10

—No hemos comido.

—Ya comeremos luego.

—Siempre dices lo mismo. Y otra cosa —dijo Whitney—, todavía no entiendo por qué tenemos que marcharnos así. —Miró con una rápida mueca el montón de ropa «prestada» tirado en el suelo. No estaba acostumbrada a ver a nadie moverse tan deprisa como Doug en los últimos cinco minutos.

—¿No sabes que hombre precavido vale por dos?

—Pues con tanta precaución vamos a morir de hambre. —Whitney miró ceñuda los dedos de Doug en el alero de la ventana. En un instante habían desaparecido. Contuvo el aliento mientras le veía caer al suelo.

Doug sintió un instante la protesta de sus piernas. Echó un rápido vistazo alrededor para comprobar que nadie le hubiera visto saltar. Solo un gato lleno de cicatrices que dormía al sol. Luego alzó la cabeza y le hizo una seña a Whitney.

—Tira las mochilas. —Ella obedeció con tal entusiasmo que a punto estuvo de aplastarle con ellas—. Con cuidado —protestó entre dientes. Las dejó a un lado y se apostó debajo de la ventana—. Muy bien, ahora tú.

—¿Yo?

—Eres lo único que queda, cariño. Vamos, que yo te cojo.

No era que dudase de él. Al fin y al cabo había tenido la precaución de sacar su cartera de la mochila —y asegurarse de que él lo veía— antes de que Doug se colgara de la ventana. Claro que también recordaba que él se había metido el sobre en el bolsillo de los tejanos. Era evidente que la confianza entre ladrones era la misma clase de mito que lo del honor.

Le pareció muy curioso que la caída se le antojara ahora mucho más larga que cuando Doug estaba colgado de la ventana. Le miró ceñuda.

—Un MacAllister siempre abandona un hotel por la puerta principal.

—No tenemos tiempo para tradiciones familiares. Joder, Whitney, salta antes de que nos acorralen.

Apretando los dientes, Whitney pasó una pierna por la ventana. Ágilmente, pero muy despacio, se dio la vuelta y fue bajando. Solo tardó un instante en darse cuenta de que no le gustaba nada la sensación de estar colgada del alero de una ventana de un hostal de Madagascar.

—Doug…

—Tírate.

—No sé si voy a poder.

—Sí que puedes, si no quieres que empiece a tirarte piedras.

Era capaz. Whitney cerró los ojos, contuvo el aliento y se soltó.

La caída apenas duró un segundo antes de que él la cogiera por las caderas y luego por las axilas. A pesar de todo, el brusco aterrizaje la dejó sin aire en los pulmones.

—¿Ves? —dijo él cuando la dejó suavemente en el suelo—. No ha sido nada. Tienes un auténtico potencial como ladrona.

—Maldita sea. —Whitney se miró las manos—. Me he roto una uña. ¿Y ahora qué voy a hacer?

—Ya, una tragedia. —Doug se inclinó para recoger las mochilas—. Bueno, podría pegarte un tiro para acabar con tu sufrimiento.

Ella le arrebató su bolsa de las manos.

—Qué gracioso. Pues para que lo sepas, ir por ahí con nueve uñas es de muy mal gusto.

—Métete las manos en los bolsillos —sugirió él, echando a andar.

—¿Y ahora adónde vas?

—He organizado una pequeña excursión en barco. —Metió las manos por las correas de la mochila para ponérsela a la espalda—. Lo único que hay que hacer es llegar al barco. Discretamente.

Whitney le siguió, siempre por la parte trasera de las casas, sin salir a la calle.

—Y todo esto porque un policía gordo se ha pasado a saludar.

—Los policías gordos me ponen nervioso.

—Pues ha sido muy educado.

—Sí, los policías gordos educados me ponen todavía más nervioso.

—Hemos sido muy groseros con la amable señora que se quedó con nuestro cerdo.

—¿Qué pasa, princesa? ¿Nunca te habías marchado sin pagar?

—Desde luego que no. —Whitney resopló y echó a correr delante de él para cruzar una estrecha calle—. Y no tengo intenciones de empezar ahora. Le he dejado veinte dólares.

—¡Veinte! —Doug se detuvo detrás de un árbol junto a la tienda de Jacques y la cogió del brazo—. ¿Por qué demonios? ¡Ni siquiera hemos usado la cama!

—Usamos el baño —le recordó ella—. Los dos.

