Durante los años cuarenta del siglo XX se dio el paso fundamental. De máquinas más o menos sofisticadas que podríamos calificar de calculadoras, como el analizador diferencial de Vannevar Bush, se pasó a construir el primer ordenador. El problema con el que nos encontramos es que resulta difícil definir con precisión qué narices es una computadora, y así es muy difícil coger el punto en la historia en que un cacharro concreto, y no este otro de aquí, puede considerarse el primer ordenador de verdad.
¿Qué le pedimos que sea a una computadora? Para algunos, el primer requisito es que sea electrónica. En tal caso, algunas máquinas calculadoras como el ABC o el Colossus serían las primeras. No obstante, el criterio más universal es que todo ordenador debe ser una máquina de Turing: es decir, debe pasar una prueba que dictamina si es teóricamente capaz de resolver cualquier problema que pueda resolverse con una máquina, suponiendo que tuviera tiempo y memoria infinitos. Según ese razonamiento, los primeros ordenadores fueron los construidos por el alemán Konrad Zuse durante la dictadura de Hitler.
En cualquier caso, el primer aparato en cumplir ambos requisitos fue el Eniac, que tradicionalmente se ha considerado el primer ordenador de la historia. Pese a no estar de acuerdo, pues pienso que un ordenador se define por su funcionalidad y no por la tecnología concreta con que se fabrica, de lo que no cabe duda es de que los ordenadores que empleamos hoy día no son herederos directos de los construidos por Zuse ni por ningún otro: son tataranietos del Eniac. Así que, por más que no fuera el primero de la fila, sin duda es el más importante de todos los que se diseñaron en la década inaugural de la historia de la informática.
Los años cuarenta vieron el nacimiento de los primeros ordenadores electrónicos en Estados Unidos, Gran Bretaña y Alemania; en buena medida por las necesidades de cálculo que les exigía el esfuerzo bélico. El trabajo de uno de los pioneros en este campo fue desconocido hasta los años setenta. Pero no por razones de seguridad nacional, sino porque sus ideas se las apropiaron otros sin reconocerlo.
Durante los primeros años de su vida, John Vincent Atanasoff no disfrutó de luz eléctrica en casa. Estudió matemáticas por su cuenta, y cuando llegó a las Aulas Magnas lo hizo con la idea de ser físico teórico, pero la Universidad de Florida era un pelín cutre y no tenía cursos de eso, así que se hizo ingeniero eléctrico, como su padre. No obstante, perseveró y se graduó en Matemáticas en Iowa y se doctoró en Física en Wisconsin.
Ya como profesor de Matemáticas en la Universidad de Iowa, pronto se vio frustrado —igual que muchos antes que él— por el tiempo que hacía falta para completar ciertos cálculos complicados, especialmente los que tenían como protagonistas a las ecuaciones diferenciales. Probó cacharros mecánicos de todo tipo, y fue el primero en usar la palabra analógico para referirse a algunas de las computadoras de entonces, que no daban resultados numéricos precisos sino que, por decirlo así, señalaban el resultado, de ahí que este siempre fuera aproximado. Aunque no inventara también la palabra digital, se dio cuenta de que eso era lo que necesitaba, un ordenador digital. Pero es que no había…
Atanasoff fue un inventor renuente. Tenía tres hijos, y no le apetecía nada gastar el escaso tiempo libre que le quedaba en la creación de un ordenador. Sin embargo, se puso a ello, y pronto decidió emplear en su proyecto válvulas de vacío, dispositivos que aprovechaban el llamado efecto Edison (posiblemente el único descubrimiento científico adjudicado al célebre inventor) y que podían actuar como interruptores: el flujo de electrones que van del cátodo al ánodo podía regularse a través de otro electrodo, llamado rejilla. Es todo lo que tiene que tener un componente electrónico para poder ser empleado como base de un circuito lógico, para poder ser el ladrillo de un ordenador: los transistores hacen lo mismo, sólo que mucho más eficientemente, claro.
El inventor decidió que lo mejor sería emplear el sistema binario. Por aquel entonces conocer sistemas de numeración distintos al decimal no era muy habitual; él tuvo la suerte de haber aprendido matemáticas gracias a un viejo libro de su madre en el que se informaba, entre otras cosas, de que los mayas habían usado la base 20 y los babilonios la base 60, razón por la cual tenemos actualmente 60 segundos y 60 minutos.
