CAPÍTULO SEGUNDO

1

Las famosas campanas de Waindell College estaban a mitad de su toque matutino.

Laurence G. Clements, un catedrático de Waindell cuyo único curso concurrido era el que trataba de la Filosofía del Ademán, y su esposa Joan, nacida en Pendelton el año 30, acababan de despedirse de su hija, la mejor alumna de su padre: Isabel se había casado, cuando apenas empezaba su carrera, con un graduado de Waindell que tenía un puesto de ingeniero en un remoto estado del Oeste.

Las campanas sonaban musicalmente bajo el plateado sol. Enmarcada en la ventana panorámica, la pequeña ciudad de Waindell —blanca pintura, negro retículo de ramitas— quedaba proyectada, como si la hubiese pintado un niño, en una perspectiva primitiva desprovista de profundidad aérea, contra las colinas gris apizarrado; todo estaba graciosamente cubierto de escarcha; las partes brillantes de los coches aparcados resplandecían; el viejo terrier escocés de Miss Dingwall, una especie de verraco cilíndrico y diminuto, había comenzado a hacer sus carreras Warren Street arriba y Spelman Avenue abajo, y vuelta a empezar; pero ni la buena vecindad, ni el ajardinamiento, ni el cambio de toque de las campanas, por intensos que fuesen, podían suavizar el clima; dentro de un par de semanas, tras una pausa reflexiva, el año académico iniciaría su fase más invernal, el trimestre de primavera, y los Clements se sentían abatidos, aprensivos y solitarios en su bonita y ventosa casa que ahora parecía venirles ancha, como la piel aflojada y la ropa colgante de un chalado que se hubiese adelgazado una tercera parte de su peso. Isabel era tan joven al fin y al cabo, y explicaba tan pocas cosas, y en realidad ellos no sabían de sus consuegros más que aquella selección nupcial de caras de mazapán vistas en el salón alquilado mientras la vaporosa novia se movía desamparada sin sus gafas.

Las campanas, dirigidas por el Dr. Robert Trebler, un activo miembro del departamento de Música, seguían resonando con fuerza en el cielo angelical, y mientras tomaban un frugal desayuno a base de naranjas y limones, Laurence, rubiasco, calvete, y enfermizamente obeso, estaba criticando a la jefa del departamento de Francés, una de las personas a las que Joan había invitado a su casa aquella noche para presentársela al profesor Entwistle de la Goldwin University.

—¿Cómo diablos —bufó Laurence— se te ha ocurrido pedirle que viniera a esa Blorenge, esa momia, esa sosa, esa columna de estuco de la enseñanza?

—A mí me gusta Ann Blorenge —dijo Joan, subrayando su afirmación y su afecto con gestos de asentimiento.

—¡No es más que una vieja chismosa! —exclamó Laurence.

—Una patética anciana —murmuró Joan; y fue entonces cuando paró el Dr. Trebler, y el teléfono tomó el relevo.

Desde un punto de vista técnico, el arte narrativo de la integración de las conversaciones telefónicas anda muy rezagado en relación con el de la reproducción de los diálogos sostenidos desde dos habitaciones distintas o de ventana a ventana por encima de alguna estrecha callejuela azul en una de esas ciudades antiguas en las que tan valiosa es el agua, y tan marcada la desdicha de los asnos, y por las que pululan vendedores de alfombras, y hay minaretes, y extranjeros y melones, y donde suenan los vibrantes ecos de la mañana. Cuando Joan, con el paso nervioso de sus largas piernas, llegó hasta el instrumento reclamante antes de que este abandonara su solicitación, y dijo hola (enarcadas las cejas, vagabundeando los ojos), un silencio hueco le saludó; sólo llegó a oír el sonido íntimo de una respiración regular; hasta que, por fin, la voz de quien respiraba dijo, con un amistoso acento extranjero:

—Un momento, disculpe —esto dicho sin darle importancia, y luego siguió respirando y emitiendo quizás algún ejem o ujum e incluso suspirando un poco, con el acompañamiento de una crepitación evocadora del ruido que se hace al hojear unas paginitas.

—¡Diga! —repitió ella.

—¿Es usted —insinuó la voz, con cautela— Mrs. Fire?

—No —dijo Joan, y colgó—. Además —prosiguió, volviendo a entrar en la cocina y dirigiéndose a su marido, que estaba probando un poco del tocino que ella había preparado para su propio desayuno—, no puedes negar que Jack Cockerell opina que Blorenge es una administradora de primera.

—¿Quién llamaba?

—Alguien que preguntaba por una tal Mrs. Feuer o Fayer. Escúchame bien, si te empeñas en ignorar deliberadamente todo lo que George… [El Dr. O.G. Helm, su médico de cabecera.]

—Joan —dijo Laurence, que después de aquella loncha opalescente se encontraba mucho mejor—, Joan, cariño, supongo que todavía recuerdas que ayer le dijiste a Margaret Thayer que querías un realquilado, ¿no?

—Oh, vaya —dijo Joan, y, dócilmente, el teléfono volvió a sonar.

—Es evidente —dijo la misma voz, reanudando cómodamente la conversación— que he empleado por error el nombre del informador. ¿Estoy en conexión con Mrs. Ciernents?

—Sí, soy Mrs. Clements —dijo Joan.

—Le habla el profesor… —Lo que seguía fue una ridícula explosioncita—. Soy el que dirige las clases en ruso. Mrs. Fire, que ahora trabaja a ratos en la biblioteca…

—Sí…, Mrs. Thayer, ya sé. Bien, ¿quiere usted ver esa habitación?

Eso era lo que quería. ¿Podía ir a inspeccionarla dentro de aproximadamente una hora? Sí, ella estaría en casa. Joan dejó el auricular en su cuna con un ademán desprovisto de ternura.

—¿Quién era ahora? —le preguntó su esposo, volviendo la vista atrás, apoyada su gordinflona y pecosa mano en la barandilla, camino de la seguridad de su despacho de arriba.

—Una pelota de ping-pong agrietada. Ruso.

—¡Santo Dios, el profesor Pnin! —exclamó Laurence—. Le conozco: el que faltaba… Bueno, me niego tajantemente a que ese monstruo viva en mi casa.

Subió la escalera con pasos penosos, truculentos. Ella le gritó a su espalda:

—Lore, ¿terminaste anoche ese artículo que estabas escribiendo?

—Casi. —Había doblado la esquina de la escalera; Joan oyó su mano haciendo chirriar la barandilla y dándole luego unos golpes—. Lo terminaré hoy. Antes tengo que preparar ese condenado examen de HR.

Las siglas representaban el principal de los cursos que daba, Historia de la Razón (contaba con un alumnado de doce personas, ninguna de ellas cristiana, ni siquiera remotamente), y que había comenzado, y terminaría, con una frase destinada a ser citada algún día de forma incluso abusiva: la historia de la razón es, en cierto sentido, la historia de la sinrazón.

2

Media hora más tarde, Joan miró más allá de los moribundos cactus de la ventana del porche que daba al sur, y vio a un hombre con impermeable y sin sombrero, con una cabeza que parecía una bruñida esfera de cobre, que llamaba con optimismo al timbre de la puerta principal de la bonita casa de ladrillo de su vecina. Tenía a su lado al viejo terrier, cuya actitud era tan campechana como la de él. Miss Dingwall salió armada de un mocho de fregona, dejó entrar al parsimonioso y solemne perro, y le indicó a Pnin las pobres tablas de las paredes que albergaban a los Clements.

