INTRODUCCIÓN

Un ingeniero colombiano pasaba las fiestas de año nuevo de 2008 con su familia en su ciudad natal de Barranquilla. Como tantos otros, estaba especialmente cabreado después de que las FARC hubiesen prometido liberar a Clara Rojas y su Emmanuel y entregárselos a Hugo Chávez en diciembre y aún no hubieran cumplido su promesa. En ese momento, Alvaro Uribe anunció que los terroristas ni siquiera tenían al niño de cuatro años en su poder; había enfermado y lo habían dejado con una familia de campesinos y ahora el Gobierno lo había recuperado. ¡Las FARC habían negociado con la vida de un niño que ni siquiera tenían en su poder! Como les sucediera a tantos otros colombianos, la ira de Oscar Morales contra las FARC alcanzó nuevas alturas.

En otro momento, la ira se hubiera quedado ahí, inútil, improductiva. Pero Morales tenía a su disposición una herramienta nueva, las redes sociales. Herederas de una tradición tecnológica que se remonta a los primeros ordenadores construidos durante la Segunda Guerra Mundial, estas redes permiten encauzar todo tipo de ideas y coordinar las más variadas cruzadas, ya sean políticas o de cualquier naturaleza. Así, en la madrugada del 4 de enero fundó un grupo en Facebook llamado «Un millón de voces contra las FARC». Corría un riesgo, pues lo hacía con su propio nombre y apellidos. A la mañana siguiente, el grupo ya tenía 1500 miembros. Dos días después, ya con 8000 personas, decidió organizar una manifestación. El 4 de febrero, un mes después de que un ingeniero cualquiera diera un primer paso en una red social, se calcula que alrededor de diez millones de personas caminaron por las calles de ciudades de todo el mundo clamando por el fin del terrorismo en Colombia, por el fin de las FARC, sus asesinatos y sus secuestros.

Los pioneros de la informática no tenían algo así en mente cuando empezaron a dar aquellos primeros pasos. Los ordenadores fueron creados como solución a dos problemas: resolver cálculos complejos de forma automática y ordenar, almacenar y procesar grandes volúmenes de información. Por suerte, su denominación en la lengua española refleja esa doble vertiente: en casi toda Hispanoamérica se les llama computadoras, del inglés computer, y en España los llamamos ordenadores, vocablo procedente del francés ordínateur.

No obstante, una vez introducidos en la vida cotidiana, fueron encontrándoseles usos para los que no se pensó en un principio: desde convertirse en las estrellas del ocio y el entretenimiento hasta formar la primera red de comunicación global. La propia tecnología fue abriendo nuevos campos en los que sólo había entrado antes la imaginación de algunos escritores de ciencia ficción.

El libro que tiene entre sus manos fue publicado originalmente en el suplemento de historia de Libertad Dígítal entre octubre de 2009 y enero de 2011, aunque ha sido convenientemente editado para poder leerse en este formato de trozos de árboles muertos que tiene entre sus manos, y que posiblemente en pocos años se convierta, siquiera en parte, en una nueva víctima de la voracidad de la electrónica por ocupar todos los nichos de mercado posibles. Fue escrito como una serie de artículos más o menos independientes que contaban historias concretas, ya fuera de un inventor, de un modelo de ordenador, de un programa o lenguaje de programación o de una compañía especialmente importante. Debido a esto y a que cubre un periodo muy corto de la historia de la humanidad, su desarrollo no es estrictamente cronológico, sino temático, solapándose entre sí unas historias que, en muchos casos, cubren varias etapas de la brevísima historia de nuestra ciencia.

Comenzaremos con la prehistoria, con los primeros intentos por automatizar tanto los cálculos como los procesos de tratamiento de la información; intentos que tuvieron lugar antes de la invención de los primeros ordenadores y que abarcan desde el ábaco hasta el aritmómetro del genio español Torres Quevedo. Cubriremos luego el hercúleo proceso de creación en los años cuarenta de las primeras máquinas capaces de hacer cálculos automáticamente siguiendo un programa, intentando contestar a una pregunta más difícil de lo que parece: ¿cuál fue el primer ordenador? A partir de ahí, la historia entra en lo que se ha llamado la informática clásica. Las enormes y carísimas máquinas de los años cincuenta y sesenta, generalmente construidas por IBM para ser usadas por grandes empresas e instituciones, fueron haciéndose progresivamente más rápidas y pequeñas, hasta desembocar en los ordenadores personales que casi todos usamos diariamente, ya sea en casa o en el trabajo.

De este mínimo resumen de la historia de la informática se separarán tres capítulos que forman cada uno de ellos una historia propia: el software, los videojuegos e Internet. Los primeros inventores de ordenadores no se dieron cuenta de la importancia del software hasta que tuvieron que elaborar sus propias rutinas. Si al principio creían que construir las máquinas era lo complicado, aquellos pioneros no tardaron en comprender las enormes dificultades de hacer programas que funcionaran correctamente y fueran útiles.

Los videojuegos son un buen ejemplo de una aplicación de la informática que a nadie se le habría ocurrido a priori. Es normal: cuando las computadoras eran carísimos artefactos disponibles sólo en las mayores empresas y los laboratorios más avanzados, ¿cómo podríamos pensar que su potencial se desperdiciaría —póngase en la siguiente palabra todo el desprecio posible— jugando? Sin embargo, actualmente los videojuegos se han convertido en una industria que rivaliza en facturación, cuando no supera, a las más clásicas formas de entretenimiento como el cine o la música.

Pero la principal revolución que han traído consigo los ordenadores han sido las comunicaciones y las redes. Al fin y al cabo, si vivimos —como se dice frecuentemente— una «era de la información» es gracias a Internet y las posibilidades que nos ofrece. La red de redes ha transformado la comunicación, cambiándola de una vía unidireccional, en la que el mensaje iba de un emisor a miles o millones de telespectadores, oyentes o lectores, hasta una conversación en la que potencialmente cualquiera puede ser escuchado, sin que haga falta ser famoso o estar contratado en una empresa con posibles. Eso fue lo que descubrió el ingeniero colombiano Oscar Morales.

Pero hasta llegar ahí hubo que recorrer un largo camino. Empezamos.