El principal obstáculo que se encontró fue el almacenamiento de información, que él (y nosotros) llamó memoria. Un día del invierno de 1937, llevado por la frustración, se puso a conducir como Lewis Hamilton cuando no está en un Fórmula 1, es decir, a toda leche; llegó hasta Illinois y, luego de tomarse un par de copas en un bar de carretera, se le encendió la bombilla: usaría condensadores para almacenar los bits; pero como estos componentes irían perdiendo poco a poco el valor que en un primer momento tuvieran, periódicamente haría pasar por ellos una corriente eléctrica, que les haría recuperar por completo el valor del bit que guardaran. Denominó a esta técnica jogging; no porque implicara tener a nadie corriendo, sino porque la palabra inglesa jog también puede significar refrescarle la memoria a alguien. El jogging se sigue usando en los chips de memoria que todos ustedes tienen en sus ordenadores personales, y permitió al inventor renuente regresar a casa a velocidades más pausadas.
Teniendo claro cómo iba a acometer la tarea, Atanasoff pidió financiación y un ayudante, y tuvo la suerte de que se los concedieran en 1939. Comenzó a trabajar con él Clifford Berry, un joven ingeniero eléctrico de talento. A finales de ese año ya tenían una máquina funcionando, y aunque sólo podía sumar y restar, empleaba muchas de las ideas y componentes que permitirían posteriormente construir ordenadores electrónicos completos: válvulas, sistema binario, circuitos lógicos para hacer los cálculos, memoria con refresco automático…
Atanasoff escribió un artículo en el que describió lo que habían hecho y que le permitió lograr más financiación para, así, construir un ordenador de verdad y que la universidad contratara a un abogado de patentes a cambio de compartir la autoría de la invención con él. Desgraciadamente, el leguleyo debía de ser bastante malo, porque no registró el invento en la Oficina de Patentes al no tener clara la documentación necesaria. Vamos, que no entendía qué estaban haciendo Atanasoff y Berry.
A finales de 1940, nuestro héroe conoció a un tal John Mauchly en unas jornadas científicas y quedó encantado de que alguien más estuviera interesado en el asunto de los ordenadores, de modo que le invitó a que fuera a Iowa a ver de primera mano sus progresos, cosa que hizo en verano de 1941. Mauchly tuvo ocasión de contemplar lo que después se llamaría ABC, por Atanasoff Berry Computer. Aunque la máquina no estaba terminada del todo, supo de las técnicas que la habían hecho posible y hasta tomó notas del borrador de artículo que estaba escribiendo Atanasoff sobre su criatura.
Entonces vino la guerra. En el verano de 1942, tanto Berry como Atanasoff dejaron sus trabajos y pasaron a ocupar puestos relacionados con la contienda. Ninguno regresó a Iowa. Su máquina se quedó en los sótanos de la universidad, que acabó desmontándola para hacer sitio para unas cuantas aulas. El abogado nunca llegó a registrar una petición de patente. El trabajo quedó olvidado durante décadas; y en el olvido seguiría de no haberse desatado una lucha legal a finales de los años sesenta entre varias empresas que se negaron a pagar royalties a Sperry Rand por la patente del ordenador electrónico registrada en 1947 por Presper Eckert y… John Mauchly.
Sí, el mismo que había visitado a Atanasoff fue uno de los creadores del primer ordenador electrónico: Eniac. Ambos se volvieron a encontrar durante la guerra, y Mauchly le dijo que estaba creando una computadora basada en principios muy distintos al ABC, algo que siguió sosteniendo durante el resto de su vida. En parte tiene razón. Eniac fue la primera computadora electrónica de verdad. Su estructura lógica, su diseño, nada tenía que ver con el cacharro de Atanasoff, que era más bien una máquina diseñada para resolver ecuaciones diferenciales de forma rápida y precisa, no un ordenador programable de uso general. Por recordar la prehistoria de la informática: el ABC era como la primera máquina diferencial de Babbage, y el Eniac, como la máquina analítica. Pero lo cierto es que sí cogió muchas de las ideas del ABC a la hora de construir su computadora, empezando por el uso de válvulas y terminando por el empleo de circuitos lógicos para resolver los cálculos.
Así lo entendió el juez que en 1973 anuló la patente de Eckert y Mauchly, decisión que no fue recurrida. Atanasoff fue entonces honrado por unos méritos que hasta el momento se le desconocían. Incluso la Bulgaria comunista le otorgó, por tener padre búlgaro y apellido aún más búlgaro, su máxima distinción científica: la Orden de los Santos Cirilo y Metodio, Primera Clase, nombre que no deja de ser curioso para un régimen marxista. Berry no tuvo tanta suerte: se había suicidado en 1963 por causas desconocidas. Pero igualmente su nombre quedó para siempre ligado a la primera máquina de cálculo electrónica y a la historia de la informática.
