El trimestre de otoño de 1954 había empezado. El cuello de mármol de la fea Venus del vestíbulo de Humanidades había vuelto a recibir la huella bermellón, hecha con barra de labios, de un fingido beso. El Waindell Recorder volvía a tratar del Problema de los Aparcamientos. En los márgenes de los libros de la biblioteca, vehementes estudiantes de primero volvían a inscribir glosas utilísimas que decían cosas tales como «descripción de la naturaleza» o «ironía»; y en una bella edición de los poemas de Mallarmé, un escoliador especialmente capacitado había subrayado con tinta violeta la difícil palabra oiseaux y garabateado encima de ella «pájaros». Los ventarrones otoñales volvían a amontonar las hojas muertas contra uno de los lados de los soportales que conducían de Humanidades al Frieze Hall. Y en las tardes serenas, volvían a aletear sobre el asfalto y el césped enormes mariposas monarca castaño-ambarinas que iban dejándose llevar perezosamente hacia el sur, con sus negras patas traseras incompletamente dobladas colgándoles bastante por debajo de sus cuerpos moteados de lunares.
Y la universidad seguía su vida rechinante. Esforzados licenciados, con esposas embarazadas, seguían escribiendo disertaciones sobre Dostoievski y Simone de Beauvoir. Los departamentos literarios seguían funcionando en el convencimiento de que Stendhal, Gals worthy, Dreiser y Mann eran grandes escritores. Seguían estando de moda ciertos plásticos verbales, tales como «conflicto» y «pattern». Como de costumbre, los profesores estériles triunfaban en su empresa de tener una «producción» que consistía en reseñar libros escritos por colegas más fértiles, y, como de costumbre, una cosecha de afortunados miembros del claustro disfrutaban o estaban a punto de disfrutar las becas obtenidas el curso anterior. Así, una divertida bequita permitía al versátil matrimonio Starr —Christopher Starr, con su cara de niño, y su aniñada esposa Louise—, del departamento de Bellas Artes, la extraordinaria oportunidad de grabar canciones populares de posguerra en Alemania Oriental, lugar en el que aquellos asombrosos jóvenes habían logrado entrar tras haber obtenido inexplicablemente la imprescindible autorización. Tristram W. Thomas («Tom» para los amigos), catedrático de Antropología, había obtenido de la Fundación Mandoville diez mil dólares que utilizaría para estudiar en Cuba los hábitos alimenticios de los pescadores y los trepadores de palmeras. Otra institución benéfica había acudido en ayuda del Dr. Bodo von Falternfels, a fin de permitirle completar «una bibliografía del material publicado y manuscrito que ha sido dedicado durante los últimos años a la valoración crítica de la influencia de los discípulos de Nietzsche en el Pensamiento Moderno». Y en último lugar, sin que ello signifique desmerecimiento alguno, la concesión de una beca especialmente generosa permitiría al renombrado psiquiatra de Waindell, el Dr. Rudolph Aura, aplicar a diez mil alumnos de la escuela elemental el llamado Test de Inmersión Digital, en el cual se le pide al niño que moje el índice en diversos tarritos con fluidos de colores, tras lo cual se mide la proporción de la longitud del dedo que ha sido sumergida, para luego crear con esas magnitudes toda clase de fascinantes gráficas.
El trimestre de otoño había empezado, y el Dr. Hagen se enfrentaba a una situación complicada. Durante el verano, un viejo amigo suyo le había insinuado de forma no oficial que seguramente le iban a ofrecer para el siguiente curso una cátedra deliciosamente lucrativa en Seaboard, una universidad mucho más importante que la de Waindell. Esta parte del problema tenía una solución relativamente fácil. Por otro lado, no podía olvidar una heladora realidad: que el departamento que con tanto cariño había ido construyendo, y con cuyo impacto cultural no podía en modo alguno rivalizar el departamento Francés de Blorenge, a pesar de que contaba con fondos mucho más amplios, caería en manos del traicionero Falternfels, al cual él, Hagen, había logrado traer desde Austria, aunque sólo para que se le pusiera en contra, llegando hasta el extremo de apropiarse con métodos ilícitos de la dirección de Europa Nova, una influyente revista cuatrimestral que Hagen había fundado en 1945. La presunta partida de Hagen —de la cual, hasta ahora, no había dicho nada a sus colegas— tendría una consecuencia aún más desgarradora: el ayudante de cátedra Pnin se quedaría plantado. Nunca había habido en Waindell ningún departamento Ruso propiamente dicho, y la existencia académica de mi pobre amigo siempre dependía de la buena voluntad del ecléctico departamento Germánico, que le contrataba como profesor de una especie de rama de Literatura Comparada perteneciente a uno de sus subdepartamentos. Por puro despecho, Bodo cortaría sin duda este miembro, y Pnin, que no tenía cátedra en propiedad en Waindell, se vería obligado a partir, a no ser que algún otro departamento de Lengua y Literatura accediera a adoptarle. Los únicos departamentos que parecían poseer la suficiente flexibilidad como para dar este paso eran los de Inglés y Francés. Pero Jack Cockerell, jefe de Inglés, condenaba todo lo que hacía Hagen, creía que Pnin no era más que un mal chiste, y pugnaba de forma extraoficial pero esperanzada, por contratar los servicios de un importante escritor anglorruso que, en caso necesario, podía dar todos los cursos que Pnin necesitaba retener si quería ganarse la vida. Como último recurso, Hagen habló con Blorenge.
Dos interesantes características distinguían a Leonard Blorenge, jefe del departamento de Lengua y Literatura Francesas; sentía antipatía por la literatura, y no sabía francés. Esto no le impedía ir a congresos de Idiomas Modernos, en los que hacía ostentación de su incompetencia como si se tratara de un majestuoso capricho, y esquivaba con grandes demostraciones de saludable humor profesoral todo intento de inducirle mediante engaños a meterse en las gentilezas del parlebú. Envidiadísimo acaparador de fondos, había convencido recientemente a un rico anciano al que tres universidades también cortejaban pero en vano, a que fomentara con una fantástica dotación de fondos un auténtico alboroto de investigaciones que serían llevadas a cabo por los alumnos bajo la dirección del Dr. Slavski, un canadiense, y destinadas a la futura erección en una colina próxima a Waindell de una «aldea francesa», formada por dos calles y una plaza, que serían fiel copia de las del antiguo burgo de Vandel, distrito de la Dordogne. A pesar del tono grandioso de sus iluminaciones administrativas, Blorenge era hombre de gustos personales muy ascéticos. Había coincidido en la escuela con Sam Poore, el rector de Waindell, y durante muchos años, incluso después de que este perdiera la vista, había ido regularmente con él a pescar a un sombrío y ventoso lago, situado al final de un camino engravillado, y bordeado de secos matorrales, a cien kilómetros al norte de Waindell, y situado en un paisaje espantoso formado por monte bajo —robles enanos y diminutos pinos— que parece como la contrapartida natural de un barrio bajo. Su esposa, una mujer dulce de antecedentes simples, solía llamarle, cuando iba a su club femenino, «el profesor Blorenge». Este daba un curso titulado «Grandes franceses», que le había hecho copiar a su secretaria de los números de 1882 a 1894 de la revista The Hastings Historical and Philosophical Magazine, una colección que él descubrió en un desván y que no podía ser encontrada en la biblioteca.
Pnin acababa de alquilar una casita, e invitó a los Hagen y a los Clements, y a los Thayer, y a Betty Bliss, a una fiesta de inauguración. Por la mañana de ese mismo día, el buen Dr. Hagen hizo una visita desesperada al despacho de Blorenge y le reveló a él, y sólo a él, la complicada situación. Cuando le dijo a Blorenge que Falternfels era un acérrimo antipninista, Blorenge respondió secamente que también lo era él; en realidad, tras haberse encontrado con Pnin en varias reuniones sociales, «había tenido la sensación» —es verdaderamente asombroso que esta gente tan práctica suela tener sensaciones en lugar de opiniones— de que Pnin no estaba capacitado ni siquiera para haraganear por las proximidades de ninguna universidad norteamericana. Empecinadamente, Hagen le dijo que durante varios trimestres Pnin había estado analizando de forma admirable el movimiento romántico, y que sin duda podría tratar del mismo modo las obras de Chateaubriand y Victor Hugo, bajo los auspicios del departamento Francés.
—Ya se encarga el Dr. Slavski de esa pandilla —dijo Blorenge—. De hecho, a veces pienso que damos demasiada importancia a la literatura. Esta misma semana, por ejemplo, Miss Mopsuestia empieza con los existencialistas, Bodo se encarga de Romain Rolland, y yo doy clases sobre el general Boulanger y sobre De Béranger. Definitivamente no. Ya nos dedicamos a todo eso más de la cuenta.