Timofey Pnin se aposentó en la sala de estar, cruzó las piernas po amerikanski (a la americana), e inició una disertación innecesariamente detallada. Aquello fue un curriculum vitae pormenorizado. Nacido en San Petersburgo el año 1898. Padre y madre fallecidos de tifus en 1917. Partió hacia Kiev en 1918. Estuvo cinco meses con el ejército Blanco, primero en calidad de «telefonista de campaña», y luego en la Oficina de Información Militar. Huyó a Constantinopla cuando la península de Crimea fue invadida por los Rojos en 1919. Terminó su formación universitaria…

—Caramba, yo estuve allí de pequeña, el mismo año exactamente —dijo Joan complacida—. Mi padre fue a Turquía para cumplir una misión gubernamental, y se llevó consigo a toda la familia. ¡Hubiésemos podido conocernos! Me acuerdo de la palabra que usan para decir agua. Y había una rosaleda…

—En turco agua es «su» —dijo Pnin, conocedor de idiomas por necesidad, y siguió hablando de su fascinante pasado: terminó su formación universitaria en Praga. Tuvo relación con varias instituciones científicas. Luego:

—Bien, por abreviar una larga historia: habitó en París desde 1925, abandonó Francia al comienzo de la guerra de Hitler. Ahora está aquí. Es ciudadano americano. Enseña ruso y temas así en el Vandal College. Hagen, el jefe del departamento de Germánicas, podrá darle todas las referencias. Y, si no, el Hogar para Profesores Solteros.

¿No había estado a gusto allí?

—Demasiada gente —dijo Pnin—. Gente fisgona. Y ahora me resulta especialmente necesaria una especial intimidad. —Tosió contra su puño con un sonido inesperadamente cavernoso (que a Joan le recordó, sin saber a ciencia cierta por qué, a un Cosaco profesional que conoció una vez) y luego se preparó para lanzarse al vacío—: Debo advertir: tienen que arrancarme todos los dientes. Es una operación repugnante.

—Bueno, suba —dijo animadamente Joan.

Pnin se asomó a la habitación de paredes rosa y volantes blancos que le mostraba Joan. Había comenzado repentinamente a nevar, aunque el cielo era platino puro, y el lento descenso centelleante se reflejaba en el silencioso espejo. Pnin inspeccionó de forma metódica el cuadro de Hoecker «Chica con gato», que estaba encima de la cama, y el «Niño atrasado» de Hunt que se encontraba encima del anaquel. Luego alzó la mano a pocos centímetros de la ventana.

—¿Es uniforme la temperatura?

Joan lanzó una rápida mirada al radiador.

—La calefacción quema —informó.

—Quería decir si hay corrientes de aire…

—Oh, sí. Tendrá todo el aire que quiera. Y aquí está el baño, pequeño, pero para usted solo.

—¿No tiene douche? —preguntó Pnin mirando hacia arriba—. Quizá sea mejor así. Mi amigo el profesor Cháteau de Columbia se rompió una vez la pierna por dos sitios. Ahora debo pensar. ¿Qué precio está usted dispuesta a pedir? Lo pregunto porque no daré más de un dólar al día…, sin incluir, claro, la nutrición.

—De acuerdo —dijo Joan con aquella agradable y rápida sonrisa que la caracterizaba.

Esa misma tarde, uno de los alumnos de Pnin, Charles McBeth («A juzgar por sus redacciones, yo diría que está loco», solía comentar Pnin), trasladó gustosamente el equipaje de Pnin hasta allí en un coche patológicamente morado y sin guardabarros en el lado izquierdo, y tras un almuerzo temprano en The Egg and Us, un restauran tito recién inaugurado y sin clientela al que Pnin iba por pura simpatía por el fracaso, nuestro amigo se entregó a la agradable tarea de pninizar su nuevo alojamiento. La adolescencia de Isabel se había ido con ella, o, en caso contrario, había sido erradicada por su madre, pero fuera como fuese alguien había permitido que quedaran allí algunas huellas de la infancia de la niña, de modo que antes de encontrar el lugar más ventajoso para su complicada lámpara solar, su enorme máquina de escribir con alfabeto ruso guardada en un ataúd roto y remendado con cinta adhesiva Scotch, sus cinco pares de bonitos y extrañamente pequeños zapatos con sus correspondientes hormas, un aparato para moler y hervir el café que no acababa de ir tan bien como el que había hecho explosión el año pasado, un par de despertadores que cada noche competían en la misma carrera, y setenta y cuatro libros de la biblioteca, que en su mayor parte eran antiguas revistas rusas, sólidamente encuadernadas por la biblioteca de Wainsdell College, Pnin exiló delicadamente a una silla del rellano media docena de desamparados volúmenes, por ejemplo Los pájaros y sus nidos, Días felices en Holanda y Mi primer diccionario («con más de 600 ilustraciones de parques zológicos, el cuerpo humano, granjas, incendios…, científicamente seleccionadas»), y también una solitaria cuenta de madera con un agujero por el centro.

Joan, que utilizaba la palabra «patético» quizá con excesiva frecuencia, declaró que le pediría a aquel patético sabio que bajara a tomarse una copa con sus invitados, a lo cual su marido contestó que también él era un sabio patético y que se iría al cine en caso de que ella cumpliese con su amenaza. Sin embargo, cuando Joan subió a ver a Pnin para hacerle su ofrecimiento, él rechazó la invitación diciéndole, simplemente, que había resuelto no utilizar nunca más la bebida. Tres parejas y Entwistle llegaron alrededor de las nueve, y a las diez la fiesta se hallaba en pleno apogeo, cuando de repente Joan, que estaba charlando con la bonita Gwen Cockerell, vio a Pnin que, enfundado en un suéter verde, se había plantado en el umbral de la puerta que daba a la escalera, y sostenía en la mano, de modo que ella pudiese verlo, un vaso. Joan corrió hacia él, y simultáneamente su marido estuvo a punto de chocar con ella cuando cruzaba al trote la sala con la intención de detener, asfixiar, abolir a Jack Cockerell, jefe del departamento de Inglés, que, de espaldas a Pnin, distraía a Mrs. Hagen y a Mrs. Blorenge con su famoso número, pues era uno de los mejores imitadores de Pnin, por no decir que el mejor.

Su modelo estaba diciéndole entretanto a Joan:

—Este no es un vaso limpio en el baño, y existen otros problemas. Sopla desde el suelo, y sopla desde las paredes…

Pero el Dr. Hagen, un anciano agradable, rectangular, se había fijado, también, en Pnin, y le saludaba alegremente, y al momento siguiente Pnin, reemplazado su vaso por un whisky con soda, estaba siendo presentado al profesor Entwistle.

Zdrastvuyte kak pozhivaete horosho spasibo —disparó Entwistle haciendo una excelente imitación de la lengua rusa, y la verdad es que parecía un simpático coronel zarista vestido de paisano—. Una noche en París —prosiguió, con ojos risueños—, en el cabaret Ougolok, esta demostración convenció a un grupo de juerguistas rusos de que yo era un compatriota suyo, que fingía ser norteamericano, entienden…

—Dentro de dos, tres años —dijo Pnin, perdiéndose un autobús pero subiendo al siguiente—, también a mí me tomarán por un norteamericano —y todo el mundo, excepto el profesor Blorenge, se partió de risa.

—Le pondremos una estufa eléctrica —le dijo Joan a Pnin confidencialmente, mientras le ofrecía unas aceitunas.

—¿Qué marca? —dijo Pnin, recelosamente.

—Ya lo veremos. ¿Alguna otra queja?

—Sí, molestias sónicas —dijo Pnin—. Oigo todos y cada uno de los sonidos de la planta baja, pero ahora no es el lugar de tratar el asunto, creo.

3

Los invitados comenzaron a desfilar. Pnin subió pesadamente la escalera, con un vaso limpio en la mano. Entwistle y su anfitrión fueron los últimos en salir al porche. La nieve húmeda flotaba en la negra noche.

—Es una verdadera lástima —dijo el profesor Entwistle— que seamos incapaces de conseguir que se traslade usted definitivamente a Goldwin. Tenemos con nosotros a Schwarzt y al viejo Crates, que se cuentan entre sus principales admiradores. Tenemos un lago auténtico. Tenemos de todo. Tenemos incluso un profesor que es un auténtico Pnin.

