XII

Las lecciones de la experiencia

Con frecuencia, los rabinos terminan la ceremonia fúnebre con esta frase: «Que su memoria sirva de bendición». Es una fórmula desconocida para los no judíos y que no he escuchado nunca en las iglesias. Aunque expresa lo que obviamente es un deseo universal, este simple pensamiento merece que reflexionemos más sobre él, y no solamente en los lugares consagrados al culto.

La esperanza que dio cierta paz a Bob DeMatteis se hallaba en el recuerdo que dejó de sí mismo y en el significado que su vida tendría para aquellos que le sobrevivieron. Bob siempre había sido consciente de que su existencia no sólo era finita, sino que incluso podía terminar inesperadamente. Ahí estaba el origen de aquella horrible ansiedad que le causaba todo lo relacionado con la medicina, pero también de su aceptación cuando se presentó la enfermedad definitiva.

En la muerte no hay mayor dignidad que la de la vida que la precedió. Es una clase de esperanza que todos podemos alcanzar y la más duradera: reside en el significado de lo que ha sido la vida del individuo.

Hay fuentes de esperanza más inmediatas, pero algunas son inaccesibles. Como médico, siempre he asegurado a mis pacientes moribundos que haría todo lo posible para darles una muerte fácil, pero con demasiada frecuencia he visto desvanecerse incluso esa esperanza a pesar de todos mis esfuerzos. También en un Centro de asistencia a enfermos terminales, donde el único objetivo es el alivio y la tranquilidad, hay fallos. Como tantos de mis colegas, más de una vez he infringido la ley para facilitar el tránsito de un paciente, porque de otro modo no habría podido cumplir mi promesa, explícita o implícita.

Una promesa que podemos cumplir y una esperanza que podemos dar es que no dejaremos morir solo a ningún ser humano. De las muchas formas de muerte solitaria seguramente las más desoladoras se producen cuando se oculta, se impide la certeza de la muerte. De nuevo es la actitud de «no le puedo quitar la esperanza» lo que precisamente impide con tanta frecuencia que se materialice una forma de esperanza especialmente tranquilizadora. Si el individuo no sabe que su muerte es inminente y, en la medida de lo posible, las condiciones en que tendrá lugar, no podrá participar en esta comunión final con sus seres queridos. Sin esta consumación, poco importa quién esté presente a la hora de la muerte, permanecerá aislado y abandonado; porque es la promesa de compañía espiritual cuando se acerque el final lo que nos da esperanza, mucho más que el mero hecho de no estar físicamente solos.

A su vez, el propio enfermo es responsable de no caer en un descaminado intento de ahorrar sufrimientos a aquellos con quienes comparte su vida. He presenciado esta forma de soledad e incluso he conspirado imprudentemente para mantenerla, antes de conocerla mejor.

Como mi abuela era cada vez menos capaz de valerse, tía Rose se fue haciendo cargo de la casa y del cuidado de los dos chicos. Incluso asumió el papel matriarcal en el seno de nuestra familia extensa a medida que Bubbeh lo abandonaba gradualmente. Muy temprano cada mañana, Rose iba al taller de costura de la calle 37, de donde regresaba diez horas más tarde para limpiar la casa y preparar la cena. Los judíos del Viejo Mundo no conocían la cocina ligera y nuestra cena exigía un laborioso trabajo. Hoy me hallo lejos en el tiempo y el espacio del 2314 de Morris Avenue, pero guardo un claro recuerdo de aquellas tardes de los jueves, cuando Rose fregaba y limpiaba todos los rincones del apartamento preparando el sabbath antes de caer agotada en la cama hacia medianoche. A la mañana siguiente, a las seis, se levantaba otra vez para ir a trabajar.

Rose se esforzaba por parecer brusca, pero su conducta era transparente. Tenía esos ojos azules característicos de nuestra familia que, después de un arranque de cólera, brillaban tan inevitablemente como el sol después de una tormenta de verano. Un abrazo bastaba para desarmarla y, a medida que nos hacíamos mayores, nos fuimos dando cuenta de que lo que se ocultaba tras su necesidad de parecer inflexible y exigente con sus dos muchachos no era más que amor. Aunque Harvey y yo conseguíamos a base de bromas que desistiera en sus reprimendas inexorables sobre los aspectos menos admirables de nuestra conducta, temíamos su desaprobación, que, en mi caso, se solía traducir en recriminación, a menudo en un yiddish pintoresco, por mi carácter y mi concepción del mundo. Tía Rose era mi pequeño superego del shtetl. Harvey y yo la adorábamos.

Durante mi segundo año de residente en cirugía, cuando Rose ya tenía más de setenta años, empezó a sentir un prurito por todo el cuerpo y al cabo de un tiempo le apareció un ganglio linfático engrosado en la axila. Una biopsia reveló la existencia de un linfoma agresivo. La trató un amable y comprensivo hematólogo que consiguió una extraordinaria remisión empleando uno de los primeros agentes quimioterápicos, el clorambucil. Cuando tras unos meses, la enfermedad recurrió y Rose comenzó a debilitarse, Harvey y yo, con el consentimiento de nuestra prima Arline, acordamos convencer al hematólogo de que no había que decirle el diagnóstico.

Quizás, sin ni siquiera darnos cuenta, estábamos cometiendo uno de los peores errores en que se puede caer durante una enfermedad terminal. Todos nosotros, Rose incluida, habíamos decidido incorrectamente, y en oposición a todos los principios de nuestra vida en común, que era más importante protegernos mutuamente de la franca admisión de una verdad dolorosa que compartir un último momento de unión que podría habernos aportado, más allá del hecho angustioso de la muerte, un consuelo duradero e incluso algo de dignidad. Nosotros mismos nos negamos lo que debería haber sido nuestro.

Aunque no había ninguna duda de que Rose sabía que estaba a punto de morir de cáncer, nunca le hablamos de ello ni ella lo mencionó. Ella se preocupaba por nosotros y nosotros por ella, creyendo cada uno que la otra parte no podría soportarlo. Sabíamos cuál sería el final, lo mismo que ella; pero nos convencimos de que no lo sabía y ella debió convencerse de que nosotros no lo sabíamos, aunque debió saber que lo sabíamos. Así, nosotros también representamos el antiguo drama que con tanta frecuencia ensombrece los últimos días de los enfermos de cáncer: lo sabíamos, ella lo sabía, sabíamos que ella lo sabía, ella sabía que nosotros lo sabíamos, y nadie hablaba de ello cuando estábamos juntos. Mantuvimos la mascarada hasta el final. Como nosotros, Rose se vio privada de esa unión que debería haber tenido lugar cuando por fin le hubiéramos dicho todo lo que su vida nos había aportado. En ese sentido, mi tía Rose murió sola.

