Laurence Sterne, novelista del siglo XVIII, señaló en cierta ocasión que escribir no es sino otro nombre que se da a conversar. El contenido y tono de un libro o ensayo vienen determinados por la forma en que el autor cree que el lector va a responder a cada frase tal y como se expresa en el papel —el lector está siempre presente. El libro que está a punto de leer se ha concebido con la sola intención de conversar con la gente que quiere saber cómo es el morir. He tratado de escuchar las posibles réplicas del lector a lo que se va diciendo. Escuchando con atención, espero haber sido capaz de responder siempre lo más inmediata y claramente posible.
El diálogo que se mantiene en estos capítulos es solamente la culminación de otras conversaciones que he ido teniendo durante la mayor parte de mi vida —con mi familia, mis amigos, mis colegas y, sobre todo, con mis pacientes— con los que han estado más cerca de mí y cuya sabiduría he buscado para llegar a comprender lo que, al fin y al cabo, vienen a ser nuestras vidas, y nuestras muertes. Es mucho menos difícil buscar la sabiduría en las palabras de los demás que en su experiencia vital. Yo la he buscado por todas aquellas partes donde he creído que la podía encontrar. Incluso cuando no me daba cuenta de que, en realidad, estaba aprendiendo de los muchos hombres y mujeres cuyas vidas han entrado en la mía, ellos me estaban enseñando y, por lo general, eran igualmente inconscientes del regalo que me otorgaban.
Aunque la mayor parte del aprendizaje es, por lo tanto, sutil y no es reconocido como tal ni por los que lo reciben ni por los que lo proporcionan, una gran parte tiene lugar a partir de la forma más normal de conversación: el intercambio verbal directo entre dos personas. En mi caso, las conversaciones más largas han durado, intermitentemente, años, y aun décadas, mientras que sólo unas pocas han tenido lugar al escribir este libro. Si la conversación «prepara al hombre», como aseguraba Francis Bacon, entonces mi preparación para Cómo morimos ha durado interminables horas en compañía de gente extraordinaria.
Varios de mis compañeros del Comité de Bioética del Hospital de Yale-New Haven, me han ayudado a comprender cada vez mejor las cuestiones cruciales que han de afrontar no solamente los pacientes y los profesionales de la salud, sino en un momento o en otro, todos nosotros. Estoy particularmente en deuda con Constance Donovan, Thomas Duffy, Margaret Farley, Robert Levine, Virginia Roddy y Howard Zonanna. Juntos e individualmente me han mostrado una imagen de la ética médica que es tan humana (e incluso espiritual) como intelectualmente disciplinada.
Gracias también a otro miembro del comité, Alan Mermann, un pediatra que halló renovadas fuerzas en su actividad como ministro congregacionista y capellán de nuestra facultad de medicina. Me ayudó a comprender con gran generosidad lo que es para los estudiantes de medicina y para los pacientes moribundos la mutua entrega y el compartir los miedos y esperanzas.
Ferenc Gyorgyey ha puesto a mi disposición los vastos fondos de las colecciones históricas de la Biblioteca Whitney/Cushing, de Yale, pero su mayor regalo durante muchos de estos años ha sido la riqueza, igualmente vasta, de su amistad y su amplia inteligencia. Jay Katz, tanto en sus conversaciones como en sus escritos, me ha enseñado una sensibilidad en el proceso médico de toma de decisiones que trasciende los meros datos clínicos de la enfermedad de un paciente e incluso las motivaciones conscientes que parecen determinar la elección entre las opciones del tratamiento. Mi esposa, Sarah Peterson, me enseña aun otra clase de sensibilidad que unas veces se llama caridad y otras amor. En la caridad, o el amor, hay una comprensión de las percepciones de los demás y hay también una fe inextinguible. En la tradición de Sarah: «Aunque hablara las lenguas de los hombres y de los ángeles, si no tuviera caridad, sería como bronce que suena o címbalo que retiñe». He aquí una gran lección, no sólo para los individuos, sino para las naciones y las profesiones, especialmente mi propia profesión de la medicina.
Durante la pasada década, he tenido la fortuna de disfrutar de la amistad de Robert Massey. Como internista en ejercicio, decano de la Facultad de Medicina e historiador de la medicina, así como comentarista de su presente y futuro, Bob Massey, ha transmitido a diversas generaciones de colegas médicos una capacidad de comprensión y un sentido del deber médico que sobrepasa el efímero interés del momento y los estrechos intereses gremiales. Me he valido de su amistad, y le he convertido en mi confidente y consejero, mi oráculo, e incluso mi experto para las referencias a los clásicos, por no mencionar la gramática latina. No hay casi nada en este libro que él y yo no hayamos discutido. Su confianza en el valor de este empeño ha sido para mí una fuente de serena energía durante estos largos meses de trabajo.