—Lo sé, lo sé —dijo Clements—, pero estas ofertas me llegan demasiado tarde. Tengo intención de retirarme pronto, y hasta que llegue ese momento prefiero quedarme en mi agujero, todo lo enmohecido que usted quiera, pero familiar al fin y al cabo. ¿Qué le ha parecido —añadió bajando la voz—, Monsieur Blorenge?

—Me ha dado la impresión de ser un tipo magnífico. En cierto sentido, sin embargo, debo decir que me ha recordado a una figura probablemente legendaria, aquel jefe de Francés que creía que Chateaubriand era un famoso chef.

—Cuidado —dijo Clements—. Esta anécdota fue atribuida al principio a Blorenge, y es verdadera.

4

A la mañana siguiente el heroico Pnin se encaminó a la ciudad, usando un bastón a la manera europea (arriba-abajo, arriba-abajo) y dejando que su vista se recrease en diversos objetos, a fin de realizar un esfuerzo filosófico consistente en imaginar lo que representaría verlos de nuevo después de la ordalía y recordar entonces qué había significado percibirlos a través del prisma de su expectación. Al cabo de un par de horas regresaba pesadamente, apoyándose en el bastón y sin mirar nada. Una cálida emanación de dolor iba reemplazando gradualmente al hielo y la madera de la anestesia a medida que se producía el deshielo en su todavía semimuerta y abominablemente martirizada boca. Posteriormente, durante unos días guardó luto por una parte muy íntima de su ser. Le sorprendió darse cuenta del cariño que les tenía a sus dientes. Su lengua, una gorda y lustrosa foca, solía zambullirse y deslizarse felizmente por entre las conocidas rocas, pasando revista a los contornos de un reino maltrecho pero todavía seguro, saltando de una cueva a una cala, trepando hasta lo alto de algún promontorio, hociqueando muescas, encontrando en la hendedura de siempre el acostumbrado fragmento de dulce alga; ahora, en cambio, no quedaban marcas en aquel mar, y sólo existía una gran herida oscura, una terra incógnita de encías que el pánico y el asco le impedían investigar. Y cuando le insertaron las placas fue como si a una pobre calavera fósil le hubiesen colocado las sonrientes fauces de un perfecto desconocido.

Según lo acordado, no tenía que dar clases, ni tampoco acudió a los exámenes, de los que se encargó Miller en su lugar. Transcurrieron diez días, y de repente empezó a disfrutar del nuevo artilugio. Era una revelación, un amanecer, un firme bocado de eficiente, alabastrina y humana Norteamérica. Por la noche guardaba su tesoro en un vaso especial con un fluido especial en donde permanecía sonriendo para sí, rosa y perlada, tan perfecta como un maravilloso representante de la flora de las profundidades submarinas. Su gran obra sobre la Vieja Rusia, aquel espléndido sueño en el que se mezclaban el folklore, la poesía, la historia social y la petite histoire, y que durante los últimos años aproximadamente había estado acariciando, parecía por fin accesible ahora que habían desaparecido las jaquecas, ahora que este nuevo anfiteatro de plásticos translúcidos le recordaban, por así decirlo, un escenario y una interpretación. Cuando comenzó el trimestre de primavera, su alumnado no pudo dejar de fijarse en el cambio marítimo tan pronto como él se sentó y se puso a tamborilear coquetamente con el extremo de la goma de un lapicero aquellos incisivos y caninos tan regulares, tan exageradamente regulares, mientras uno de los alumnos traducía cierta frase de la vieja y puñetera Gramática elemental del doctor Oliver Bradstreet Mann (escrita, en realidad, de cabo a cabo, por un par de frágiles esclavos, John y Olga Krotki, ambos fallecidos en la actualidad), como, por ejemplo, «El chico está jugando con su niñera y su tío». Y una tarde abordó a Laurence Clements cuando este huía precipitadamente hacia su despacho, y con incoherentes exclamaciones triunfales comenzó a hacerle demostraciones de lo magnífica que era aquella cosa, la facilidad con la que podía quitársela y volver a ponérsela, y apremió al sorprendido pero no hostil Laurence a que se hiciera quitar toda la dentadura a primera hora de la mañana siguiente.

—Será usted un hombre reformado, como yo —exclamó Pnin.

Habría que decir en favor de Laurence y Joan que supieron comenzar muy pronto a valorar en su justa medida los singulares méritos pninianescos de su inquilino, incluso a pesar de que, más que un huésped, parecía un duende. Manipuló fatalmente su estufa nueva y dijo, muy sombrío, «no importa, pronto seremos primavera». Tenía la fastidiosa manía de plantarse en el rellano y cepillarse perseverantemente allí su ropa, haciendo tintinear el cepillo contra los botones, durante cinco minutos como mínimo cada bendita mañana. Vivió una apasionada intriga con la lavadora de Joan. Aunque se le había prohibido tocarla, le pillaban una y otra vez con las manos en la masa. Olvidando todo decoro y toda precaución, le metía dentro todo lo que tuviera a mano: su pañuelo, los trapos de cocina, un montón de calzoncillos y camisas que bajaba a escondidas de su habitación, y todo por el simple placer de mirar a través de la portilla aquel interminable revoltillo de amodorrados delfines. Un domingo, después de asegurarse de que estaba solo, no pudo resistir, víctima de pura curiosidad científica, la tentación de darle a la poderosa máquina, para que jugase con ellas, un par de zapatillas de lona con suela de caucho que tenían manchas de arcilla y clorofila; las zapatillas se pusieron a dar ruidosas vueltas, con un espantoso sonido arrítmico, como un ejército cruzando un puente, y Joan salió de su salita y dijo entristecida:

—¿Otra vez, Timofey?

Pero le perdonó, y le gustaba sentarse con él a la mesa de la cocina para partir nueces o tomar un té. Desdémona, la vieja asistenta negra, que iba los viernes y con la cual Dios estuvo chismorreando cotidianamente hacía/ cierto tiempo («Desdémona —me decía el Señor— ese George no te conviene»), vio por casualidad a Pnin cuando se estaba tostando a la extraterrena luz lila de su lámpara solar, vestido únicamente con pantalones cortos, gafas ahumadas, y una deslumbrante cruz griega sobre su ancho pecho, y a partir de entonces quedó convencida de que era un santo. Laurence, por su parte, un día que subía a su despacho, una guarida secreta y sagrada ingeniosamente excavada en el desván, se puso furioso cuando al entrar allí encontró encendidas sus suaves luces y la gruesa nuca de Pnin que, abrazado a sus flacas piernas, hojeaba tranquilamente los libros de una esquina:

—Disculpe, sólo estaba paciendo[1] —comentó el amable intruso (cuyo inglés estaba enriqueciéndose a un ritmo asombroso), volviéndose a mirarle por encima del más alto de sus hombros; pero, fuera como fuese, aquella misma tarde cierta referencia ocasional a un autor poco conocido, cierta alusión de pasada y tácitamente reconocida en la media distancia de una idea, una vela aventurera divisada en el horizonte, produjo, sin que ellos se dieren cuenta, una cariñosa concordia mental entre los dos, que sólo estaban realmente a gusto en su cálido mundo de erudición natural. Hay personas sensatas y auténticos orates, y Clements y Pnin pertenecían a esta segunda clase de gente. A partir de entonces se ponían a tramar diabluras cada vez que se cruzaban y se paraban en los umbrales, en los rellanos, en dos niveles diferentes de la escalera (intercambiando altitudes y volviéndose de nuevo hacia el otro), o cuando caminaban en direcciones opuestas de un lado para otro de una habitación que en aquel momento no tenía para ellos más existencia que la de espace meublé, por decirlo con una expresión de Pnin. Pronto se supo que Timofey era una verdadera enciclopedia de encogimientos de hombros y apretones de manos rusos, que los había tabulado, y que podía añadir nuevos datos a los ficheros que Laurence había dedicado a la interpretación filosófica de los ademanes, tanto pictóricos como extrapictóricos, tanto nacionales como ambientales. Era sumamente agradable verles discutiendo sobre alguna leyenda o religión: Timofey eclosionaba en forma de movimientos anfóricos; Laurence iba cortando cada nueva flor con bruscos movimientos de su mano. Laurence llegó al extremo de filmar una película de lo que, según Timofey, eran los elementos básicos de la «carpística» rusa, en donde Pnin, con un polo y una sonrisa de Gioconda en los labios, hacía demostraciones de los movimientos implícitos —cuando se refieren a las manos— en verbos rusos tales como mahnut’, vsplesnut’, razvesti: la sacudida, con tirón final hacia abajo, de una mano, que caracteriza el abandono por agotamiento; el dramático chasquido bimanual, propio del dolor asombrado; y el movimiento «disyuntivo», en el que las manos se van cada una por su lado para significar la pasividad desesperada. A modo de conclusión, con mucha lentitud, Pnin mostraba de qué modo el ademán internacional consistente en «agitar el dedo», podía ser modificado, mediante un semigiro tan delicado como el muñequeo de la esgrima, hasta convertir el solemne símbolo ruso que señala hacia arriba («¡El juez del Cielo te está viendo!») en una representación alemana del palo amenazador («¡Te la vas a ganar!»).

