tomamos prestado o robamos un medio de transporte y nos dirigimos hacia Diego Suárez.
Whitney cerró un instante los ojos y volvió a abrirlos. Al fin y al cabo se había metido en aquello con los ojos bien abiertos. No los cerraría.
—El tesoro.
—Vamos a conseguirlo, Whitney. Ahora ya solo es cuestión de días.
—¿Y luego?
El futuro de nuevo. Doug se incorporó sobre los codos para mirarla.
—Luego, lo que tú quieras —dijo, porque no podía pensar en nada más que en lo hermosa que era—. Martinica, Atenas, Zanzíbar. Compraremos una granja en Irlanda para criar ovejas.
Ella se echó a reír. Todo parecía en aquel momento tan sencillo…
—Tendríamos el mismo éxito que plantando trigo en Nebraska.
—Lo que deberíamos hacer, más bien, es abrir un restaurante americano justo aquí, en Madagascar. Yo cocino y tú llevas las cuentas.
Doug se incorporó de pronto y se sentó, abrazándola. Había dejado de estar solo y no se había dado cuenta del todo hasta ese momento. Había dejado de estar solo cuando estar solo siempre había parecido la mejor opción. Quería compartir, formar parte de algo, tener a alguien a su lado. No era muy sensato, pero así era.
—Vamos a conseguir el tesoro, Whitney. Y luego nada podrá detenernos. Tendremos todo lo que queramos, cuando queramos. Puedo cubrirte el pelo de diamantes. —Le pasó la mano por él, olvidándose por un momento de que Whitney podía tener sus diamantes en cuanto ella quisiera.
Whitney notó una punzada de arrepentimiento, algo como dolor. Doug era incapaz de ver más allá de su mina de oro. Ni entonces ni tal vez nunca. Sonrió y le pasó la mano por la mejilla. A pesar de todo, ella siempre lo había sabido.
—Lo encontraremos —dijo por fin.
—Sí, lo encontraremos —repitió él, abrazándola—. Y entonces lo tendremos todo.
Volvieron a caminar todo el día hasta el anochecer. A Whitney le rugía el estómago y tenía las piernas de goma. Igual que Doug, fijó la mente en el objetivo de Diego Suárez. Le ayudaba a seguir moviendo los pies y a no plantearse nada. Habían llegado hasta allí por un tesoro. Y pasara lo que pasase, antes, después o mientras tanto, lo encontrarían. Ya tendría tiempo luego de pensar, de cuestionarse las cosas o de analizarlas.
Movió la cabeza ante la fruta que Doug le ofrecía.
—Si como más mangos, el estómago me lo echará en cara. —Y se llevó la mano al vientre como queriendo calmarlo—. Yo creía que había McDonald’s por todas partes. ¿Te das cuenta de lo mucho que hemos andado sin ver ni uno?
—Déjate de comida basura. Cuando terminemos con esto voy a prepararte una cena de cinco platos que va a parecerte que has llegado al cielo.
—Pues yo me conformo con un perrito caliente completo.
—Para alguien que piensa como una marquesa, tienes el estómago de una campesina.
—Hasta los siervos se comían una pata de cordero de vez en cuando.
—Mira, no… —De pronto la agarró y la metió de un empujón entre la maleza.
—¿Qué pasa?
—Una luz, allí delante. ¿La ves?
Whitney asomó la cabeza con cautela por encima del hombro de Doug. Sí, había una luz, débil y blanca entre el denso follaje. Automáticamente su voz se convirtió en un susurro.
—¿Será Remo?
—No lo sé. Puede. —Doug se quedó callado, pensando y rechazando media docena de ideas—. Vamos a ir despacito.
Tardaron quince minutos en llegar al diminuto poblado. Para entonces la oscuridad era completa. Veían la luz a través de una ventana de lo que parecía un pequeño establecimiento. Contra el cristal aleteaban polillas tan grandes como la palma de su mano. Fuera había un jeep.
—Pedid y recibiréis —dijo Doug en un susurro—. Vamos a echar un vistazo. —Se acercó agachado a la ventana y al mirar dentro sonrió.
Remo, con su traje a medida manchado y arrugado, estaba sentado a una mesa mirando ceñudo un vaso de cerveza. Frente a él estaba Barns, calvo, con su pinta de topo, y sonriendo a nada en particular.
—Vaya, vaya —murmuró Doug—. Por lo visto es nuestro día de suerte.
—¿Qué están haciendo aquí?
—Correr en círculos. Remo parece que necesita con urgencia un afeitado y una sensual masajista sueca. —Doug contó a otras tres personas en el bar, todas evitando a los norteamericanos como a la peste. También vio dos platos de humeante sopa, un bocadillo y lo que parecía una bolsa de patatas fritas. Se le hizo la boca agua.
—Lástima que no podamos pedir algo para llevar.
Whitney también había visto la comida. Le costó Dios y ayuda no pegar la nariz al cristal.
—¿No podemos esperar a que se vayan y luego entrar a comer?
—Si se van ellos, se va el jeep. Bueno, princesa, vas a hacer de vigía de nuevo. Pero esta vez a ver si lo haces mejor.
—Ya te dije que la última vez no pude silbar porque estaba muy ocupada intentando que no me mataran.