Esta terrible soledad es el tema de La muerte de Ivan Ilitch de Tolstoi. Especialmente para los médicos clínicos, la historia es terrible por su misteriosa precisión y por su enseñanza. Al escribir, Tolstoi parecía poseído de un conocimiento innato que sobrepasaba todo lo que hubiera podido aprender en la vida. De otra forma ¿cómo podría haber intuido la terrible soledad de la muerte cuando se oculta la verdad? «…esta soledad de Ivan Ilitch, mientras yacía con la cara vuelta al respaldo del diván —solo en una gran ciudad, entre sus familiares y amigos—, una soledad más absoluta que la de las profundidades marinas o de la tierra…». Ivan no podía compartir con nadie su terrible conocimiento «y tenía que vivir así, al borde de la destrucción, solo, sin nadie que le comprendiera y le compadeciera».

Ivan no estaba rodeado de personas que le quisieran y en parte por esto acabó sintiendo el deseo, al menos un poco, de que le tuvieran lástima, desgraciado estado en el que pocas personas caerían voluntariamente al final de sus días. La tentativa de engaño por parte de su mujer obedecía a su decisión de no enfrentarse a las consecuencias emocionales que la verdad podía precipitar. Tanto si son producto del desprecio como de un cariño mal entendido, siempre hacen que sus víctimas tengan que enfrentarse solas a su partida. En el caso de la esposa de Ivan Ilitch, un desprecio condescendiente la había llevado a creer que la muerte de su marido sería más fácil para los dos si no se hablaba de ello. Ahora bien, de esa manera estaba pensando en ella misma, y no en su marido, cuya enfermedad mortal suponía una molestia e incluso una carga en la casa. En esa atmósfera, Ivan no podía decidirse a hablar claramente pues temía las consecuencias:

«El mayor tormento de Ivan Ilitch era la mentira, la mentira que por algún motivo todos aceptaban, según la cual él no estaba muñéndose, sino que sólo estaba enfermo, y que bastaba con que se mantuviera tranquilo y se atuviera a su tratamiento para que se pusiera bien del todo. Él sabía, sin embargo, que hiciesen lo que hiciesen nada resultaría de ello, salvo padecimientos aún más agudos y la muerte. Y le atormentaba esa mentira, le atormentaba que no quisieran admitir que todos ellos sabían que era mentira y que él lo sabía también, y que le mintieran acerca de su horrible estado y se aprestaran —más aún, le obligaran— a participar en esa mentira. La mentira —esa mentira perpetrada sobre él en vísperas de su muerte— encaminada a rebajar el hecho atroz y solemne de su muerte al nivel de las visitas, las cortinas, el esturión de la comida… era un horrible tormento para Ivan Ilitch. Y, cosa extraña, muchas veces cuando se entregaban junto a él a esas patrañas estuvo a un pelo de gritarles:

"¡Dejad de mentir! ¡Vosotros bien sabéis, y yo sé, que me estoy muriendo! ¡Conque al menos dejad de mentir!"

Pero nunca había tenido arranque bastante para hacerlo».

En nuestros días hay otro factor que a menudo contribuye a aislar al paciente gravemente enfermo. No se me ocurre una palabra mejor que la de futilidad. Persistir en un tratamiento a pesar de sus escasas posibilidades de éxito, a algunos puede parecerles heroico, pero con demasiada frecuencia constituye un perjuicio involuntario para el paciente. En efecto, oscurece el criterio de franqueza y revela un cisma fundamental entre los verdaderos intereses de los pacientes y sus familias, por una parte, y los de los médicos, por otra.

Según la filosofía hipocrática de la medicina, nada debe ser más importante para un médico que el interés del paciente que acude a él en busca de asistencia. Aunque vivimos en una época en la que las necesidades de la sociedad en su conjunto a veces entran en conflicto con el criterio del médico sobre lo que es mejor para un paciente determinado, nunca ha habido ninguna duda de que el fin de la asistencia médica es vencer la enfermedad y aliviar el sufrimiento. Cada estudiante de medicina aprende muy pronto que para vencer la enfermedad a veces es necesario agravar temporalmente el sufrimiento al paciente, y hay pocas personas que no entiendan y acepten esta necesidad. Esto es especialmente cierto de la centena de enfermedades comprendidas en los distintos tipos de cáncer y en las que la combinación de cirugía, radiaciones y quimioterapia suele ocasionar períodos de debilidad y otros trastornos temporales, cuando no claras complicaciones. Ante un diagnóstico de enfermedad maligna potencialmente curable, pocas personas querrán renunciar a la lucha si hay alguna forma prometedora de tratamiento que ofrezca posibilidades razonables de reducir los estragos de la enfermedad o de curarla. Hacer lo contrario no es estoicismo sino estupidez.

Una vez más, el dilema al que nos enfrentamos cuando nos encontramos en estas situaciones radica en el lenguaje. En este caso, la dificultad proviene del empleo de palabras como razonable y prometedora. Es esta terminología, ambigua pese a su aparente claridad, donde se halla la clave, pues revela la dicotomía que con frecuencia existe entre los objetivos de los médicos y los de los pacientes. A costa de sobrecargar estas páginas con otro relato autobiográfico, me basaré en mi propia evolución profesional como médico para ilustrar la sutil progresión por la que un joven estudiante de medicina que sólo quiere curar enfermos se transforma sin darse cuenta en un especialista dedicado a la solución de problemas biomédicos.