—Sin embargo —añadía el objetivo Pnin—, la policía metafísica rusa también es perfectamente capaz de romper dedos físicos.

Tras pedir disculpas por su «negligente atavío», Pnin proyectó la película ante un grupo de alumnos; y Betty Bliss, una estudiante de Literatura Comparada, asignatura en la que Pnin ayudaba al Dr. Hagen, anunció que Timofey Pavlovich era exactamente igual que el Buda de una película oriental que había visto en el departamento Asiático. Esta Betty Bliss, una rolliza y maternal muchacha de unos veintinueve veranos, era una dulce espina clavada en la anciana carne de Pnin. Diez años atrás había tenido por amante a un guapo canalla, que la había abandonado para irse con una vagabunda, y posteriormente Betty tuvo un cansino, prolongado y desesperadamente complicado lío, más chekhoviano que dostoievskiano, con un tullido que ahora estaba casado con su enfermera, un bombón de nula talla. El pobre Pnin vacilaba. No excluía, en principio, el matrimonio. En plena y recién estrenada gloria dental, llegó, durante un seminario, cuando los demás ya se habían ido, al extremo de tomar la mano de Betty Bliss sobre su palma y darle unos golpecitos mientras analizaban juntos el poema en prosa de Turguenev «Qué bellas, qué frescas eran las rosas». Betty no podía casi leer, el pecho le estallaba en gemidos, la mano cogida le temblaba.

—Turguenev —dijo Pnin, devolviendo la mano a la mesa— fue obligado por la fea, pero para él adorada, cantante Pauline Viardot a hacer el papel de idiota en charadas y tableaux vivants, y Madame Pushkin dijo: «Me fastidias con tus versos, Pushkin», y en su ancianidad (¡es increíble!) la esposa del coloso de colosos, Tolstoi, gustaba más de un estúpido músico de nariz colorada que de su marido.

Pnin no tenía nada en contra de Miss Bliss. Cuando se esforzaba por visualizar una senilidad serena, la veía, de forma pasablemente clara, corriendo a buscarle una manta para el regazo o cargándole su estilográfica. La chica le gustaba, sí, pero había entregado su corazón a otra mujer.

No se puede, como diría Pnin, esconder el gato en el saco. A fin de poder explicar cabalmente la abyecta excitación que sintió mi pobre amigo una tarde de mediado el trimestre —la tarde en la que recibió cierto telegrama y luego se pasó al menos cuarenta minutos andando de un lado para otro en su habitación—, habría que declarar que Pnin no había sido siempre soltero. Los Clements estaban jugando una partida de damas chinas entre los reflejos de un confortable fuego cuando Pnin bajó estrepitosamente la escalera, pegó un resbalón y estuvo a punto de caer a los pies del matrimonio, a la manera del súbdito que va a presentar sus súplicas al sultán de una antigua ciudad en la que reina la injusticia, pero logró recobrar el equilibrio, aunque sólo para caer de bruces sobre el atizador y las tenazas.

—He venido —dijo, jadeando— a informar, o mejor dicho a pedir permiso para tener una visita femenina el sábado. Durante el día, claro. Es mi ex esposa, actualmente la doctora Liza Wind, es posible que hayan oído mencionar su nombre en los círculos psiquiátricos.

5

Existen ciertas mujeres adorables cuyos ojos, gracias a una casual combinación de brillo y forma, no nos afectan directamente, en el momento de la tímida percepción, sino a modo de aplazado estallido acumulativo de luz que se produce cuando esa cruel persona ya está ausente, y permanece en cambio el angustioso dolor, y sus lentes y lámparas se instalan en la oscuridad. Fueran como fuesen los ojos de Liza Pnin, actualmente Wind, parecían revelar su esencia, su agua de piedra preciosa, solamente al evocarlos con el pensamiento, instante en el cual un inexpresivo, ciego y húmedo incendio aguamarina vibraba y miraba como si una rociadura de sol y mar combinados se te hubiesen metido entre los dos párpados. Sus ojos eran en realidad de un tono azul claro y transparente, en contraste con las negras pestañas y con el rosa intenso de los lagrimales, y se estiraban levemente hacia las sienes, en donde un grupo de pequeñas arrugas felinas se abrían en abanico desde cada uno de ellos. Tenía una espesa mata de cabello castaño oscuro que coronaba una lustrosa frente, y la tez nívea y rosada, y usaba un carmín muy rojo, y, dejando a un lado cierto grosor excesivo de los tobillos y las muñecas, no había casi ninguna imperfección en su madura, animada, elemental y no especialmente acicalada belleza.

Pnin, que por aquel entonces era un joven erudito en plena ascensión, y ella, una sirena más cristalina pero prácticamente la misma persona que ahora, se habían conocido en París alrededor de 1925. Él lucía una rala barba castaño rojiza (en estos momentos no le salían más que blancas púas si no se afeitaba: ¡pobre Pnin, pobre puercoespín albino!), y esta partida excrecencia monástica, completada por una nariz gorda y brillante y unos ojos inocentes, era un magnífico epítome del físico del intelectual ruso de la vieja escuela. Un empleillo en el Instituto Aksakov, rué Vert-Vert, combinado con otro en la librería rusa de Saúl Bagrov, rué Gresset, le proporcionaban sus medios de vida. Liza Bogolepov, estudiante de Medicina que acababa de cumplir la veintena, y que estaba perfectamente encantadora con su suéter de seda negra y su blusa a medida, había empezado ya a trabajar en el sanatorio de Meudon, dirigido por aquella notable y formidable anciana que era la doctora Rosetta Stone, uno de los psiquiatras más destructivos del momento; Liza, además, escribía versos; sobre todo en vacilantes anapestos; en efecto, Pnin la vio por vez primera en una de esas soirées literarias en las que los jóvenes poetas emigrados que habían huido de Rusia en el curso de su pálida y no mimada pubescencia, cantaban elegías nostálgicas dedicadas a un país que para ellos apenas podía ser un triste juguete estilizado, una chuchería hallada en el desván, una esfera de cristal que, agitada, produce una suave y luminosa nevada que cae sobre un minúsculo abeto y una cabaña de troncos hecha de papier mdché. Pnin le escribió una tremenda carta de amor —actualmente conservada en una colección particular— y ella la leyó con lágrimas de autocompasión mientras se recobraba de un intento farmacopeico de suicidio por culpa de un necio lío amoroso con un littérateur que actualmente es… Pero no importa. Cinco analistas, todos ellos amigos íntimos de Liza, coincidieron en decir:

—Pnin, y un hijo. Inmediatamente.

