Corría para salvar la vida. No era la primera vez y esperaba que no fuera la última. En ese momento pasaba por el elegante escaparate de Tiffany’s. La noche era fresca y la lluvia de abril brillaba en las calles y las aceras. Se había levantado una brisa que incluso en Manhattan llevaba el agradable gusto de la primavera. Estaba sudando. Los tenía demasiado cerca.
La Quinta Avenida estaba tranquila, casi desierta a aquellas horas de la noche. Había poco tráfico y la luz de las farolas rompía intermitentemente la oscuridad. No era el lugar idóneo para perderse entre la multitud. Mientras corría por la Cincuenta y tres consideró la posibilidad de meterse en el metro bajo el edificio Tishman, pero si le veían entrar tal vez no volviera a salir.
Doug oyó el chirrido de unos neumáticos a su espalda y giró la esquina de Cartier. Notó la punzada en el antebrazo, oyó el estampido apagado de un disparo con silenciador, pero no aminoró el paso. Casi al instante olió la sangre. Ahora iban muy en serio. Y tenía la sensación de que podían ponerse más serios todavía.
Pero en la calle Cincuenta y dos había gente: algún grupo aquí y allá, unos andando, otros parados. Aquí había ruido: voces altas, música. Sus jadeos pasaban desapercibidos. Se metió detrás de una pelirroja que medía unos quince centímetros más que él, con su metro ochenta y dos, y era dos veces más ancha. Oscilaba al ritmo de la música de su estéreo portátil. Era como esconderse detrás de un árbol bajo un vendaval. Doug aprovechó la ocasión para recobrar el aliento y mirarse la herida. Sangraba como un cerdo. Sin pensárselo siquiera, sacó el pañuelo de rayas que llevaba la pelirroja en el bolsillo trasero y se lo ató al brazo. Tenía los dedos muy ligeros y la chica no dejó de bailar un instante.
Era más difícil matar a un hombre a sangre fría en medio de una multitud, decidió. No imposible, pero sí más difícil. Doug siguió andando despacio, entrando y saliendo entre los grupos de gente, con los ojos y las orejas bien abiertos en busca del discreto Lincoln negro.
Cerca de Lexington lo vio detenerse a medio bloque de distancia. De él salieron tres hombres de traje negro. Todavía no le habían visto, pero no tardarían. Doug escrutó la multitud entre la que se había mezclado, pensando a toda velocidad. El de la chaqueta de cuero negro con las treinta cremalleras le serviría.
—Eh. —Agarró del brazo al chico que tenía al lado—. Te doy cincuenta pavos por la chupa.
El joven de pálido pelo de punta y rostro más pálido aún se lo quitó de encima con una sacudida.
—Vete a la mierda. Es de cuero.
—Cien pavos —masculló Doug. Los tres hombres estaban cada vez más cerca.
Esta vez el chico mostró más interés. Volvió la cara y Doug vio el diminuto buitre que tenía tatuado en la mejilla.
—Doscientos y es tuya.
Doug ya se estaba sacando la cartera.
—Por doscientos quiero también las gafas.
El chaval se quitó las gafas oscuras de espejo.
—Ahí las tienes.
—Espera, que te ayudo. —Con un rápido movimiento Doug le quitó la chaqueta. Se la puso en cuanto le puso los billetes en la mano, soltando una callada exclamación al notar el dolor en el brazo izquierdo. La chaqueta olía a su anterior dueño, un olor no del todo agradable. Doug se subió la cremallera sin hacer caso.
—Oye, ahí vienen tres tíos vestidos de funerarios. Están buscando extras para un vídeo de Billy Idol. Tú y tus amigos deberíais dejaros ver.
—¿Ah, sí? —Y mientras el chico se volvía con su mejor expresión de adolescente aburrido, Doug se lanzaba hacia el local más cercano.
En el interior el papel de la pared relucía con pálidos colores bajo la tenue iluminación. Había gente sentada a las mesas cubiertas con manteles de lino, bajo láminas de art decó. El brillo de las barandillas de metal trazaba, un camino hacia cubículos más privados o hacia una barra de espejo. Doug captó nada más entrar el olor de la comida francesa: salvia, borgoña, tomillo. Consideró por un instante pasar de largo al maître para buscar una mesa más tranquila, pero luego decidió que la barra sería mejor escondite. Fingiendo una expresión aburrida, se metió las manos en los bolsillos y se acercó con aire arrogante. Mientras se inclinaba sobre la barra ya estaba calculando cómo y cuándo escapar de allí.
—Whisky —pidió, mientras se subía por la nariz las gafas oscuras—. Seagram’s. Deja la botella.
Se quedó algo inclinado sobre ella, con la cara ligeramente vuelta hacia la puerta. Tenía el pelo oscuro y rizado, metido por el cuello de la chaqueta. Su rostro era enjuto, recién afeitado. Paladeó el gusto fiero del whisky con los ojos clavados en la puerta y ocultos tras las gafas de espejo. De inmediato bebió otro trago mientras daba vueltas a todas las alternativas que tenía.
Había aprendido a pensar deprisa desde muy pequeño, igual que había aprendido a utilizar los pies para huir si era la mejor solución. No le importaba pelear, pero le gustaba llevar las de ganar. Era capaz de actuar con una honestidad absoluta o no tan absoluta, dependiendo de la opción que resultara más provechosa.
Lo que llevaba atado al pecho podía ser la respuesta a su gusto por el lujo y la vida fácil: un gusto que siempre había querido cultivar. Lo que estaba fuera, peinando las calles en su búsqueda, podía significar el final de la vida misma. Sopesando lo uno y lo otro, Doug optó por lanzarse a por el tesoro.
La pareja que había a su lado hablaba apasionadamente de la última novela de Mailer. Otro grupo barajaba la idea de dirigirse a un club de jazz donde las copas eran más baratas. Los parroquianos del bar eran casi todos solteros, decidió Doug, que habían acudido a beber para aligerar la tensión después de la jornada laboral y para dejarse ver por otros solteros. Había faldas de cuero, trajes de chaqueta y zapatillas deportivas caras. Una vez satisfecho, Doug sacó un cigarrillo. Había escondrijos peores.
En el taburete de al lado se sentó una rubia con un traje gris perla que le encendió el pitillo con su mechero. Olía a Chanel y vodka. Cruzó las piernas y apuró su copa.
—No te había visto antes por aquí.
Doug le echó un vistazo, lo suficiente para advertir su vista borrosa y su sonrisa de depredadora. En otro momento lo habría apreciado.
—No —contestó antes de dar otro trago al whisky.