Hagen, jugando su última carta, insinuó que Pnin podía dar un curso de lengua francesa: al igual que muchos rusos, nuestro amigo había tenido una institutriz francesa de pequeño, y después de la Revolución había vivido más de quince años en París.
—¿Quieres decir —preguntó severamente Blorenge— que sabe hablar francés?
Hagen, plenamente consciente de las especiales exigencias de Blorenge, vaciló.
—¡Suéltalo, Hermán! ¿Sí o no?
—Estoy seguro de que podría adaptarse.
—Así que lo habla, ¿eh?
—Bueno, sí.
—En ese caso —dijo Blorenge—, no podemos utilizarle en el primer curso de francés. No sería justo para con Mr. Smith, que da el curso Elemental este trimestre y a quien, naturalmente, sólo se le pide que vaya con una lección de adelanto en relación con sus alumnos. Ahora bien, se da el caso de que Mr. Hashimoto necesita un ayudante para su saturadísimo grupo del curso Intermedio de francés. ¿Sabe ese hombre leer francés, además de hablarlo?
—Te repito que puede adaptarse a lo que sea necesario —esquivó Hagen.
—Ya sé qué significa eso de adaptarse —dijo Blorenge frunciendo el ceño—. En 1950, cuando Hash se ausentó, contraté a aquel profesor suizo de esquí, que metió de contrabando unas copias mimeografiadas de no sé qué antigua antología francesa. Necesitamos casi un año entero para devolver el curso a su nivel inicial. Ahora bien, si ese comosellame no supiera leer francés…
—Lamento decir que sí sabe —dijo Hagen con un gemido.
—Entonces no podemos utilizarle. Como sabes, sólo depositamos nuestra fe en los discos con voces grabadas y otros artilugios técnicos. Los libros están prohibidos.
—Todavía queda el curso Avanzado —murmuró Hagen.
—De eso nos encargamos Carolina Slavski y yo —contestó Blorenge.
Para Pnin, absolutamente ignorante de las aflicciones de su protector, el nuevo trimestre de otoño comenzó especialmente bien: nunca había tenido que preocuparse por tan pocos alumnos, o, dicho de otro modo, tanto tiempo para sus propias investigaciones. Estas investigaciones habían entrado hacía tiempo en esa fase subyugante en la cual la búsqueda se aparta de su objetivo inicial, y se forma un nuevo organismo, un parásito, por así decirlo, del casi maduro fruto. Pnin apartó su mirada mental del final de su obra, que estaba tan a la vista que ya se distinguían los cohetes de los asteriscos y las llamaradas de los «¡sic!» Pensaba rehuir este horizonte pues significaba el fin del éxtasis de la aproximación interminable. Gradualmente, sus fichas iban llenando con su compacto peso una caja de zapatos. Hubo cosas que —como el cotejo de dos leyendas; cierto detalle precioso referido a costumbres o vestimenta; una referencia que, al ser comprobada, resultaba haber sido falsificada por la incompetencia, el descuido o el puro fraude; el estremecimiento de una intuición confirmada; y todos los innumerables triunfos de la erudición bezkorïstnïy (desinteresada, dedicada)— acabaron corrompiendo a Pnin, convirtiéndole en un feliz maníaco drogado por todas esas notas a pie de página que acuden a interrumpir el sueño de los mitos de un aburrido libro de un palmo de grosor, y que remiten a una referencia de otro libro más aburrido incluso. Y en otro plano, más humano, se encontraba la casita de ladrillo de Todd Road, en la esquina con Cliff Avenue, que acababa de alquilar.
Esta casa había sido el alojamiento de la familia del ya fallecido Martin Sheppard, tío del anterior patrón de Pnin en Creek Street y, durante muchos años, encargado de la finca de los Todd, que el ayuntamiento de Waindell había adquirido ahora con el propósito de convertir aquella laberíntica mansión en una moderna clínica de reposo. La hiedra y las piceas embozaban su cerrada verja, cuyo extremo superior alcanzaba Pnin a ver, desde una ventana orientada al norte de su nuevo hogar, al final de Cliff Avenue. Esta avenida era la barra transversal de una T en cuya horcajadura izquierda vivía él. Justo enfrente de su casa, al otro lado de Todd Road (la vertical de la T), unos viejos olmos formaban un muro que separaba el dorado hombro de asfalto remendado de un maizal que se encontraba en su lado este, mientras que por el lado oeste un regimiento de jóvenes abetos, unos advenedizos que eran idénticos entre sí, se encaminaba a la universidad, detrás de una valla, abarcando casi toda la distancia que había hasta la siguiente residencia: la magnífica caja de puros del entrenador del equipo universitario de rugby, que se elevaba algo más de medio kilómetro al sur de la casa de Pnin.
La sensación de estar viviendo en un edificio discreto del que disponía para él solo fue para Pnin singularmente placentera y asombrosamente satisfactoria en relación con una antigua y cansada exigencia del rincón más íntimo de su ser, que tan maltrecho y aturdido estaba después de treinta y cinco años sin hogar. Una de las características más deliciosas de la casa era su silencio angelical, campestre y absolutamente inviolable y, por lo tanto, celestialmente contrapuesto a las persistentes cacofonías que le habían rodeado por seis lados en las habitaciones realquiladas de sus anteriores alojamientos. ¡Y aquella casa tan pequeñita resultaba tan espaciosa! Con agradecida sorpresa, Pnin llegó a pensar que si no hubiera habido revolución rusa, ni éxodo, ni expatriación de Francia, ni nacionalización norteamericana, todo —¡pero sólo en el mejor de los casos, Timofey!— habría sido prácticamente igual: una cátedra en Kharkov o Kazan, una casa a las afueras de la ciudad, como esta, con libros dentro y flores tardías fuera. Era —por ser más preciso— una casa de planta y piso con paredes de ladrillo rojo cereza, contraventanas blancas y tejado de ripias. La verde superficie llana sobre la que se elevaba tenía una anchura de unos cincuenta arshins en su parte delantera, y en la de atrás estaba limitada por una pared vertical de escarpados peñascos musgosos coronados de arbustos leonados. Una rudimentaria avenida paralela al lado sur de la casa conducía hasta un pequeño garaje enjalbegado que albergaba el coche de pobre que poseía Pnin. Una curiosa red en forma de cesto, una suerte de glorificada malla de billar —carente, sin embargo, de fondo—, estaba colgada, por motivos que a él se le escapaban, encima de la puerta del garaje, sobre cuya blancura proyectaba una sombra tan nítida como su propio entrelazamiento, aunque más grande y de un tono más azulado. Los faisanes visitaban la zona de hierbajos que se extendía entre el garaje y el muro de roca. Las lilas —aquellos adornos de los jardines rusos cuyo esplendor primaveral, hecho de miel y zumbidos, Pnin esperaba ilusionadamente— se amontonaban en resecas filas a lo largo de una de las paredes de la casa. Y un alto árbol de hoja caduca, que Pnin, limitado a los abedules, tilos, sauces, álamos, chopos y robles, fue incapaz de identificar, dejaba caer sus anchas hojas acorazonadas de color herrumbre y sus sombras de veranillo de San Martín sobre los peldaños de madera del porche.
La estrafalaria caldera de gasóleo que se encontraba en el sótano hacía todo cuanto podía por hacer subir su flojo aliento templado hacia las ventanillas situadas en los pisos. La cocina tenía un aspecto saludable y alegre, y Pnin se lo pasó en grande disfrutando de aquella gran variedad de perolas, ollas y sartenes, cacerolas y tostadoras, que iban incluidas en la casa. La salita estaba escasa y deslucidamente amueblada, pero tenía un bonito saledizo que albergaba un enorme globo terráqueo muy viejo, en el que Rusia estaba pintada de color azul pálido, y Polonia era una zona descolorida o rascada. En el diminuto comedor, en donde Pnin tenía intención de organizar una cena de pie para sus invitados, dos candelabros de cristal con colgantes eran los causantes de que por las mañanas se produjeran a primera hora reflejos irisados, que ardían de forma hechizadora en el aparador y le recordaban a mi sentimental amigo las vidrieras con cristales de colores que teñían de naranja y verde y violeta la luz solar que penetraba en los porches de las casas de campo rusas. El retrete de loza, cada vez que él pasaba por delante, hacía una auténtica exhibición de retumbos que también le resultaba vagamente conocida en ciertos rincones oscuros de su pasado. El primer piso constaba de dos dormitorios que habían sido, ambos, refugio de muchos críos, y de algún que otro adulto. Las tablas de los pisos estaban rayadas por juguetes de hojalata. De la pared de la habitación en la que decidió dormir, Pnin arrancó una cartulina roja recortada en forma de gallardete, sobre la que alguien había garabateado, con tiza blanca, la enigmática palabra «Cardinals»[11]; en cambio, dejó que permaneciera en su rincón un diminuto balancín a medida para el Pnin de tres años, pintado de color rosa. Una máquina de coser inservible ocupaba el pasillo que conducía al baño, en donde la corta bañera de siempre, una bañera para enanos en un país de gigantes, tardaba tanto en llenarse como los estanques y jofainas aritméticos de los libros de texto rusos.