Ah: la misma Universidad de Iowa que había desmantelado el ABC se lo hizo perdonar construyendo, en 1997, una réplica que costó 350 000 dólares. Esa máquina está ahora alojada en la entrada de su Facultad de Informática.
Si bien los primeros ordenadores se construyeron durante la Segunda Guerra Mundial, con objetivos y financiación militares, hubo un ingeniero civil que se metió en la creación de estos cacharros para solventar necesidades de cálculo del sector privado. No es una figura demasiado conocida. Es lo que tiene haber trabajado en la Alemania nazi.
Konrad Zuse, ingeniero de caminos, canales y puertos, nació en Bonn en 1910 y se graduó en 1935. Siendo estudiante, acabó hartándose de las complicadas operaciones matemáticas que debía hacer. Para ello sólo contaba con una regla de cálculo, herramienta con la que hubo de apañarse el personal hasta la aparición de las calculadoras de bolsillo, cuarenta años después. Berlín era una ciudad donde resultaba fácil pasárselo bien, y Zuse estaba perdiéndose demasiadas oportunidades de salir y conocer chicas guapas por hacer cálculos.
El principal problema al que se enfrentaba eran los cálculos complejos que requerían un cierto número de pasos intermedios, en los que se debían guardar los resultados y aplicarlos a las siguientes operaciones. Zuse pensó en hacer tablas con los resultados intermedios de los cálculos más frecuentes.
Pronto tuvo un montón de tablas llenas de flechas que enlazaban un cálculo con el siguiente. Así las cosas, pensó que quizá podría ser más práctico que una máquina se encargara de hacer los cálculos de forma automática; pues bien: se puso a diseñarla en 1934. Dos años después abandonó su trabajo en la industria aeronáutica y se puso a construir su primera calculadora mecánica, la Z1, en el salón de la casa de sus padres, a quienes no les hizo ninguna gracia que dejara un trabajo seguro para dedicarse a semejante aventura; pero lo apoyaron de todos modos, como buenos padres que eran.
Zuse no sabía nada del trabajo de Babbage y, dado que estaba en el bando de los malos durante la guerra, no tuvo conocimiento de los avances teóricos y prácticos que Turing, Von Neumann, Shannon, Wilkes, Aiken, Atanasoff, Echert, Mauchly y demás pioneros anglosajones estaban desarrollando. Sin embargo, llegó a prácticamente las mismas conclusiones de forma independiente. Sus diseños incluían todos los componentes que forman parte de los ordenadores: una unidad de memoria para almacenar los datos, un selector que leía y escribía en la memoria, un dispositivo de control que ejecutaba las operaciones en el orden previsto en un plan de cálculo y una unidad aritmética para hacer los cálculos. Incluso intentó patentar la idea, que rescataría con gran éxito Von Neumann años más tarde, de almacenar el programa en la memoria de la computadora.
Su Z1 empleaba un sistema mecánico como memoria y no dejaba de ser sólo una plasmación parcial de sus ideas; más que un ordenador, era una calculadora programable. Pero, como buen alemán, Zuse era un tipo práctico, y quiso tener resultados tangibles lo antes posible; todo lo contrario que el bueno de Babbage, que murió sin terminar máquina alguna. Ya funcionaba con un sistema binario, es decir, con ceros y unos, y básicamente podía sumar y restar; empleaba estas operaciones como base para otras más complejas, como la multiplicación y la división. El plan de cálculo, lo que ahora se llama programa, se escribía en una cinta de película de 35 milímetros perforada. El Z1 también incluía traductores de decimal a binario y viceversa, para que fuese más fácil de operar.
El caso es que aquel primer cacharro no llegó a funcionar de forma completamente precisa debido a problemas en las distintas partes mecánicas. Así que Zuse se puso a trabajar en su sucesor, el Z2, en el que buena parte de las funciones las realizaban relés. Aunque funcionaba mejor, lo cierto es que por lo general, en vez de ir como la seda, fallaba. Lo terminó en 1939 e hizo una demostración al año siguiente; fue una suerte que justo entonces funcionara, porque así consiguió que la Luftwaffe le eximiera de seguir en el Ejército como soldado raso y le financiara, siquiera en parte, sus próximos inventos.
Con la experiencia de sus dos primeros prototipos, con más dinero y hasta con empleados que lo ayudaran, Zuse no tardó mucho en completar el Z3, la primera de sus máquinas que realmente podía emplearse en la confianza de que iba a funcionar la mayoría de las veces.