Antes de cumplir diez años, conocía muy bien la esperanza (empleo esta palabra deliberadamente) que la presencia de un médico trae a una familia preocupada. Durante la larga enfermedad de mi madre se produjeron varias urgencias alarmantes, incluso años antes de que iniciara su descenso hacia la muerte. Simplemente saber que alguien había ido a la farmacia a llamar al médico, y que éste no tardaría en llegar bastaba para que la aterrada impotencia que reinaba en nuestro pequeño apartamento diera paso a la sensación de que la terrible situación podía solucionarse. Aquel hombre —que cruzaba el umbral de nuestra casa con una sonrisa e irradiaba competencia, que nos llamaba a todos por nuestro nombre, que sabía que por encima de todo lo que necesitábamos era confianza y que nos la proporcionaba con su mera presencia— aquel era el hombre que yo quería ser.

Inicialmente, mi objetivo era ser médico general en el Bronx. En el primer año en la Facultad aprendí cómo funciona el cuerpo; en el segundo, aprendí cómo enferma. En el tercero y el cuarto, empecé a saber cómo interpretar las historias que me exponían mis pacientes y a estudiar las claves físicas y químicas que producían sus enfermedades, esa combinación de hallazgos patentes y ocultos que el patólogo del siglo XVIII Giovanni Morgagni denominó «los gritos de los órganos que sufren». Estudié los diversos modos de escuchar a mis pacientes y de observarlos a fin de poder distinguir esos gritos. Me enseñaron a examinar los orificios, a leer radiografías y a buscar significado en la composición de la sangre y de los distintos productos que expulsa el individuo. Con el tiempo, supe exactamente qué pruebas me facilitarían las claves más fiables para llegar a los cambios ocultos que forman parte de la enfermedad. Este proceso es la fisiopatología. Dominando sus tortuosas pautas se puede comprender en cada caso concreto cómo fallan los mecanismos normales de la salud. Comprender la fisiopatología significa poseer la clave del diagnóstico, sin el cual no hay curación. Ante una enfermedad grave cada médico siempre busca hacer el diagnóstico e idear el tratamiento adecuado para su curación. A esta búsqueda yo la denomino el Enigma, y lo pongo con mayúscula para poner de relieve su predominio sobre cualquier otra consideración. La satisfacción de resolver el Enigma es su propia recompensa y la fuerza motriz que anima a los mejores especialistas de la medicina; es la medida de la capacidad de todo médico; es el ingrediente más importante de la imagen que tiene de sí mismo como profesional.

Cuando terminé mis estudios de medicina había descubierto dimensiones insospechadas en la búsqueda del diagnóstico y desafíos cada vez mayores en el ámbito del tratamiento. Me puse como objetivo comprender tan bien la evolución de un proceso patológico que pudiera combatirlo eligiendo correctamente entre excisión, reparación, modificación bioquímica o alguna de las formas cada vez más numerosas que aparecen constantemente. Los seis años de mi formación como residente me prepararon para abordar cada aspecto del Enigma, que, al final de este período, se había convertido en la pasión de mi vida. Me había vuelto una copia exacta de mis profesores.

Había abandonado la idea de ejercer como medido local del Bronx o de algún lugar parecido. Nunca olvidé la necesidad de ser para mis pacientes lo que aquel médico general había sido para nuestra familia, pero ahora me doy cuenta de que su imagen ya no era la que más admiraba. El Enigma me absorbía totalmente y mi fuente de inspiración era el médico que mejor lo resolvía.

Toda mi vida profesional he intentado ser, como creo que la gran mayoría de mis colegas, la clase de médico cuyo ejemplo me llevó a elegir esta carrera. Pero junto a ese ejemplo ha habido otra imagen más poderosa: el reto que nos motiva más persuasivamente, que nos impulsa a todos los médicos a intentar superarnos constantemente, que nos lleva a la obstinada persecución del diagnóstico y la curación, que ha dado lugar al sorprendente progreso de la medicina clínica de la última parte del siglo XX. Ese reto que predomina sobre todos los demás no es en último término el bienestar del individuo sino, más bien, la solución del Enigma de su enfermedad.

Intentamos tratar a nuestros pacientes con esa empatía que es un factor tan importante en su recuperación y siempre procuramos guiarles para que tomen las decisiones que, en nuestra opinión, conducirán al alivio de sus sufrimientos. Pero esto no es suficiente para mantener y mejorar nuestra capacidad, ni para alimentar nuestro entusiasmo. Es el Enigma el que impulsa a nuestros médicos más capacitados y entregados.

En uno de sus Preceptos, Hipócrates escribió: «Donde haya amor a la humanidad, habrá también amor al arte de la medicina», y esto sigue siendo tan cierto como siempre; si no fuera así, el peso de asistir a nuestros semejantes pronto sería insoportable. Sin embargo, los momentos más gratificantes no los proporcionan las obras del corazón sino las del espíritu —es ahí donde la pasión es más intensa. Y he llegado a la conclusión de que además así debe ser. Como médicos, debemos afrontarla en relación con nosotros mismos cada vez que asumimos la tarea de asistir a otro ser humano; como pacientes, debemos comprender que la búsqueda de la solución del Enigma no siempre coincidirá con nuestros verdaderos intereses al final de la vida.

Todos los médicos especialistas debemos admitir que a veces hemos convencido a algún paciente para que se sometiera a pruebas diagnósticas o terapéuticas en una fase tan avanzada de la enfermedad que hubiera sido mejor que el Enigma permaneciera sin resolver. Si el médico fuera capaz de analizar sus auténticas motivaciones, reconocería que con demasiada frecuencia sus decisiones y consejos obedecen a su incapacidad de abandonar el Enigma y admitir la derrota mientras haya alguna probabilidad de resolverlo. Aunque sea amable y considerado con el paciente, la seducción del Enigma es tan fuerte y su incapacidad para resolverlo le vuelve tan débil que se permite dejar de lado esa consideración si es necesario.

Los pacientes tienen un respeto reverencial a sus médicos, establecen con ellos una relación de transferencia en el verdadero sentido psicoanalítico del término y desean agradarlos o, por lo menos, no contrariarlos. Algunos creen que los médicos saben siempre exactamente lo que hacen y que la incertidumbre es algo completamente ajeno a los superespecialistas que tratan a los pacientes más graves de un hospital. Están convencidos —y cuanto más se apoya el médico en la tecnología avanzada más convencidos están sus pacientes— de que quienes les tratan siempre tienen muy buenas razones científicas para recomendar los tratamientos que recomiendan.