—Mi oficina está a dos manzanas. —Incluso después de tres vodkas, reconocía algo arrogante, algo peligroso en aquel hombre. Se acercó un poco más, interesada—. Soy arquitecta.
Cuando los hombres entraron, a Doug se le erizó el pelo de la nuca. Los tres tenían un aspecto impecable, el aspecto de un triunfador. Doug miró por encima del hombro de la rubia mientras ellos se separaban. Uno se quedó junto a la puerta, la única salida.
Más atraída que desanimada por su falta de respuesta, la rubia le puso una mano en el brazo.
—¿Y tú a qué te dedicas?
Él contuvo el whisky en la boca un momento antes de tragar y dejar que corriera por su organismo.
—A robar —contestó, porque la gente casi nunca se cree la verdad.
Ella sacó sonriendo un cigarrillo, le tendió el mechero y esperó a que Doug lo encendiera.
—Fascinante, estoy segura. —Exhaló una rápida y fina nube de humo y le quitó el mechero de entre los dedos—. ¿Por qué no me invitas a una copa y me lo cuentas?
Una lástima no haber intentado antes aquella estrategia, puesto que parecía funcionar tan bien. Una lástima que además fuera tan mal momento, porque aquel vestido le sentaba como un guante hecho a medida.
—Esta noche no, princesa.
Concentrado en el asunto que tenía entre manos, Doug se sirvió más whisky, siempre permaneciendo en las sombras. El improvisado disfraz podía funcionar. En ese momento notó la presión de una pistola contra las costillas. Igual no había funcionado.
—Nos vamos, Lord. Al señor Dimitri le ha molestado mucho que no acudieras a la cita.
—¿Ah, sí? —Doug hizo girar el whisky en el vaso como si nada—. Solo quería tomarme primero un par de copas, Remo. Se me habrá pasado la hora.
El cañón de la pistola se hundió en sus costillas.
—Al señor Dimitri le gusta que sus empleados sean puntuales.
Doug apuró el whisky, viendo en el espejo de detrás de la barra que los otros dos hombres tomaban posiciones a su espalda. La rubia ya se alejaba en busca de un objetivo más fácil.
—¿Estoy despedido? —Doug se sirvió otra copa y calculó sus posibilidades. Tres contra uno; ellos armados, él no. Pero de los tres solo Remo tenía lo que podía pasar por un cerebro.
—Al señor Dimitri le gusta despedir a sus empleados en persona. —Remo sonrió mostrando unos dientes de fundas perfectas bajo un fino bigote—. Y quiere dedicarte una atención muy especial.
—Muy bien. —Doug agarró con una mano la botella de whisky y el vaso con la otra—. ¿Qué tal si nos tomamos antes una copa?
—Al señor Dimitri no le gusta que bebamos cuando trabajamos. Y ya vas tarde, Lord. Muy tarde.
—Ya. Bueno, es una lástima malgastar un buen licor. —Girándose bruscamente tiró el whisky a Remo a los ojos mientras estrellaba la botella contra el rostro del hombre trajeado a su derecha. Con el ímpetu de su giro se arrojó de cabeza contra el tercer hombre, de manera que cayeron ambos de espaldas sobre la vitrina de los postres. El soufflé de chocolate y la densa nata francesa volaron en una sinfonía de lluvia de calorías. Abrazados como amantes, cayeron rodando sobre la tarta de limón—. Qué desperdicio —masculló Doug, untándole al otro la cara con un puñado de mousse de fresa. Sabiendo que el elemento sorpresa se agotaría deprisa, Doug utilizó el método de defensa más rápido: Alzó bruscamente la rodilla entre las piernas de su contrincante. Luego salió corriendo.
—Apúntaselo a Dimitri —gritó mientras se abría paso entre mesas y sillas. Agarró por impulso a un camarero y de un empujón lo lanzó con su bandeja cargada en dirección a Remo. El pollo asado salió disparado como una bala. Doug saltó sobre la barandilla de metal apoyándose con una mano y siguió corriendo hacia la puerta, dejando a su espalda el caos.
Les había sacado algo de ventaja, pero volverían a ir tras él. Y esta vez por las malas. Doug se dirigió a pie hacia la parte alta de la ciudad, preguntándose por qué demonios nunca pasaban taxis cuando uno los necesitaba.
Había poco tráfico en la autopista de Long Island cuando Whitney se dirigía a la ciudad. Su vuelo de París había aterrizado en Kennedy con una hora de adelanto. El maletero y el asiento trasero de su pequeño Mercedes iban cargados de equipaje. La radio sonaba a tal volumen que los descarnados acordes del último éxito de Bruce Springsteen rebotaban por el coche y salían por la ventanilla abierta. El viaje de dos semanas a Francia había sido un regalo que ella misma se había hecho por reunir por fin el valor para romper su compromiso con Tad Carlyse IV.
Por muy encantados que estuvieran sus padres con él, Whitney no podía casarse con un tipo que llevaba los calcetines a juego con la corbata.
Empezó a cantar con Springsteen mientras conducía despacio. Tenía veintiocho años, era atractiva, tenía un éxito moderado en su carrera y además su familia contaba con bastante dinero para mantenerla si las cosas se ponían difíciles. Estaba acostumbrada al lujo y la deferencia. Jamás había tenido que exigir ni lo uno ni lo otro, solamente darlos por sentado. Le gustaba poder entrar por la noche en los clubes más exclusivos de Nueva York y ver que conocía a casi todo el mundo.
No le importaba que los paparazzi le sacaran fotos ni que en las columnas de cotilleo especularan sobre cuál sería su siguiente escándalo. Muchas veces tenía que explicarle a su exasperado padre que ella no era escandalosa por voluntad propia, sino por naturaleza.
Le gustaban los coches rápidos, las películas antiguas y las botas italianas.
En ese momento se planteaba si ir directamente a su casa o pasarse por casa de Elaine para que le contara lo que había hecho en esas últimas dos semanas. No tenía jet lag, pero sí estaba un poco aburrida. Bueno, más que un poco, tuvo que admitir. Se moría de aburrimiento. La cuestión era qué hacer al respecto.
Whitney era el producto de las nuevas fortunas. Había crecido con el mundo al alcance de los dedos, pero no siempre lo había encontrado lo bastante interesante como para tender la mano. ¿Dónde estaba el desafío? ¿Qué sentido tenía?, se preguntó, aunque odiaba usar esa palabra. Su círculo de amistades era amplio y desde fuera parecía diverso. Pero una vez entrabas, en cuanto veías más allá de la ropa de seda, todos aquellos jóvenes elegantes, ricos y mimados eran muy parecidos. ¿Dónde estaba la emoción? Esa palabra era mejor, pensó. Era más fácil enfrentarse a la palabra «emoción» que a la palabra «sentido». No era nada emocionante irse a Arabia en un jet si para conseguirlo no había más que coger el teléfono.