El Z3 ya era un ordenador con todas las de la ley… excepto en un pequeño detalle: no incorporaba el salto condicional, la técnica que permite escribir programas del tipo «Si pasa esto, entonces hágase esto otro; y si no, lo de más allá». Pese a esta carencia, que compartía con el posterior Harvard Mark 1, muchos lo consideran el primer ordenador de la historia. Tampoco importa demasiado si lo fue o no. Terminado en 1941, cuatro años más tarde, en 1945, antes de que acabara la guerra, tendría un sucesor con salto condicional incorporado: el Z4, que vio la luz antes que el Eniac.
O sea que, con independencia de los requisitos que estimemos necesarios para juzgar si un aparatejo puede ser considerado todo un señor ordenador, el primero fue cosa del amigo Zuse.
El Z4 consumía unos 4 kilovatios, empleaba tarjetas perforadas en lugar de cinta de película, tardaba 4 décimas de segundo en hacer una suma y, como los dos modelos anteriores, usaba relés: en concreto, 2500. Zuse no pudo emplear válvulas de vacío como sus homólogos americanos, más que nada porque el Estado alemán se negó a financiárselas, al no considerar su trabajo esencial para el esfuerzo bélico. No deja de ser curioso que, en cambio, los países aliados consideraran los intentos de sus técnicos y científicos por crear los primeros ordenadores como proyectos bélicos clave y que estos terminaran sus computadoras una vez finalizada la contienda, mientras Zuse logró sin ese apoyo tener los suyos listos cuando el conflicto aún seguía en curso.
A diferencia de lo que ocurrió con sus anteriores máquinas, destruidas todas ellas en distintos bombardeos aliados, Zuse pudo salvar la Z4 desmontándola y metiéndola en un camión de la Wehrmacht. Ayudado por un amigo de Von Braun —el creador de las bombas V1 y V2—, y ocultándose por las noches en los establos, consiguió llevarla hasta un pueblo de los Alpes suizos, donde se escondió en espera de tiempos mejores.
Tras acabar la guerra, el bueno de Konrad fundó en Suiza una empresa llamada… Zuse, gracias al dinero que sacó alquilando su Z4 —que se empleó, entre otras tareas, para construir la presa Grande Dixence, entonces la más alta del mundo— y al que recibió de IBM a cambio de permitirle usar sus patentes. Durante unos años no pudo construir ningún cacharro más, así que se dedicó a pensar en modo académico, lo que le llevó a pergeñar el primer lenguaje de programación de alto nivel, al que llamó Plankalkül, que, sí, significa «plan de cálculo». Pero como no hizo compilador alguno, nadie lo usó jamás, por lo que se quedó en un ejercicio meramente teórico.
En 1950 logró vender su milagrosamente salvado Z4 a la Escuela Politécnica Federal de Zúrich. Su empresa construiría la friolera de 251 computadoras antes de caer en manos de Siemens (1967).
Con los años, Zuse fue reconocido por muchos como el padre de la computadora moderna. No cabe duda de que fue un reconocimiento merecido.
Un compañero del laboratorio de física de la Universidad de Harvard echó en cara a Howard Aiken que intentara fabricar una máquina para hacer cálculos cuando «tenían ya una y nadie la usaba». Asombrado, Aiken le acompañó al ático y vio que ahí tenían, cogiendo polvo, un fragmento de la máquina diferencial de Babbage. En 1886, año en que cumplía 250 primaveras, Harvard había recibido un regalo: uno de los seis fragmentos de la máquina diferencial diseñada por Babbage que su hijo había fabricado tras su muerte. Henry Babbage tenía la esperanza de que se convirtiera en una semilla que germinara en el nuevo mundo. Y en cierto modo acertó, aunque fuera mucho después de pasar a mejor vida, en 1910, y con la opinión en contra de los prebostes de Harvard.
En 1936, Aiken necesitaba resolver algunas ecuaciones no lineales para su tesis, y como no había máquina que pudiera ayudarlo, pensó en hacerla él mismo. Aquello fue recibido con un entusiasmo perfectamente descriptible en la universidad. Aiken no había oído hablar jamás de Babbage, pero después de ver su máquina —que seguramente hacía décadas que vivía en la más absoluta soledad, la pobre— le picó la curiosidad, claro, y se abalanzó sobre la biblioteca de la universidad, donde encontró una copia de la autobiografía del inventor inglés. Una frase en especial se quedó grabada en su mente:
Si hubiera alguien que, a pesar de mi ejemplo, decidiera acometer el esfuerzo de construir una máquina que supliera todo el trabajo de un departamento ejecutivo de análisis matemático y tuviera éxito, ya fuera bajo principios distintos o por medios mecánicos más sencillos, no tendría miedo de poner mi reputación en sus manos, pues sólo él podría apreciar la naturaleza de mis esfuerzos y el valor de los resultados que obtuve.