Ahora ya estaba a punto para dar esa fiesta. La sala tenía un sofá en el que podían sentarse tres personas, un par de sillones con orejas, una butaca completamente tapizada, una silla con el asiento de junco, un puf y dos escabeles. Repentinamente Pnin experimentó un extraño sentimiento de insatisfacción cuando repasó la lista de invitados. Tenía cuerpo pero le faltaba bouquet. Por supuesto, sentía un gran aprecio por los Clements (que, a diferencia de los robots universitarios, eran auténticas personas), con quienes había sostenido divertidísimas conversaciones cuando vivía realquilado en su casa; por supuesto, le estaba muy agradecido a Hermán Hagen por sus muchos favores, como el aumento de sueldo que Hagen le había conseguido hacía poco; por supuesto, Mrs. Hagen era, en el lenguaje corriente de Waindell, «una persona adorable»; por supuesto, Mrs. Thayer siempre se había mostrado muy servicial para con él en la biblioteca, y su marido poseía una consoladora capacidad de demostrar hasta qué punto un ser humano podía ser silencioso con sólo que estuviera dispuesto a soslayar toda clase de comentarios acerca del tiempo. Pero en su combinación de personas faltaba el detalle extraordinario, original, y el viejo Pnin se acordó de aquellas fiestas de bautizo de su infancia, en las que la media docena de niños invitados eran en cierto modo los mismos siempre, y los zapatos apretados, y las sienes doloridas, y aquel tipo especial de aburrimiento pesado, tristón y deprimente que se posaba sobre él después de haber jugado a todos los juegos y luego que un primo peleón hubiese empezado a utilizar para fines vulgares y necios los juguetes nuevos; y también recordaba el solitario zumbido que se le metía en los oídos cuando, durante el inevitable y larguísimo rato dedicado a jugar al escondite, tras una hora de incómoda ocultación, emergía de un oscuro y sofocante armario de la habitación de la doncella, sólo para comprobar que todos los demás niños ya se habían ido a casa.
Cuando visitaba la famosa tienda de ultramarinos situada entre Waindellville e Isola, se cruzó con Betty Bliss, la invitó, y ella dijo que todavía se acordaba del poema en prosa de Turguenev sobre las rosas, con aquel refrán «Kak horoshi, kak svezhi (qué bellas, qué frescas)», y que estaría encantadísima de asistir. También invitó al célebre matemático profesor Idelson, y a su esposa, la escultora, y le dijeron que les complacería ir pero luego telefonearon diciendo que lo sentían muchísimo, que se habían olvidado de un compromiso anterior. Invitó al joven Miller, que a estas alturas ya era agregado de cátedra, y a Charlotte, su bonita y pecosa esposa, pero resultó que ella estaba a punto de dar a luz. Invitó al viejo Carroll, el jefe de conserjes del Frieze Hall, y a su hijo Frank, que había sido el único alumno con talento que llegó a tener mi amigo, y que había escrito una brillante tesis doctoral acerca de las relaciones entre los iámbicos rusos, ingleses y alemanes; pero Frank estaba en el ejército, y Carroll le confesó que «la señora y yo no nos vemos nunca con los profes». Telefoneó a la residencia del rector Poore, con quien había hablado en una ocasión (acerca de la posibilidad de perfeccionar el plan de estudios), durante una merienda al aire libre, hasta que se puso a llover, y también le invitó, pero la sobrina de Poore le contestó que su tío «ya no va nunca de visita, como no sea a casa de unos pocos amigos personales». Estaba a punto de abandonar el proyecto de darle un poco de vida a su lista, cuando se le ocurrió una idea nueva y verdaderamente admirable.
Hacía ya mucho tiempo que Pnin y yo habíamos acabado aceptando el hecho, fastidioso pero casi nunca puesto en duda, de que entre el personal de cualquier universidad siempre se podía encontrar no solamente a alguien que se parecía extraordinariamente a tu dentista o al jefe de correos del pueblo, sino también a alguien que tenía un gemelo en el seno del mismo grupo profesional. Conozco, es más, un caso de trillizos que se presentó en una universidad relativamente pequeña, cuyo astuto rector, Frank Reade, afirmaba que la raíz de la troika era nada menos que yo; y recuerdo que Olga Krotki me dijo una vez, poco antes de morir, que entre los aproximadamente cincuenta miembros del claustro de la Escuela Intensiva de Idiomas que fue creada durante la guerra, y en la que aquella pobre señora a la que le faltaba un pulmón tenía que dar clases de leteo y fenogreco, había ni más ni menos que seis Pnin, aparte del auténtico y, para mí, irrepetible original. No debería, por lo tanto, considerarse sorprendente que Pnin, persona poco observadora en la vida cotidiana, no hubiese podido dejar de apercibirse (en cierto momento de su noveno año en Waindell) de que un flaco anciano con gafas, sobre cuya pequeña pero muy arrugada frente caían unos eruditos mechones de cabello gris acero, y con una profunda arruga que descendía desde cada uno de los lados de su afilada nariz hasta cada una de las esquinas de su alargado labio superior —y de quien Pnin sabía que era el Dr. Thomas Wynn, jefe del departamento de Ornitología, pues estuvo hablando con él una vez, durante una fiesta, sobre las alegres oropéndolas, los melancólicos cucos, y otros pájaros silvestres de Rusia— no era siempre el Dr. Wynn. A veces se difuminaba, por así decirlo, hasta convertirse en otra persona, cuyo nombre Pnin desconocía, pero a la que él clasificaba, con esa animosa afición de los extranjeros por los juegos de palabras, como «Twynn» [12] (o, en pniniano, «Tvin»).
Mi amigo y compatriota comprendió muy pronto que jamás estaría seguro de si aquel tipo alechuzado de rápida y majestuosa zancada, en cuyo camino se cruzaba un día sí y otro no en diferentes momentos de sus desplazamientos, entre el despacho y el aula, entre el aula y la escalera, entre la fuente y e retrete, era en realidad el ornitólogo a quien había conocido casualmente, y al que se sentía obligado a saludar cuando le veía, o el desconocido pseudo-Wynn, que respondía a ese sombrío saludo con exactamente el mismo grado de cortesía automática con el que respondería normalmente alguien a quien se ha conocido casualmente. El momento del encuentro era muy breve, pues tanto Pnin como Wynn (o Twynn) caminaban aprisa; y a veces Pnin, para evitar el intercambio de educados ladridos, fingía estar leyendo una carta, o conseguía sortear a su veloz y atormentador colega desviándose hacia una escalera para luego seguir por un pasillo inferior; pero cierto día, cuando apenas había comenzado a regocijarse pensando en la ingeniosidad de su treta, estuvo a punto de chocar con Tvin (o Vin), que caminaba con fuertes pisadas por el nuevo piso. Cuando empezó el nuevo trimestre de otoño (el décimo de Pnin), aquel fastidio se agravó debido a que habían cambiado los horarios de las clases de Pnin, aboliendo de este modo ciertos recorridos en los que había aprendido a basar sus esfuerzos por eludir a Wynn y al imitador de Wynn. Parecía que no tendría otro remedio que soportar para siempre la tortura. Pues, recordando otras duplicaciones de antaño —desconcertantes parecidos que sólo él había visto—, el preocupado Pnin se dijo a sí mismo que sería inútil pedir ayuda ajena para el desenmarañamiento de los T. Wynn.
El día de su fiesta, cuando estaba terminando un tardío almuerzo en el Frieze Hall, Wynn, o su doble, ninguno de los cuales había comparecido jamás en aquel lugar, se sentó de repente a su lado y dijo:
—Hace tiempo que quería preguntarle una cosa… ¿Usted enseña ruso, verdad? El verano pasado leí un artículo sobre pájaros…
(«¡Vin! ¡Este es Vin!», se dijo a sí mismo Pnin, y a continuación vislumbró un tajante plan de actuación.)
—…, pues bien, el autor del artículo, no recuerdo su nombre, me parece que era ruso, hablaba de que en la región de Skoff, espero haberlo pronunciado bien, hay un pastel típico que tiene forma de pájaro. En esencia, desde luego, es un símbolo fálico, pero me preguntaba si estaba usted enterado de esa costumbre.