Con frecuencia los pacientes tienen razones de peso para no seguir adelante cuando sólo se les ofrece una pequeña posibilidad de sobrevivir. Algunas razones son filosóficas o espirituales, otras son completamente prácticas y otras simplemente reflejan la convicción de que para lo que se puede ganar no merece la pena soportar una encarnizada lucha. Como me dijo una vez una clarividente enfermera de oncología: «Para algunas personas, incluso la certeza de sobrevivir tras semanas de padecimientos no justifica el precio físico y emocional que tienen que pagar».

Mientras escribo estas líneas tengo a mi lado el dossier de Hazel Welch, una mujer de 92 años que residía en la unidad de convalecientes de un complejo residencial de ancianos, a unos ocho kilómetros del Hospital Yale-New Haven. Aunque se mantenía ágil mentalmente se veía obligada a permanecer en la unidad porque una artritis avanzada y la obstrucción arteriosclerótica de las arterias de las piernas le impedían caminar sin ayuda. En la época de la enfermedad aguda por la que yo la traté, estaba en la lista de semiespera para amputarle un dedo del pie izquierdo que se había gangrenado. Tomaba medicación antiinflamatoria para la artritis y su leucemia crónica estaba remitiendo. Le empezaban a fallar «un eje por aquí, un disco por allá, después un piñón o un muelle» y Jefferson probablemente me habría aconsejado que renunciara a la estúpida tentativa de impedir que la máquina se detuviera completamente.

Poco después del mediodía del 23 de febrero de 1978, Hazel Welch cayó al suelo inconsciente en presencia de una de sus cuidadoras. Una ambulancia la llevó a la sala de urgencias del Hospital Yale-New Haven, donde se descubrió que su tensión no era medible; los resultados del examen físico parecían indicar una peritonitis aguda. Después de una rápida perfusión, se la reanimó lo suficiente como para hacerle un rápido examen de rayos X, que reveló una gran cantidad de aire libre en la cavidad abdominal. El diagnóstico era claro: tenía una perforación en el tracto digestivo, probablemente una úlcera en la primera porción del duodeno, cercana al estómago.

De nuevo consciente y completamente lúcida, Hazel Welch se negó a que se la operara. Con su fuerte acento de Nueva Inglaterra me dijo que ya llevaba en este mundo «el tiempo suficiente, jovencito» y no quería seguir. No tenía a nadie, dijo, por quien vivir. En su dossier, en el espacio en blanco, destinado al pariente más próximo, figuraba el nombre de un fiduciario del Connecticut National Bank. Para mí, de pie al lado de su camilla, que me encontraba en perfecto estado de salud y rodeado de mi familia y amigos, su decisión no tenía sentido. Empleé todos los argumentos que se me ocurrieron para persuadirla de que su extraordinaria lucidez y su respuesta al tratamiento de la leucemia indicaban que aún podría disfrutar de años de vida. Reconocí con sinceridad que, dado el estado de su arteriosclerosis y la peritonitis, sólo tenía una probabilidad entre tres de recuperarse de la operación que sería necesaria. «Pero —le dije— una entre tres, Miss Welch, es mucho mejor que una muerte segura, que es lo que sucederá si no nos permite operarla». Esto parecía evidente y yo no podía imaginarme que alguien que parecía tan razonable como ella pudiera pensar de otra manera. Pero ella se mantuvo en su actitud y yo la dejé sola para que reflexionara; mientras, sus posibilidades de sobrevivir disminuían a medida que pasaban los minutos.

Volví un cuarto de hora más tarde. Mi paciente estaba incorporada a medias en la camilla y me miraba con el ceño fruncido como si yo fuera un chico travieso. Tendió la mano para tomar la mía y me miró directamente a los ojos como confiándome una grave misión de cuyo fracaso ella me consideraría personalmente responsable. «Lo haré —dijo—, pero sólo porque confío en usted». De repente me sentí un poco menos seguro de que estaba haciendo lo correcto.

Durante la operación descubrí una perforación duodenal tan extensa que exigió una intervención mucho más importante de lo que había previsto. El estómago se había separado casi completamente del duodeno, como a consecuencia de una explosión, y tenía el abdomen lleno de jugos digestivos corrosivos y trozos enteros de la comida que había tomado unos minutos antes del colapso. Hice lo necesario, cerré el abdomen e ingresé a mi paciente, aún inconsciente, en la unidad de cuidados intensivos de cirugía. Tenía problemas respiratorios, por lo que durante unos días fue necesario mantener la intubación en la tráquea que había colocado el anestesiólogo.

Al cabo de una semana, su estado había mejorado, pero no estaba lo suficientemente consciente como para comprender lo que sucedía a su alrededor. Por fin, su mente se aclaró completamente y, hasta que dos días más tarde se le pudo retirar el tubo de entre las cuerdas vocales, se pasó todo el tiempo que duraron mis dos visitas cotidianas clavándome una mirada cargada de reproche. Cuando pudo hablar, me hizo saber sin pérdida de tiempo que había empleado un sucio truco para no dejarla morir como ella quería. Yo no me molesté, convencido de que había obrado correctamente, y tenía la mejor prueba para demostrarlo. Después de todo, había sobrevivido. Pero ella veía las cosas de forma diferente y me acusó de haberla traicionado por minimizar las dificultades del período postoperatorio. En efecto, sabiendo que ella se habría negado a someterse a la intervención salvadora si hubiera sabido lo que las personas mayores arterioscleróticas con frecuencia han de soportar en las unidades quirúrgicas de cuidados intensivos, al describirle cómo sería el período postoperatorio había minimizado lo que ella debía esperar de una manera realista. Había tenido que sufrir demasiado —me dijo—, y ya no confiaba en mí. Evidentemente, era una de esas personas para las que no merecía la pena el coste de sobrevivir, y yo no había sido completamente sincero al predecir cuál sería ese coste. Aunque sólo había actuado movido por su bien, tal y como yo lo concebía, caí en el peor tipo de paternalismo. Había ocultado información porque temía que la paciente la hubiera empleado para tomar lo que yo consideraba una decisión errónea.

