Epílogo

Siento más curiosidad por el microcosmos que por el macrocosmos; me interesa más cómo vive un hombre que cómo muere una estrella, cómo se abre paso una mujer en el mundo que cómo cruza los cielos un cometa. Si hay un Dios, está tan presente en la creación de cada uno de nosotros como lo estuvo en la de la tierra. El misterio que me fascina es la condición humana, no la condición del cosmos.

Comprender esa condición ha sido la obra de mi vida. Durante esa vida, que ha entrado en su séptima década, he conocido penas y triunfos. Algunas veces pienso que más de lo que me correspondía de ambos, pero esa impresión probablemente se debe a la tendencia, común a todos los hombres, a conferir carácter universal a la propia existencia, a considerar la suya una vida de dimensiones casi míticas, vivida más intensamente.

Es imposible saber si ésta será mi última década o si habrá más; la buena salud no es garantía de nada. La única certeza que tengo sobre mi propia muerte es otro de esos deseos que todos compartimos: que sea sin sufrimiento. Hay quienes quieren morir rápidamente, quizás súbitamente; y los hay que prefieren morir al término de una enfermedad breve y sin dolores, rodeados de las personas y las cosas que aman. Yo soy de estos últimos y sospecho que somos la mayoría.

Desgraciadamente, lo que espero no coincide con mis previsiones realistas. He visto demasiadas muertes para ignorar que lo más probable es que no ocurra como quiero. Como la mayoría de las personas, probablemente sufriré los padecimientos físicos y emocionales que acompañan a muchas enfermedades mortales; y, como ellas, probablemente agravaré la dolorosa incertidumbre de mis últimos meses con la angustia de la indecisión: continuar o abandonar, seguir un tratamiento agresivo o limitarme a tratar de no sufrir, luchar para ganar tiempo o dar la vida por terminada; éstas son las dos caras del espejo en el que nos miramos cuando nos afligen enfermedades mortales. El lado en el que elegimos vernos en los últimos días debería reflejar una resolución tranquila, pero ni siquiera se puede contar con eso.

He escrito este libro tanto para mí como para quienes lo lean. Haciendo desfilar ante nosotros a algunos de los caballeros de la muerte, he querido recordar cosas que he visto y comunicárselas a los demás. No hay necesidad de escrutar las filas de estos caballeros asesinos; son más numerosos de lo que cualquiera de nosotros podría soportar. Pero todos ellos usan armas no muy diferentes de las que hemos examinado en estas páginas.

Si nos familiarizamos un poco con ellas, quizás también sean menos temibles y las decisiones que se imponen puedan tomarse en una atmósfera menos cargada de sospechas, angustia y expectativas injustificadas. Para cada uno de nosotros puede haber una muerte que sea la apropiada, y deberíamos tratar de encontrarla, aceptando al mismo tiempo que, en último término, quizá no esté a nuestro alcance. La enfermedad definitiva que la naturaleza nos inflija determinará la atmósfera en la que nos despidamos de la vida, pero, en la medida de lo posible, debemos ser nosotros mismos los que decidamos cómo va a ser nuestra extinción. Rilke escribió:

¡Oh Señor, da a cada uno su propia muerte!

Aquella que dimane de la vida,

en la que conoció amor, sentido y desesperación.

El poeta se expresa en forma de oración y, como ocurre con todas las oraciones, quizá no sea posible responderla, ni siquiera para Dios. En demasiados casos el tipo de muerte escapará a toda tentativa de control y esto no lo pueden cambiar ni el conocimiento ni la prudencia. Cuando se aproxime la muerte de alguien que amamos, o la nuestra, será bueno recordar que todavía quedan muchísimas cosas en las que no hay elección posible, incluso contando con las poderosas y generosamente motivadas fuerzas de la moderna ciencia biomédica. Al decir que muchos hombres están condenados a morir mal, no se les está juzgando a ellos, sino a la naturaleza de lo que les mata.

La gran mayoría de las personas no dejan la vida del modo que preferirían. Antes se creía en el ars moriendi, el arte de morir. En aquel tiempo la única actitud posible ante la muerte era dejar que sucediera; una vez que aparecían ciertos síntomas no había otra elección más que morir de la mejor manera posible, en paz con Dios. Pero incluso entonces generalmente se pasaba por un período de sufrimientos que precedían al final, y apenas había otro recurso que la resignación y el consuelo de la oración y la familia para aliviar las últimas horas.

