XI

Cáncer y esperanza

La lección más importante que aprende un médico joven es que nunca debe permitir que sus pacientes pierdan la esperanza, incluso cuando sea obvio que se están muriendo. De ese consejo, repetido con tanta frecuencia, se desprende que la fuente de esperanza del paciente es el propio médico y los medios de que dispone; por lo tanto, sólo el médico puede alentar la esperanza, moderarla, o incluso quitarla. En esto hay buena parte de verdad, pero no es todo. Más allá del entorno de profesionales de la medicina —e incluso de la capacidad del propio médico, por generoso que sea—, está el poder que pertenece legítimamente al paciente y a quienes le quieren. En este capítulo y en el siguiente escribiré sobre los enfermos terminales de cáncer, sus diversos tipos de esperanzas y de cómo en algunos casos las he visto reforzadas, debilitadas o incluso destruidas.

Esperanza, esperar, son palabras abstractas. De hecho, son más que palabras; son conceptos oscuros que cobran diferentes significados de acuerdo con la época y las circunstancias de nuestra vida. Los políticos no ignoran su arraigo en la mente del electorado.

En el diccionario no faltan definiciones: «estado de ánimo en el cual se nos presenta como posible lo que deseamos», «creer que algo bueno o conveniente ocurrirá realmente», etc. Pero aquí nos interesa señalar especialmente expresiones como «esperanza loca» y «contra toda esperanza», pues el deber supremo del médico es asegurarse de que las esperanzas que ha hecho concebir a su paciente no son infundadas.

La esperanza presenta infinitos matices, si no de fondo, al menos de forma. En efecto, atestigua esa propensión humana a hacer que una palabra signifique «lo que he decidido que signifique, ni más ni menos», como Humpty Dumpty declaraba desdeñosamente a Alicia en el libro de Lewis Carroll. Quizá sea Samuel Johnson quien mejor ha definido el término: «La esperanza —escribió la máxima autoridad inglesa en lo tocante a las palabras— es en sí misma una especie de felicidad, y quizás la felicidad más grande que nos puede procurar este mundo».

Todas las definiciones de esperanza tienen una cosa en común: se refieren a la expectativa de un bien que está por realizarse, a la percepción de una situación futura en la que se conseguirá el objetivo deseado. En un penetrante pasaje del libro The Nature of Suffering, el médico y humanista Eric Cassell escribe con gran sensibilidad acerca del significado de la esperanza durante las enfermedades graves: «La pérdida de ese futuro, el futuro de la persona individual, de los hijos y de las demás personas amadas provoca una profunda desdicha. Es en esta dimensión de la existencia donde reside la esperanza. La esperanza es un ingrediente necesario para una vida afortunada».

Por mi parte, creo que entre las muchas clases de esperanza que un médico puede hacer concebir a su paciente al final de su vida, la única que comprende todas las demás es la confianza en que aún se puede alcanzar una última victoria cuya promesa sobrepasa el horror y el sufrimiento presentes. Con demasiada frecuencia, los médicos confunden los ingredientes de la esperanza, pensando que ésta se reduce a la curación o a la mejoría. Así, consideran necesario transmitir a los pacientes de cáncer, si no explícitamente, dándoselo a entender, el erróneo mensaje de que aún pueden vivir meses o años sin que reaparezcan los síntomas. Si se pregunta a un médico, perfectamente honesto y solícito, por qué hace esto, probablemente responderá algo así: «Porque no quería quitarle su única esperanza». El actúa con la mejor intención, pero ya se sabe de qué está empedrado el infierno, y por un infierno de sufrimientos debe pasar el engañado paciente antes de sucumbir a la muerte inevitable.

Algunas veces el médico se engaña a sí mismo para mantener su propia esperanza y elige una vía de acción cuyas posibilidades de éxito son demasiado escasas como para ser justificable. En lugar de buscar la manera de ayudar al paciente a enfrentarse con la realidad de su fin inminente, se convence a sí mismo y a una persona gravemente enferma de que se puede «hacer algo» para negar la cercana presencia de la muerte. Esta es una de las maneras en que la profesión médica expresa la negativa general de toda la sociedad a admitir el poder de la muerte y, quizás, incluso la muerte misma. En tales situaciones, el médico recurre a medidas dilatorias, generalmente inútiles, utilizando para ello lo que un médico eminente de la generación pasada, William Bean, de la Universidad de Iowa, describió como «la laboriosa parafernalia de la medicina científica, que mantiene una vaga sombra de vida cuando ya no queda ninguna esperanza. Esto puede llevar a las maniobras más extravagantes y ridículas dirigidas a mantener ciertos vestigios representativos de la vida, mientras se frustra o impide temporalmente la muerte definitiva».