—Joder, yo ni siquiera me quité la ropa. —Resignado, Doug contempló el pequeño y descolorido edificio a su lado.

Mientras esperaba que Doug se pusiera de nuevo en marcha, Whitney echó una mirada de nostalgia al hotel. Se le ocurrió una nueva queja, pero antes de poder decir nada vio cruzar la calle a un hombre con un panamá blanco y el sudor comenzó a recorrerle la espalda.

—Doug. —Se le había quedado la boca seca con una ansiedad que no podía explicar—. Doug. Ese hombre. Mira. —Le agarró de la mano y se volvió ligeramente—. Te juro que es el mismo que vi en el zoma y luego otra vez en el tren.

—Estás viendo fantasmas —masculló Doug, pero miró otra vez.

—No. —Whitney le dio un tirón en el brazo—. Le he visto. Le he visto dos veces. ¿Por qué iba a aparecer otra vez? ¿Por qué estará aquí?

—Whitney… —Pero Doug se interrumpió al ver que el hombre se acercaba por la calle al capitán. Y de pronto recordó con toda claridad a un hombre levantándose de un brinco de su asiento en el tren en mitad de la confusión. Había dejado caer un periódico al suelo y le miró directamente a los ojos. ¿Una coincidencia? Doug tiró de Whitney para volverla a meter detrás del árbol. Doug no creía en las coincidencias.

—¿Es uno de los hombres de Dimitri?

—No lo sé.

—¿Quién más podría ser?

—¡Maldita sea, no lo sé! —Estaba exasperado. Le parecía que le perseguían desde todas partes. Lo sabía pero no podía entenderlo—. Sea quien sea, nosotros nos largamos. —Volvió a mirar la tienda de Jacques—. Más vale ir por detrás. Puede que tenga clientes, y cuanta menos gente nos vea, mejor.

La puerta trasera estaba cerrada. Doug se agachó y se puso a trabajar con su navaja. Tardó cinco segundos en abrir la cerradura. Whitney lo cronometró. Ahora miraba impresiona da a Doug mientras se guardaba la navaja.

—Me gustaría que me enseñaras a hacer eso.

—Una mujer como tú no necesita forzar cerraduras. La gente te abre las puertas. —Y mientras Whitney se quedaba pensando en ello, Doug entró en la trastienda.

Era en parte almacén, en parte dormitorio, en parte cocina. Junto a un estrecho camastro pulcramente hecho había una colección de media docena de cintas de cassette. Una animada música de Elton John parecía surgir de las paredes. En ellas se veía un póster a todo color de Tina Turner muy sexy, haciendo un mohín con los labios. Junto a ella había un anuncio de Budweiser (la reina de las cervezas), una bandera de los New York Yankees y una fotografía nocturna del Empire State Building.

—¿Por qué tengo la impresión de que acabo de entrar en una casa de la Segunda Avenida? —comentó Whitney. Y como era cierto, se sentía ridículamente a salvo.

—Su hermano está haciendo un intercambio en la Universidad de Nueva York.

—Eso lo explica todo. ¿El hermano de quién?

—¡Shhh! —Andando de puntillas como un gato, Doug se acercó a la puerta que daba a la tienda y abrió una rendija para mirar.

Jacques estaba inclinado sobre el mostrador, en mitad de lo que evidentemente era un detallado intercambio de chismes del pueblo. La chica huesuda de ojos oscuros parecía haber entrado más para coquetear que para comprar nada. Estaba manoseando carretes de hilos de colores y se reía.

—¿Qué pasa? —Whitney hizo contorsiones para poder ver a través de la rendija por debajo del brazo de Doug—. Ah, el amor —proclamó—. ¿Dónde habrá comprado esa blusa? ¡Mira qué bordados!

—Ya iremos más tarde a un desfile de moda.

La chica cogió dos carretes de hilo, se estuvo riendo un rato más y se marchó. Doug abrió la puerta un poco más y siseó entre dientes. No podía competir con Elton John. Jacques seguía moviendo las caderas sin dejar de canturrear. Echando un vistazo al escaparate que daba a la calle, Doug abrió un poco más y llamó a Jacques por su nombre.

El joven dio tal respingo que estuvo a punto de tirar el expositor de carretes que estaba arreglando.

—¡Tío, qué susto me has dado! —Todavía cauteloso, Doug le hizo señas con el dedo para que se acercara—. ¿Qué haces ahí escondido?