Las dos semanas en París habían sido tranquilas y relajantes. No había pasado nada. Nada. Tal vez esa era la cuestión. Whitney quería que pasara algo… algo que no pudiera solventar con un cheque o una tarjeta de crédito. Quería acción. Whitney también se conocía bastante para saber que con ese estado de ánimo podía ser peligrosa.
Pero no tenía ganas de volver a casa sola a deshacer las maletas. Claro que tampoco le apetecía mucho estar en un club rodeada de caras conocidas. Quería algo nuevo, algo diferente. Podría probar algún club nuevo, pues cada día aparecía alguno. Si le gustaba, se tomaría un par de copas y charlaría un rato. Y si le interesaba lo suficiente, podía dejar caer unas palabras en los sitios adecuados y convertirlo en el nuevo antro de moda de Manhattan. El hecho de tener el poder de hacerlo no la asombraba, ni siquiera la complacía. Lo tenía y punto.
Whitney frenó bruscamente en un semáforo para poder pensar un momento. Últimamente nunca parecía que pasara nada. No había ninguna emoción, no había chispa.
Cuando de pronto le abrieron la puerta del pasajero, más que alarmarse se sorprendió. En cuanto echó un vistazo a la chaqueta negra de las cremalleras y las gafas de sol del desconocido, meneó la cabeza.
—Me parece que no estás muy al tanto de la moda —declaró.
Doug miró atrás un instante. La calle estaba despejada, pero no por mucho tiempo. Se metió de un brinco en el coche y cerró la puerta.
—Conduce.
—Ni hablar. Yo no ando por ahí con tíos vestidos con ropa del año pasado. Vete andando.
Doug se metió la mano en el bolsillo y estiró el índice para simular el cañón de una pistola.
—Conduce —repitió.
Whitney le miró el bolsillo y luego de nuevo a la cara. En la radio el disc-jockey anunció una hora de bombardeos del pasado. Empezaron a sonar los Rolling Stones.
—Si llevas una pistola quiero verla. Si no, te largas.
De todos los coches que podía haber elegido… ¿Por qué demonios aquella chica no se ponía a temblar y a suplicar como una persona normal?
—Maldita sea. No quiero tener que usarla, pero como no pongas en marcha el coche, te abro un agujero en la cabeza.
Whitney se quedó mirando su propio reflejo en las gafas de sol. Mick Jagger pedía que alguien le diera refugio.
—Y una mierda —replicó, con exquisita dicción.
Doug pensó por un momento en darle un golpe, echarla del coche y ponerse al volante. Miró por encima del hombro un instante y se dio cuenta de que no tenía tiempo que perder.
—Mira, como no te pongas en marcha, en ese Lincoln que viene ahí detrás van tres tíos que te van a dejar este juguete hecho una pena.
Whitney vio por el retrovisor el gran coche negro que aminoraba la velocidad al acercarse.
—Mi padre tenía un coche como ese —comentó—. Yo siempre lo llamaba el coche fúnebre.
—Ya. Pues ponte en marcha, o esto va a ser mi funeral.
Whitney frunció el ceño, mirando el Lincoln por el retro visor, hasta que de pronto decidió ver qué pasaba. Metió la primera y cruzó la intersección. El Lincoln de inmediato salió tras ella.
—Nos siguen.
—¡Pues claro que nos siguen! —saltó Doug—. Y como no aceleres se nos van a meter dentro para presentarse.
Más por curiosidad que otra cosa, Whitney obedeció y dobló por la Cincuenta y siete. El Lincoln mantuvo la distancia.
—Nos están siguiendo de verdad —repitió ella, pero con una sonrisa de emoción.
—¿Esto no puede ir más deprisa?
Whitney se volvió hacia él con la misma sonrisa.
—¿Estás de broma? —Y antes de que Doug pudiera decir nada, pisó a fondo y el coche salió disparado como una bala. Aquella era definitivamente la manera más interesante de pasar la tarde que podía imaginar—. ¿Crees que podré perderles? —Whitney miró atrás, estirando el cuello para ver si el Lincoln aún los seguía—. ¿Has visto Bullitt? Claro que aquí no tenemos esas curvas, pero…
—¡Eh! ¡Cuidado!
Whitney miró hacia delante y de un volantazo esquivó un sedán.
—Oye. —Doug rechinó los dientes—. El propósito de todo esto es seguir vivo. Tú mira la carretera que ya miro yo el Lincoln.
—No seas tan borde. —Whitney giró de nuevo a toda velocidad—. Yo sé lo que me hago.
—¡Mira por dónde vas! —Doug agarró el volante y dio un tirón para evitar por los pelos un coche aparcado—. ¡Tú eres idiota!
Whitney alzó el mentón.
—Si vas a ponerte a insultar, tendrás que bajarte. —Aminoró la velocidad y se pegó a la cuneta.
—¡Por Dios, no pares!
—No tolero insultos. Ahora…
—¡Abajo! —Doug la atrajo de un tirón y la hizo agacharse justo antes de que el parabrisas estallara en una telaraña de grietas.
—¡Mi coche! —Whitney forcejeó para incorporarse, pero solo logró torcer la cabeza para inspeccionar los daños—. ¡Maldita sea, no tenía ni un arañazo! ¡Tiene solo dos meses!
—Pues va a tener bastante más que un arañazo como no aceleres de una vez. —Sin incorporarse, Doug giró el volante hacia la carretera y miró con cuidado por encima del salpicadero—. ¡Vamos!
Whitney, furiosa, pisó a fondo el acelerador, saliendo a ciegas mientras Doug sostenía el volante con una mano y la mantenía a ella agachada con la otra.
—No puedo conducir así.
—Pues con una bala en la cabeza, tampoco.
—¿Una bala? —No se le quebró la voz de miedo, pero sí vibraba de indignación—. ¿Nos están disparando?
—Desde luego no están tirando piedras. —Doug aferró el volante con fuerza y giró de manera que el coche tomó la curva montándose en la acera. Frustrado por no poder conducir él mismo, echó un vistazo atrás. El Lincoln seguía allí, pero le habían sacado unos segundos de ventaja—. Vale, levántate, pero agacha la cabeza. Y por Dios, no te pares.
