Todos queremos saber cómo es la muerte, aunque pocos estemos dispuestos a admitirlo. Sea por anticipar los acontecimientos de nuestra enfermedad final o para comprender mejor lo que le está sucediendo a una persona amada en trance de muerte —o, más probablemente, por esa instintiva y compartida fascinación por la muerte— todos tendemos a pensar sobre el final de la vida. Para la mayoría de las personas la muerte sigue siendo un secreto oculto, tan erotizado como temido. Nos atraen irresistiblemente las mismas ansiedades que nos parecen más terribles; nos vemos arrastrados a ellas por esa excitación primitiva que surge del flirteo con el peligro. Las mariposas nocturnas y las llamas, la humanidad y la muerte… hay poca diferencia.
Ninguno de nosotros parece ser capaz, psicológicamente, de enfrentarse a la idea de «estar muerto», a la idea de una inconsciencia permanente en la cual no hay ni ausencia ni vacío, en la que simplemente no hay nada. Nos parece tan diferente de la nada que precedió a la vida… Como sucede con otros temores y tentaciones que nos amenazan, buscamos modos de negar el poder de la muerte y el gélido influjo que ejerce sobre el pensamiento humano. Su constante proximidad siempre ha inspirado formas con las que tradicionalmente disfrazamos, consciente e inconscientemente, su realidad, tales como cuentos populares, alegorías, sueños e incluso bromas. En las últimas generaciones hemos añadido algo nuevo: hemos creado la forma moderna de morir. La muerte moderna se produce en el hospital moderno, donde es posible ocultarla, purificarla de su corrupción orgánica y, finalmente, «empaquetarla» para el entierro moderno. Ahora podemos negar el poder no solamente de la muerte sino de la propia naturaleza. Nos tapamos la cara ante ella, pero todavía dejamos un resquicio entre los dedos porque hay algo en nosotros que nos obliga a mirar de reojo.
Preparamos las escenificaciones que deseamos que representen nuestras personas queridas cuando están mortalmente enfermas, y las representaciones tienen éxito con la frecuencia suficiente como para mantener nuestras expectativas. La fe en tales escenificaciones ha sido tradicional en las sociedades occidentales, que en los siglos pasados valoraban una buena muerte como la salvación del alma y una experiencia enriquecedora para los amigos y la familia, y la celebraban en la literatura y en las representaciones pictóricas del ars moriendi, el arte de morir. Originalmente, el ars moriendi era una hazaña religiosa y espiritual, que el impresor del siglo XV William Caxton describió como «el arte de la muerte para la salud del alma humana». Con el tiempo se convirtió en el concepto de la muerte bella, en realidad, el modo correcto de morir. Pero hoy el ars moriendi se ha vuelto más difícil por el mismo hecho de intentar ocultarla y esterilizarla —y especialmente impedirla—, lo que da lugar a las escenas de lecho de muerte que se producen en lugares tan especializados y ocultos como las unidades de cuidados intensivos, las unidades de investigación oncológica y las salas de urgencia. La buena muerte es, cada vez más, un mito. En realidad, siempre lo ha sido para la mayoría, pero nunca tanto como hoy. El principal ingrediente del mito es el tan ansiado ideal de «una muerte digna».
No hace mucho atendí en mi consulta a una abogada de cuarenta y tres años a la que había operado tres años antes de un cáncer de mama en estadio precoz. Aunque había superado la enfermedad y tenía esperanzas fundadas de que su curación fuera definitiva, ese día parecía extrañamente inquieta. Al final de la visita preguntó si podía quedarse un poco más para hablar conmigo. Entonces comenzó a describir la reciente muerte de su madre en otra ciudad, de la misma enfermedad de la que ella, casi con certeza, se había curado. «Mi madre murió en medio de terribles sufrimientos —dijo—, y aunque los doctores intentaron todo para ayudarla, no pudieron facilitarle las cosas. No tuvo el tranquilo final que yo había esperado. Pensaba que sería algo espiritual, que hablaríamos de su vida, de las dos, pero no sucedió así: había demasiado dolor, demasiado Demerol». Y entonces, en un estallido de rabia, bañada en lágrimas, dijo: «Dr. Nuland, ¡no hubo dignidad en la muerte de mi madre!».