El matrimonio apenas si cambió la forma de vida de ambos. La única diferencia fue que ella se fue a vivir al cochambroso apartamento de Pnin. Él continuó con sus estudios eslávicos, y ella con su psicodramaturgia y su oviposición lírica, pues siguió desovando a diestro y siniestro, con un ritmo que cualquier coneja hubiese envidiado, aquellos poemas suyos, verde y malva, que hablaban del hijo que deseaba, y de los amantes que le hubiese gustado tener, y de San Petersburgo (tema cedido cortésmente por Anna Ajmatova), siempre con entonaciones, imágenes y símiles que ya habían sido utilizados previamente por otras conejas versificadoras. Uno de sus admiradores, banquero y sincero protector de las artes, seleccionó de entre los rusos de París a un influyente crítico literario, Zhorzhik Uranski, y a cambio de una cena con champagne en el Ougolok consiguió que el pobre tipo dedicara su siguiente feuilleton de uno de los periódicos en lengua rusa a realizar una valoración de la musa de Liza, en cuyos rizos castaños Zhorzhik depositó suavemente la corona de Anna Ajmatova, ante lo cual Liza estalló en feliz llanto, más o menos como el llanto de Miss Michigan o el de la Reina de la Rosa del estado de Oregón. Pnin, que no estaba en el ajo, andaba por ahí con un recorte de ese exaltado cántico metido en su honesta agenda, y leía ingenuamente pasajes del texto a un amigo y luego a otro, hasta que el papelucho quedó irremediablemente arrugado y manchado. Tampoco estaba en el ajo por lo que se refiere a cuestiones más serias, y de hecho se encontraba pegando los restos del artículo en un álbum cuando, un día de diciembre de 1938, Liza le telefoneó desde Meudon para decirle que se iba a Montpellier con un hombre que comprendía su «yo orgánico», un tal Dr. Eric Wind, y que no quería volver a ver a Timofey en su vida. Una francesa pelirroja a la que Pnin no conocía fue a buscar las cosas de Liza y le dijo, «bueno, rata de cloaca, se acabó. Te has quedado sin ninguna pobre chica a la que taper dessus»; y al cabo de uno o dos meses le llegó una carta en alemán del Dr. Wind en la que este le ofrecía sus simpatías y disculpas, y le aseguraba a su lieber Herr Pnin que él, el Dr. Wind, ardía en deseos de casarse con «la mujer que ha salido de su vida para entrar en la mía». Pnin le hubiera concedido naturalmente el divorcio con la misma generosidad con la que le hubiese entregado su propia vida, bien recortados los húmedos tallos y adornados con un poco de helecho, y tan bien envuelto todo ello como cuando vas a la floristería y huele a tierra y la lluvia forma espejos grises y verdes el domingo de Pascua; pero resultó que el Dr. Wind tenía en Sudamérica una esposa de mente tortuosa y pasaporte falso, que no deseaba que la molestasen hasta el momento en que ciertos planes suyos quedasen redondeados. Entretanto el Nuevo Mundo había comenzado a llamar también a Pnin; desde Nueva York, un gran amigo suyo, el profesor Konstantin Chateau, le ofreció toda la ayuda necesaria para emprender el viaje migratorio. Pnin informó al Dr. Wind de sus planes y envió a Liza el último número de una revista de emigrados en donde su nombre aparecía mencionado en la página 202. Se encontraba Pnin a mitad de recorrido del espantoso infierno pergeñado por los burócratas europeos (ante la tremenda diversión de los soviéticos), cuando un húmedo día de abril de 1940 sonó un vigoroso timbrazo en su puerta y Liza entró resoplando y pisando pesadamente el suelo, y llevando ante sí, como si de una cómoda se tratase, una preñez de siete meses, y anunció, mientras se quitaba el sombrero y los zapatos, que todo había sido una equivocación, que a partir de ahora sería de nuevo la fiel y leal esposa oficial de Pnin, dispuesta a seguirle a cualquier parte, incluso al otro lado del océano si fuera necesario. Esos días fueron probablemente los más felices de la vida de Pnin —un permanente fulgor de pesada y dolorosa felicidad— y la vernalización de los visados, y los preparativos, y los análisis médicos, con aquel doctor sordomudo que le aplicaba un estetoscopio estropeado al atascado corazón de Pnin por encima de toda la ropa que llevaba puesta, y la amable señora rusa (pariente mía) que tanto les ayudó en el consulado norteamericano, y el viaje a Bordeaux, y el precioso y limpio barco, todo tuvo una rica pincelada de felicidad de cuento de hadas. No sólo estuvo dispuesto a adoptar al niño cuando llegase, sino que se mostró apasionadamente dispuesto a hacerlo, y ella escuchó con expresión satisfecha y un tanto acobardada los planes pedagógicos que él expuso, pues la verdad es que Pnin parecía estar oyendo ya los primeros vagidos del pequeño, y hasta la primera palabra que iba a pronunciar en un futuro muy próximo. A Liza le habían gustado siempre las peladillas, pero ahora las consumía en cantidades fabulosas (dos libras en el trayecto París-Bordeaux), y el ascético Pnin contemplaba su gula con estremecimientos y encogimientos de gozoso espanto, hasta el punto que la suave sedosidad de aquellas dragées le quedó grabada, asociada para siempre al recuerdo de la tensa piel, de la bella tez y de la perfecta dentadura de Liza.

Fue un poco decepcionante que en cuanto subió a bordo y ilirigió una mirada al oleaje, ella dijera:

No, eto izvinite (Qué aburrido).

Y se retiró en seguida al útero del barco, en el interior del cual, durante la mayor parte de la travesía, permaneció tendida boca arriba en la litera del camarote que compartía con las locuaces esposas de tres lacónicos polacos —un luchador de catch, un jardinero y un barbero— que eran los compañeros de camarote de Pnin. La tercera noche de viaje, tras haberse quedado en el bar hasta transcurridas algunas horas después de que Liza hubiese ido a acostarse, Pnin aceptó jubilosamente jugar una partida de ajedrez que le propuso el _x director de un periódico de Frankfurt, un melancólico patriarca ojeroso con jersey de cuello alto y pantalones de golf. Ninguno de los dos era buen jugador; ambos eran adictos a ciertos espectaculares pero completamente erróneos sacrificios de piezas; ambos sentían vehementes deseos de ganar; y el desarrollo de la partida fue además animado por el fantástico alemán de Pnin («Wenn Sie so, dann ich so, und Pferd fliegt»), Al cabo de un rato, otro pasajero se les acercó, dijo entschuldigen Sie, que si podía mirar la partida, y se sentó a su lado. Su cabello pelirrojo estaba cortado casi al rape, sus largas pestañas pálidas parecían lepismas, llevaba una andrajosa americana cruzada, y en seguida se puso a cloquear bajito y a agitar la cabeza cada vez que el patriarca, tras una prolongada y solemne reflexión, se adelantaba para hacer un movimiento insensato. Este servicial espectador, que sin duda alguna era un experto, no pudo finalmente resistir la tentación de devolver a su sitio un peón que su compatriota acababa de jugar, y señaló con dedo tembloroso la torre que había que mover, la cual fue desplazada irreprimiblemente por el viejo bávaro hasta el mismísimo sobaco de la defensa de Pnin. Nuestro hombre perdió, claro, y estaba a punto de abandonar el salón cuando el experto le alcanzó y le dijo entschuldigen Sie, si podía hablar un momento con Herr Pnin («Verá, sé cómo se llama», comentó entre paréntesis, alzando su útil índice), y le sugirió que fueran a tomarse un par de cervezas al bar. Pnin aceptó, y cuando les colocaron las jarras delante el cortés desconocido prosiguió de este modo:

—En la vida, al igual que en el ajedrez, lo mejor es analizar siempre nuestras propias intenciones y motivos. El día en que subimos a bordo me sentía como un niño con ganas de jugar. A la mañana siguiente, sin embargo, comencé a temerme que algún astuto esposo (no estoy haciendo un cumplido, sino una hipótesis retrospectiva) estudiaría tarde o temprano la lista de pasajeros. Hoy mi conciencia me ha juzgado y me ha condenado. Ya no puedo soportar el engaño por más tiempo. A su salud. Esto no tiene nada que ver con nuestro néctar alemán, pero es mejor que la Coca-Cola. Soy el Dr. Eric Wind, tal como usted, ay, ya sabía.