—¿Y cómo le voy a explicar esto a la compañía de seguros? —Whitney alzó la cabeza e intentó buscar un hueco claro en el parabrisas roto—. No se van a creer que me han disparado, y ya tengo un asco de expediente. ¿Sabes lo que me cuesta la póliza?
—Viendo cómo conduces, puedo imaginarlo.
—Muy bien, ya estoy harta. —Whitney tensó la mandíbula y giró a la izquierda.
—Esta calle es de dirección prohibida. —Doug miró desesperado alrededor—. ¿Es que no has visto la señal?
—Ya sé que es de dirección prohibida —masculló ella, acelerando—. Pero también es la vía más rápida de atravesar la ciudad.
—¡Ay, Dios mío! —Viendo las luces de los faros que les apuntaban, Doug se agarró a la manecilla de la puerta y se preparó para el impacto. Si iba a morir, pensó fatalista, prefería un tiro limpio en el corazón, y no que su cuerpo quedara esparcido por toda la calle.
Sin hacer caso de los bocinazos, Whitney daba volantazos a derecha e izquierda. Dios cuida de los locos y de los animales, pensó Doug mientras pasaban a toda velocidad entre dos coches que venían de frente. Dios cuida de los locos y de los animalillos. Estaba agradecido de ser un loco.
—Todavía nos siguen. —Doug se volvió en el asiento para mirar el Lincoln. En cierto modo era más fácil si no miraba hacia delante. Ella maniobraba entre los coches dando bandazos de un lado a otro. De pronto dobló otra esquina con tal fuerza que lo mandó despedido contra la puerta. Doug lanzó una palabrota y se agarró la herida del brazo. Empezó a dolerle de nuevo con un martilleo sordo e insistente—. Deja de intentar matarnos, ¿quieres? Esos no necesitan ayuda.
—Siempre quejándote —le espetó Whitney—. Pues voy a decirte una cosa: eres un antipático.
—Tiendo a ponerme de mal humor cuando intentan matarme.
—Pues a ver si te animas un poco —sugirió ella. Volvió a girar a toda velocidad, rozando la acera—. Porque me estás poniendo nerviosa.
Doug se dejó caer contra el respaldo y se preguntó por qué, entre todas sus posibilidades, tenía que terminar así, convertido en pulpa irreconocible en el Mercedes de una loca. Podía haberse ido tranquilamente con Remo y que Dimitri le asesinara con algo de ritual. En eso habría habido más justicia.
Estaban de nuevo en la Quinta Avenida, iban en dirección sur a más de ciento veinte kilómetros por hora. Al pasar por un charco el agua salpicó hasta las ventanillas. A pesar de todo, el Lincoln les seguía a menos de media manzana de distancia.
—Maldita sea. No se rinden.
—¿Ah, no? —Whitney apretó los dientes y echó un vistazo al retrovisor. Nunca había sido buena perdedora—. Pues ahora verás. —Y antes de que Doug pudiera siquiera respirar, de un volantazo dio media vuelta de pronto y se dirigió de frente contra el Lincoln.
Doug se quedó mirando con una especie de fascinado terror.
—Dios mío.
Remo, copiloto del Lincoln, se hizo eco de ese mismo sentimiento justo antes de que el conductor perdiera el valor y girara hacia la cuneta. Con la velocidad que llevaban, el coche se montó en la acera y, con una impresionante floritura, atravesó el escaparate de Godiva Chocolatiers. Sin aminorar el paso, Whitney volvió a dar media vuelta y prosiguió por la Quinta Avenida.
Doug se dejó caer contra el respaldo y se pasó un rato respirando hondo.
—Señorita —atinó a decir por fin—, tiene usted más agallas que cerebro.
—Y tú me debes trescientos pavos por el parabrisas. —Y tranquilamente se metió en el aparcamiento subterráneo de un bloque alto.
—Ya. —Doug se palpó distraídamente el torso para ver si estaba de una pieza—. Te mandaré un cheque.
—Al contado. —En cuanto aparcó en su plaza, Whitney salió del coche—. Y ahora puedes subirme el equipaje. —Abrió el maletero y se dirigió hacia el ascensor. Puede que le temblaran las rodillas, pero no lo admitiría por nada del mundo—. Me apetece una copa.
Doug miró hacia la entrada del garaje y calculó sus posibilidades en la calle. Tal vez una hora o así en la casa le daría tiempo de idear el mejor plan. Y además supuso que estaba en deuda con ella, de manera que empezó a sacar el equipaje.
—Dentro hay más.
—Ya lo subiré luego. —Se echó al hombro la bolsa y cogió las dos maletas. De Gucci, advirtió con una mueca. Y la tía andaba refunfuñando por trescientos cochinos dólares.
Doug entró en el ascensor y tiró las maletas al suelo sin ninguna ceremonia.
—¿Llegas de viaje?
Whitney pulsó el botón del piso cuarenta y dos.
—Un par de semanas en París.
—Un par de semanas. —Doug miró las tres maletas. Y por lo visto había más—. Viajas ligerita, ¿eh?
—Viajo como me place —replicó ella pomposa—. ¿Has estado en Europa?
Doug sonrió, y aunque las gafas le ocultaban los ojos, Whitney encontró su sonrisa atractiva. Tenía una boca bien formada y unos dientes no del todo derechos.
—Unas cuantas veces.
Se estudiaron en silencio el uno al otro. Era la primera ocasión que había tenido Doug de observarla realmente. Era más alta de lo que esperaba, aunque tampoco estaba muy seguro de lo que esperaba. Tenía el pelo cubierto casi por completo por el sombrero blanco tipo fedora que llevaba al bies, pero lo que se veía era tan rubio como el del punk al que había parado en la calle, solo que de un tono más intenso. El ala del sombrero le oscurecía la cara, pero se advertía una tez marfileña sin mácula y una estructura ósea elegante. Tenía los ojos redondeados, del color del whisky. La boca estaba al descubierto y no sonreía. La mujer olía a algo suave y sedoso que uno quisiera tocar en una habitación oscura.
Era lo que Doug habría llamado una mujer despampanante, aunque no parecía tener ninguna curva obvia bajo la sencilla chaqueta de marta cibelina y los pantalones de seda. Doug siempre había preferido lo obvio en las mujeres. Tal vez incluso lo exuberante. Pero bueno, mirarla no era nada desagradable.
Whitney sacó de su bolso de serpiente unas llaves.
—Esas gafas son ridículas.
—Sí. Bueno, han cumplido su misión. —Doug se las quitó.
Sus ojos la sorprendieron. Eran muy claros, muy limpios, verdes. De alguna manera ofrecían un marcado contraste con su rostro y el color de su piel, hasta que uno se daba cuenta de lo directos que eran y la atención con que miraban, como si se tratara de un hombre que lo estudiaba todo y a todos.