El norteamericano se sintió como si Babbage se estuviera dirigiendo a él personalmente desde el pasado. Y como en la universidad no tenía apoyo, lo buscó fuera. Primero acudió a Monroe, entonces uno de los principales fabricantes de máquinas de sumar, donde encontró en su ingeniero jefe, George Chase, a un entusiasta de su idea. Pero los barandas no les hicieron caso, así que Chase le aconsejó acudir a IBM. Habló con James Bryce, el homólogo de Chase en esta última, que, por lo visto, inspiraba más confianza en sus jefes, que aprobaron el proyecto con un presupuesto inicial de 15 000 dólares de entonces.
Aiken empezó a detallar más su propuesta, que presentó en diciembre de 1937. Era poco más que una descripción funcional que decía lo que debía hacer la máquina… pero no cómo. Este sería el trabajo de los ingenieros de IBM.
Tras asistir a algunos cursos ofrecidos por la empresa y captar los límites y capacidades de la tecnología de la época, Aiken pasó a trabajar con otro de los mejores profesionales de la compañía, Clair D. Lake. El presupuesto se amplió a 100 000 dólares, y en 1939 comenzaron a trabajar de verdad en el diseño y construcción de la máquina, que IBM llamó Automatic Sequence Controlled Calculator (ASCC), en referencia a su característica más singular: la capacidad de ejecutar un programa de forma automática.
Durante su construcción, Aiken fue más un consultor que otra cosa, quedando su diseño a cargo de gente de IBM. Considerada la obra maestra de la tecnología electromecánica, una vez terminada constó de 765 000 piezas, 3300 relés, alrededor de 800 kilómetros de cable y más de 175 000 conexiones. Pesaba 5 toneladas, medía 16 metros de largo, 2,4 de alto y sólo 61 centímetros de ancho, y costó finalmente 200 000 dólares. Cuando funcionaba hacía el ruido de una habitación repleta de señoras haciendo punto. Podía realizar las cuatro reglas con números de hasta 23 dígitos. Recibía las instrucciones en una cinta perforada e imprimía los resultados mediante máquinas de escribir eléctricas. Pero era muy lenta incluso para la época: cada segundo podía hacer tres sumas o restas, y una operación compleja como calcular un logaritmo le llevaba un minuto.
Aiken había sido reclutado en 1941 por la Armada, de modo que cuando la máquina estuvo terminada, en 1943, hacía casi dos años que no tenía nada que ver con ella. En cualquier caso, sus superiores se dieron cuenta del potencial del aparato y lo destinaron a fines militares, principalmente el cálculo de tablas matemáticas, que en aquel momento eran realizadas por verdaderos ejércitos de computadoras humanas, generalmente mujeres. Así, devolvieron a Aiken a Harvard, quien declararía que era «el único oficial del mundo al mando de un ordenador».
Así, en medio de la guerra, se preparó la presentación en sociedad de la máquina. Thomas Watson, el jefazo de IBM, deseoso de sacar rendimiento, aunque fuera sólo publicitario, a su inversión, pidió a su diseñador industrial Norman Bel Geddes que le lavara la cara al ordenador; para disgusto de Aiken, que prefería mantenerlo tal cual para facilitar su mantenimiento. La decisión de Watson se demostró un acierto, porque el nuevo aspecto de acero inoxidable y cristal que le proporcionó Geddes cautivaría a la prensa.
En la presentación —el 7 de agosto de 1944— de la máquina, a la que llamaría Harvard Mark 1, Aiken cometería un pequeño olvido. Nada, una cosa mínima, sin importancia: se le pasó mencionar a IBM. Watson estaba furioso. Al fin y al cabo, Aiken había tenido la idea y la había impulsado hasta encontrar los oídos adecuados, pero había sido IBM quien había financiado el proyecto y lo había diseñado prácticamente en su totalidad. ¿Cómo se atrevía ese jovenzuelo a ignorarlo? Según sus biógrafos, pocas cosas en su vida lo cabrearon tanto. Con el tiempo, esa ira se fue calmando y convirtiéndose en un frío deseo de venganza, que cristalizó en la orden de fabricar una máquina mucho mejor que la del maldito Aiken.
Los ingenieros de la empresa se pusieron a trabajar en el Selective Sequence Electronic Calculator (SSEC). Nunca hubo intención de comercializarlo, pero sí de aprender cosas provechosas para proyectos más prácticos. Costó 950 000 dólares, y cuando fue terminado, a comienzos de 1948, Watson ordenó colocarlo en la planta baja de las oficinas centrales de IBM, en Manhattan, para que pudiera ser admirada desde la calle. Se podían incluso hacer visitas organizadas, en las que se explicaba el funcionamiento del aparato, que recibió toda la admiración que Watson esperaba recibir del Mark I.