Fue entonces cuando la brillante idea lanzó su destello en el cerebro de Pnin.
—Caballero, estoy a su servicio —dijo, con una pincelada de exultación temblando en su garganta: porque ahora ya veía el modo de precisar definitivamente la personalidad de, al menos, el primer Wynn, el aficionado a los pájaros—. Sí. Estoy perfectamente enterado de lo de esos zhavoronki, esas alouettes, esos, tendremos que consultar un dicionario para saber el nombre inglés. De modo que aprovecho la oportunidad para enviarle una invitación para que me visite esta noche. Ocho y media, postmeridian. Una pequeña soirée de inauguración de mi casa, nada más. Lleve también a su esposa, ¿o quizá es usted un Soltero de Corazones?
(¡Este Pnin y sus sempiternos malabarismos verbales!)
Su interlocutor dijo que no estaba casado. Que le encantaría ir. Que cuáles eran las señas.
—Todd Rodd número novecientos noventa y nueve, ¡facilísimo! Al final mismo de la Rodd, en donde se une con Cleef Ahvnue. Una casita de ladrillo y un gran risco negro.
Aquella tarde Pnin estaba impaciente por comenzar las maniobras culinarias. Las inició poco después de las cinco y sólo las interrumpió para vestirse, para la recepción de los invitados, con un sibarítico medio batín de seda azul, con solapas de satén y cinturón provisto de borlas en sus extremos, que había ganado en una rifa benéfica de emigrados celebrada en París hacía veinte años, ¡cómo vuela el tiempo! Llevaba esta chaqueta con unos viejos pantalones de esmoquin, también de origen europeo. Cuando se asomó a mirarse en el espejo roto del armario de las medicinas, se colocó sus pesadas gafas de leer con montura de carey, bajo cuya silla de montar su nariz de patata rusa sobresalía abundantemente. Puso al desnudo sus dientes sintéticos. Inspeccionó mejillas y mentón para comprobar si aún servía su afeitado matutino. Servía. Entre el índice y el pulgar pinzó un largo pelo que emergía por uno de los orificios nasales, consiguió arrancarlo con el segundo y fuerte tirón, y soltó un lujurioso estornudo, redondeando la explosión con un «¡Ah!» de bienestar.
A las siete y media llegó Betty para ayudarle a hacer los últimos preparativos. Betty era ahora profesora de Lengua y Literatura inglesas e Historia en el Instituto Isola de enseñanza media. No había cambiado desde los tiempos en que había sido una rolliza universitaria. Sus miopes ojos grises orlados de rosa miraban con la misma simpatía candorosa de entonces. Llevaba enrollada en torno a la cabeza, a lo Gretchen, la misma serpiente de grueso cabello. Tenía la misma cicatriz en su suave garganta. Pero había aparecido un anillo de compromiso con un diamante diminuto en su regordeta mano, y con coqueto orgullo lo exhibió ante Pnin, que experimentó vagamente una punzada de tristeza. Mi amigo pensó que hubo un tiempo en el que hubiera podido cortejarla, y así lo hubiese hecho, en realidad, si Betty no hubiese tenido mentalidad de criada, cosa que tampoco había sufrido alteración. Aún era capaz de contarte una larga historia a base de «y ella me dijo, y yo le dije, y ella me dijo». Por nada del mundo habría puesto en duda la sabiduría e ingenio de su revista femenina preferida. Aún tenía la costumbre —que compartía con dos o tres jóvenes provincianas que también formaban parte del reducido mundo de Pnin— de darte un tardío golpecito en la manga a manera de constatación, más que de represalia, ante cualquier comentario que le recordase algún olvido o fallo de poca importancia. Le decías, por ejemplo, «Betty, te has olvidado de devolverme ese libro», o «Tenía la impresión, Betty, de haberte oído decir que no te casarías nunca», y antes de su contestación no fallaba nunca ese ademán recatado, y replegado en el mismo momento en que sus chatos dedos entraban en contacto con tu muñeca.
—Es bioquímico y ahora está en Pittsburgh —dijo Betty cuando ayudaba a Pnin a ordenar rebanadas de pan francés untado con mantequilla alrededor de un tarro de fresco y brillante caviar, y a lavar tres grandes racimos de uva. También había una gran bandeja de fiambre, auténtico pan de centeno alemán, y un plato con una vinagreta especial en la que las gambas se codeaban con los pepinillos y los guisantes, y unas salchichas en miniatura bañadas en salsa de tomate, y pirozhki (tartas de setas, tartas de carne, tartas de col) calientes, y cuatro clases de nueces, y diversos dulces orientales a cual más interesante. Las bebidas estarían representadas por el whisky (aportación de Betty), el ryabinovka (licor de serbal), cócteles de brandy y granadina, y por supuesto Ponche Pnínico, una fuerte combinación de Chateau Yquem frío, zumo de pomelo y marrasquino, que el solemne anfitrión había empezado a revolver en una gran ponchera de brillante cristal aguamarina decorada con dibujos de cintas serpenteantes y hojas de nenúfar.
—¡Oh, es preciosa! —exclamó Betty.
Pnin dirigió a la ponchera una mirada de complacida sorpresa, como si la viese por primera vez. Era, explicó, un regalo de Victor. Sí, y cómo estaba, qué le parecía St. Bart. Le gustaba sólo a medias. Había pasado el comienzo del verano en California con su madre, y luego había trabajado dos meses en un hotel yosemita. ¿Un hotel qué? Un hotel de las montañas de California. Bueno, pues luego regresó a su colegio y de repente le envió esto.
Por cierta coincidencia no exenta de ternura, la ponchera llegó el mismo día en que Pnin había contado las sillas y empezado a trazar los planes para su fiesta. Lo recibió metido en una caja introducida en otra caja metida en una tercera caja, y envuelto en una cantidad extravagante de viruta y papel que se esparció por toda la cocina como una tormenta de carnaval. La ponchera que emergió era uno de esos regalos cuyo primer impacto produce en la mente de quien lo recibe una imagen coloreada, una borrosa mancha heráldica, que refleja con fuerza tan emblemática el dulce carácter del donante que los atributos tangibles del objeto quedan fundidos, por así decirlo, en esa pura hoguera interior, pero que de repente, y ya para siempre, entran de un brinco en la existencia cuando son objeto de las alabanzas de un extraño que desconoce el verdadero esplendor del objeto.
Un tintineo musical reverberó por toda la casita, y los Clements entraron con una botella de champagne francés y un ramo de dalias.
Con sus ojos azul marino, sus largas pestañas y su pelo a lo garçon de siempre, Joan se había puesto un antiguo vestido negro de seda mucho más elegante que todo cuanto pudiera llegar siquiera a ser imaginado por cualquiera de las demás esposas de los profesores, y siempre resultaba un placer contemplar al pobre y calvo y bueno de Tim Pnin inclinándose ligeramente para tocar con sus labios la leve mano que Joan, a diferencia de todas las demás mujeres de Waindell, sabía elevar exactamente a la altura adecuada para que se la besase un caballero ruso. Laurence, más gordo que nunca, con unos bonitos pantalones de franela gris, se hundió en la butaca e inmediatamente agarró el primer libro que tenía al alcance de la mano, que resultó ser un diccionario de bolsillo Inglés-Ruso, Ruso-Inglés. Sosteniendo las gafas en una mano, Laurence desvió la mirada, tratando de recordar cierta palabra que siempre había querido consultar pero que ahora se le escapaba, y su actitud contribuyó a que se acentuase su asombroso parecido, un poco en jeune, con el canónigo Van Der Paele de Jan van Eyck, mofletudo y rodeado de un plumoso nimbo, que sufre un ataque de abstraimiento a pesar de la presencia de la desconcertada Virgen, a la cual señala, reclamando la atención del buen canónigo, un figurante disfrazado de san Jorge. No faltaba detalle: ni la sien nudosa, ni la mirada triste y meditabunda, ni los pliegues y surcos de la piel facial, ni los delgados labios, ni siquiera la verruga de la mejilla izquierda.
Apenas acababan de instalarse los Clements, cuando Betty introdujo en el comedor al hombre interesado por los pasteles en forma de pájaro. Pnin estaba a punto de decir «doctor Vin» pero Joan —desgraciadamente, quizá— interrumpió la presentación con un «Oh, ya conocemos a Thomas. ¿Quién no conoce a Tom?» Tim Pnin regresó a la cocina, y Betty hizo pasar unos pitillos búlgaros.