Hasta entonces no la había preocupado. Las gafas le daban un aspecto estúpido e inofensivo. Ahora Whitney sintió unas primeras punzadas de intranquilidad. ¿Quién demonios era y por qué le disparaban?
Cuando la puerta se abrió, Doug se inclinó para coger las maletas. Whitney advirtió el fino hilillo rojo que le corría por la muñeca.
—Estás sangrando.
Doug siguió su mirada con indiferencia.
—Sí. ¿Por dónde vamos?
Ella vaciló solo un instante. Podía ser tan displicente como él.
—A la derecha. Y no me manches las maletas de sangre. —Y con estas palabras pasó delante de él para abrir la puerta de la casa.
A pesar del enfado y el dolor, Doug advirtió que tenía unos andares notables. Un paso lento y suelto, con un elegante bamboleo. Concluyó que era una mujer acostumbrada a que los hombres la siguieran, y deliberadamente se puso a su altura. Whitney le miró un instante antes de abrir la puerta. Luego encendió las luces y se fue directamente al bar. Eligió una botella de Remy Martin y sirvió dos generosas copas.
Impresionante, pensó Doug mientras inspeccionaba el apartamento. La moqueta era tan suave y gruesa que no le importaría dormir en ella. Sabía lo suficiente para reconocer la influencia francesa en el mobiliario, pero no tanto como para determinar la época. La mujer había recurrido al azul zafiro y el amarillo mostaza para romper el impresionante blanco de la moqueta. Doug sabía reconocer una antigüedad, y en aquella sala vio varias. El gusto romántico de la chica le resultaba tan obvio como la marina de Monet en la pared. Una copia magnífica, pensó. Si tuviera tiempo de empeñarla, estaría listo para seguir su camino. Solo le hizo falta un somero vistazo para darse cuenta de que podría llenarse los bolsillos con sus elegantísimos chismes franceses y sacar un billete de primera clase que le llevara muy lejos de allí. El problema era que no se atrevía a tratar con ninguna casa de empeños de la ciudad. Y menos ahora que Dimitri había extendido los tentáculos.
Puesto que los muebles no le resultaban de ninguna utilidad, no sabía muy bien por qué le gustaban. Normalmente los habría encontrado demasiado femeninos y formales. Tal vez después de pasarse la tarde corriendo necesitaba el confort de unos cojines de seda y encaje. Whitney bebió un sorbo de coñac mientras atravesaba la sala con las copas.
—Puedes traerla al baño —le dijo mientras le ofrecía la suya. A continuación tiró la chaqueta de piel sobre el respaldo del sofá con actitud negligente—. Voy a echar un vistazo a ese brazo.
Doug se quedó mirándola ceñudo mientras ella se alejaba. Se suponía que las mujeres tenían que hacer preguntas, cientos de preguntas. A lo mejor es que esta no tenía dos dedos de frente para pensar en ellas. La siguió de mala gana, a ella y la estela de aroma que iba dejando. Pero tenía clase, admitió. Eso no se podía negar.
—Quítate la chaqueta y siéntate —le ordenó ella, mojando una toalla con un monograma.
Doug se quitó la chaqueta apretando los dientes al sacar el brazo izquierdo. La dobló con cuidado y la dejó en el borde de la bañera. Luego se sentó en una butaca de cuero que cualquier otra persona habría tenido en el salón. Vio que la manga de la camisa estaba cubierta de sangre seca y se la arrancó maldiciendo para dejar al descubierto la herida.
—Ya puedo hacerlo yo —masculló, tendiendo la mano hacia la toalla.
—Estate quieto. —Whitney empezó a limpiar la sangre seca con la toalla jabonosa—. Hasta que no lo limpiemos no sabremos si la herida es grave.
Doug se arrellanó en la silla porque el agua caliente era sedante y ella le tocaba con suavidad. Pero no dejó de mirarla. ¿Qué clase de mujer era aquella? Conducía como un maníaco de nervios de acero, vestía como para ir a un desfile de moda y bebía como un cosaco (de hecho ya se había terminado el coñac). Habría estado más tranquilo si la hubiese visto mostrar al menos un atisbo de la histeria que esperaba.
—¿No quieres saber cómo me he hecho esto?
—Hmmmm. —Whitney presionó la herida con una toalla limpia para detener la nueva hemorragia. Como él quería que preguntara, estaba decidida a no hacerlo.
—Una bala —dijo Doug, saboreando el momento.
—¿Ah, sí? —Whitney apartó la toalla para mirarla mejor, ahora interesada—. Nunca había visto una herida de bala.
—Genial. —Doug dio un sorbo al coñac—. ¿Te gusta?
Ella se encogió de hombros y se acercó a la puerta de espejo del botiquín.
—No es muy impresionante.
Doug se miró la herida frunciendo el ceño. Es verdad que la bala solo le había rozado. Pero le habían disparado. No todos los días le pegan a uno un tiro.
—Pues duele.
—Ya, bueno, vamos a vendarla. Los arañazos no duelen tanto si no los ves. —Estaba rebuscando entre botes de crema facial y aceites de baño.
—Eres muy listilla…
—Whitney. Me llamo Whitney MacAllister. —Y le ofreció formalmente la mano.
Él sonrió.
—Lord. Doug Lord.
—Hola, Doug. Bueno, en cuanto acabemos con esto tenemos que hablar del parabrisas de mi coche. —Whitney volvió al botiquín—. Son trescientos dólares.
Doug bebió más coñac.
—¿Y cómo sabes que son trescientos dólares?
—Te estoy dando el presupuesto más bajo. En un Mercedes no te cambian ni una bujía por menos de trescientos dólares.
—Pues tendré que dejártelos a deber. Me he gastado mis últimos doscientos en esta chaqueta.
—¿En la chaqueta? —Whitney se volvió sorprendida hacia él—. Tienes pinta de ser más elegante.
—La necesitaba. Además, es de cuero.
Esta vez Whitney se echó a reír.
—Sí, de imitación auténtica.
—¿Cómo que de imitación?
—Que esa monstruosidad no ha visto nunca una vaca. Ah, aquí está. Ya sabía yo que tenía. —Asintiendo satisfecha, sacó una botella del botiquín.
—El muy hijo de puta… —masculló Doug. No había tenido ocasión de mirar de cerca su adquisición. Ahora, con la luz del baño, estaba claro que no era más que vinilo barato. Doscientos dólares. El súbito fuego en el brazo le hizo dar un respingo—. ¡Joder! ¿Qué haces?
