2) EL CÓDIGO DA VINCI

Dan Brown publicó su primera novela en 1998. Pero fue la cuarta, publicada en 2003 con el título de El Código da Vinci, la que le proporcionó fama mundial. ¡Y de qué manera! Se vendieron cerca de cien millones de copias, y en 2006 llegó la adaptación cinematográfica, protagonizada por Tom Hanks. Tanto el libro como la película hicieron de Brown un escritor de fama mundial.

Es preciso puntualizar que, a pesar de su título, El Código da Vinci tiene poco que ver con claves, cifras o códigos secretos. La palabra código parece tener aquí la acepción de conjunto de reglas o preceptos sobre cualquier materia, o más bien la de códice: libro o manuscrito de cierta antigüedad[4]. Sin embargo, la publicidad de la película resaltó el carácter secretista y oculto. Anuncios de periódico a página completa incluyeron en grandes letras la leyenda “a partir de hoy, el código será descifrado y el secreto revelado”. Incluso hoy, la web oficial de la novela nos invita a “resolver acertijos… romper códigos… y desvelar un secreto perdido de da Vinci”[5]. Ante llamada tan suculenta, solamente podemos aceptar.

Como de costumbre, no es mi intención fastidiarle a usted la lectura (o el pase en DVD). Tampoco es mi intención hacer una crítica literaria, así que no esperen comentarios sobre el estilo literario de Dan Brown o la capacidad interpretativa de Tom Hanks. Dicho esto, comenzaré con una breve sinopsis del argumento. El protagonista, Robert Langdon (que ya apareció en la anterior novela de Brown, Ángeles y Demonios), es un experto en simbología religiosa, de esos que dan veinte vueltas sobre las implicaciones culturales de por qué San Pedro partía el pan con la mano derecha en lugar de con la izquierda. Durante una estancia en París, es requerido por la policía para ayudarles a resolver el asesinato del director del museo del Louvre, muerto en extrañas circunstancias. El fallecido, antes de morir, tuvo tiempo de dejar escrito un críptico mensaje, que obviamente habrá de ser descifrado.

El criptógrafo encargado del caso es la bella Sophie Neveu, del Departamento de Criptografía de la policía francesa, quien además resulta ser la nieta del hombre muerto; éste, a su vez, estaba complicado en cierta sociedad oculta, la cual es a su vez perseguida por el Opus Dei. Para rematar la faena, el policía encargado del caso sospecha de Langdon, y le considera poco menos que el asesino. El resultado es una mezcla de persecuciones, investigaciones, pesquisas y descubrimientos más o menos sorprendentes.

Hay varios elementos criptográficos en la película. El primero, por supuesto, es que la coprotagonista de la peli es criptógrafa. Hasta ahora, y con la excepción de la película Enigma, la chica siempre es arqueóloga, actriz, profesora universitaria, científica, piloto de aeroplano, pero no criptógrafa. Esto, para los aficionados a la criptografía, representa una reivindicación: por fin los criptólogos no son extranjeros con pintas raras y números en la cabeza, sino que aparecen como personas reales que comen en restaurantes, conducen coches, enamoran a gente normal y todo eso.

Hemos de hacer una objeción antes de comenzar: esta criptógrafa no se gana el sueldo. Sólo hay tres ocasiones en las que ha de hacer uso de sus habilidades de descifradora. En la primera, los protagonistas se encuentran con un anagrama, es decir, una frase con cuyas letras puede formarse otra. Lo lógico sería que la bella Sophie Neveu fuese la encargada de resolver el anagrama; pues no, fue Robert Langdon quien se encarga de ello. Afortunadamente, en seguida aparece un segundo anagrama, que es resuelto por Sophie. No voy a revelar el anagrama, pero advierto al lector que la película utiliza los anagramas en inglés original, que son diferentes a los del libro en español. Confío que el lector que haya visto la película (o el espectador que haya leído el libro) no se confunda por ello. Puedo decir, como mínimo, que los anagramas en la versión española son adecuados y están bien hechos.