Aiken siguió haciendo máquinas, progresivamente menos exitosas y más alejadas del estado de la tecnología de su tiempo. Y aunque su primera computadora cumplió el sueño de Babbage, fue tecnológicamente una vía muerta, pues todos los demás ordenadores que se diseñaron y construyeron en la época serían totalmente electrónicos.
El final del matemático austriaco Kurt Godel fue cuando menos singular: pensaba que lo querían envenenar, y no probaba bocado si su señora no había hecho la comida. Cuando a esta la ingresaron en el hospital, en 1978, dejó de comer. Murió de hambre.
En 1931, no obstante, ese fin aún estaba lejos, y los teoremas godelianos de incompletitud causaron una gran conmoción en el mundo de las matemáticas. Entre los más conmovidos estaba un inglés llamado Alan Turing.
El trabajo de Godel habían echado por tierra buena parte de la matemática del momento, especialmente los esfuerzos de Bertrand Russell y David Hilbert; pero además había recortado las posibilidades teóricas de los ordenadores del futuro, pues establecía que existían problemas absolutamente insolubles. Alonso Church y Alan Turing tomaron el testigo y, con distintos métodos, delimitaron el ámbito de los problemas solubles con un computador.
El más joven de los dos, Turing, fue algo más original: diseñó una suerte de máquina virtual capaz de hacer operaciones muy sencillas. Constaba de un cabezal, una memoria —que guardaba los distintos estados en que podía hallarse la máquina, así como lo que esta debía hacer cuando se encontraba en cada uno de ellos— y una cinta de longitud infinita que el cabezal podía leer o escribir. En principio, cada máquina servía a un solo problema. De ahí que hubiera otra, la llamada «máquina de Turing universal», que podía simular cualquier máquina de Turing concreta.
Como diseño de ordenador era una porquería, y de hecho los únicos intentos de construir una han sido más por jugar a «mira, mamá, he construido una máquina de Turing» que por otra cosa. Programar algo para que funcione en ella es una tortura china; créanme, me obligaron en la facultad. Pero además de servir para su propósito original de artificio matemático permitió establecer una prueba teórica para decidir qué es y qué no es un ordenador: para considerar algo una computadora, debe ser un sistema Turing completo, es decir, equivalente a una máquina de Turing universal, obviando, eso sí, el asuntillo ese de que la memoria tenga que ser infinita.
En los felices años treinta, Turing era uno de tantos jóvenes idiotas británicos que parecían creerse que, siendo todos muy buenos, nunca más habría guerras.
Mientras, los nazis se preparaban para ganar la próxima en todos los frentes, incluyendo el de la criptografía. Adoptaron el sistema de cifrado de una máquina comercial, llamada Enigma, que había sido patentada en 1919 con el propósito de ayudar a las empresas a salvaguardar sus secretos comerciales de la competencia, pero modificándola para hacer el cifrado más robusto y difícil de romper. Fueron probadas en nuestra Guerra Civil, lo que permitió a Franco proteger sus comunicaciones. Tan seguros estaban de sí mismos que incluso permitieron que se siguieran vendiendo máquinas Enigma normales.
Los polacos contaban desde 1919 con una unidad especializada en descifrar mensajes. Cada mensaje en Enigma usaba una clave de cifrado particular; al ser simétrica, se usaba la misma tanto para codificar como para descodificar. Estas claves, claro, eran secretas a más no poder; la Marina las escribía con tinta roja soluble en agua, para asegurarse de que no cayeran en manos enemigas. Pero un agente francés se hizo con las tablas de claves de dos meses, y gracias a ellas el matemático Manan Rejewski pudo averiguar cómo funcionaban exactamente las Enigma con las modificaciones militares. Así, él y su equipo diseñaron un artefacto electromecánico capaz de descifrar los mensajes de los nazis. Lo llamaron Bomba por el ruido que hacía al funcionar, que cabe deducir era un pelín infernal.
El 25 de julio de 1939, muy poco antes de que los nazis se quedaran con Polonia por toda la cara, el servicio de inteligencia polaco, que naturalmente estaba al cabo de la calle de las intenciones de Hitler porque las había descifrado, informó de todos sus logros a ingleses y franceses. A los segundos les sirvió de poco, pero los británicos formaron una división criptográfica llamada Bletchley Park y situada unos 80 kilómetros al norte de Londres. En el barracón número 8 trabajaba el antaño pacifista Turing, cuya primera labor fue mejorar las bombas polacas, a lo que se aplicó con notable éxito. De hecho, cuando los alemanes comenzaron a sospechar que los aliados estaban descifrando sus mensajes modificaron una vez más la Enigma, pero el error del operador de un submarino alemán, que envió el mismo mensaje con la máquina anterior y también con la modificada, permitió a los matemáticos de Bletchley Park reventar también la nueva Enigma, que se siguió usando hasta el final de la guerra.