—Cambio de planes. —Doug le cogió de la mano y le metió en la trastienda de un tirón. Se dio cuenta de que Jacques olía a jabón—. Queremos salir ahora mismo.

—¿Ahora? —El joven se quedó mirando a Doug con los ojos entornados. Puede que hubiera vivido en un pequeño pueblo pesquero toda su vida, pero no era tonto. Cuando un hombre estaba huyendo se le notaba en los ojos—. ¿Tienes problemas?

—Hola, Jacques. —Whitney se adelantó tendiendo la mano—. Soy Whitney MacAllister. Te ruego que perdones a Douglas por no habernos presentado. Suele ser un grosero.

Jacques estrechó aquella mano blanca y esbelta y se enamoró al instante. Jamás había visto nada tan hermoso. Por lo que a él le concernía, Whitney MacAllister eclipsaba a la Turner y la Benatar y a la alta sacerdotisa Ronstadt, todas juntas. La lengua se le enredó en varios nudos.

Whitney había visto antes esa expresión. En un elegante profesional trajeado de la Quinta Avenida le parecía un aburrimiento. En un club de moda del West Side la entretenía. En Jacques le inspiró mucha ternura.

—Te pido perdón por haber irrumpido en tu tienda de esta manera.

—Es… —Jacques buscó alguno de los americanismos que normalmente tenía en la boca—. Da igual —logró decir.

Doug, impaciente, le puso la mano en el hombro.

—Tenemos que irnos. —Su honestidad no le permitía arrastrar a aquel joven al lío en que estaban metidos sin decirle nada. Su sentido de supervivencia le impedía contárselo todo—. Hemos recibido una visita de la policía local.

Jacques consiguió con esfuerzo apartar la vista de Whitney.

—¿Sambirano?

—Eso es.

—El muy gilipollas —proclamó Jacques, muy orgulloso de la fluidez con la que le salió la palabra—. No te preocupes por él. Es que le gusta meter las narices en todo, como una vieja.

—Sí, puede ser, pero es que hay una gente que anda buscándonos y no queremos que nos encuentren.

Jacques se tomó un momento para mirar a uno y otro. Un marido celoso, pensó. No necesitó nada más para que le saltara la vena romántica.

—A los malgaches no nos preocupa el tiempo. El sol sale, el sol se pone. Si queréis marcharos ahora, nos vamos ahora.

—Genial. Pero andamos algo cortos de provisiones.

—No hay problema. Esperad aquí.

—¿Cómo te las has apañado para encontrarle? —preguntó Whitney una vez que Jacques se hubo marchado—. Es maravilloso.

—Ya, solo porque te pone ojitos de cordero degollado.

—¿De cordero degollado? —Whitney sonrió y se sentó al borde del camastro—. De verdad, Douglas, ¿de dónde sacas esas expresiones tan pintorescas?

—Si casi se le salen los ojos de las órbitas.

—Sí. —Whitney se pasó la mano por el pelo—. Casi se le salen, ¿verdad?

—A ti te encanta, ¿eh? —Doug se puso a pasear molesto por la pequeña habitación, deseando poder hacer algo, cualquier cosa. Presentía problemas, y no tan lejos como le habría gustado—. Te encanta que a los hombres se les caiga la baba.

—Pues tú no te ofendiste precisamente cuando Marie casi te besa los pies. Si no recuerdo mal, te pavoneaste como un gallito.

—Nos salvó la vida. No era más que simple gratitud.

—Con un toque de simple lujuria.

—¿Lujuria? —Doug se detuvo delante de ella—. Marie no podía tener más de dieciséis años.

—Con lo cual todavía es más asqueroso el asunto.

—Ya. Bueno, Jacques debe de estar a punto de cumplir los veinte.

—Vaya, vaya. —Whitney sacó una lima y se puso a arreglarse la uña rota—. Eso suena inconfundiblemente a celos.

—Mierda. —Doug seguía paseando de una puerta a la otra—. Mira, yo desde luego no babeo contigo, princesa. Tengo cosas mejores que hacer.

Ella, dedicándole una media sonrisa, se limitó a seguir limándose la uña mientras canturreaba con Elton John.

Un momento más tarde se hizo el silencio. Jacques volvió con una bolsa bastante grande en una mano y su estéreo portátil en la otra. Con una sonrisa se puso a guardar el resto de sus cintas.