Tuve que insistir mucho a mi paciente en que no había habido nada inusual en la manera de morir de su madre, que no había hecho nada que impidiera a su madre experimentar esa muerte «espiritual» y digna que había imaginado. Todos sus esfuerzos y expectativas habían sido en vano, y, ahora, esta mujer tan inteligente estaba desesperada. Traté de explicarle que la creencia en la posibilidad de una muerte digna es un intento nuestro y de la sociedad de enfrentarnos a la realidad de lo que con demasiada frecuencia es una serie de sucesos destructivos que implican por su propia naturaleza, la desintegración de la humanidad de la persona que muere. Rara vez he visto mucha dignidad en el proceso de morir.
El intento de alcanzar una verdadera dignidad falla cuando nuestros cuerpos fallan. Ocasionalmente —muy ocasionalmente—, alguien con una personalidad excepcional también muere en circunstancias excepcionales, y esa afortunada combinación de factores permite que eso suceda, pero tal confluencia de factores no es corriente y, en todo caso, sólo la pueden esperar muy pocas personas.
He escrito este libro para desmitificar el proceso de la muerte. Mi intención no es describirlo como una sucesión llena de horrores, de degradaciones dolorosas y desagradables, sino presentarlo en su realidad biológica y clínica, como lo ven aquellos que lo presencian y como lo sienten los que lo experimentan. Solamente tras una franca discusión de los pormenores de la muerte podemos afrontar mejor los aspectos que más nos asustan. El conocimiento de la verdad, el estar preparados para ello, será el medio de liberarnos de ese miedo a la terra incognita de la muerte, que lleva al autoengaño y a las decepciones.
Hay abundante literatura sobre la muerte y el morir. Prácticamente toda ella pretende ayudar a las personas a afrontar el trauma emocional que implica tal proceso y su desenlace; sin embargo, en la mayoría de los casos no se hace mucho hincapié en los pormenores del deterioro físico. Sólo en las páginas de las revistas especializadas se pueden encontrar descripciones de los verdaderos procesos por los que las diferentes enfermedades consumen nuestra vitalidad y nos arrebatan la vida.
Mi carrera y mi larga experiencia con la muerte confirman la observación de John Webster de que, en efecto, hay «diez mil puertas distintas para que cada hombre encuentre su salida»; mi deseo es ayudar a que se cumpla la oración del poeta Rainer Maria Rilke: «Oh Señor, danos a cada uno nuestra propia muerte». Este libro trata de las puertas, y de los pasadizos que conducen a ellas; he intentado escribirlo de forma que, en la medida de lo posible, cada uno pueda elegir su propia muerte.
He escogido seis de los tipos de enfermedades más frecuentes en nuestros días, no sólo porque incluyen las enfermedades mortales que se llevarán a la mayor parte de nosotros, sino también por otra razón: las seis tienen características que son representativas de ciertos procesos universales que todos experimentaremos al morir. La parada de la circulación, el transporte inadecuado de oxígeno a los tejidos, el deterioro progresivo de las funciones cerebrales hasta su total interrupción, el fallo funcional de los órganos, la destrucción de los centros vitales: éstas son las armas de todos los jinetes de la muerte. Familiarizarnos con ellas nos aclarará cómo morimos, incluso si es a causa de enfermedades no específicamente descritas en este libro. Las que he escogido no sólo son las avenidas más transitadas hacia la muerte, sino también aquellas cuyo empedrado recorreremos todos, independientemente de la singularidad de la enfermedad final.
Mi madre murió de cáncer de colon una semana después de que yo cumpliera once años, y este hecho ha marcado mi vida. Todo lo que he llegado a ser y lo que no he llegado a ser, guarda, directa o indirectamente, relación con su muerte. Cuando comencé a escribir este libro mi hermano había muerto hacía poco más de un año, también de cáncer de colon. En mi vida profesional y personal he sido consciente de la inminencia de la muerte durante más de medio siglo, y he trabajado en su constante presencia durante toda ella, excepto en el primer decenio. Este es el libro en el que trataré de contar lo que he aprendido.
SHERWIN B. NULAND
New Haven, junio de 1993