En 1940 los nazis empezaron a emplear otro tipo de cifrado, llamado Lorenz, con el que enviaban mensajes largos y de mayor importancia estratégica. Por suerte, el error de otro operador alemán facilitó el trabajo de los matemáticos de Bletchley Park: tras el envío de un mensaje de unos 4000 caracteres, se le pidió que retransmitiera porque había habido un error de recepción. Lo hizo, pero acortando las terminaciones de algunas palabras. Eso dio una pista fundamental que permitió descifrarlo y averiguar cómo funcionaba Lorenz. Para poder leer esos mensajes en el día en que eran interceptados y no unas semanas más tarde, que era lo que podían tardar en lograrlo, se diseñó y construyó en 1943 una máquina electrónica llamada Colossus, gracias al impulso del ingeniero Tommy Flowers, que fue quien decidió que se usaran válvulas, unas 1500, para acelerar el proceso.
Aunque el Colossus no era una máquina programable y de propósito general, es decir, no era un ordenador, la tecnología que empleó sí era la misma que la de los ordenadores de la época. Turing centró su interés en él y diseñó en 1946 una computadora, que denominó Automatic Computing Engine (ACE) y cuya construcción llegó a presupuestar. Empleaba muy pocas válvulas, unas 1000 (frente a las 18 000 del Eniac), lo que le hizo muy fiable, además de usar líneas de mercurio para la memoria que resultaban especialmente rápidas para su tiempo. Pero su construcción fue bastante lenta y hasta 1950 no se puso en marcha.
Para entonces, Turing ya había dejado el proyecto para centrarse en otro campo, el de la inteligencia artificial. Ahí realizó su última gran aportación a la joven ciencia de la informática teórica, el test de Turing, la prueba que debía pasar todo ordenador para dictaminar que era un ser inteligente. Para el inglés, no había diferencia real entre ser inteligente y parecerlo, de modo que si poníamos a una persona a conversar a través de un terminal con otra persona y un ordenador, este sería considerado inteligente si no había manera de saber quién era quién. Turing vaticinó en 1950 que en cincuenta años alguna computadora pasaría la prueba, lo que llevó a Arthur C. Clarke a llamar 2001 a su más famosa novela.
A comienzos de 1952, un joven amante de Turing robó en su casa. Al denunciarlo, Turing reconoció su homosexualidad ante la policía, con la misma naturalidad con que lo había hecho durante toda su vida. El problema es que por aquel entonces era ilegal, así que fue detenido y condenado. Pese a que su papel crucial en la guerra no fue completamente conocido hasta los años setenta, se le permitió cambiar la cárcel por un tratamiento de hormonas, por deferencia a sus méritos militares. Turing, que siempre había sido un atleta, vio cómo con aquellas drogas le crecían los pechos y se ponía fofo, lo que le llevó a la depresión.
Se le encontró muerto en el verano de 1954. Había mordido una manzana impregnada con cianuro. Tenía cuarenta y un años. El dictamen de la policía fue que se había suicidado. No está del todo claro, pues ya habían transcurrido muchos meses desde el final del tratamiento y por sus últimas cartas se sabe que había recuperado el entusiasmo por su trabajo científico. Aunque quizá deba ser así, y que su muerte sea también un enigma.
Considerado durante décadas el primer ordenador jamás construido, el Eniac fue en cualquier caso un hito clave en la historia de la informática: no sólo fue la primera computadora electrónica, sino que, sobre todo, es el hilo del que fueron tirando todos sus sucesores, desde los Univac a los IBM.
John Mauchly era profesor asistente en una facultad de ingeniería eléctrica de segunda fila, la Moore School de la Universidad de Pennsylvania. Se había declarado la Segunda Guerra Mundial. Su mujer, Mary, dirigía un grupo numeroso de computadoras humanas, dedicadas al cálculo balístico para el cercano campo de pruebas de artillería de Aberdeen, que ya había tenido un papel destacado en el conflicto anterior. Hacer una tabla corriente de 3000 trayectorias llevaba al grupo un mes de trabajo intenso, lo que suponía un enorme cuello de botella para el desarrollo y uso de nuevas y mejores armas. Así que Mauchly propuso en el 42 sustituirlo por un ordenador electrónico.