Nuestra época no es la del arte del morir, sino la del arte de salvar la vida, y los dilemas en ese arte son numerosos. Hace sólo medio siglo ese otro gran arte, el de la medicina, aún se enorgullecía de su capacidad para rodear el proceso de la muerte de toda la serenidad de la que era capaz la benevolencia profesional. En la actualidad este aspecto del arte se ha perdido, excepto en proyectos —por desgracia muy raros— como el del Centro de asistencia, y ha sido sustituido por el espectacular intento de reanimación o por el demasiado frecuente abandono cuando éste resulta imposible.

La muerte pertenece al moribundo y a quienes le aman. Aunque mancillada por los estragos de la enfermedad, no se debe permitir que además sufra la perturbación de bien intencionados pero inútiles esfuerzos. El entusiasmo de los médicos cuando proponen continuar un tratamiento influye en las decisiones que se toman a este respecto. En general, los mejores especialistas son también los que tienen el convencimiento más firme de la capacidad de la biomedicina para vencer el reto de un proceso patológico que está a punto de cobrarse una vida. La familia se aferra al hilo de esperanza que le ofrece una estadística; ahora bien, lo que se presenta como realidad clínica objetiva con frecuencia no es más que la subjetividad de un ferviente adepto a esa filosofía que ve en la muerte un enemigo implacable. Para tales guerreros, incluso una victoria temporal justifica la devastación del campo en el que el moribundo ha cultivado su vida.

No es mi propósito condenar a los médicos entusiastas de la alta tecnología. Yo he sido uno de ellos y también he conocido la exaltación de la lucha encarnizada por salvar la vida de un paciente in extremis y la suprema satisfacción cuando se gana. Pero no pocas de estas victorias han sido pírricas. A veces el éxito no justificaba el sufrimiento. También creo que si hubiera sido capaz de ponerme en el lugar de la familia y del paciente, habría dudado más veces en recomendar una lucha tan desesperada.

El día que yo padezca una enfermedad grave que requiera un tratamiento muy especializado, buscaré a un médico experto. Pero no esperaré de él que comprenda mis valores, las esperanzas que abrigo para mí mismo y para los que amo, mi naturaleza espiritual o mi filosofía de la vida. No es para esto para lo que se ha formado y en lo que me puede ayudar. No es esto lo que anima sus cualidades intelectuales.

Por estas razones no permitiré que sea el especialista el que decida cuándo abandonar. Yo elegiré mi propio camino o, por lo menos, lo expondré con claridad de forma que, si yo no pudiera, se encarguen de tomar la decisión quienes mejor me conocen. Las condiciones de mi dolencia quizá no me permitan «morir bien» o con esa dignidad que buscamos con tanto optimismo, pero dentro de lo que está en mi poder, no moriré más tarde de lo necesario simplemente por la absurda razón de que un campeón de la medicina tecnológica no comprende quién soy.

A lo largo del libro he hecho entre líneas un alegato en favor de la resurrección del médico de familia. Todos necesitamos un guía que nos conozca tan bien como conoce los senderos por los que nos acércanos a la muerte. Hay tantas maneras de avanzar entre las mismas malezas de la enfermedad, tantas decisiones que tomar, tantas paradas en las que podemos optar por tomarnos un descanso, continuar o poner término al viaje, y hasta que nos detengamos definitivamente necesitamos la compañía de los que amamos y la sabiduría necesaria para elegir nuestro propio camino. La objetividad clínica que debemos tener en cuenta en nuestras decisiones nos la debe proporcionar un médico que esté familiarizado con nuestros valores y con la vida que hemos llevado, y no alguien que prácticamente es un desconocido al que hemos acudido por su alta competencia biomédica. En esos momentos lo que necesitamos no es la amabilidad de extraños, sino la comprensión de un antiguo amigo médico. Independientemente de la forma en que se reorganice nuestro sistema de salud, el buen juicio exige que se tenga en cuenta esta verdad elemental.

No obstante, incluso con el consejero más sensible, para poder ejercer un verdadero control es necesario conocer las sendas de la enfermedad y la muerte. Del mismo modo que he visto a algunos luchar demasiado tiempo, he visto a otros rendirse demasiado pronto, cuando aún se podía hacer mucho, no sólo para conservar la vida, sino también la alegría. Cuanto más sepamos sobre la realidad de las enfermedades letales, mejor podremos elegir cuándo conviene detenerse o seguir luchando, y menos esperaremos la clase de muerte que la mayoría de nosotros no tendrá. Para el que muere y para quienes le aman, las expectativas realistas son la mejor garantía de la serenidad. Y cuando llegue el momento del duelo, que sea la pérdida de amor lo que lamentemos, no los remordimientos por haber hecho algo mal.