Vamos con el segundo elemento cripto. Nevey y Langdon deben abrir la caja fuerte de un banco, para lo cual disponen de una llave y una clave numérica (lo que en la versión original da lugar a un juego de palabras, ya que la palabra inglesa key significa tanto llave como clave). La clave numérica parece ser el número de cuenta del banco, pero cualquier podría haberla leído. Sophie no las tiene todas consigo, y hace partícipe de sus sospechas a Langdon: “Este número de cuenta no es correcto… es demasiado aleatorio”.

Puesto que el número de cuenta actúa como la contraseña, el razonamiento de Sophie parece absurdo. El propio Langdon lo razona así: “los bancos aconsejan siempre a sus clientes que escogieran sus números secretos de manera aleatoria, para que nadie pudiera adivinarlos. Y, evidentemente, aquello no era una excepción”. Pero Sophie, lejos de ser una caprichosa, se da cuenta de que reordenando los números de la cuenta se obtiene la secuencia de Fibonacci, en la que cada número es la suma de los dos anteriores: 1-1-2-3-5-8-13-21. “Es demasiado casual que los números de esta cuenta, supuestamente aleatorios, puedan reordenarse para formar la Secuencia de Fibonacci”.

Tenemos aquí un agujero de seguridad típico. En efecto, no sólo los bancos sino cualquier experto en seguridad mínimamente competente recomiendan que los números de cualquier clave sean aleatorios, pero los seres humanos somos algo penosos a la hora de recordar secuencias aleatorias. Sophie se debate en su razonamiento: su abuelo, hombre inteligente, escogió una secuencia que parecía aleatoria, pero no lo era. Nos encontramos en un momento crucial. La caja del banco les permite probar una sola secuencia numérica. ¿Tiene razón Sophie? ¿Se está pasando de lista? ¿Hay una tercera opción, y Langdon la tiene en la punta de la lengua? Les dejaré que lo averigüen ustedes mismos en el libro.

Por fin, el momento cripto por excelencia. Tras múltiples aventuras y carreras, adquieren la posesión de un aparato al que denominan criptex (cryptex en la versión inglesa). Se supone que es una réplica de un dispositivo inventado por el propio Leonardo da Vinci. Consiste en un cilindro con cinco discos móviles que incluyen las letras del alfabeto. Funciona de forma parecida a los candados de bicicleta: si se giran los discos hasta la posición correcta, se abre. Puesto que el número de “claves” es igual al número de letras del alfabeto elevado a la quinta potencia, los autores deben usar el cerebro para deducir la clave.

¿Por qué no romper el criptex? Pues porque Leonardo, que no tenía un pelo de tonto, lo diseño con un dispositivo de autodestrucción. El mensaje, escrito en papiro, está colocado entre la pared interior del criptex y un núcleo de vidrio lleno de vinagre. Si se rompe el criptex, el vinagre disolverá el papiro y adiós al mensaje, en una anticipación de los mensajes de James Bond que se autodestruyen tras leerlos.

Antes de seguir, hemos de dejar clara una cosa: la existencia del criptex es una invención de Dan Brown. Hasta donde se sabe, Leonardo da Vinci nunca utilizó ningún tipo de sistema de cifrado. Sí es cierto que escribía con la mano izquierda, al revés, de forma que sus escritos sólo pueden leerse poniéndolos ante un espejo, pero no está claro si lo hacía como método criptográfico. Tanpoco consta que haya construido nada parecido a un criptex. En este punto, Dan Brown aprovecha la extremada versatilidad de Leonardo, de quien consta que diseñó planos de aparatos voladores, tanques e infinidad de invenciones. El criptex es, sencillamente, una licencia literaria, válida y bien usada.

En realidad, la ficción influyó en la realidad y el éxito de ventas de El Código da Vinci acabó dando vida propia al criptex. Para promocionar la película, la productora Sony Pictures y Google lanzaron en 2006 un concurso llamado The Da Vinci Code WebQuests. Los participantes debían resolver una serie de acertijos, y los diez mil primeros participantes recibieron una réplica del criptex[6]. Para los que se quedaron con las ganas de poseer un criptex, buenas noticias: la empresa norteamericana Cryptex Security le venderá uno por poco menos de 190 euros mas gastos de envío[7]. Y, puestos a aprovechar el nombre, la empresa española de software Global Duir vende un programa de cifrado de archivos llamado Duir Criptex[8].