—Es yodo —le explicó Whitney, extendiéndolo generosamente sobre la herida.
Doug arrugó la frente.
—Escuece.
—No seas infantil. —Resuelta, le vendó la herida con gasa, la pegó con esparadrapo y le dio una palmadita final—. Ya está —dijo, muy satisfecha de sí misma—. Como nuevo. —Todavía inclinada, volvió la cabeza y le sonrió. Sus rostros estaban muy cerca; el de ella risueño, el de él rabioso—. Y ahora lo de mi coche…
—Podría ser un asesino, un violador, un psicópata —murmuró él con aire peligroso. Whitney notó un temblor recorriéndole la espalda y se enderezó.
—No lo creo. —Pero cogió su vaso y volvió al salón—. ¿Otra copa?
Maldita sea, la chica tenía agallas. Doug agarró la chaqueta y salió tras ella.
—¿No quieres saber por qué me perseguían?
—¿Los malos?
—¿Los… malos? —repitió él, con una carcajada de perplejidad.
—Los buenos no van por ahí disparando a transeúntes inocentes. —Whitney se sirvió otra copa y se sentó en el sofá—. Así que, por eliminación, me imagino que tú eres el bueno.
Doug se echó a reír y se dejó caer junto a ella.
—Mucha gente estaría en desacuerdo contigo.
Whitney le observó de nuevo sobre el borde de su copa. No, tal vez «bueno» era una palabra demasiado concisa. Parecía más complicado que eso.
—Bueno, pues cuéntame por qué querían matarte esos tres.
—Hacían su trabajo. —Doug bebió otro sorbo—. Trabajan para un tal Dimitri, que quiere algo que yo tengo.
—¿Y qué es?
—El mapa de un tesoro —contestó él distraído. Se levantó y se puso a andar de un lado a otro. En el bolsillo llevaba menos de veinte dólares junto con una tarjeta de crédito caducada. Ni lo uno ni lo otro le permitirían salir del país. Lo que llevaba cuidadosamente doblado en un sobre valía una fortuna, pero necesitaba comprar un billete antes de poderlo hacer efectivo. Podía robar una cartera en el aeropuerto. Mejor aún, podía intentar colarse en el avión enseñando su falso carnet de identidad y haciéndose pasar por un duro e impaciente agente del FBI. Le había funcionado en Miami. Pero esta vez no le daba buena espina. Y sabía que era mejor hacer caso a su instinto.
—Necesito dinero —masculló—. Unos cientos de dólares. Tal vez mil. —Se volvió hacia Whitney pensativo.
—Ni hablar. Ya me debes trescientos.
—Te lo devolveré —saltó él—. Maldita sea, en seis meses te compro un coche nuevo. Considéralo una inversión.
—De eso se encarga mi agente de bolsa. —Whitney bebió de nuevo y sonrió. Doug le resultaba muy atractivo de aquella guisa, inquieto, ansioso por ponerse en camino. En el brazo desnudo se marcaban unos músculos fibrosos y sus ojos ardían de entusiasmo.
—Mira, Whitney. —Se sentó en el brazo del sofá, junto a ella—. Mil dólares. Eso no es nada, después de lo que hemos pasado juntos.
—Serán setecientos dólares más de lo que ya me debes —le corrigió ella.
—Te pagaré el doble en seis meses. Necesito comprar un billete de avión, algunas cosas… —Se miró a sí mismo y luego a ella con aquella rápida y atractiva sonrisa—. Una camisa nueva.
Un vivales, pensó ella intrigada. ¿Qué significaba para él un tesoro?
—Tendría que saber algo más antes de poner el dinero.
Doug había camelado a mujeres para sacarles algo más que dinero. De manera que, muy seguro de sí mismo, le cogió una mano entre las suyas, acariciándole los nudillos con el pulgar.
—Un tesoro —susurró persuasivo—. Un tesoro de cuento de hadas. Te traeré diamantes para el pelo. Diamantes enormes y relucientes. Parecerás una princesa. —Le deslizó un dedo por la mejilla. Era suave, fresca. Por un instante, solo un instante, perdió el hilo de su discurso—. También salida de un cuento de hadas.
Le quitó despacio el sombrero y se quedó mirando pasmado y admirando el pelo que caía en cascada por sus hombros, por sus brazos. Pálido como un sol de invierno, suave como la seda.
—Diamantes —repitió, enredando en él los dedos—. Un pelo así debería estar adornado con diamantes.
Whitney estaba absorta en él. Una parte de ella habría creído cualquier cosa que le dijera en ese instante, habría hecho cualquier cosa que le pidiera mientras siguiera tocándola de aquel modo. Pero fue la otra parte, la superviviente, la que logró asumir el control.
—Me gustan los diamantes. Pero también conozco a mucha gente que paga por ellos y acaba con cristales bonitos. Garantías, Douglas. —Para distraerse bebió otro sorbo de coñac—. Siempre pido garantías, el certificado de autenticidad.
Él se levantó exasperado. Puede que Whitney pareciera una presa fácil, pero era dura de roer.
—Mira, nada me impide quitártelo. —Cogió bruscamente el bolso del sofá y se lo tendió—. Puedo largarme con esto o podemos hacer un trato.
Ella se puso en pie y se lo arrebató de las manos.
—No hago tratos a menos que conozca todos los términos. Tienes una cara dura de espanto amenazándome así después de que te he salvado la vida.
—¿Que me has salvado la vida? —explotó Doug—. ¡Pero si casi me matas veinte veces!
Ella alzó el mentón y contestó con voz regia y altanera:
—Si no hubiera burlado a esos tíos, estarías flotando en el río. Y por tu culpa tengo el coche destrozado.
La imagen se acercaba demasiado a la verdad.
—Has visto demasiadas películas de James Cagney —le espetó él.
—Quiero saber lo que tienes y adónde pretendes ir.
—Un puzle. Tengo las piezas de un puzle y voy a Madagascar.
—¿A Madagascar? —Intrigada, le dio varias vueltas en la cabeza. Noches cálidas, bochornosas, aves exóticas, aventura—. ¿Qué clase de puzle? ¿Qué clase de tesoro?
—Eso es asunto mío. —Doug volvió a ponerse la chaqueta teniendo cuidado con el brazo herido.
—Quiero verlo.
—No puedes verlo. Está en Madagascar. —Mientras pensaba, sacó un cigarrillo. Le podía contar algo, lo suficiente para despertar su interés pero no bastante para correr ningún riesgo. Mientras exhalaba el humo miró en torno a la sala—. Parece que sabes algo de Francia.
Ella entornó los ojos.