No es que le saliera la idea de la nada, claro. Llevaba tiempo interesado en el tema y había visitado en el verano de 1941 a Atanasoff para ver en vivo y en directo su calculadora electrónica, de la cual extraería muchas de las ideas para poner en práctica su proyecto. En cualquier caso, nadie le hizo demasiado caso, aparte de un joven ingeniero llamado John Presper Eckert. Mauchly y Eckert ya habían trabajado juntos, sustituyendo piezas mecánicas de un calculador analógico muy empleado por aquel entonces, el analizador diferencial de Vannevar Bush, por unos componentes electrónicos que permitieron mejorar la rapidez y precisión del aparato. Se complementaban bien: Mauchly era el visionario, el que diseñaba desde su torre de marfil, y Eckert el que lograba volcar aquellas ideas en un cacharro.
Pero un buen equipo no sirve de nada si no hay proyecto que desarrollar. Y no lo había. No obstante, Mauchly encontró unos oídos atentos en el teniente Herman Goldstine, doctor en matemáticas y responsable militar de que el grupo de computadoras humanas trabajara como Dios manda e hiciera los cálculos que necesitaban para la guerra. Así, en abril de 1943 Mauchly y Eckert recibieron el visto bueno a un proyecto mucho mayor que su idea original: en lugar de constar de 5000 válvulas de vacío y costar 150 000 dólares, tendría 18 000 de las primeras y valdría 400 000 de los segundos. Si es que en cuanto metes al Gobierno y los burócratas de por medio, los costes se disparan…
La idea no gustó demasiado. Cada válvula tenía una vida media de 3000 horas, lo cual, dado el gran número que habría en el aparato, hubiera supuesto que sufrirían un fallo cada diez minutos. Pero ahí fue donde empezó a brillar el genio ingenieril de Eckert. Viendo que era en el encendido cuando más fallaban, decidió que el ordenador estuviera siempre dale que te pego, sin apagarse ni, por tanto, encenderse jamás. Además, para sus propósitos las válvulas podían funcionar con mucho menos voltaje que el máximo, alargando su vida útil a decenas de miles de horas. Gracias a esos trucos, fallaba una válvula cada dos días más o menos. Pero eso no era todo. Además de las válvulas, el diseño obligaba a realizar 5 millones de soldaduras e incluía 70 000 resistencias, 10 000 condensadores, 6000 interruptores y 1500 relés. Eckert tuvo que ingeniárselas para probar en masa todos estos componentes y asegurarse de que sólo se empleaban los que funcionaban como Dios manda.
El principal problema en el diseño del Electronic Numerical Integrator And Computer, que así se llamaba el bicho, de ahí las siglas (Eniac), era la forma de programarlo. Sería capaz de ejecutar 5000 instrucciones por segundo, pero cuando terminara una tarea habría que cambiar los cables de sitio para ordenarle que hiciera otra, una labor que realizó un grupo de seis mujeres… entre las que Betty Snyder fue la más destacada. En cierto modo, era como una gigantesca centralita telefónica de las de antes, de esas en las que una señorita te ponía la conferencia poniendo el cablecito en la clavija adecuada. La tarea podía durar días, lo que eliminaba en parte esa ventaja de la rapidez. Pero no del todo: aquellas malditas tablas que llevaban un mes de trabajo a un numeroso grupo de jóvenes calculadoras humanas, la maquinita las resolvía en 30 segundos.
Las características del Eniac pronto dejaron de ser espectaculares. Sólo podía almacenar unos veinte números, y funcionaba según el sistema decimal y no el binario, lo que suponía parte de su complejidad. Pero en lo que no tuvo parangón fue en la cantidad de componentes, electricidad consumida y calor generado: hubo que instalar dos inmensos ventiladores de 20 caballos de potencia para refrigerarlo. Consumía 150 kilovatios, pesaba 27 toneladas y ocupaba 63 metros cuadrados. No se hizo jamás un ordenador con válvulas tan complicado: sólo cuando los transistores lo hicieron posible se igualó semejante número de componentes. Ahora bien, lo de que las luces de la ciudad de Filadelfia se apagaban cuando ponían en marcha el Eniac no es más que un mito. Más que nada porque estaba siempre encendido.
Cuando aún estaba en construcción, Eckert y Mauchly empezaron a diseñar su sucesor, y poco después fundarían su propia empresa, la primera dedicada al diseño y fabricación de ordenadores. Debido al salto de sus creadores al mundo comercial, casi todas las computadoras que en el mundo han sido pueden señalar al Eniac como su torpe y entrañable abuelo. El muy venerable siguió funcionando con denuedo hasta octubre de 1955. Quienes más lloraron su deceso fueron las compañías eléctricas, claro.