Dos semanas después de trasladarla a su antigua habitación en la residencia, sufrió un ictus masivo y murió en menos de veinticuatro horas. De acuerdo con las instrucciones que había escrito en presencia de su fiduciario en su primera visita al hospital después de darle de alta, nos limitamos a proporcionarle los cuidados de enfermería. No quería que se repitiera su reciente experiencia y así lo decía enfáticamente en su declaración escrita. Aunque el trauma de la peritonitis y la intervención habían aumentado mucho el riesgo de un ictus, yo sospecho que también influyó su obstinada cólera por mi bien intencionado engaño. Pero quizás el factor decisivo de su muerte fue simplemente su deseo de no seguir viviendo, frustrado por mi inoportuna operación. Yo había vencido al Enigma pero había perdido una batalla más importante, la del tratamiento humano del paciente.

Si hubiera considerado cuidadosamente los factores que he descrito en los capítulos de este libro sobre el envejecimiento, habría dudado antes de recomendar la operación. Aunque después todo hubiera salido bien, para Miss Welch el esfuerzo no estaba justificado y yo no fui lo suficientemente sensato para reconocerlo. Ahora veo las cosas de otro modo. Si pudiera volver a vivir este episodio en mi carrera, u otros semejantes, escucharía más al paciente y le pediría menos que me escuchase a mí. Mi objetivo era enfrentarme con el Enigma; el suyo era aprovechar aquella enfermedad repentina que le ofrecía la posibilidad de una muerte clemente. Ella cedió sólo para satisfacerme.

Hay una mentira en el párrafo anterior. En él doy a entender que habría actuado de forma diferente, pero sé que probablemente habría hecho lo mismo de nuevo, o me habría expuesto a ser menospreciado por mis colegas. Es en casos como éste donde los moralistas fracasan al tratar de juzgar las acciones de los médicos de cabecera, pues desde la distancia no pueden ver las trincheras donde se desarrolla el combate. El código de la profesión de cirujano exige que no se deje morir a ningún paciente como Miss Welch si una simple operación puede salvarlo, y quienes rompen esa regla fundamental, por humanitarios que sean sus motivos, lo hacen a su propio riesgo. Desde el punto de vista de un cirujano, mi decisión era estrictamente clínica y la ética debía quedar fuera. Si yo hubiera cedido a lo que me pedía mi paciente, habría tenido que defender mi proceder en la reunión semanal de cirugía (donde desde luego todos lo habrían considerado decisión mía, y no suya), ante colegas inflexibles para quienes su muerte habría sido resultado de un craso error de juicio, si no de grave negligencia, ante el claro deber de salvar una vida. Casi con seguridad habría sido censurado por no haber ignorado un deseo aparentemente tan absurdo. Puedo imaginar lo que hubiera tenido que oír: «¿cómo la dejaste que te convenciera de algo así?», «¿acaso el mero hecho de que una anciana quiera morir significa que tú tienes que ser cómplice?». «Un cirujano sólo debe tomar decisiones clínicas, y la decisión clínica correcta era operar —deja la moral para los curas». Esta es una forma de presión profesional a la que no tengo la presunción de considerarme insensible. De un modo u otro, el credo del rescate que anima a la medicina de alta tecnología acaba por vencer, y casi siempre es así.

A Miss Welch se la trató teniendo en cuenta no sus objetivos sino los míos, y el código consagrado de mi especialidad. Yo me empeñé en una empresa inútil que la privó de la esperanza a la que se aferraba —la esperanza de poder aprovechar un día la ocasión adecuada para abandonar este mundo tranquilamente. Aunque no tenía familia, las enfermeras y yo podíamos habernos ocupado de que no muriera sola, por lo menos en la medida en que unos extraños bien intencionados pueden hacer esto por una persona anciana sin amigos. Por el contrario, ella sufrió el destino de tantos moribundos hospitalizados de hoy, que es verse separados de la realidad por la misma biotecnología y normas profesionales cuya misión es devolver a las personas a una vida con sentido.

Los pitidos y chirridos de los monitores, los siseos de los respiradores y colchones de aire, el destello multicolor de las señales electrónicas, toda esa panoplia tecnológica constituye el telón de fondo de las prácticas con que se nos priva de la tranquilidad que todos tenemos derecho a esperar y se nos separa de las pocas personas que no nos dejarían morir solos. De esta manera, la biotecnología, creada para aportar esperanza, sirve en realidad para quitarla y para robar a los supervivientes esos últimos recuerdos intactos que justamente pertenecen a quienes nos acompañan cuando nuestros días se aproximan al final.

Todos los avances científicos o clínicos llevan consigo unas implicaciones culturales y a menudo simbólicas. Por ejemplo, puede considerarse que la invención del estetoscopio en 1816 puso en marcha el proceso por el cual los médicos se distanciaron de sus pacientes. De hecho, algunos observadores de la época vieron en esta interpretación una de las ventajas del instrumento, pues no muchos clínicos de entonces o de ahora se sienten a gusto con una oreja pegada al tórax de un enfermo. La posibilidad de evitar esa desagradable situación, además de su valor como símbolo de prestigio, constituyen aún hoy las razones implícitas de su popularidad. Basta pasar algunas horas haciendo las visitas rutinarias con jóvenes residentes para observar los múltiples papeles que desempeña este emblema de autoridad y distanciamiento colgado del cuello.

Desde el punto de vista estrictamente clínico, un estetoscopio no es más que un aparato para transmitir sonidos; por el mismo razonamiento, una unidad de cuidados intensivos sólo es una cámara oculta que guarda esperanzadoras maravillas de alta tecnología en el interior de la ciudadela en que recluimos a los enfermos para atenderlos mejor. Esos recónditos santuarios simbolizan la forma más consumada de negación, por parte de nuestra sociedad, de la naturalidad, e incluso de la necesidad, de la muerte. Para muchos moribundos, el aislamiento entre extraños que imponen los cuidados intensivos destruye su esperanza de no ser abandonados en las últimas horas. En efecto, quedan abandonados a merced de las buenas intenciones de profesionales altamente especializados que apenas les conocen.