—Ya estamos listos. Rock and roll.

—¿Y nadie se extrañará de que cierres tan temprano? —Doug abrió un poco la puerta trasera y se asomó.

—Cerrar luego, cerrar ahora… Da igual, a nadie le importa.

Doug asintió con la cabeza y abrió del todo la puerta.

—Pues vámonos.

El barco estaba amarrado a menos de medio kilómetro. Whitney nunca había visto nada igual. Era muy largo, de unos cinco metros tal vez y no más de un metro de ancho. Whitney recordó una canoa en la que había montado una vez en un campamento de verano en Nueva York. Aquello se parecía bastante. Jacques subió a la embarcación con agilidad y comenzó a estibar el equipaje.

La canoa era tradicional malgache, Jacques llevaba una gorra de béisbol de los New York Yankees e iba descalzo. A Whitney le parecía una curiosa y enternecedora combinación de dos mundos.

—Un barco precioso —murmuró Doug, deseando ver un motor por algún lado.

—Lo he construido yo. —Con un gesto que a Whitney le pareció muy elegante y distinguido, tendió la mano para ayudarla a subir—. Puedes sentarte aquí —le indicó, señalándole un lugar en el centro—. Es muy cómodo.

—Gracias, Jacques.

Una vez que Whitney se sentó justo delante de donde iba a ir él, Jacques tendió un largo palo hacia Doug.

—Hay que salir de aquí impulsándonos con las pértigas cuando el agua es poco profunda. —Él también cogió una pértiga y empujó con ella. El barco se deslizó como un cisne en un lago. Whitney se relajó, decidiendo que aquella excursión tenía posibilidades: el aroma del mar, hojas como plumas danzando en la brisa, el suave movimiento debajo de ella. Hasta que de pronto, a medio metro de distancia, vio surgir una fea y correosa cabeza.

—¡Ah! —fue lo único que logró articular.

—Sí, desde luego. —Jacques se echó a reír sin dejar de remar—. Hay cocodrilos por todas partes. Hay que tener cuidado con ellos. —Y emitió un sonido entre un siseo y un gruñido. Los ojos redondos y soñolientos que surcaban la superficie del agua no se acercaron más. Doug, sin decir una palabra, sacó la pistola de la mochila y volvió a ponérsela al cinto. Esta vez Whitney no tuvo objeción.

Cuando el agua se hizo lo bastante profunda para poder sacar los remos, Jacques encendió el estéreo, en el que tronaron los Beatles. Ya estaban en camino.

Jacques remaba incansable, con una energía y un entusiasmo que Whitney admiraba. Durante la hora y media que duró el concierto de los Beatles no paró de cantar con clara voz de tenor, sonriendo cada vez que Whitney se unía al coro.

Con las provisiones que había llevado Jacques improvisaron un almuerzo a base de coco, frutos del bosque y pescado frío. Jacques le pasó la cantimplora a Whitney, que dio un largo trago esperando que fuera agua. Luego mantuvo el líquido en la boca. No era desagradable, pero tampoco era agua.

—Es rano vola —le explicó Jacques—. Es bueno para viajar.

El remo de Doug hendía limpiamente el agua.

—Lo hacen echando agua al arroz que se pega al fondo de las cazuelas.

Whitney tragó intentando hacerlo con elegancia.

—Ya veo. —Moviéndose un poco le pasó la cantimplora a Doug.

—¿Tú también eres de Nueva York?

—Sí. —Whitney se metió otra fruta en la boca—. Doug me ha contado que tu hermano está estudiando allí.

—Sí, derecho. —Las letras de su camiseta casi temblaron de puro orgullo—. Va a ser uno de los mejores abogados. Ha estado en Bloomingdale’s.

—Whitney prácticamente vive allí —comentó Doug entre dientes.

Whitney siguió hablando con Jacques sin hacerle caso.

—¿Y tú piensas ir a América?

—El año que viene —respondió él, dejándose el remo en el regazo—. Voy a ver a mi hermano. Vamos a recorrer la ciudad. Times Square, Macy’s, McDonald’s

—Pues quiero que me llames. —Whitney, como si fuera la dueña de un lujoso restaurante del East Side, se sacó de la cartera una tarjeta distinguida y elegante—. Nos iremos de fiesta.