El contenido de cada capítulo de Cómo morimos ha sido revisado por uno o más expertos en la materia. En cada caso, el resultado de la lectura ha comportado importantes sugerencias que me han ayudado enormemente a clarificar mis ideas. Para los capítulos sobre el corazón he recibido los comentarios de Mark Applefeld, Deborah Barbour y Steven Wolfson; para las secciones sobre el envejecimiento y la enfermedad de Alzheimer, los de Leo Cooney; para la sección sobre los traumatismos y el suicidio, los de Daniel Lowe; los capítulos del SIDA han sido revisados por Gerald Friedland y Peter Selwyn; los aspectos clínicos y biológicos del cáncer por Alan Sartorelli y Edwin Cadman; el tema de la relación médico-paciente por Jay Katz. Los especialistas en estas áreas reconocerán fácilmente los nombres de cada uno de mis asesores, a quienes me honro en mencionar aquí. Su generosidad ha sobrepasado mis expectativas.
Muchas personas me han ayudado a responder a preguntas específicas y buscar en las fuentes: Wayne Carver, Benjamín Farkas, Janis Glover, James M. L. N. Horgan, Ali Khodadoust, Laurie Patton, Johannes van Straalen, Mary Weigand, Morris Wessel, Ann Williams, Yan Zhangshou, y mi secretaria Rafaella Grimaldi, con su gran corazón. G. J. Walker Smith revisó una serie de autopsias conmigo y me ayudó a situar sus hallazgos en el contexto de los procesos degenerativos del envejecimiento. Una mañana que pasé con Alvin Novik me abrió los ojos a aspectos políticos e intensamente personales del SIDA que yo solamente había imaginado (no pudo ser fácil para Alvin exponer a alguien que prácticamente era un extraño, el dolor de su todavía afligido corazón, pero de alguna manera encontró la fuerza para hacerlo, y no olvidaré lo que me enseñó). Irma Pollock, a quien he admirado desde mi niñez, me habló, en medio de la angustia que le producía recordar la tragedia de la enfermedad de Alzheimer, porque quería ayudar a los demás. Su historia ha fortalecido mi fe en el poder del amor desinteresado.
El texto completo de Cómo morimos lo han leído varias personas de formación muy dispar y sus comentarios me han resultado extremadamente útiles en mi propia revisión final: Joan Behar, Robert Burt, Judith Cuthbertson, Margaret De Vane y James Ponet. Huelga decir que Bob Massey y Sarah Peterson hicieron numerosas aportaciones críticas al revisar la evolución de la obra capítulo por capítulo. El estilo de Bob es benevolente y diplomático, pero esta Peterson es implacable en lo que he llamado en algún otro lugar «detectar la divagación y oponerse a la digresión». Siempre he hecho los cambios que ella ha señalado (incluso su caridad tiene un límite).
Y finalmente, a mis nuevos amigos en el mundo editorial. Cómo morimos tuvo su origen en una idea de Glen Hartley: no solamente la idea sino también el título es suyo. Por sugerencia de Dan Frank, él y Lynn Chu vinieron a buscarme y se presentaron con una misión que yo no podía rechazar. El manuscrito final pasó por el filtro de la habilidosa mente editorial de Dan; solamente sus autores pueden apreciar completamente el valor de tal guía. Sonny Mehta tomó personalmente este proyecto en sus delicadas manos desde su concepción hasta su conclusión, como editor en toda su extensión y principal valedor. Si hay un buen equipo editorial, sin duda debe ser éste.
Se dice que en el siglo XX ya no hay musas, pero yo he encontrado una. Su nombre es Elisabeth Sifton, y he intentado tratar las ideas y el idioma inglés de modo que a ella le agradara. No pido más premio que su aprobación.
Hay un segundo aforismo de Laurence Sterne que se puede aplicar a Cómo morimos: «El ingenio de cada hombre debe venir de su propia alma y de nadie más». Este libro es mío. Independientemente de la inspiración y las aportaciones de tantos otros, declaro que de principio a fin —cada concepto y cada equivocación, cada verdad y cada error, cada pensamiento útil y cada interpretación inútil— es mío y de nadie más. Cómo morimos no es de nadie más porque este libro fluye de mi propia alma.
S. B. N.