En nuestros días, la norma es apartar la muerte de nuestra vista. En su exposición clásica de las costumbres relacionadas con la muerte, el historiador social francés Philippe Aries denomina a este fenómeno moderno la «muerte invisible». Morir es feo y sucio, señala, y ya no toleramos fácilmente la fealdad y la suciedad. Por lo tanto, la muerte debe ser aislada y producirse en lugares apartados:

La muerte oculta en el hospital empezó muy discretamente en los años treinta y cuarenta, y se generalizó a partir de los cincuenta… Nuestros sentidos ya no soportan los olores y los espectáculos que, todavía a principios del siglo XIX, formaban parte de la vida diaria junto con el sufrimiento y la enfermedad. Las secuelas fisiológicas han salido de la vida diaria para pasar al mundo aséptico de la higiene, la medicina y la moralidad, que al principio no se distinguían entre sí. La manifestación perfecta de este mundo es el hospital, con su disciplina celular… Aunque no siempre se admita, el hospital ha ofrecido a las familias un lugar donde pueden esconder al enfermo incómodo, que ni el mundo ni ellos pueden soportar… El hospital se ha convertido en el lugar de la muerte solitaria.

En Estados Unidos, el 80 por ciento de las muertes tienen lugar en el hospital. La cifra ha ido aumentando gradualmente desde el 50 por ciento en 1949; en 1958 alcanzó el 61 por ciento y en 1977 era del 70 por ciento. El incremento no sólo se debe al aumento del número de enfermos que necesitan la asistencia de alto nivel que sólo puede facilitar el hospital. Aquí, el simbolismo cultural de aislar a los moribundos cuenta tanto como la perspectiva estrictamente clínica del acceso inmediato a los recursos y al personal especializados, y para la mayoría de los pacientes incluso más aún.

Entre tanto, la muerte solitaria ha sido tan cabalmente identificada como tal que nuestra sociedad ha empezado a organizarse contra ella para bien. Desde la prudencia de los documentos legales, a la discutible filosofía de las asociaciones en favor del suicidio, existe toda una gama de opciones, cuyo fin en el fondo es el mismo: devolver al individuo la certeza de que, cuando se aproxime el final, al menos podrá abrigar esta esperanza: que sus últimos momentos no serán guiados por los bioingenieros, sino por aquellos que le conocen como ser humano.

Esta esperanza, la confianza en que no se harán intentos irracionales, es una afirmación de la idea de que la dignidad que hay que buscar en la muerte es el aprecio de los demás por lo que se ha sido en la vida. Esta dignidad tiene su origen en una vida plena y en la aceptación de la propia muerte como un proceso necesario de la naturaleza que permite a nuestra especie perdurar tanto en nuestros hijos como en los de los demás. También significa el reconocimiento de que el verdadero acontecimiento que tiene lugar al final de nuestra vida es la muerte, no los intentos de impedirla. De alguna manera estamos tan fascinados por los prodigios de la ciencia moderna que nuestra sociedad se equivoca de objeto. Es la muerte lo que importa, y el protagonista del drama es el individuo que agoniza. En cuanto al enérgico jefe de ese ajetreado escuadrón de supuestos salvadores, no es más que un simple espectador, y, además, de los relegados a las últimas filas.

En otros tiempos, la hora de la muerte se consideraba, en la medida que lo permitían las circunstancias, un momento sagrado espiritualmente que permitía una última comunión con los que quedaban detrás. Los moribundos esperaban que esto sucedería así y no era fácil negárselo. Era su consuelo y el de sus seres queridos por la separación y especialmente por los sufrimientos que con toda probabilidad la habían precedido. Para muchos, en esta última comunión se fundaba no sólo su concepto de lo que era una buena muerte, sino también la esperanza que les procuraba su creencia en la existencia de Dios y de la otra vida.

Es una ironía que, al redefinir la esperanza, tenga que llamar la atención sobre lo que hasta hace muy poco fue el único recinto donde la hubieran buscado la mayoría de las personas. En efecto, cuando la vida presente se desvanece, los moribundos se vuelven hacia Dios y la promesa de la otra vida mucho menos que en cualquier otro momento de este milenio. No incumbe al personal médico o a los escépticos cuestionar la fe de otra persona, particularmente cuando esa persona se enfrenta a la eternidad. A veces ha ocurrido que agnósticos, incluso ateos, han encontrado consuelo en la religión en esos momentos y hay que respetar esos cambios drásticos de convicciones. Cuántas veces he escuchado, cuando era un joven cirujano, cómo un médico o una enfermera se burlaban del sacramento de la extremaunción porque «es lo mismo que decirle a alguien que se está muriendo», para después acabar llamando al sacerdote cuya presencia habría preferido el paciente a la del médico si hubiera sabido la verdad.

Hace años había en mi hospital una categoría de enfermedades que constituían la «lista de peligro». Cuando se anotaba el nombre de un católico, se avisaba automáticamente a su sacerdote. Entre las diversas razones por la que esa lista ya no existe se cuenta la renuencia oficial a «asustar» al paciente dejando que aparezca en su cuarto alguien con alzacuellos, pues en muchos casos ésa ha sido la primera indicación de la gravedad de su estado. Así es como los directivos de los hospitales han conseguido negar la esperanza, e incluso se llegó a trastocar la fe religiosa para ello.

Algunas veces al moribundo le anima una esperanza tan modesta como el deseo de vivir hasta la licenciatura de una hija o incluso hasta una fiesta que tenga un significado especial. La literatura médica da numerosos ejemplos de la fuerza de esta clase de esperanza y describe casos en los que ha conseguido no sólo mantener la vida del enfermo durante el tiempo necesario, sino también su optimismo. Todos los médicos y muchas personas ajenas a la medicina saben de individuos que han sobrevivido semanas a las expectativas más optimistas para pasar unas últimas Navidades o para esperar el retorno de un ser querido que se hallaba lejos.

La lección de esto es bien conocida. La esperanza no sólo reside en la expectativa de curación o incluso de remisión de los presentes padecimientos. Para el moribundo, la esperanza de curación siempre será falsa en último término; incluso la esperanza de alivio se ve frustrada con demasiada frecuencia. Cuando llegue mi hora, buscaré la esperanza en el conocimiento de que, en la medida de lo posible, no se me permitirá sufrir ni se me someterá a intentos inútiles de mantenerme con vida; la buscaré en la certeza de que no seré abandonado para morir solo; la estoy buscando ahora, en la manera en que trato de vivir mi vida, de forma que aquellos que me aprecian se hayan beneficiado del tiempo que me ha tocado vivir sobre la tierra y les queden reconfortantes recuerdos de lo que hemos sido recíprocamente.