—¿Fiesta? —Sus ojos se iluminaron—. ¿Una fiesta en Nueva York? —En su cabeza daban vueltas imágenes de deslumbrantes pistas de baile, vistosos colores y música salvaje.

—Por supuesto.

—Con todo el helado que quieras.

—No seas gruñón, Douglas. Tú también puedes venir.

Jacques se quedó callado un momento mientras su imaginación daba vueltas a todos los fascinantes detalles de una fiesta en Nueva York. Su hermano le había hablado en sus cartas de mujeres con vestidos muy por encima de la rodilla y coches tan largos como su canoa. Había edificios más altos que las montañas del oeste. Una vez su hermano había comido en el mismo restaurante que Billy Joel.

Nueva York, pensó Jacques, maravillado. A lo mejor sus nuevos amigos conocían a Billy Joel y le invitaban a la fiesta. Acarició la tarjeta de Whitney antes de metérsela en el bolsillo.

—¿Vosotros sois…? —No sabía muy bien cuál era la palabra americana para lo que quería decir. Por lo menos no conocía ninguna que fuera educada.

—Socios —le explicó Whitney con una sonrisa.

—Sí, somos socios. —Doug seguía remando ceñudo.

Jacques podía ser joven, pero no era un ingenuo.

—¿Tenéis un negocio? ¿Qué clase de negocio?

—De momento nos dedicamos a los viajes y las excavaciones.

Whitney alzó una ceja al oír la terminología de Doug.

—En Nueva York soy diseñadora de interiores. Y Doug es… pues…

—Trabajo por mi cuenta —terció él—. Soy autónomo.

—Es lo mejor —convino Jacques, moviendo los pies al ritmo de la música—. Cuando era pequeño estuve trabajando en una plantación de café. Haz esto, haz lo otro. —Movió la cabeza y sonrió—. Ahora tengo mi propia tienda y soy yo el que digo haz esto, haz lo otro. No tengo que oírselo a nadie.

Whitney se echó a reír y estiró la espalda. La música le recordaba su casa.

Más tarde, el atardecer le recordó el Caribe. La selva a un lado del canal se había tornado más densa, más profunda, más como una jungla. En las orillas crecían juncos, finos y marrones, que daban paso al denso follaje. La emocionó ver el primer flamenco, con sus plumas rosadas y sus frágiles patas. Luego vio un destello azul iridiscente entre los matorrales y oyó el rápido y repetitivo canto de un animal que Jacques identificó como un cucal. Una o dos veces creyó atisbar a un rápido y ágil lémur. De vez en cuando el canal se hacía poco profundo y había que recurrir de nuevo a las pértigas. En el agua se veían estelas rojas y estaba cubierta de insectos. A través de los árboles hacia el oeste, el cielo se tiñó como un incendio en el bosque. Whitney pensó que ir en canoa era mucho más emocionante que remar en el Támesis, aunque igualmente relajante, excepto por algún que otro cocodrilo.

Bajo el callado atardecer y el silencio de la jungla, en el estéreo de Jacques sonaba lo que cualquier DJ que se respetara llamaría un éxito tras otro. Nada comercial. Whitney podía haberse pasado allí horas.

—Más vale que acampemos.

Whitney apartó la mirada del atardecer y sonrió a Doug. Hacía tiempo que se había quitado la camisa y su pecho brillaba con la tenue luz bajo una pátina de sudor.

—¿Ya?

Doug se mordió la lengua para no saltar. No era fácil confesar que tenía los brazos como si fueran de goma y le ardían las manos. Sobre todo cuando el joven Jacques seguía moviéndose al ritmo de la música y tenía pinta de poder seguir remando hasta medianoche sin aminorar la marcha.

—Pronto anochecerá —se limitó a decir.

—Vale. —Jacques seguía remando y sus fuertes y nervudos músculos oscilaban bajo la piel—. Vamos a buscar un sitio de primera clase para acampar —declaró, sonriendo tímidamente a Whitney—. Deberías descansar —le dijo—. Un día muy largo en el agua.

Doug, mascullando entre dientes, remó hacia la orilla.