Pnin, en silencio, con el rostro agitado y una palma apoyada todavía en la húmeda barra, había comenzado a dejarse caer torpemente del incómodo asiento en forma de seta, pero Wind acercó sus cinco sensibles dedos a la manga de su interlocutor.

Lasse mich, lasse mich —gimió Pnin, tratando de rechazar la fláccida y aduladora mano.

—¡Por favor! —dijo el Dr. Wind—. Sea justo. El prisionero tiene siempre la última palabra; le asiste ese derecho. Incluso los nazis lo admiten. Y ante todo, quiero que me permita usted pagar al menos la mitad del pasaje de la señora.

Ach nein, nein, nein —dijo Pnin—. Demos por terminada esta conversación de pesadilla (diese koschmarische Sprache).

—Como guste —dijo el Dr. Wind, y a continuación pasó a dejar bien sentadas ante Pnin toda una serie de cuestiones: que todo había sido idea de Liza («para simplificar las cosas; hay que hacerlo, por nuestro hijo»), en donde el «nuestro» sonaba tripersonal; que Liza debía ser tratada con la consideración que merece una mujer que está muy enferma (dado que el embarazo es en realidad una sublimación del deseo de muerte); que él (el Dr. Wind) contraería matrimonio con ella en Norteamérica, «lugar a donde también yo me dirijo», añadió el Dr. Wind a fin de que no hubiese lugar a confusiones; y que él (el Dr. Wind) merecía al menos que se le permitiese pagar las cervezas. A partir de este momento y hasta el final del viaje, que de verde y plata había pasado a ser uniformemente gris, Pnin estuvo públicamente entregado al estudio de sus manuales de inglés, y aunque se mostró inmutable y manso ante Liza, trató de verla lo menos posible sin llegar a despertar sus sospechas. De vez en cuando el Dr. Wind aparecía como por arte de magia y le hacía desde lejos señales de reconocimiento y de solicitud de calma. Y por fin, cuando la gran estatua emergió por entre la neblina matutina en la cual, preparados para que el sol los incendiase, unos edificios pálidos y embrujados permanecían erectos en una disposición que recordaba a la de esos misteriosos rectángulos de alturas desiguales que suelen usarse en las gráficas que representan series comparativas de porcentajes (de recursos naturales, de frecuencia de espejismos en diferentes desiertos), el Dr. Wind se adelantó resueltamente hacia los Pnin y se identificó, «porque tenemos que entrar los tres en el país de la libertad con el corazón bien limpio». Y después de una trivial estancia en la isla de Ellis, Timofey y Liza se separaron.

Hubo complicaciones, pero finalmente Wind pudo casarse con ella. Durante sus primeros cinco años en Norteamérica, Pnin la entrevio varias veces en Nueva York; él y los Wind se nacionalizaron el mismo día; luego, después de que Pnin se fuera a Waindell en 1945, transcurrió media docena de años sin encuentros ni correspondencia. Pero él oyó hablar de ella de vez en cuando. Recientemente (en diciembre de 1951) su amigo Chateau le envió un ejemplar de una revista de psiquiatría que contenía un artículo escrito por los doctores Albina Dunkelberg, Ene Wind y Liza Wind, que trataba de «La psicoterapia de grupo aplicada a los problemas matrimoniales». A Pnin siempre le había resultado embarazoso el interés de Liza por los temas «psihooslinïe» («psicoasininos»), e incluso ahora, cuando hubiese debido sentir indiferencia, notó una punzada de asco y compasión. Eric y ella trabajaban bajo la dirección del gran Bernard Maywood, un tipo simpático y gigantesco —al que Eric, siempre excesivamente predispuesto a la adaptación, solía llamar «el Jefe»— en un Departamento de Investigación perteneciente a un Centro de Planificación Familiar. Estimulado por su esposa y por la esposa de su protector, Eric tuvo la ingeniosa idea (seguramente tomada en préstamo) de desviar a algunos de los clientes más maleables y necios del Centro hacia una trampa psicoterapéutica: un círculo «liberador de tensiones» organizado a la manera de esos grupos de señoras que se reúnen para confeccionar colchas de retazos o cosas parecidas, y en el que, de ocho en ocho, jóvenes casadas trataban de relajarse en una confortable habitación y en una atmósfera de amistoso tuteo, con el médico en una mesa situada a un extremo de la sala, y una secretaria tomando notas discretamente, a fin de que brotaran de todas ellas, a modo de cadáveres, sus respectivos episodios traumáticos de la infancia. En estas sesiones les pedían a las señoras que discutieran entre sí, con absoluta franqueza, sus problemas y desajustes matrimoniales, lo cual traía consigo, desde luego, la comparación de sus diversas observaciones acerca de sus parejas, que eran posteriormente entrevistados en un «grupo de maridos» especial, de carácter igualmente íntimo, en el que todo el mundo hacía circular sus habanos y sus datos y estadísticas anatómicos. Pnin se saltó los informes y fichas personales de los casos analizados, y aquí no hace falta entrar en ninguno de esos hilarantes detalles. Baste decir que a la tercera sesión del grupo femenino, después de que tal o cual señora hubiese vuelto a su casa, visto la luz y regresado para describir la recién descubierta sensación ante sus aún bloqueadas pero arrobadas hermanas, la atmósfera de las reuniones cobró cierto alegre tinte de resurgimiento espiritual («Pues chicas, ayer noche, George…»). Y esto no era todo. El Dr. Eric Wind confiaba en crear con el tiempo una técnica que permitiría reunir a todos esos esposos y esposas en un solo grupo. Por cierto que oírles pronunciar a él o a Liza la palabra «grupo», relamiéndose los labios, podía destrozar a cualquiera. En una larga carta dirigida al apenado Pnin, el profesor Chateau afirmaba que el Dr. Wind llamaba «grupo» incluso a los hermanos siameses. Y Wind, tan progresista e idealista como siempre, soñaba efectivamente en un mundo feliz formado por grupos de siameses centuplicados, comunidades unidas anatómicamente, naciones enteras construidas en torno a un hígado compartido. «Todo eso de la psiquiatría —murmuró Pnin en su respuesta a la carta de Chateau— no es más que una especie de microcosmos del comunismo. ¿Por qué no dejan que la gente sufra a solas sus propias desdichas? ¿Acaso la desdicha no es, pregunto yo, lo único que llegamos en realidad a poseer?».

6

—Mira —le dijo Joan a su marido el sábado por la mañana—, he decidido decirle a Timofey que tendrán toda la casa para ellos dos solos desde las dos hasta las cinco. Hemos de dar a estos seres tan patéticos el mayor número de posibilidades. Yo tengo algunos recados que hacer, y puedo dejarte a ti en la biblioteca.

—Pues resulta —contestó Laurence— que no tengo la más mínima intención de permitir que me dejes en la biblioteca ni que me arranques de aquí en todo el día. Además, es absolutamente improbable que vayan a necesitar ocho habitaciones para esa ceremonia.