Hay quienes hallarán esperanza en la fe y en su creencia en la otra vida; otros la fundarán en la espera de algún acontecimiento o hecho importante; los hay incluso cuya esperanza reside en mantener el control que les facilite los medios para decidir el momento de su muerte o incluso dársela libremente. Tome la forma que tome, cada uno de nosotros debe encontrar la esperanza a su manera.

Hay una forma específica de abandono, particularmente común entre los enfermos terminales de cáncer, que requiere un comentario aparte. Me refiero al abandono por parte de los médicos. Los médicos rara vez ceden de buen grado. Mientras haya alguna posibilidad, se obstinarán en resolver el Enigma, y a veces tiene que intervenir la familia, o el propio paciente, para poner fin a su inútil empeño. Sin embargo cuando se hace evidente que ya no hay Enigma alguno en el que centrarse, muchos médicos pierden el estímulo que sostuvo su entusiasmo. A medida que el asedio se prolonga y los tratamientos muestran su ineficacia, esa clase de entusiasmo tiende a ceder. Entonces los médicos tienden a desaparecer emocionalmente; y a veces también se esfuman físicamente.

Se han propuesto numerosas razones para explicar por qué los médicos abandonan a sus pacientes cuando ya no hay posibilidad de recuperación. Ciertos estudios indican que, de todas las profesiones, la medicina es probablemente la que atrae a las personas más angustiadas por la muerte. Nos hacemos médicos porque nuestra capacidad de curar nos da poder sobre esa muerte que tanto nos asusta, y la pérdida de ese poder supone tal amenaza que hemos de apartarnos de ella y, al mismo tiempo, del paciente que personifica nuestra debilidad. El médico es un «triunfador» —por eso logró sobrevivir a una dura competencia para licenciarse, especializarse y conquistar su posición. Lo mismo que otras personas de talento, necesita ver constantemente confirmada su capacidad. El fracaso supone un golpe para la propia imagen que difícilmente soportan los miembros de esta profesión extremadamente egocéntrica.

También me ha llamado la atención otro factor de la personalidad de muchos médicos, quizá relacionado con el miedo al fracaso: una necesidad de control que sobrepasa lo que a la mayoría de las personas les parecería razonable. Cuando a una persona así se le va una situación de las manos, se siente un tanto perdida y reacciona particularmente mal a las consecuencias de su impotencia. En un esfuerzo por mantener el control, el médico se convence a sí mismo, normalmente sin ser consciente de ello, de que sabe mejor que el paciente lo que se debe hacer. Se limita a transmitir la información que considera oportuna, influyendo así en las decisiones del paciente de un modo interesado, aunque no lo reconozca como tal. Mi error al tratar a Miss Welch fue precisamente caer en este tipo de paternalismo.

Debido a su incapacidad para afrontar las consecuencias de una pérdida de control, el médico frecuentemente se desentiende de las situaciones que escapan a su poder, y no cabe duda de que éste es un factor en el abandono de responsabilidades que se produce tan a menudo al final de la vida de un paciente. En la estructurada formulación que ve en el Enigma y en su modo sistemático de proceder para resolverlo, el médico ordena el caos y se dota de poder para controlar la enfermedad, la naturaleza y su universo personal. Desde el momento en que el Enigma ya no existe, el interés del médico disminuirá o desaparecerá completamente. Asistir al triunfo de la irreductible naturaleza significaría aceptar su propia impotencia.

También puede ocurrir que, tras perder la batalla, el médico mantenga un mínimo de autoridad ejerciendo su influencia sobre el proceso de la muerte, controlando su duración y determinando el momento en el que ha de terminar. De este modo, el médico priva al paciente y a su familia del control que con todo derecho les pertenece. Hoy en día muchos pacientes hospitalizados no mueren hasta que un médico decide que ha llegado el momento apropiado. Creo que más allá de la curiosidad intelectual y del desafío que presenta la solución de problemas, fundamentales en la investigación seria, la entelequia de dominar la naturaleza se halla en la base misma de la ciencia moderna. Con todo su arte y su filosofía, la profesión médica moderna se ha convertido en buena medida en un ejercicio de ciencia aplicada con el objetivo de ese dominio. El objetivo último del científico no es sólo el conocimiento por el conocimiento, sino el conocimiento con el fin de vencer aquello que se considera hostil en nuestro entorno. Ningún acto de la naturaleza (o Naturaleza) es más hostil que la muerte. Cada vez que muere un paciente, su médico ha de recordar que su control, y el de la humanidad, sobre las fuerzas naturales es limitado y siempre lo será. La naturaleza siempre vencerá al final, y así debe ser para que nuestra especie sobreviva.

Las generaciones que precedieron a la nuestra comprendían y aceptaban la necesidad de la victoria última de la naturaleza. Los médicos estaban mucho más dispuestos a reconocer los signos de la derrota y los negaban con menos arrogancia que los actuales. Se ha perdido la humildad de la medicina ante el poder de la naturaleza y, con ella, parte de la autoridad moral del pasado. Con el espectacular aumento de los conocimientos científicos cada vez estamos menos dispuestos a admitir que aún controlamos muchas menos cosas de las que nos gustaría. Los médicos aceptan la presunción (en todos los sentidos de la palabra) de que la ciencia nos ha hecho todopoderosos y, en consecuencia, de que somos los únicos adecuados para juzgar cómo hemos de emplear nuestra capacidad. En lugar de la mayor humildad que debería haber acompañado a nuestros crecientes conocimientos, se ha instalado la arrogancia médica: como sabemos y podemos tanto, no hay límite a lo que debemos intentar, hoy, y para este paciente.

Cuanto más especializado esté un médico, más probablemente será el Enigma su principal motivación. A esta obsesión debemos los grandes avances clínicos de los que se benefician todos los pacientes; pero también nuestro desengaño cuando abrigamos esperanzas que el médico no puede cumplir y que quizás no se le debería pedir que cumpliera. Intelectualmente, el Enigma le atrae como un imán; desde el punto de vista de la asistencia humana, le pesa como un fardo.