Volviendo al argumento del libro, probablemente usted esté pensando en alguna forma de abrir el criptex sin conocer la clave. Me refiero a sistemas imaginativos como radiografiar el criptex para obtener la disposición correcta de los discos. Hace tiempo leí una idea ingeniosa: congelar el vinagre y arrearle un martillazo al cacharro. En cualquier caso, problema resuelto. En lugar de eso, los protagonistas las pasan canutas hasta que alguien da con la clave (no Sophie, me temo).

Dan Brown aprovecha también para compartir con nosotros sus conocimientos sobre criptografía. La idea es presentar a Sophie Neveu como una inteligente y capaz criptóloga. Para ser sinceros, yo me pregunto qué pinta una criptóloga en la obra (aparte de hacer bonito como contrapunto del héroe masculino), si al final resulta que todos los códigos los revelan otros, todas las claves se descifran en otras mentes. El problema subyacente es que tampoco el escritor parece tener ni idea de criptografía.

Les daré algunos ejemplos. De todos los criptólogos que ha habido a lo largo de la historia, Sophie solamente cita a dos: Simmermann y Schneier. Uno de ellos no es criptógrafo, y además su apellido está mal escrito. Eso sí, ambos son expertos en el tema. Philip Zimmermann (con Z) es el creador del programa de cifrado PGP, usado por millones de usuarios para proteger mensajes de correo electrónico. La empresa que comercializa PGP fue vendida a Symantec en 2010 por 300 millones de dólares (Zimmernann, para entonces, se había desvinculado de su propio programa). En cuanto a Bruce Schneier, escribió a mediados de los años noventa Applied Cryptography, que durante años ha sido considerada la “biblia” de la criptografía, con múltiples ejemplos de algoritmos de cifrado de todo tipo[9]. Incluso tiene su sección de Bruce Schneier Facts, a semejanza de los famosos Chuck Norris Facts[10].

Estos ejemplos no indican más que un cierto descuido a la hora de escribir. Pero conforme profundizamos en la lectura, los problemas se agudizan. Al igual que hizo en La Fortaleza Digital, el autor sigue empeñado en referirse a un inexistente sistema de escritura cifrada llamado “la Caja del César”. Avanzamos una línea más, y podemos leer lo siguiente: “María Estuardo, reina de Escocia, creó un sistema mediante el cual unas letras podían ser reemplazadas por otras, y enviaba mensajes desde la cárcel“”. Esto duele. Porque el caso de la reina María Estuardo está muy bien documentado, incluyendo el uso de una cifra que ella misma solicitó en ocasiones que fuese modificada; pero de ahí a decir que la propia reina creó la clave ella solita va un buen trecho. Ni siquiera cifraba ella las cartas, sino su secretario. Y aunque fue confinada en su heredad de Chartley Hall, deberíamos hablar de arresto domiciliario más que de encarcelamiento propiamente dicho.

Dan Brown cita casi correctamente al científico árabe Abú Yusuf Ismail al-Kindi, de quien afirma que “protegía sus secretos con códigos cifrados polialfabéticos”. Al-Kindi, en efecto, fue un matemático del siglo IX que escribió casi 300 obras sobre medicina, astronomía, matemáticas, lenguaje y música. En 1987 se descubrió un tratado suyo titulado Sobre el desciframiento de mensajes criptográficos[11]. El descubrimiento del análisis de frecuencias por parte de Al-Kindi precede en varios siglos a los “descubridores” italianos, y algunos autores lo consideran el padre del análisis estadístico. Sin embargo, hasta el momento no hay constancia de que Al-Kindi conociera los cifrados de tipo polialfabético, y no hay prueba alguna de que lo utilizase[12]. Es posible que futuras investigaciones arrojen más luz al respecto[13].

Hasta el momento, afirmar con tanta rotundidad que Al-Kindi protegía sus secretos con códigos cifrados polialfabéticos constituye una afirmación arriesgada. Por supuesto, podríamos apuntarlo como otra licencia literaria, pero más bien parece un fallo más. Demasiados puntos negros para un autor que cinco años antes había escrito La Fortaleza Digital, una novela donde la criptografía jugaba un papel fundamental. Por supuesto, tenemos que leerlo y evaluarlo. Vamos allá.