—Bastante para pedir caracoles y Dom Pérignon.
—Ya, seguro. —Cogió de un curioso mueble una caja de rapé incrustada de perlas—. Digamos que aquello que busco tiene acento francés. Un acento francés antiguo.
Whitney se mordió el labio. Doug había dado en el blanco. La cajita de rapé que ahora se iba pasando de una mano a otra tenía doscientos años y formaba parte de una extensa colección.
—¿Cómo de antiguo?
—Un par de siglos. Mira, guapa, podrías avalarme. —Dejó la caja y se acercó de nuevo a ella—. Considéralo una inversión cultural. Yo me llevo el dinero y te traigo unos regalitos.
Doscientos años significaba la Revolución francesa. María Antonieta y Luis. Opulencia, decadencia e intriga. Al pensarlo, una sonrisa comenzó a asomar a sus labios. La historia siempre le había fascinado, sobre todo la historia de Francia, con su realeza y su política cortesana, sus filósofos y sus artistas. Si de verdad aquel hombre tenía algo, y la expresión de sus ojos la convencía de ello, ¿por qué no iba a llevarse ella su parte? Ir a la caza del tesoro tenía que resultar más divertido que pasar la tarde en Sotheby’s.
—Digamos que me interesa —comenzó, dispuesta a negociar los términos—. ¿Qué haría falta?
Doug sonrió. No pensaba que fuera a morder el anzuelo con tanta facilidad.
—Unos dos mil dólares.
—No me refería al dinero. —Whitney despreciaba el dinero como solo pueden hacerlo los ricos—. Quiero decir que cómo lo conseguiríamos.
—¿Nosotros? —Doug ya no sonreía—. De nosotros, nada.
Ella se miró las uñas.
—Pues si no estamos juntos, no hay dinero. —Volvió a sentarse, extendiendo los brazos sobre el sofá—. No he estado nunca en Madagascar.
—Pues llama a tu agencia de viajes, guapa. Yo trabajo solo.
—Lástima. —Whitney se sacudió el pelo y sonrió—. Bueno, ha estado muy bien. Ahora, si me pagas por los daños…
—Oye, no tengo tiempo de… —Pero se interrumpió al oír un chasquido a sus espaldas. Se dio la vuelta y vio que el pomo de la puerta giraba lentamente, primero a la derecha, luego a la izquierda. Alzó una mano para pedir silencio—. Métete detrás del sofá —susurró, buscando con la mirada el arma más a mano—. Quédate ahí y no hagas ni un ruido.
Whitney fue a protestar, pero entonces oyó el callado chasquido del pomo. Doug agarró un pesado jarrón de porcelana.
—Al suelo —siseó de nuevo, apagando las luces. Decidida a seguir su consejo, Whitney se agachó detrás del sofá.
Doug se quedó detrás de la puerta, que se abrió muy despacio y en silencio. Agarró el jarrón con las dos manos, lamentando no saber con cuántos se enfrentaba. En cuanto la primera sombra entró del todo, alzó el jarrón y lo descargó con todas sus fuerzas. Se oyó un estampido, un gruñido y un golpe. A continuación estalló el caos.
Ruido de pasos, más cristales rotos (su juego de té Meissen, pensó Whitney, a juzgar por la dirección del ruido), luego alguien lanzó una maldición. Un chasquido apagado fue seguido de otro estrépito de cristales. Un disparo con silenciador, estimó ella. Lo había oído en muchas películas. Y el cristal… Volvió la cabeza y vio el agujero en el cuadro que tenía detrás.
Al administrador no le iba a gustar nada, pensó. Pero nada de nada. Y ya la tenía en el punto de mira desde que la última fiesta que dio se salió ligeramente de madre. Maldita sea, Douglas Lord le estaba creando muchos problemas. Más le valía que el tesoro —Whitney enarcó las cejas— valiera la pena.
Luego se produjo un silencio. De hecho, estaba todo demasiado silencioso. Solo se oía el rumor de la respiración.
Doug pegó la espalda al rincón oscuro y agarró con fuerza la 45. Quedaba uno más, pero por lo menos ya no estaba desarmado. Odiaba las armas. El que las usaba solía acabar en el lado malo del cañón.
Estaba bastante cerca de la puerta para largarse, tal vez sin que nadie se diera cuenta. De no haber sido por la mujer de detrás del sofá, y por saber que era él quien la había metido en aquello, se habría marchado. El hecho de no ser capaz solo le hizo enfurecerse con ella. Igual hasta tenía que matar a alguien para salir de allí. Ya había matado antes y era consciente de que lo más probable es que tuviera que volver a hacerlo. Pero aquella era una parte de su vida que jamás podía examinar sin sentirse culpable.
Se tocó la venda del brazo y notó los dedos mojados. Mierda, no podía quedarse allí esperando a desangrarse. Sin hacer ruido fue deslizándose contra la pared.
Whitney tuvo que taparse la boca para no gritar cuando la sombra se agachó en el extremo del sofá. No era Doug. A la primera se dio cuenta de que tenía el cuello demasiado largo y el pelo demasiado corto. Luego advirtió un movimiento a su izquierda. La sombra se volvió hacia él. Sin pensárselo siquiera, Whitney se quitó un zapato de piel italiana buena, apuntó a la cabeza de la sombra con el tacón de diez centímetros y lo descargó con todas sus fuerzas.
Se oyó un gruñido y un golpe.
Pasmada de sí misma, Whitney alzó el zapato con gesto triunfal.
—¡Ya lo tengo!
—La virgen santa —masculló Doug. Atravesó la sala a la carrera, la cogió de la mano y se la llevó a rastras.
—Le he dejado frito —aseguró ella mientras bajaban por la escalera—. Con esto. —Y blandió el zapato aplastado entre la mano de él y la de ella—. ¿Cómo nos han encontrado?
—Dimitri. Por tu matrícula. —Doug estaba furioso consigo mismo por no haberlo pensado antes. Sin dejar de bajar, comenzó a idear un nuevo plan.
—¿Tan deprisa? —Whitney soltó una carcajada. La adrenalina bombeaba por sus venas—. ¿Ese Dimitri es un hombre o un mago?
—Un hombre que tiene a otros hombres. Si coge el teléfono, en media hora podría saber tu historial de crédito y el número que gastas de zapato.
Su padre también, pensó Whitney. Era una cuestión de negocios, y ella entendía de negocios.
—Oye, no puedo andar medio descalza. Dame dos segundos. —Whitney se zafó de su mano y se puso el zapato—. ¿Y ahora qué hacemos?
—Tenemos que llegar al garaje.