Los oncólogos se hallan entre los médicos más decididos, dispuestos como están a hacer prácticamente cualquier intento desesperado para diferir lo inevitable; todavía se les ve en las barricadas cuando los demás ya han recogido sus banderas. Lo mismo que muchos otros especialistas, los oncólogos pueden ser compasivos y generosos; por lo que respecta a sus pacientes, revisan minuciosamente los tratamientos y sus complicaciones, disponen planes de acción y mantienen afectuosas relaciones con los enfermos y con sus familias. Sin embargo, a pesar de todo esto, rara vez llegan a comprender realmente la naturaleza espiritual de sus pacientes o su respuesta subjetiva a la amenaza permanente que pesa sobre ellos. Por triste que sea, esto es cierto de la gran mayoría de los especialistas que tratan nuestras enfermedades más complejas. Al volver la vista atrás a mis treinta años de ejercicio, cada vez me doy cuenta con más claridad de que he sido mucho más un técnico que aquel médico del Bronx cuyo único deseo era socorrer a sus pacientes.

Si ya no hemos de esperar de tantos de nuestros médicos lo que no nos pueden dar, ¿quién podrá guiarnos, como pacientes, para que tomemos las decisiones más razonables? En primer lugar, los médicos aún pueden guiarnos. De hecho, la información que facilitan es incluso más valiosa una vez que aprendemos a utilizarla sólo como una forma de comprender la fisiopatología que ellos conocen tan bien.

Cuando nuestros especialistas sepan que no pueden dominar nuestro juicio, tratarán menos de decirnos las cosas de un modo que condicione nuestras decisiones. A cada paciente le incumbe informarse sobre su enfermedad y conocerla lo suficiente como para saber cuándo comienza esa fase en la que todo tratamiento es discutible. Esta educación empieza por el conocimiento del funcionamiento normal del organismo, lo que después permite comprender más fácilmente las formas en que le afecta la enfermedad. Sin duda, el cáncer se presta especialmente bien a este tipo de enfoque y no hay razón para que la gran mayoría de las personas no puedan alcanzar este nivel de comprensión.

Al tratar el Enigma no me he detenido en la clase de médico que está mucho menos dominado por él que el especialista. La relación entre el paciente y su médico de cabecera seguirá siendo lo esencial en la curación, como lo ha sido desde los días en que Hipócrates puso por escrito sus reflexiones sobre esta cuestión. Y cuando la curación es imposible, esa relación cobra una importancia inconmensurable.

Los poderes públicos deben apoyar el concepto de medicina de familia y asistencia primaria, que ha de constituir la base de todo sistema de salud. Es prioritario asignar los fondos necesarios a los programas de formación de esta especialidad en facultades de medicina y hospitales universitarios, y apoyar a los jóvenes de talento que deseen dedicarse a ella. De todas las ventajas posibles que ofrecería este sistema no se me ocurre ninguna más valiosa que el efecto humanizador que tendría sobre el modo en que morimos. Hay que sufrir tanto a la hora de la muerte que no debiéramos hacerlo más penoso todavía pidiendo consejo sólo a especialistas extraños, cuando nos podría guiar nuestro propio médico con la clarividencia que da una antigua relación.

Cuando se aproxima la muerte hemos de soportar algo más que dolor y tristeza. Quizá una de las cargas más pesadas sea el remordimiento, al que dedicaremos unas líneas. Por inevitable que sea la muerte, y por muchos padecimientos que la hayan precedido, especialmente en el caso de los enfermos de cáncer, todos llevaremos un bagaje adicional a la tumba, pero podemos aligerarlo un tanto si prevemos en qué va a consistir. Me refiero a conflictos sin resolver, heridas sin cicatrizar, potenciales no realizados, promesas incumplidas y años que nunca se vivirán. A casi todos nos quedarán asuntos inacabados. Sólo los muy ancianos escapan a esta regla, y no siempre.

Aunque la idea parezca paradójica, quizá la mera existencia de cosas sin hacer debería representar una suerte de satisfacción. Sólo el que lleva muerto mucho tiempo, aunque aparentemente esté vivo, y en un estado de inercia nada envidiable, no tiene «promesas que cumplir y kilómetros que recorrer antes de dormirse». Al sabio consejo de que hay que vivir cada día como si fuera el último, habría que añadir la recomendación de vivir cada día como si fuéramos a permanecer en la tierra para siempre.

También evitaríamos otra carga innecesaria recordando la advertencia de Robert Burns sobre los planes mejor elaborados. La muerte rara vez, o nunca, se presenta de acuerdo con nuestros planes, o incluso nuestras expectativas. Cada uno desea extinguirse de un modo apropiado, en una versión moderna del ars moriendi y la belleza de los momentos finales. Desde que los seres humanos empezaron a escribir han consignado su deseo de ese final idealizado que algunos denominan la «buena muerte», como si alguno de nosotros pudiera contar con ella o tener alguna razón para esperarla. Al tomar decisiones, hay que esquivar escollos y buscar formas de esperanza, pero, más allá de esto, debemos perdonarnos si no estamos a la altura de la imagen preconcebida de la muerte ideal.

La naturaleza tiene que cumplir una tarea y para ello emplea el método que parece más apropiado para cada individuo que ha creado: a éste lo ha hecho propenso a la enfermedad cardíaca, a aquel al ictus, a aquel otro al cáncer, sea después de largo tiempo sobre la tierra o tras un tiempo que parecerá demasiado breve. La economía animal ha creado las circunstancias por las que a cada generación ha de sucederle la siguiente. Contra las implacables fuerzas y ciclos de la naturaleza no puede haber victoria duradera.

Cuando al fin llega el momento y percibimos claramente que hemos alcanzado el punto en que, como el Jochanan Hakkdosh de Browning, nuestros «pies recorren el camino de toda carne», debemos recordar que no sólo es el camino de toda carne, sino el camino de toda forma de vida. La naturaleza tiene sus propios planes para nosotros y a pesar de las inteligentes astucias que inventamos para retrasarlos, no hay modo de anularlos. Incluso los suicidas se ajustan al ciclo, y podría ser que el estímulo de su acción forme parte de un vasto plan que sólo sea otro ejemplo de las inmutables leyes de la naturaleza y su economía animal. Shakespeare hace decir a Julio César que:

De todas las cosas asombrosas que he escuchado,

la más extraña es el temor;

viendo que la muerte, un fin necesario,

llegará cuando llegue.