—Tenía entendido, Thomas —comentó Clements, cruzando sus gruesas piernas— que te habías ido a La Habana para entrevistar a unos pescadores trepadores de palmeras.
—Me iré a mitad de curso —dijo el profesor Thomas—. Naturalmente, casi toda la investigación de campo ya ha sido llevada a cabo por otros.
—De todos modos, estuvo bien obtener esa beca.
—En nuestra especialidad —contestó Thomas sin perder la compostura— nos vemos obligados a emprender muchos viajes difíciles. De hecho, es posible que me llegue hasta las islas de Barlovento. Suponiendo —añadió con una carcajada hueca— que el senador McCarthy no prohíba los viajes al extranjero.
—Ha obtenido una beca de diez mil dólares —le dijo Joan a Betty, cuyo rostro hizo una venia acompañada de esa mueca especial que consistía en una lenta inclinación parcial de sus tensados mentón y mandíbula inferior, que transmitía automáticamente la veneración respetuosa, felicitadora y ligeramente atemorizada que sentía Betty ante ciertas cosas tremendamente grandiosas tales como, por ejemplo, cenar con el jefe, salir en el Quién es quién, o ser presentado a una duquesa.
Los Thayer, que llegaron en su nueva ranchera, le regalaron al anfitrión una elegante caja de pastillas de menta. El Dr. Hagen, que llegó a pie, alzó en son de triunfo una botella de vodka.
—Buenas tardes, buenas tardes, buenas tardes —dijo el efusivo Hagen.
—Dr. Hagen —dijo Thomas mientras le estrechaba la mano—, espero que el senador no le haya visto andando con eso por ahí.
El buen Dr. Hagen había envejecido perceptiblemente desde el año anterior, pero seguía tan robusto y cuadrado como siempre con sus bien acolchados hombros, su mandíbula cuadrada, sus orificios nasales cuadrados, su glabela leonina, y aquel su rectangular cepillo de pelo canoso que tenía ciertas afinidades con el arte del esculpido artístico de los setos de jardín. Llevaba un traje negro y camisa blanca de nylon, con una corbata negra atravesada de arriba a abajo por un relámpago rojo. Mrs. Hagen no había podido acudir porque se lo había impedido, en el último momento, ay, una jaqueca espantosa.
Pnin sirvió los cócteles «o, mejor dicho, las colas de flamenco,[13] especiales para ornitólogos», como bromeó con astucia.
—¡Gracias! —canturreó Mrs. Thayer al recibir su vaso, elevando sus cejas lineales con ese gesto de amable interrogación que trata de combinar la sorpresa, la turbación y el contento. Esta atractiva, mojigata y sonrosada dama cuarentona, de perlina dentadura postiza y ondulado cabello dorado, era algo así como la prima provinciana de la elegante y reposada Joan Clements, que había viajado por todo el mundo, incluso por Turquía y Egipto, y que estaba casada con el catedrático más original y menos apreciado de Waindell. Habría que añadir aquí algunas palabras en defensa de Roy, el esposo de Margaret Thayer, miembro lúgubre y mudo del departamento de Inglés, que, si exceptuamos a su entusiasta jefe, Cockerell, era un reducto de hipocondríacos. Exteriormente, Roy era una figura obvia. Dibujando unos viejos mocasines marrones, dos coderas beige, una pipa negra, y dos ojos trasnochadores incrustados bajo unas gruesas cejas, el resto era fácil de rellenar. En cierto punto del plano intermedio colgaba una oscura afección hepática, y en cierto punto del telón de foro se extendía la Poesía del Siglo XVIII, el campo en el que Roy estaba especializado, un herbazal repastado con un goteo a modo de arroyo y un grupito de árboles con montones de iniciales grabadas; unas alambradas dispuestas a ambos lados de este pasto lo separaban de los dominios del profesor Stowe, el siglo anterior, en el que las ovejas eran más blancas, la hierba más suave, el riachuelo más sonoro, y de los inicios del siglo XIX, terreno acotado del Dr. Shapiro, con sus claros neblinosos, sus nieblas marinas y sus uvas de importación. Roy Trayer evitaba hablar de su especialidad, evitaba, de hecho, hablar de cualquier especialidad o asunto, había malgastado todo un decenio de su gris vida realizando una obra de erudición que trataba de un grupo olvidado de poetastros innecesarios, y llevaba un detallado diario, en verso criptográfico, que él creía que algún día sería descifrado por la posteridad para proclamarlo, en una sobria revalorización, como el mayor logro literario de nuestra época; y hasta donde yo sé, Roy Thayer, a lo mejor aciertas.
Cuando todo el mundo estaba lameteando y elogiando confortablemente los combinados, el profesor Pnin se sentó en el gimoteante puf que estaba junto a su más reciente amigo y dijo:
—Debo informarle sobre la alondra, zhavoronok en ruso, acerca de la cual me hizo usted el honor de interrogarme. Llévese esto consigo. He pulsado aquí en la máquina de escribir una explicación condensada con bibliografía. Creo que ahora nos transportaremos a la otra habitación donde, según creo, nos espera una cena à la fourchette.
Poco después, con sus platos cargados, los invitados regresaron a la sala. Entraron el ponche.
—¡Caramba, Timofey, de dónde has sacado esta ponchera tan absolutamente maravillosa! —exclamó Joan.
—Es un obsequio de Victor.
—Pero ¿de dónde la ha sacado él?
—De un anticuario de Cranton, creo.
—Caray, debe de haberle costado una fortuna.
—¿Un dólar? ¿Diez dólares? ¿Quizá menos?
—Diez dólares…, ¡qué va! Yo diría más bien que doscientos ¡Mírala bien! Fíjate en ese dibujo serpenteante. Sabes una cosa, tendrías que enseñársela a los Cockerell. Son expertos en cristal antiguo. De hecho, tienen un jarro Lake Dunmore que parece un pariente pobre de tu ponchera.
Margaret Thayer la admiró a su vez, y dijo que cuando era pequeña imaginaba a Cenicienta con unos zapatitos de cristal de un azul verdoso exactamente igual que aquel; a lo cual el profesor Pnin observó que, primo, le gustaría que todo el mundo dijese que el contenido era tan bueno como el continente, y, secundo, que los zapatitos de Cendrillon no eran de cristal sino de piel de ardilla rusa, en francés, vair. Se trataba, dijo, de un evidente ejemplo de la supervivencia de los más fuertes en el terreno de las palabras, pues verre era más evocativo que vair, término que, propuso Pnin, no procedía de varius, abigarrado, sino de veveritsa, palabra eslava con la que se designa la bella y pálida piel invernal de la ardilla, que posee una tonalidad azulada, o mejor sizily, columbina —de columba, que en latín significa «paloma», como bien sabe uno de los presentes.
—Así que ya lo ve, Mrs. Fire, tenía usted, en general, bastante razón.
—El contenido está muy bueno —dijo Laurence Clements.
—Esta bebida es ciertamente deliciosa —dijo Margaret Thayer.
(«Yo siempre había creído que “columbiné” era el nombre de una flor o algo así», le dijo Thomas a Betty, que asintió levemente.)[14]
Después pasaron revista a las edades de varios niños. Victor cumpliría pronto los quince años. Eileen, nieta de la hermana mayor de Mrs. Thayer, tenía cinco. Isabel tenía veintitrés y estaba disfrutando mucho su empleo de secretaria en Nueva York. La hija del Dr. Hagen tenía veinticuatro, y estaba a punto de regresar de Europa, en donde había pasado un verano maravilloso viajando por Baviera y Suiza con una anciana muy simpática, Dorianna Karen, famosa estrella cinematográfica de los años veinte.
Sonó el teléfono. Alguien quería hablar con Mrs. Sheppard. Con una precisión absolutamente desacostumbrada en él tratándose de estas cuestiones, el imprevisible Pnin no solamente suministró la nueva dirección y número de teléfono de aquella mujer, sino también los del mayor de sus hijos.
A eso de las diez, el ponche de Pnin y el whisky de Betty hacían que algunos de los invitados hablasen en voz más alta de lo que ellos se imaginaban. Un arrebol carmín se había extendido por uno de los lados del cuello de Mrs. Thayer, debajo de la estrellita azul de su pendiente izquierdo, y, muy envarada en su asiento, obsequió a su anfitrión con un relato de la pelea que libraban entre sí dos de sus colegas de la biblioteca. Era una simple historia oficinesca, pero sus cambios de tono, que iban de la señorita Soprano hasta el señor Bajo Profundo, y la conciencia que tenía Pnin de que la fiesta estaba discurriendo maravillosamente, le hicieron doblar la cabeza hasta el pecho y estallar en carcajadas que ocultaba detrás de la mano. Roy Thayer sonreía ligeramente para sí sin apartar la vista del ponche que sostenía bajo su gris nariz porosa, y escuchaba educadamente a Joan Clements, la cual, cuando estaba un poco bebida, como ahora, tenía la atractiva costumbre de parpadear rápidamente, o de cerrar del todo las negras pestañas de sus ojos azules, y de interrumpir sus frases, para puntuar una cláusula o tomar nuevo impulso, con profundos «hummm» jadeantes.