—¿Vamos a bajar cuarenta y dos pisos?
—Los ascensores no tienen salida trasera. —Con estas palabras, volvió a agarrarla de la mano y siguió bajando por la escalera—. No quiero salir cerca de tu coche. Seguramente tendrá a alguien ahí abajo vigilando, por si nos escapamos.
—Entonces ¿por qué vamos al garaje?
—Porque necesitamos un coche. Tengo que llegar al aeropuerto.
Whitney se puso el bolso en bandolera para poder agarrarse a la barandilla mientras corrían.
—¿Vas a robar uno?
—Es una idea. Te dejaré en un hotel. Pero inscríbete con otro nombre. Luego…
—De eso nada —le interrumpió ella, advirtiendo aliviada que ya iban por el piso veinte—. No voy a quedarme tirada en un hotel. Parabrisas, trescientos; ventana de doble cristal, doscientos; jarrón de porcelana de Dresde de 1865 aproximadamente, dos mil doscientos setenta y cinco. —Whitney sacó un cuaderno del bolso sin perder ni un paso. En cuando recuperó el aliento, se puso a hacer cálculos—. Pienso cobrar.
—Cobrarás —replicó él sombrío—. Y ahora ahórrate la saliva.
Eso hizo ella, y comenzó a urdir su propio plan.
Para cuando llegaron al garaje, se apoyó sin aliento contra la pared mientras él atisbaba por una rendija de la puerta.
—Vale, el más cercano es un Porsche. Voy yo primero. En cuanto esté dentro, sal tú. Y agáchate.
Volvió a sacarse la pistola del bolsillo y Whitney advirtió en él una expresión de… ¿odio?, se preguntó. ¿Por qué miraba la pistola como si fuera algo repugnante? Cualquiera habría pensado que estaba acostumbrado a llevarlas, como lo estaría un tipo que ronda por bares oscuros y habitaciones de hotel cargadas de humo. Pero no, no la empuñaba con facilidad. En absoluto. Por fin Doug salió al garaje.
¿Quién era realmente Doug Lord? ¿Un matón, un timador, una víctima? Whitney, que presentía que era un poco de todo, estaba fascinada y decidida a averiguar por qué.
Doug, agachado, sacó lo que parecía una navaja y se puso a hurgar en la cerradura hasta abrir sin hacer ruido la puerta del copiloto. Fuera lo que fuese, pensó Whitney, se le daba muy bien forzar cerraduras. Pero dejando esos pensamientos para otro momento, se acercó con cuidado al coche. Doug ya estaba al volante, toqueteando unos cables bajo el salpicadero.
—Malditos coches extranjeros —farfulló—. A mí que me den un Chevy cualquier día.
Whitney abrió unos ojos como platos al oír el ruido del motor.
—¿Me enseñarás a hacer eso? —preguntó admirada.
Doug la miró un instante.
—Tú agárrate. Esta vez conduzco yo. —Salió marcha atrás del aparcamiento a toda velocidad. Para cuando llegaron a la entrada del garaje, iban a noventa por hora—. ¿Tienes algún hotel preferido?
—No pienso ir a un hotel. No voy a perderte de vista hasta que me pagues lo que me debes. A donde tú vayas, voy yo.
—Oye, no sé cuánto tiempo tenemos —le espetó él, mirando por el retrovisor mientras conducía.
—Lo que no tienes es dinero —le recordó ella. Había vuelto a sacar el cuaderno y escribía en limpias columnas—. Y de momento me debes un parabrisas, un jarrón antiguo de porcelana, un juego de té de Meissen (eso son mil ciento cincuenta dólares) y una ventana de doble cristal. Y puede que más.
—Pues entonces otros mil dólares no te importarán.
—Mil dólares siempre importan. Solo tienes crédito mientras no te pierda de vista. Si quieres coger un avión, ya tienes compañera.
—¿Compañera? —Doug se volvió hacia ella preguntándose por qué demonios no le arrebataba el bolso y la echaba del coche de un empujón—. Yo no admito compañeros.
—Pues esta vez sí. Al cincuenta por ciento.
—Yo tengo las respuestas. —Lo cierto es que lo que tenía eran las preguntas, pero no iba a preocuparse ahora por los detalles.
—Pero no tienes dinero.
Doug tomó la FDR Drive. No, mierda, no tenía dinero y lo necesitaba. Así que por el momento la necesitaba a ella. Más tarde, cuando estuviera a varios miles de kilómetros de Nueva York, ya negociarían los términos del acuerdo.
—Está bien. ¿Cuánto dinero llevas encima?
—Unos doscientos dólares.
—¿Doscientos? Mierda. —Ahora conducía a una velocidad constante de ochenta kilómetros por hora. No podía correr el riesgo de que lo parara la policía—. Con eso casi no llegamos ni a New Jersey.
—No me gusta llevar mucho dinero en efectivo.
—Genial. Tengo unos papeles que valen millones y tú quieres comprar tu parte por doscientos dólares.
—Doscientos más los cinco mil que me debes. Y… —Metió la mano en el bolso—. Tengo la tarjeta —sonrió, alzando una American Express—. Nunca salgo sin ella.
Doug se quedó mirándola y de pronto se echó a reír. Puede que aquella mujer le diera más problemas que alegrías, pero lo cierto era que empezaba a dudarlo.
La mano que fue a coger el teléfono era regordeta y muy blanca. En la muñeca, gemelos blancos incrustados de zafiros cuadrados. Las uñas pulidas con un brillo mate, recortadas y cuidadas. El auricular era blanco, inmaculado, fresco. Los dedos se plegaron en torno a él, tres de elegante manicura y la cicatriz de un muñón donde debería haber estado el meñique.
—Dimitri. —La voz era poesía. Nada más oírla, Remo se puso a sudar como un cerdo. Dio una calada al cigarro y habló rápidamente antes de exhalar.
—Se han escapado.
Silencio absoluto. Dimitri sabía que era más aterrador que mil amenazas. Lo utilizó cinco segundos, diez.
—Tres hombres contra uno y una chica. Qué ineficacia.
Remo se aflojó la corbata para poder respirar.
—Han robado un Porsche. Ahora les seguimos hacia el aeropuerto. No llegarán lejos, señor Dimitri.
—No, no llegarán muy lejos. Tengo que hacer unas cuantas llamadas… pulsar unas cuantas teclas. Nos vemos en un día o dos.
Remo se frotó la boca con la mano, inundado de alivio.
—¿Dónde?
Se oyó una risa suave, lejana. El alivio se evaporó como sudor.
—Tú encuentra a Lord, Remo. Yo te encontraré a ti.