Jacques no permitió que Whitney llevara ni una bolsa. Cargó con todo y le confió el estéreo. Entraron en fila india en la selva, donde la luz era rosada con un toque de malva. Los pájaros, a los que no veían, cantaban en el cielo oscuro. El follaje resplandecía verde, siempre húmedo. De vez en cuando Jacques se detenía para abrirse paso entre el follaje con una pequeña hoz. El olor era penetrante: olor a vegetación, a agua, a flores, unas flores que trepaban en sus enredaderas para explotar por todas partes. Whitney no había visto tantos colores juntos jamás, ni había esperado verlos. Los insectos zumbaban y revoloteaban en el ocaso. De pronto, con un frenético rumor de hojas, una garza se alzó entre los matorrales para volar hacia el canal. La selva era cálida, húmeda y cerrada, y tenía todos los matices de lo exótico.

Montaron el campamento al ritmo del Born in the USA de Bruce Springsteen.

Para cuando tuvieron la hoguera encendida y el café al fuego, Doug encontró algo con que animarse. De la bolsa de Jacques salieron varios botes de especias, dos limones y el resto del pescado muy bien envuelto. Junto a todo eso encontró dos paquetes de Marlboro. Pero en aquel momento el tabaco no significaba nada comparado con el resto del botín.

—Por fin. —Se llevó a la nariz un bote que olía a algo parecido a la albahaca—. Una comida como es debido. —Vale que estaba sentado en el suelo, rodeado de vegetación y con los insectos picándole, pero le gustaba el reto. Había comido con los mejores, en cocinas y bajo arañas de cristal. Aquella noche no sería distinta. Sacó los utensilios de cocina y se dispuso a pasarlo bien.

—Doug es todo un gourmet —le explicó Whitney a Jacques—. Me temo que hasta ahora hemos tenido que apañárnoslas con poca cosa. No ha sido fácil para él. —De pronto olfateó el aire y con la boca hecha agua se volvió hacia Doug, que estaba salteando el pescado al fuego—. Douglas —le llamó en un sensual susurro—. Creo que me he enamorado.

—Sí. —Con una mirada intensa y las manos firmes, Doug hizo girar con gesto experto el pescado—. Eso dicen todas.

Aquella noche los tres durmieron bien, saciados de exquisita comida, vino de palma y rock and roll.

Cuando el sedán oscuro se detuvo en el pequeño pueblo costero una hora después de amanecer, congregó a toda una muchedumbre. Remo salió impaciente y malhumorado y se abrió paso entre una multitud de críos que, con el instinto del que es joven y vulnerable, se iban apartando. Remo movió la cabeza para indicar a los otros dos hombres que le siguieran.

No es que intentaran deliberadamente parecer fuera de lugar. De haber llegado en mulas y vestidos con lambas, seguirían pareciendo matones. Su modo de vida, el modo en el que pretendían vivir (es decir, mal) les rezumaba por los poros.

Los lugareños, a pesar de albergar un innato resquemor hacia los forasteros, también eran por naturaleza hospitalarios. A pesar de todo, nadie se acercó a los tres hombres. El término de la isla para la palabra «tabú» era fady. Remo y sus hombres, aunque muy elegantes con sus impecables trajes de verano y los relucientes zapatos italianos, eran definitivamente fady.

Remo vio el hostal y, después de indicar a sus hombres que lo rodearan, se acercó a la puerta principal.

La mujer del hostal se había puesto un delantal limpio. De la parte trasera surgían los aromas del desayuno, aunque solo había ocupadas dos mesas. La mujer miró a Remo, lo caló bien y decidió que no tenía camas libres.

—Estoy buscando a alguien —le dijo él, aunque no esperaba que nadie hablara inglés en aquella isla dejada de la mano de Dios. Se limitó a sacar las fotografías de Doug y Whitney para ponérselas en las narices.

La mujer no mostró signo alguno de reconocerlos, ni un pestañeo. Puede que se hubieran marchado sin despedirse, pero le habían dejado en la cómoda un billete de veinte dólares. Y sus sonrisas no le habían recordado las de un lagarto. Movió la cabeza de un lado a otro.

Remo se sacó un billete de diez dólares del fajo que llevaba. La mujer se encogió de hombros y le devolvió las fotografías. Su nieto había pasado una hora la tarde anterior jugando con su cerdito nuevo. Ella prefería su olor al de la colonia de Remo.

—Mire, abuela, sabemos que han estado aquí. ¿Por qué no nos lo pone más fácil a todos? —Y como incentivo sacó otros diez dólares.

La mujer le miró inexpresiva y volvió a alzarse de hombros.

—No están aquí —dijo, sorprendiéndole con su preciso inglés.