—¿No le parece, hummm, que lo que intenta hacer, hummm, prácticamente en todas sus novelas, hummm, es, hummm, expresar la fantástica repetición de ciertas situaciones?
Betty seguía siendo la misma personilla controlada, y se encargaba de las bebidas como una verdadera experta. En el saledizo de la habitación, Clements iba dándole repetidas vueltas taciturnas al globo terráqueo mientras Hagen, evitando cuidadosamente las entonaciones tradicionales que habría utilizado en ambientes más simpáticos, les contaba a él y al bobaliconamente sonriente Thomas el último cotilleo sobre Mrs. Idleson, que le había sido comunicado por Mrs. Blorenge a Mrs. Hagen. Pnin se les acercó con una bandeja de dulce de nueces.
—Esta historia no está hecha para tus castos oídos, Timofey —le dijo Hagen a Pnin, que siempre confesaba no haber entendido la gracia de cualquier «anécdota escabrosa» que le contasen—. No obstante…
Clements se alejó para reunirse con las señoras. Hagen comenzó a contar de nuevo lo ocurrido, y Thomas volvió a sonreír bobaliconamente. Pnin hizo aletear su mano en dirección al narrador, haciendo el ademán ruso que significa «Venga, venga, siempre está usted con las mismas», y dijo:
—He oído contar esta misma anécdota en Odessa, hace treinta y cinco años, y ni siquiera entonces llegué a comprender dónde está la gracia.
Llegada una fase posterior de la fiesta, se habían producido nuevas combinaciones. En un rincón del sofá-cama, el aburrido Clements hojeaba un álbum de Obras maestras de la pintura flamenca que su madre le había regalado a Victor y que este le dejó a Pnin. Joan estaba sentada en un escabel, junto a las rodillas de su marido, con un plato de uva en el regazo de su ancha falda, y se preguntaba cuál sería el momento oportuno para irse sin ofender a Timofey. Los demás escuchaban el análisis que Hagen hacía de los métodos modernos de educación:
—Podéis reíros —dijo, lanzando una mirada enemistosa a Clements, que negó la acusación sacudiendo la cabeza y que luego le pasó el álbum a Joan, señalando cierto detalle que había provocado su diversión—. Podéis reíros, pero afirmo que la única forma de salirse de ese embrollo (sólo una gota, Timofey, así) consiste en encerrar al alumno en una celda insonorizada y eliminar el aula.
—Sí, es verdad —le dijo Joan a su marido en voz baja, devolviéndole el álbum.
—Me alegra que estés de acuerdo, Joan —prosiguió Hagen—. Sin embargo, hay quien me ha llamado enfant terrible por el solo hecho de haber expuesto esta teoría, y quizá no te resulte tan fácil seguir estando de acuerdo conmigo cuando me hayas escuchado hasta el final. Habrá que poner a disposición de este estudiante aislado discos fonográficos que traten de todos los temas posibles…
—¿Y la personalidad del profesor? —dijo Margaret Thayer—. No me dirás que eso no cuenta.
—¡Desde luego que no! —gritó Hagen—. ¡Ahí está lo trágico! A ver, dime, ¿quién quiere tenerle a él de profesor? —y señaló al radiante Pnin—. ¿Quién quiere su personalidad? ¡Nadie! Rechazarán la maravillosa personalidad de Timofey sin un mal estremecimiento. El mundo no quiere a Timofey. El mundo quiere máquinas.
—Se podría conseguir que Timofey saliera televisado —dijo Clements.
—Oh, me encantaría —dijo Joan, dirigiendo una sonrisa deslumbrante a su anfitrión, y Betty asintió vigorosamente con la cabeza. Pnin les hizo una profunda reverencia y extendió ambos brazos con las manos abiertas, que significa «estoy desarmado».
—¿Y qué opinas tú de mi polémico plan? —le preguntó Hagen a Thomas.
—Yo te diré lo que opina Tom —dijo Clements, que seguía contemplando la misma reproducción del libro, que permanecía abierto sobre sus rodillas—. Tom opina que la mejor forma de enseñar cualquier materia consiste en convertir las clases en coloquios, lo cual significa permitir que veinte jóvenes cabezotas y un neurótico presuntuoso discutan durante cincuenta minutos acerca de una cosa de la que ni ellos ni su profesor tienen ni idea. Mira, durante los tres últimos meses —continuó, sin la menor transición lógica— he estado buscando este cuadro, y ahora me lo encuentro aquí. El editor de mi nuevo libro sobre la Filosofía del Ademán quiere poner un retrato mío, y Joan y yo sabíamos que habíamos visto en alguna parte un retrato que se me parecía hasta extremos pasmosos, pintado por algún viejo maestro, pero ni siquiera recordábamos la época. Pues bien, aquí está. Los únicos retoques necesarios serían una camisa deportiva y borrar esta mano de guerrero.
—Me veo en la obligación de protestar —comenzó a decir Thomas.
Clements le pasó el libro abierto a Margaret Thayer, que estalló en una carcajada.
—Me veo en la obligación de protestar, Laurence —dijo Tom—. Un coloquio relajado, en una atmósfera de generalizaciones amplias, me parece una forma de enseñanza mucho más realista que el anticuado monólogo del profesor.
—Eso, eso —dijo Clements.
Joan se puso en pie y cubrió el vaso con la mano cuando Pnin se ofreció a llenárselo de nuevo. Mrs. Thayer miró su reloj de pulsera, y luego a su marido. Un suave bostezo distendió la boca de Laurence. Betty le preguntó a Thomas si conocía a un tal Fogelman, experto en murciélagos, que vivía en Santa Clara, una población cubana. Hagen pidió que le dieran un vaso de agua o de cerveza. «¿A quién me recuerda?», pensó de repente Pnin. «¿A Eric Wind? ¿Por qué? Físicamente son muy diferentes».
El escenario de la última escena fue el vestíbulo. Hagen no lograba encontrar el bastón con el que había llegado (se había caído detrás de un baúl del cuarto ropero).
—Pues me parece que yo me he dejado el bolso en el asiento —dijo Mrs. Thayer empujando ligerísimamente a su esposo hacia la sala.
Pnin y Clements, en una conversación de último momento, se encontraban a uno y otro lado de la puerta de la sala, como un par de bien alimentadas cariátides, y retiraron sus respectivos abdómenes para dejar paso al silencioso Thayer. En el centro de la habitación el profesor Thomas y Miss Bliss —él con las manos a la espalda y levantando ahora un pie y luego el otro; ella con una bandeja— hablaban de Cuba, en donde, según tenía entendido Betty, una prima de su prometido había estado viviendo una larga temporada. Thayer arrastró su fracaso de silla en silla, y se encontró con un bolso blanco en la mano, sin saber a ciencia cierta de dónde lo había cogido, pues tenía la mente dedicada a bosquejar las líneas que escribiría más tarde, esa misma noche:
Nos sentamos y bebimos, cada uno con su propio pasado individual bien cerrado en su interior, y los despertadores del destino puestos a distintas horas del futuro, hasta que, por fin, alguien dio un seco giro a su muñeca, y se encontraron las miradas de los consortes…
Pnin entretanto les preguntó a Joan Clements y Margaret Thayer si les apetecía subir a ver cómo había embellecido las habitaciones de arriba. La idea les encantó. Él las condujo. El llamado kabinet tenía ahora un aspecto muy acogedor, las arañadas tablas del piso estaban confortablemente cubiertas por una alfombra más o menos paquistaní que Pnin había adquirido hacía algún tiempo para su despacho y que pocos días atrás había retirado de forma drásticamente silenciosa de debajo de los pies del sorprendido Falternfels. Una manta de viaje a cuadros, la misma con la que Pnin cubriera sus piernas mientras cruzaba el océano en 1940, y unos cuantos almohadones endémicos, disfrazaban la inamovible cama. La estantería rosa, que había encontrado repleta de libros infantiles —desde Tom el limpiabotas, o el camino del éxito, obra de Horatio Alger Jr., 1889, pasando por Rolf en los bosques, de Ernest Thompson Seton, 1911, hasta la edición de 1928 de la Enciclopedia Ilustrada Compton, en diez volúmenes y con borrosas fotos pequeñitas—, estaba ahora cargada con trescientos sesenta y cinco volúmenes de la biblioteca de Waindell College.