Pnin se puso su nuevo traje marrón (pagado por la conferencia de Cremona) y, tras un almuerzo apresurado en The Fgg and Us, atravesó a pie el nevado parque para dirigirse a la estación de autobuses de Waindell, a donde llegó con casi una hora de antelación. No se tomó la molestia de tratar de entender por qué motivos exactamente había sentido Liza la urgente necesidad de verle en su viaje de regreso de Boston, a donde había ido a visitar el colegio de St. Bartholomew, al que asistiría su hijo a partir del siguiente otoño: lo único que Pnin sabía era que al otro lado de la invisible presa que estaba a puntó de reventar bullía y gorgoteaba una riada de felicidad. Se adelantó a recibir cinco autobuses, y en cada uno de ellos distinguió claramente a Liza, que le saludaba con la mano desde el otro lado de una ventanilla mientras ella y otros pasajeros comenzaban a hacer cola para salir, pero, uno tras otro, se vaciaron los autobuses sin que ella compareciese. De repente oyó su sonora voz («Timofey, zdrastvuy!») a su espalda, y, girando sobre sus talones, la vio salir del único Greyhound que él había creído que no iba a traerla. ¿Qué cambios pudo discernir en ella nuestro amigo? ¡Qué cambios podían haberse producido, por Dios! Allí estaba ella. Siempre tenía calor y se mostraba animada, por mucho frío que hiciese, y ahora su abrigo de piel de foca estaba abierto para mostrar su blusa envolantada mientras abrazaba la cabeza de Pnin, y él pudo sentir la fragancia de pomelo de su cuello, e iba murmurando «Nu, nu, vot i horosho, nu vot» —simples muletas para su tullido corazón— y ella exclamó:

—¡Oh, qué espléndida dentadura postiza!

Pnin la ayudó a subirse a un taxi; el largo pañuelo que ella llevaba al cuello se enganchó, y Pnin resbaló en la acera, y el taxista dijo «Cuidado», y cogió la maleta de Liza de la mano de él, y todo había ocurrido ya antes, exactamente en este mismo orden.

Era, le dijo ella cuando subían en el taxi por Park Street, un colegio que seguía la tradición inglesa. No, no quería comer nada, había almorzado muy bien en Albany. Era un colegio «muy lujoso» —esto lo dijo en inglés—, había visto a los chicos jugando a una especie de tenis en pista cubierta, pero sin raqueta, entre cuatro paredes, y en su misma clase habría un (y Liza pronunció con falsa despreocupación un conocido apellido norteamericano que no le decía nada a Pnin porque no era de ningún poeta ni presidente).

—Por cierto —interrumpió Pnin, asomando la cabeza y señalando—, ahí está la universidad.

Todo esto se debía («Sí, ya veo, vizhu, vizhu, kampus kak kampus, la mar de corriente»), todo esto, incluida una beca, se debía a la influencia del Dr. Maywood («Mira, Timofey, algún día tendrías que escribirle una nota, una simple muestra de cortesía»). El director, que era un clérigo, le había enseñado a Liza los trofeos que había conquistado allí Bernard durante su infancia. Naturalmente, Eric había querido que Victor fuese a una escuela pública, pero su plan fue desestimado. La esposa del reverendo Hopper era sobrina de un duque inglés.

—Ya hemos llegado. Este es mi palazzo —dijo el jocoso Pnin, que había sido incapaz de entender ni jota del veloz discurso de ella.

Entraron, y de repente él comprendió que este día que había estado esperando con tan desmesurado anhelo transcurría demasiado aprisa, corriendo, corriendo, v habría desaparecido en cuestión de minutos. Quizá, pensó, si ella le decía inmediatamente lo que quería de él, cabía la posibilidad de que el día se desacelerase y pudiese ser disfrutado de verdad.

—Qué sitio tan horripilante, kakoy zhutkiy dom —dijo ella sentándose en una silla junto al teléfono y quitándose los chanclos (¡qué ademanes tan familiares!)—. Fíjate en esa acuarela de los minaretes. Seguro que son una gente espantosa.

—No —dijo Pnin—. Son amigos míos.

—Querido Timofey —dijo ella, mientras él la acompañaba al primer piso—, siempre has tenido unos amigos espantosos.

—Y esta es mi habitación —dijo Pnin.

—Me parece que voy a estirarme un rato en tu virginal lecho, Timofey. Y luego te recitaré unos versos. Esa horrible jaqueca de siempre empieza a atacarme de nuevo. Con lo maravillosamente bien que me había encontrado hoy.

—Tengo aspirinas.

—Hummm —dijo ella, y esta negación adquirida contrastó de forma extraña con su lengua materna.

Él se dio media vuelta cuando ella comenzó a quitarse los zapatos, y el ruido que hicieron estos al caer en el piso le recordó su pasado.

Ella se tendió, negra la falda, blanca la blusa, castaño el pelo, una mano rosa sobre los ojos.

—¿Qué tal te van las cosas? —preguntó Pnin («que diga pronto lo que quiere de mí») mientras se dejaba caer en la mecedora blanca que estaba junto al radiador.

—Nuestro trabajo es muy interesante —dijo ella, sin descubrir aún sus ojos—, pero tengo que confesarte que ya no le quiero. Nuestras relaciones se han malogrado. Por cierto, que a Eric no le gusta su hijo. Dice que él es el padre tierra y que tú, Timofey, eres el padre agua.

Pnin se puso a reír: se partía a carcajadas y hacía gemir aquella juvenil mecedora en la que estaba sentado. Sus ojos eran como estrellas, y los tenía húmedos.

Ella le miró con curiosidad durante un instante, alzando un poco su rolliza mano, y luego prosiguió:

—En su actitud hacia Víctor, Eric está completamente bloqueado. No sé cuántas veces le habrá matado el chico en sueños. Y, en el caso de Eric, la verbalización (hace tiempo que lo he notado) no sirve para despejar los problemas sino para complicarlos. Es una persona muy difícil. ¿Qué sueldo cobras, Timofey?

Pnin se lo dijo.

—Bien —dijo ella—, no es gran cosa. Pero supongo que hasta consigues ahorrar un poco; te basta y sobra para cubrir tus necesidades, Timofey, tus microscópicas necesidades.

El abdomen de Liza, tensamente sujeto por la faja bajo la negra falda, dio un par de brincos de muda, casera y bienintencionada ironía reminiscente, y Pnin se sonó las narices, sin dejar de sacudir la cabeza, disfrutando todavía de una alegría voluptuosa, extática.

—Escucha mi último poema —le dijo ella, estirando los brazos a los costados y tendida de espaldas, y empezó a canturrear rítmicamente, con una entonación profunda y grave—:

Ya nadela tyomnoe plat’e

I monahsenki ya skromney

Iz slovonoy kosti raspyat’e

Nad holodnoy postel’yu moey.

No ogni neb’ivatih orgiy

Prozhigayut moyo zabityo

I shpchï ya imya Georgiy—

Zolotoe imya tvoyo!

(Me he puesto un vestido oscuro

Y soy más modesta que una monja;

Un crucifijo de marfil

Preside mi fría cama.

Pero las luces de fabulosas orgias

Arden a través de mi olvido,

Y susurro el nombre George:

¡Tu dorado nombre!)

»Es un tipo muy interesante —continuó Liza sin la menor pausa—. Prácticamente inglés, de hecho. Fue piloto de un bombardero durante la guerra y ahora trabaja en una firma de agentes de bolsa en donde le tienen antipatía y no le comprenden. Procede de una familia muy antigua. Su padre fue un soñador, tenía un casino flotante, ya sabes, cosas de esas, pero unos gangsters judíos de Florida le llevaron a la ruina, y fue voluntariamente a la cárcel por otra persona; es una familia de héroes.

Liza hizo una pausa. El silencio de la pequeña habitación estaba siendo puntuado, más que interrumpido, por los latidos y tintineos de aquellos enjalbegados tubos de órgano.

—Le presenté un informe completo a Eric —dijo suspirando Liza—. Y ahora él está empeñado en que, con mi cooperación, sería capaz de curarme. Desgraciadamente, también coopero con George.

Pronunció George a la rusa, con las dos G duras y las dos E más bien largas.

—Bien, c’est la vie, como suele decir Eric, siempre tan original. ¿Cómo puedes dormir con esa telaraña colgando del techo? —Miró su reloj de pulsera—. Madre mía, tengo que tomar el autobús de las cuatro treinta. Pídeme en seguida un taxi por teléfono. Pero antes tengo que decirte una cosa de la máxima importancia.

Por fin, aunque tarde, lo que él había estado esperando.