—No van a matar a ninguno de los dos, y ahora mismo vamos a agenciarnos un coche. Vamos.
Doug rodeó rápidamente la cabaña. Entre susurros y señales con las manos colocó a Whitney cerca de la ventana frontal mientras él se ponía a trabajar con el jeep.
Whitney se quedó vigilando. Pegó un respingo al ver que Remo se levantaba y se ponía a pasear por la sala. Miró de nuevo hacia el jeep con ojos como platos. Doug se había agachado en el interior y estaba oculto a la vista. Whitney apretó los dientes y se pegó a la pared cuando Remo pasó junto a la ventana.
—Date prisa —le susurró a Doug—. Se está poniendo nervioso.
—No me metas prisa —masculló él, trasteando con los cables—. Para esto hace falta mucha delicadeza.
Whitney miró hacia el bar a tiempo de ver a Remo levantar de un empujón a Barns.
—Pues más vale que te des prisa con tu delicadeza, Douglas. Porque ahí vienen.
Doug lanzó una maldición y se secó el sudor de los dedos. Un minuto más. Todo lo que necesitaba era un minuto más.
—Súbete, princesa, que ya casi nos vamos. —Al ver que no respondía, alzó la cabeza y vio que el porche de la cabaña estaba desierto—. ¡Me cago en la leche! —Sin dejar de trastear con los cables, la buscó con la mirada—. ¿Whitney? Maldita sea, no es momento de irse a dar un paseo.
Todavía lanzando tacos, sin dejar de mover los dedos, escudriñó todo el poblado. Nada.
Dio un brinco al oír de pronto gritos, ladridos y jaleo, en el momento en que el motor se ponía en marcha. Justo cuando estaba a punto de bajar del jeep con la pistola en la mano, Whitney salió corriendo de detrás de la cabaña y se metió de un brinco en el vehículo.
—Pisa a fondo, cielo —jadeó—. Que tenemos compañía.
Whitney no había terminado de hablar cuando Doug arrancó el jeep por el estrecho camino de tierra. Una rama golpeó el parabrisas y se rompió con un estampido como un disparo. Echando un vistazo hacia atrás, vio a Remo salir corriendo de detrás de la cabaña. Doug agarró a Whitney del cuello y le aplastó la cara contra el asiento, pisando a fondo el acelerador, antes de que sonaran tres tiros.
—¿Dónde te habías metido? —preguntó, dejando atrás la luz del poblado—. Menuda vigía estás hecha. Casi me pegan un tiro mientras yo te buscaba.
—Qué desagradecido. —Whitney se incorporó, echándose atrás el pelo con una sacudida de la cabeza—. Si no llega a ser por mi maniobra de diversión, no habrías podido hacerle a esto el puente a tiempo.
Doug aminoró la velocidad lo justo para no estrellarse contra un árbol.
—¿De qué estás hablando?
—Al ver que Remo iba a salir, pensé que necesitabas un momento de distracción… como en las películas.
—Genial. —Doug dobló una curva, el jeep brincó sobre una roca y siguió adelante.
—Así que fui corriendo a la parte trasera y metí al perro en la pocilga.
Whitney se apartó el pelo de los ojos con una petulante sonrisa.
—Fue de lo más divertido, aunque no pude quedarme a disfrutar del espectáculo. Pero la cosa funcionó a la perfección.
—Suerte tuviste de que no te pegaran un tiro —masculló él.
—No hago más que salvarte la vida y a ti te sienta fatal —replicó ella—. Típica vanidad masculina. No sé por qué… —De pronto se interrumpió para olfatear el aire.
—¿A qué huele?
—No huele a nada.
—Sí que huele. —No era olor a hierba, a humedad o a animales, olores a los que ya se habían acostumbrado. Whitney olfateó de nuevo y de pronto se dio la vuelta y se arrodilló en el asiento—. Huele a… —Y se inclinó, de manera que cuando Doug volvió la cabeza solo vio un culo esbelto y bien torneado—. ¡Pollo! —Whitney se incorporó triunfal con un muslo de pollo en la mano—. ¡Es pollo! —repitió, dándole un mordisco enorme—. ¡Tienen ahí atrás un pollo entero!, y una pila de latas… Latas de comida. Aceitunas —anunció, rebuscando de nuevo en la parte trasera—. Aceitunas griegas, enormes. ¿Dónde está el abrelatas?
Mientras ella buscaba, con la cabeza gacha, Doug le arrebató el muslo de pollo de la mano.
—Dimitri siempre dice que hay que comer bien —explicó, mientras le daba un mordisco al pollo. Habría jurado que lo notó bajar hasta el estómago—. Y Remo ha tenido la sensatez de llenar la despensa sabiendo que iba a estar de viaje un tiempo.
—Pues sí. —Whitney volvió a sentarse, con una chispa en los ojos—. Caviar. —Alzó una pequeña lata entre el índice y el pulgar—. Y hay una botella de Pouilly-Fuissé del 79.
—¿Hay sal?
—Por supuesto.
Doug le tendió el muslo de pollo con una enorme sonrisa.
—Pues parece que vamos a viajar a Diego Suárez a lo grande, reina.
Whitney descorchó el vino.
—Yo nunca viajo de otra manera —replicó ella—, rey.