—Pensar que les he puesto el sello del préstamo a todos y cada uno de esos volúmenes —suspiró Mrs. Thayer, poniendo los ojos en blanco con fingida desesperación.
—Mrs. Miller se lo puso a algunos —dijo Pnin, un auténtico rigorista en todo lo referente a la verdad histórica.
Lo que más sorprendió a los visitantes del dormitorio fue el enorme biombo que protegía la gran cama de las insidiosas corrientes de aire, y también la vista que se dominaba desde la hilera de ventanucos: un tenebroso muro de roca que se elevaba bruscamente a unos quince metros de distancia, con una tira de pálido cielo estrellado encima de la negra vegetación de su cresta. Al pie del muro, en el césped iluminado por el reflejo de una ventana, Laurence paseaba en dirección hacia las sombras.
—Por fin estás cómodamente instalado —dijo Joan.
—¿Y sabes lo que voy a decirte? —contestó Pnin, con una voz que insinuaba matizada y confidencialmente una vibración de triunfo—. ¡Mañana por la mañana, tras una cortina de misterio, iré a ver a un caballero que quiere ayudarme a comprar esta casa!
Volvieron a bajar. Roy le dio a su mujer el bolso de Betty. Hermán encontró su bastón. Buscaron el bolso de Margaret. Laurence reapareció.
—¡Adiós, adiós, profesor Vin! —canturreó Pnin, con las mejillas coloradas y redondas a la luz de la lámpara del porche.
(Todavía en el vestíbulo, Betty y Margaret Thayer admiraron el orgulloso bastón del Dr. Hagen, recientemente remitido a su nombre desde Alemania, que era un nudoso garrote con una cabeza de asno en el puño. La cabeza podía mover una de sus orejas. El bastón había pertenecido al abuelo bávaro del Dr. Hagen, que había sido cura rural. El mecanismo de la otra oreja se rompió en 1914, según una nota dejada a su muerte por el clérigo. Hagen lo usaba, afirmó, para defenderse de cierto alsaciano de Greenlawn Lañe. Los perros norteamericanos no estaban acostumbrados a los peatones. Él prefería siempre caminar a usar el coche. Era imposible reparar la oreja. Al menos en Waindell.)
—Me gustaría saber por qué me ha llamado así —dijo T. W. Thomas, catedrático de Antropología, dirigiéndose a Laurence y Joan Clements, mientras atravesaban la oscuridad azul camino de cuatro coches que estaban aparcados bajo los olmos del otro lado de la calle.
—Nuestro amigo —contestó Clements— utiliza una nomenclatura absolutamente personal. Sus extravagancias verbales añaden nuevas emociones a la vida. Sus errores de pronunciación crean nuevas mitologías. Sus lapsus linguae son auténticos oráculos. A mi mujer la llama John.
—De todos modos, sigue resultándome un tanto turbador —dijo Thomas.
—Es probable que te haya confundido por otro —dijo Clements—. Y hasta donde yo sé, podrías ser otro.
Antes de que cruzaran la calle les alcanzó el Dr. Hagen. El profesor Thomas, aún con expresión desconcertada, se despidió.
—Bien —dijo Hagen.
Era una bella noche de otoño, terciopelo abajo, acero arriba.
—¿Estás seguro —preguntó Joan— de que no quieres que te llevemos en coche?
—Es un paseo de diez minutos. Y en noches como esta caminar es un deber.
Se quedaron los tres mirando un momento las estrellas.
—Y pensar que todo eso son mundos —dijo Hagen.
—O un espantoso embrollo —dijo Clements bostezando—. En realidad sospecho que es un cadáver fosforescente en cuyo interior nos encontramos.
Desde el iluminado porche les llegó la sonora risa de Pnin, que estaba acabando de contarles a los Thayer y a Betty Bliss lo de la vez que también él cogió la bolsa ajena.
—Vamos, cadáver fluorescente de mi corazón —dijo Joan—. Encantada de verte, Hermán. Dale recuerdos míos a Irmgard. Ha sido una fiesta encantadora. Nunca había visto tan contento a Timofey.
—Sí, gracias —contestó distraídamente Hagen.
—Tendrías que haber visto su expresión —dijo Joan— cuando nos contaba hace un momento que mañana irá a entrevistarse con un agente de la propiedad inmobiliaria para tratar de la adquisición de esta casa de ensueño.
—¿Eso ha dicho? ¿Estás segura de que ha dicho eso? —preguntó bruscamente Hagen.
—Completamente segura —dijo Joan—. Y te aseguro que no hay nadie que necesite tanto como Timofey una casa propia.
—Bien, buenas noches —dijo Hagen—. Me alegro de que hayáis venido. Buenas noches.
Esperó a que llegasen junto a su coche, vaciló, y luego regresó al iluminado porche, en donde, de pie, como en un escenario, Pnin estrechaba por segunda o tercera vez las manos de Betty y los Thayer.
(«Jamás —dijo Joan mientras ponía marcha atrás y hacía girar el volante del coche—, jamás de los jamases hubiera permitido que mi hija se fuera al extranjero con esa vieja lesbiana». «Cuidado —dijo Laurence—, puede que esté borracho, pero aún podría oírte.»)
—No pienso perdonarle —le dijo Betty a su contentísimo anfitrión— que no me haya permitido lavar los platos.
—Ya le ayudaré yo —dijo Hagen, subiendo los peldaños del porche y aporreándolos con su bastón—. Vosotros, los niños, ya podéis iros.
Hubo una ronda final de apretones de manos, y Betty y los Thayer se fueron.
—Primero —dijo Hagen, cuando Pnin y él volvieron a entrar en la sala— me parece que me tomaré una última copa de vino contigo.
—¡Perfecto! ¡Perfecto! —exclamó Pnin—. Terminemos mi cruchon.
Se instalaron cómodamente, y el Dr. Hagen dijo:
—Eres un magnífico anfitrión, Timofey. Este momento es maravilloso. Mi abuelo solía decir que un vaso de buen vino debería ser siempre saboreado y bebido sorbo a sorbo, como si fuese el último que tomamos antes de la ejecución. Me gustaría saber qué has metido en este ponche. También me gustaría saber si es cierto que, como afirma nuestra deliciosa Joan, tienes proyectos de comprar esta casa.
—No son proyectos, sino simples bocetos —contestó Pnin con una risa gorgoteante.
—Dudo que sea prudente —prosiguió Hagen, acunando su copa.
—Naturalmente, confío en que por fin me darán un puesto fijo —dijo Pnin con cierta picardía—. Ahora soy ayudante de cátedra nueve años. Los años vuelan. Pronto seré ayudante honorario. ¿Por qué calla, Hagen?
—Me pones en una situación embarazosa, Timofey. Esperaba que no llegases a plantear esta cuestión.
—No estoy planteando esta cuestión. Digo sólo que espero que, y no el año próximo, pero dando ejemplo, en el Centenario de la Liberación de los Siervos, Waindell acabe nombrándome profesor agregado.
—Verás, querido amigo, tengo que contarte un triste secreto. Todavía no es oficial, y debes prometerme que no se lo dirás a nadie.
—Lo juro —dijo Pnin, alzando la mano.
—Sabes de sobra —continuó Hagen— con qué amoroso cuidado he ido construyendo nuestro gran departamento. También yo he dejado de ser joven. Dices, Timofey, que llevas nueve años aquí. ¡Y yo he estado dando mi todo a esta universidad desde hace veintinueve años! Mi modesto todo. Tal como mi amigo el Dr. Kraft me decía el otro día en una carta: tú, Hermán Hagen, has hecho más por Alemania en Norteamérica que todo lo que han hecho por Norteamérica nuestras misiones en Alemania. ¿Y ahora qué? He alimentado a ese Falternfels, a ese dragón, en mi pecho, y ahora él ha logrado situarse en una posición clave. ¡Te ahorraré los detalles de sus intrigas!
—Sí —dijo Pnin suspirando—, las intrigas son horribles, horribles. Pero, por otro lado, el trabajo honrado siempre resultará ventajoso. Usted y yo daremos el año próximo unos cursos que llevo planeando desde hace tiempo. Unos cursos sobre la Tiranía. Sobre la Bota. Sobre Nicolás I. Sobre todos los precursores de las atrocidades modernas. Cuando hablamos de injusticia, Hagen, olvidamos las matanzas armenias, las torturas inventadas por el Tibet, la colonización de Africa… ¡La historia de la humanidad es la historia del dolor!
Hagen se inclinó hacia su amigo y le dio unos golpecitos en su huesuda rodilla.