Liza quería que Timofey ahorrase cada mes un poco de dinero para el chico; porque en este momento Liza no podía pedírselo a Bernard Maywood; y porque ella podía morirse; y porque a Eric no le importaba lo que pudiese ocurrir; y porque alguien debería enviarle al pobre niño una pequeña cantidad de vez en cuando, como si se lo mandase su madre —dinero para gastos, ya sabes—, porque estaría rodeado de niños ricos. Le escribiría dándole las señas y los demás detalles. Sí, ella nunca había dudado de que Timofey era un encanto («No kakoy zhe ti dushka»), Y bien, ¿dónde estaba el baño? Y, por favor, ¿podía pedirle el taxi?

—Por cierto —dijo ella, cuando él estaba ayudándole a ponerse el abrigo y tardaba como siempre en encontrar, fruncido el ceño, el fugitivo agujero para el brazo, mientras ella tanteaba y aleteaba—, este traje marrón ha sido un error por tu parte. Los caballeros no visten de marrón.

La acompañó para despedirla, y luego regresó andando a través del parque. Retenerla, conservarla: tal como era, con su crueldad, con su vulgaridad, con sus cegadores ojos azules, con sus horribles poesías, con sus gordezuelos pies, con su alma impura, seca, sórdida, infantil. De repente pensó: «si las personas vuelven a reunirse en el Cielo (no lo creo, pero lo supongo), ¿cómo podré impedir que se me cuele, que me invada esa cosa marchita, desamparada, lisiada que es su pobre alma? Pero esto es la tierra y, curiosamente, estoy vivo, y la vida y yo…».

Parecía hallarse, de forma por completo inesperada (pues raras veces la desesperación humana conduce a ninguna gran verdad), al borde de una solución simple para el universo, pero le interrumpió una apremiante súplica. Una ardilla que se encontraba al pie de un árbol había visto pasar a Pnin. Con un solo movimiento sinuoso, como de zarcillo, el inteligente animal trepó hasta el borde de una fuente y, cuando Pnin se acercaba, colocó su cara ovalada ante él, con las mejillas hinchadas. Pnin comprendió, y después de unos cuantos tanteos, encontró lo que había que presionar para obtener el resultado apetecido. Mirándole despectivamente, el sediento roedor estudió primero la robusta columna de salpicante agua, y estuvo luego bebiendo durante un buen rato. «Quizá tenga fiebre», pensó Pnin, sollozando silenciosa y generosamente, sin dejar de presionar hacia abajo la palanca y tratando de evitar la desagradable mirada que permanecía fija en él. Saciada su sed, la ardilla partió sin la menor señal de gratitud.

El padre agua continuó su camino, llegó al final del sendero, y luego torció por una calle en la que había un pequeño bar que imitaba una cabaña de troncos y cuyas ventanas estaban protegidas con cristales de color granate.

7

Cuando, cargada con una bolsa de provisiones, dos revistas y tres paquetes, Joan llegó a casa a las cinco y cuarto, encontró en el buzón del porche una carta aérea urgente de su hija. Habían transcurrido más de tres semanas desde que Isabel había escrito brevemente a sus padres para decirles que, tras la luna de miel en Arizona, había llegado sana y salva a la ciudad natal de su marido. Haciendo malabarismos con su carga, Joan abrió el sobre. Era una carta arrobadamente alegre, y se la tragó de golpe mientras todas las cosas flotaban en la radiación de su alivio. Junto a la puerta de la calle notó primero, y vio luego con breve sorpresa, las llaves de Pnin, como un fragmento de su más querida viscera, colgando de la cerradura con su estuche de cuero incluido; las utilizó para abrir la puerta, y en cuanto entró, oyó, procedente de la despensa, un fuerte y anacrónico ruido: el que hacen los armarios cuando alguien los abre y cierra rápida y sucesivamente.

Dejó la bolsa y los paquetes en el poyo de la cocina y preguntó en dirección a la despensa:

—¿Qué buscas, Timofey?

Este salió de allí, oscuramente sonrojado, demente la mirada, y Joan se escandalizó al ver que tenía el rostro hecho un desastre de lágrimas.

—Oh, John, estoy buscando el viscoso y la sonda —dijo Pnin con trágico acento.

—Lo siento pero me parece que no hay soda —contestó ella con su lúcido temple anglosajón—. Pero encontrarás todo el whisky que quieras en la vitrina del comedor. Sin embargo, sería mejor que te tomases conmigo una taza de té bien calentito.

Él hizo el ademán ruso de «renuncia».

—No, no quiero nada —dijo, y, soltando un horrendo suspiro, se sentó a la mesa de la cocina.

Ella se sentó a su lado y abrió una de las revistas que había comprado.

—Ven, Timofey, vamos a mirar las páginas ilustradas.

—No quiero, John. Ya sabes que no distingo lo que es un anuncio de lo que no lo es.

—Tranquilízate, Timofey, yo te lo explicaré todo. Oh, mira… Este chiste me gusta. Fíjate qué ingenioso. Es la combinación de dos ideas diferentes: la isla desierta y la chica soñada. Mira, Timofey, por favor. —Él se puso las gafas de mala gana—. Esto es una isla desierta con su palmera solitaria, y esto son los restos de una balsa, y este es un marinero que ha naufragado, y este es el gato del barco, que se ha salvado con él, y esto que hay ahí, en la roca…

—Imposible —dijo Pnin—. Una isla tan pequeña, y además con la palmera, no puede existir en un mar tan grande.

—Bueno, pero resulta que en este caso sí existe.

—Aislamiento imposible.

—Ya, pero… Así no hay modo, Timofey. Sabes muy bien que tú y Lore estuvisteis el otro día de acuerdo en que el mundo imaginario está basado en la posibilidad de llegar a ciertas componendas con el mundo de la lógica.

—Tengo mis reservas —dijo Pnin—. En primer lugar, la lógica en sí…

—Bueno, me parece que nos estamos alejando demasiado del chiste. Mira la ilustración. Hemos quedado en que este es el marinero, y este el garito, y esta es una sirena bastante melancólica que casualmente rondaba por aquí. Ahora mira las nubecitas que hay encima del marinero y del garito.

—Explosión de bomba atómica —dijo entristecido Pnin.

—No, qué va. Es mucho más divertido. Mira, estas nubecitas redondas son proyecciones de lo que ellos están pensando. Bien, ahora llegamos por fin a lo divertido. Resulta que el marino imagina a la sirena con piernas, y que el gato la imagina toda pez desde la cabeza hasta la cola.

—Lermontov —dijo Pnin alzando dos dedos— ha expresado todo lo que tenía que decir sobre las sirenas en sólo dos poemas. No consigo entender el humor norteamericano, ni siquiera cuando estoy contento, y debo añadir… —Se quitó las gafas con mano temblorosa, apartó con el codo la revista, y, apoyando la cabeza en el brazo, rompió a sollozar sofocadamente.

Joan oyó que la puerta de la calle se abría y volvía a cerrarse, y al cabo de un momento Laurence se asomó a la cocina con festiva furtividad. La mano derecha de Joan le indicó que se fuera; la izquierda señaló el sobre de borde arco iris que se encontraba encima del montón de paquetes. El destello de la sonrisa íntima que le dirigió era un resumen de la carta de Isabel; él la cogió y, abandonando sus bromas, salió de puntillas.

Los innecesariamente robustos hombros de Pnin siguieron estremeciéndose. Joan cerró la revista y durante un minuto estudió su portada: colegiales brillantes como juguetes, Isabel y el chico de los Hagen, árboles de sombra en día de fiesta, una blanca torre de iglesia, las campanas de Waindell.

—¿No ha querido volver contigo? —preguntó Joan dulcemente.

Pnin, con la cabeza apoyada aún en el brazo, empezó a gol pear la mesa con un puño no muy apretado.

—Yo he quedado con nada —gimió Pnin entre sonoros y húmedos sollozos—. ¡Con nada y nadie!