Una expectativa realista exige también que aceptemos que el tiempo que se nos concede sobre la tierra necesariamente es limitado y que su duración debe ser compatible con la continuidad de nuestra especie. A pesar de sus dones exclusivos, la humanidad forma parte del ecosistema lo mismo que cualquier otra forma zoológica o botánica; en esto la naturaleza no hace distinciones. Morimos para que el mundo pueda continuar viviendo. Se nos ha dado el milagro de la vida porque trillones de trillones de seres vivos nos han preparado el camino y han muerto —en cierto sentido, por nosotros. Nosotros moriremos, a nuestra vez, para que otros puedan vivir. La tragedia individual se convierte, en el equilibrio natural, en el triunfo de la vida que se perpetúa.

Todo esto hace más preciosa cada hora que se nos ha concedido, exige que la vida sea útil y gratificante. Si con su trabajo y su placer, con sus triunfos y sus fracasos, cada uno contribuye a perpetuar el proceso evolutivo, no sólo de nuestra especie, sino de todo el orden natural, la dignidad conquistada en el tiempo que se nos ha concedido se prolonga en la dignidad que alcanzamos con la aceptación generosa de la necesidad de morir.

¿Qué importancia tiene, entonces, la serena escena de despedida en el lecho de muerte? Para la mayoría no pasará de ser una imagen anhelada, un ideal al que hay que aspirar y al que quizá sea posible aproximarse, pero que sólo será alcanzado por unos pocos a quienes se lo permitan las circunstancias de su enfermedad terminal.

El resto de nosotros deberá conformarse con lo que el destino le depare. Gracias a la comprensión de los mecanismos de las enfermedades mortales más comunes, a la prudencia que nace de unas expectativas realistas y a una nueva relación con los médicos, a los que no pediremos lo que no pueden dar, será posible controlar el desarrollo del final en la medida que lo permita el proceso patológico que se padezca.

Aunque el momento de la muerte suele ser tranquilo y con frecuencia está precedido de una piadosa inconsciencia, la serenidad se paga normalmente a un precio terrible: el proceso por el que se alcanza ese punto. Hay quienes logran alcanzar momentos de nobleza en los que de alguna manera trascienden las afrentas que sufren, y estos momentos hay que apreciarlos. Pero estos intervalos no disminuyen la angustia sobre la que triunfan momentáneamente. La vida está puntuada por períodos de dolor —para algunos está saturada de ellos—, que otros períodos de paz y ratos de alegría se encargan de mitigar. En la muerte, sin embargo, sólo hay aflicción. Sus breves respiros y treguas siempre son fugaces y los padecimientos no tardan en reanudarse. Sólo el desenlace aporta paz y, a veces, alegría. En ese sentido se puede decir que el momento de la muerte con frecuencia está revestido de dignidad, pero rara vez el proceso de morir.

Por tanto, si debemos modificar —o incluso rechazar— la imagen clásica de la muerte digna, ¿qué queda de las esperanzas que abrigamos respecto a los últimos recuerdos que dejamos a quienes nos aman? La dignidad que buscamos en la muerte puede hallarse en la dignidad con la que hemos vivido nuestra vida. El ars moriendi es el ars vivendi. La honestidad y la gracia de esta vida que se extingue constituyen la medida real de cómo morimos. No es en los últimos días o semanas cuando redactamos el mensaje que será recordado, sino en las décadas que los precedieron. Quien ha vivido con dignidad muere con dignidad. William Cullen Bryant sólo tenía veintisiete años cuando añadió una conclusión a su reflexión sobre la muerte titulada «Tanatopsis», pero, como muchos poetas, ya había comprendido:

Vive entonces de forma que, cuando te llegue la cita para unirte

a la innumerable caravana que avanza

hacia ese misterioso reino, donde cada uno ocupará

su cámara en los silenciosos corredores de la muerte,

no vayas como un esclavo de las canteras, azotado

por la noche hasta su calabozo, sino que, sostenido y consolado

por una confianza firme, acércate a tu tumba

como el que se cubre con la ropa de su lecho

y se echa esperando dulces sueños.