—Eres un romántico maravilloso, Timofey, y en circunstancias menos desdichadas… Sin embargo, puedo comunicarte que en el trimestre de primavera haremos, en efecto, una cosa poco corriente. Vamos a organizar un programa de arte dramático: escenas de varios autores, desde Kotzebue hasta Hauptmann. Yo lo veo como una especie de apoteosis… Pero no nos adelantemos a los acontecimientos. También yo soy un romántico, Timofey, y por consiguiente no puedo trabajar con personas como Bodo, tal como me pide el consejo rector. Kraft se retira de su cátedra de Seaboard, y me han ofrecido que le reemplace, a partir del próximo otoño.
—Felicidades —dijo calurosamente Pnin.
—Gracias, amigo mío. Es sin duda una cátedra magnífica e importante. Aplicaré las valiosísimas experiencias que he adquirido aquí a unos campos de erudición y administración mucho más amplios. Por supuesto, como sé que Bodo no te dejará permanecer en el departamento de Germánicas, mi primer paso fue el de sugerir que te vinieras conmigo, pero los de Seaboard me han dicho que ya tienen, sin ti, más eslavistas de los que necesitan. De modo que hablé con Blorenge, pero también el departamento de Francés está saturado. Esto es infortunado, porque Waindell opina que sería una carga económica excesiva tener que pagarte por un par de cursos de ruso que ya no atraen a casi ningún alumno. Las nuevas tendencias políticas norteamericanas, como todos sabemos, no fomentan precisamente el interés por las cosas de Rusia. Por otro lado, te alegrará saber que el departamento de Inglés va a invitar a uno de tus más brillantes compatriotas, un profesor verdaderamente fascinante. Le he oído dar una conferencia; creo que es un antiguo amigo tuyo.
Pnin carraspeó y preguntó:
—¿Significa eso que me echan?
—No te lo tomes a malas, Timofey. Estoy seguro de que tu antiguo amigo…
—¿Quién es antiguo amigo? —preguntó Pnin, entrecerrando los ojos.
Hagen le dijo el nombre del fascinante profesor.
Inclinándose hacia adelante, con los hombros caídos sobre las rodillas, entrelanzando y desentrelazando las manos, Pnin dijo:
—Sí, le conozco treinta años, o más. Somos amigos, pero hay una cosa absolutamente cierta. Jamás trabajaré a sus órdenes.
—Bueno, supongo que sería mejor que lo consultases con la almohada. Quizá pueda encontrarse alguna solución. De todos modos, habrá amplias oportunidades para discutir estos asuntos. Seguiremos dando clases, los dos, como si nada hubiese ocurrido, nicht wahr? ¡Hemos de ser valientes, Timofey!
—Así que me han echado —dijo Pnin entrelazando las manos y asintiendo con la cabeza.
—Sí, estamos en el mismo barco, en el mismo barco —dijo el jovial Hagen, y se puso en pie.
Estaba haciéndose muy tarde.
—Ahora me voy —dijo Hagen, que, aunque menos adicto al tiempo presente que Pnin, también lo usaba con liberalidad—. Ha sido una fiesta maravillosa, y jamás me habría permitido estropearte la diversión si nuestra amiga mutua no me hubiese informado de tus optimistas intenciones. Buenas noches. Ah, por cierto… Naturalmente, cobrarás tu sueldo completo del trimestre de otoño, y luego ya veremos cuánto podemos conseguirte para el de primavera, sobre todo si aceptas quitarme unas cuantas tareas administrativas de mis estúpidos hombros, y también si tienes una gran participación en el programa de Arte Dramático. Creo, de hecho, que deberías participar como actor, dirigido por mi hija; te distraería de tus tristes pensamientos. Ahora vete inmediatamente a la cama, y concilia el sueño con un buen relato de intriga.
En el porche sacudió la paralizada mano de Pnin con energía suficiente para los dos. Luego hizo unos malabarismos con su bastón y descendió alegremente los peldaños de madera.
La puerta se cerró de golpe a su espalda.
—Der arme Kerl —murmuró compasivamente Hagen para sí mientras se encaminaba a su casa—. Como mínimo, le he endulzado la píldora.
Pnin se llevó al fregadero los platos y cubiertos sucios del aparador y la mesa del comedor. Guardó los restos de comida en la brillante luz ártica de la nevera. El jamón en dulce y la lengua se habían acabado por completo, y lo mismo había ocurrido con las pequeñas salchichas; pero la vinagreta no había tenido mucho éxito, y quedaban suficientes tartitas y caviar para un par de comidas del día siguiente. «Bum-bum-bum», decía el armario de los platos cada vez que él pasaba por delante. Echó una ojeada a la sala y comenzó a limpiarla. Una última gota del Ponche de Pnin brillaba en su bella ponchera. Joan había doblado una colilla manchada de carmín en su plato; Betty no había dejado huellas, y había llevado todos los vasos a la cocina. Mrs. Thayer se había olvidado un librito de preciosas cerillas multicolores en su plato, junto a un pedazo de nougat. Mr. Thayer había doblado en multitud de extrañas formas media docena de servilletas de papel; Hagen había ahogado un despanzurrado puro en un racimo de uvas.
En la cocina, Pnin se dispuso a lavar los platos. Se quitó el batín de seda, la corbata, y la dentadura postiza. Para proteger la pechera de la camisa y los pantalones del frac, se puso un delantal de lunares, como los de las doncellas de las comedias. Echó diversos restos de comida en una bolsa de papel pardo, a fin de dárselos a su debido tiempo a un sarnoso perrillo blanco con manchas rosadas en la espalda que a veces iba a visitarle por las tardes. No había motivos para que la desdicha humana fuera obstáculo para el placer canino.
Preparó un baño de espuma para platos, vasos y cubiertos en el fregadero, e introdujo con cuidado infinito la ponchera aguamarina en el agua templada. Su resonante y durísimo cristal emitió, al posarse para su remojo, un sonido asordinadamente dulce. Aclaró las ambarinas copas y los cubiertos bajo el grifo, y lo sumergió todo en la misma espuma. Luego pescó los cuchillos, tenedores y cucharas, los aclaró, y comenzó a secarlos. Trabajaba con lentitud, con cierta indeterminación que, en una persona menos metódica, hubiese podido ser confundida con una simple neblina de abstraimiento. Reunió las cucharas ya secadas en un ramillete, las depositó en una jarra que ya había lavado pero no secado, y luego las sacó de una en una y volvió a secarlas todas. Tanteó bajo las burbujas tratando de encontrar, en torno a las copas y debajo de la melodiosa ponchera, algún cubierto olvidado, y consiguió recuperar un cascanueces. El melindroso Pnin lo aclaró, y había empezado a secarlo cuando aquel objeto todo patas se le escapó de entre los pliegues de la toalla y cayó como un hombre desde lo alto de un tejado. Estuvo a punto de atraparlo; de hecho, sus dedos llegaron a establecer contacto con él en el aire, pero esto no hizo sino contribuir a impulsarlo con más fuerza incluso hacia la espuma bajo la que estaba escondido el tesoro, y allí debajo, tras la zambullida, sonó un fatal ruido de cristales rotos.
Pnin arrojó la toalla a un rincón y, volviéndose de espaldas, se quedó un momento mirando fijamente la negrura que se extendía más allá del umbral de la abierta puerta trasera. Un tranquilo insecto verde de alas de encaje describía círculos en torno al brillo de una intensa bombilla desnuda que estaba situada encima de la reluciente y calva cabeza de Pnin. Este tenía aspecto de anciano, con su desdentada boca entreabierta y una película de lágrimas desluciendo sus ojos inexpresivos que ni siquiera podían parpadear. Luego, soltando un gemido de angustiada anticipación, volvió al fregadero y, mientras trataba de fortalecer su ánimo, sumergió la mano en las profundidades de la espuma. Un filo de cristal le pinchó. Con suavidad, sacó del agua una copa rota. La preciosa ponchera seguía intacta. Cogió una nueva toallita para secar los platos y continuó con su limpieza casera.
Cuando lo tuvo todo limpio y seco, y dejó la ponchera, desdeñosa y serena, en el estante más seguro de un armario, y una vez cerrada la casa en medio de la amplia noche oscura, Pnin se sentó a la mesa de la cocina y, sacando de su cajón una hoja de papel amarillo, le quitó el capuchón a su estilográfica y comenzó a redactar el borrador de una carta:
«Querido Hagen», escribió con su letra clara y firme, «permítame que recaputile (tachado) recapitule la conversación que hemos tenido esta noche. La cual, tengo que confesarlo, me ha dejado un poco pasmado. Si he tenido el honor de entenderle correctamente, ha dicho usted…».