—Echaré un vistazo yo mismo —replicó Remo, encaminándose hacia la escalera.

—Buenos días.

Igual que Doug, Remo sabía reconocer a un policía, ya fuera en un villorrio de Madagascar o en un callejón de los barrios bajos.

—Soy el capitán Sambirano. —Y muy tieso y correcto le tendió la mano. Admiró el gusto de Remo en la ropa, advirtió la cicatriz todavía hinchada de la mejilla y la expresión fría y sombría en sus ojos. Tampoco se le pasó por alto el abultado fajo de billetes que tenía en la mano—. Tal vez yo pueda ayudarle.

A Remo no le gustaba tratar con policías. Los consideraba básicamente inestables. En un año él sacaba más o menos tres veces lo que ganaba un teniente de policía medio, y por hacer lo mismo pero al revés.

Pero lo que menos le gustaba de todo era la idea de presentarse ante Dimitri con las manos vacías.

—Estoy buscando a mi hermana.

Doug había dicho que tenía cerebro. Remo lo utilizó.

—Se ha fugado con un tipo, un ladrón de vía estrecha. La chica está encaprichada con él, no sé si me entiende.

El capitán asintió educadamente.

—Desde luego.

—Mi padre está muy preocupado —improvisó Remo, sacando un fino puro cubano de una gruesa pitillera de oro. Le ofreció uno y advirtió que el capitán apreciaba la fragancia del tabaco y el destello del elegante metal. Supo de inmediato cómo tratar con él—. He conseguido seguirles hasta aquí, pero… —Dejó la frase en el aire e intentó parecer un hermano preocupado—. Estamos dispuestos a lo que sea por recuperarla, capitán. Lo que sea.

Mientras dejaba que el agente asimilara aquello, Remo sacó las fotos. Las mismas fotos, advirtió el capitán en silencio, que el otro hombre le había enseñado el día anterior. También había recurrido a la historia de un padre buscando a su hija, y también le había ofrecido dinero.

—Mi padre ofrece una recompensa a cualquiera que nos ayude. Entienda que es su única hija, y la más joven de sus hijos —añadió por si acaso. Recordaba sin mucho afecto lo mimada que había sido su hermana pequeña—. Está dispuesto a ser generoso.

Sambirano miró las fotografías de Whitney y Doug, los recién casados que se habían marchado del pueblo con tanta brusquedad. Miró a la mujer del hostal, que tenía los labios fruncidos en un gesto de desaprobación. Los que estaban desayunando comprendieron aquella mirada y volvieron a su comida.

El capitán no se tragó la historia de Remo más de lo que se había tragado la de Doug el día anterior. Whitney le miraba radiante desde la fotografía. Ella sí le había impresionado, entonces y ahora.

—Una hermosa mujer.

—Ya puede imaginarse lo preocupado que está mi padre, capitán, sabiendo que está con un hombre como él. Una basura.

Pronunció la palabra con tal pasión que el capitán supo que su odio no era fingido. Si lo encontraba, uno de los dos moriría. A él no le importaba mientras nadie muriera en su pueblo. No vio razón para mencionar al hombre del sombrero de panamá que andaba por ahí con las mismas fotografías.

—Un hermano es responsable del bienestar de su hermana —declaró despacio, pasándose el puro por la nariz.

—Sí, yo estoy que no vivo. Dios sabe qué hará él tipo cuando a mi hermana se le acabe el dinero o cuando se canse de ella. Si puede usted hacer algo, lo que sea, le prometo que le estaré muy agradecido, capitán.

El capitán había elegido hacerse agente de la ley en el pequeño pueblo porque no tenían grandes ambiciones. Es decir, no le apetecía nada sudar en los campos ni llenarse las manos de callos en un barco pesquero. Pero sí creía en sacar algún que otro beneficio. Le devolvió a Remo las fotografías.

—Comprendo muy bien a su familia. Yo también tengo una hija. Si viene a mi despacho podemos hablar más de este asunto. Creo que puedo ayudarle.

Unos ojos oscuros se clavaron en otros. Cada hombre reconoció al otro por lo que era. Ambos aceptaron que los negocios eran los negocios.

—Se lo agradezco, capitán. Se lo agradezco muchísimo.

Al pasar por la puerta, Remo se tocó la cicatriz de la mejilla. Casi podía saborear la sangre de Doug. Dimitri, pensó con una oleada de alivio, estaría contento. Muy contento.