El Dr. Bean no sólo se refería a los respiradores y demás aparatos que mantienen artificialmente la vida, sino a toda la gama de estratagemas mediante las cuales intentamos no ver el hecho de que la naturaleza siempre vence. Ésta es la esperanza infundada, en oposición a la expectativa; ésta es la clase de «esperanza contra esperanza» en la que yo mismo caí hace unos años cuando a mi hermano se le diagnosticó un cáncer intestinal diseminado.

A los sesenta y dos años Harvey Nuland era un hombre de buena salud que iba ocasionalmente al médico cuando le preocupaba algún síntoma concreto, pero poco dado a someterse a revisiones periódicas. A su constitución robusta le sobraban al menos 5 kilos, pero no se podía decir que fuera obeso. Era gerente asociado de una gran empresa auditora de Nueva York y su trabajo le reportaba satisfacciones, a pesar de las largas horas que debía dedicarle y de su gran responsabilidad —o quizás precisamente por eso. Sin embargo, el trabajo no era el centro de su vida; era su familia lo que le hacía feliz. Se había casado cuando tenía casi cuarenta años y no fue padre hasta varios años después. Esto, y las condiciones de nuestra vida durante la infancia y la juventud, quizá determinaron que lo más importante de su vida fuera estar cerca de su familia; en cierto modo, ésta era una bendición tanto mayor por cuanto había tenido que esperarla largo tiempo.

Una mañana de noviembre de 1989, Harvey me telefoneó para decirme que, después de algunas semanas de dolores e irregularidades intestinales, la tarde anterior su médico le había encontrado una masa en el lado derecho del abdomen. Por la tarde tendría los resultados definitivos de una radiografía y quería que yo estuviera al tanto de lo que estaba pasando. Intentaba hablar con un tono neutro, pero habíamos vivido demasiadas cosas juntos como para que pudiera engañarme. Tampoco creyó él las palabras alentadoras que logré pronunciar. Ni siquiera a este hombre, con toda su candidez, se le podía tranquilizar sólo con buenas palabras. Como suele suceder entre hermanos, cada uno adivinaba los pensamientos del otro, pero sólo yo sabía lo grave que probablemente sería su diagnóstico. Una masa dolorosa en un hombre de sesenta y dos años con problemas intestinales y una historia familiar de cáncer intestinal se debería casi con seguridad a una obstrucción parcial por un tumor maligno, y posiblemente en estado demasiado avanzado para que fuera posible un tratamiento efectivo.

La radiografía confirmó mis temores, y Harvey fue ingresado en un gran centro médico universitario que él mismo eligió porque su trabajo le había puesto en contacto con un destacado médico del servicio de gastroenterología. El cirujano que yo le recomendé se hallaba en un congreso nacional, y era evidente que si no se le intervenía con urgencia la obstrucción sería completa. Por tanto, se encargó de la operación un cirujano al que yo no conocía personalmente, pero muy recomendado por el gastroenterólogo. Se comprobó que Harvey tenía un cáncer intestinal extendido que invadía los tejidos circundantes al colon derecho y prácticamente todos los ganglios linfáticos de drenaje. El tumor se había diseminado en pequeños grumos por numerosas superficies y tejidos de la cavidad abdominal, había metastatizado en el hígado al menos en media docena de puntos, y bañaba toda esta explosión tumoral con un líquido cargado de células malignas que llenaba el abdomen; los hallazgos no podían ser peores. Todo esto tras sólo unas semanas de síntomas.

El equipo quirúrgico logró extirpar la porción intestinal en la que se había originado el tumor, y eliminar así la obstrucción; pero hubo que dejar masa tumoral en numerosos tejidos y en el hígado. Cuando Harvey se recuperó de la operación, me enfrenté al doble problema de la veracidad y del tratamiento. Las decisiones las debía tomar yo, pues estaba claro que mi hermano haría lo que yo recomendase. Pero ¿cómo hacer un juicio clínico objetivo cuando se trataba de alguien de mi propia sangre? Sin embargo, no podía eludir mi responsabilidad alegando los sentimientos del hermano pequeño que sabe que su primer amigo de la infancia va a morir. Eso habría significado no sólo abandonar a Harvey, sino también a Loretta, y a sus dos hijos, que ya iban a la universidad.

No podíamos esperar consejo, ni siquiera comprensión de los médicos de Harvey, que se mostraban fríamente distantes y ensimismados. Parecían demasiado alejados de sus propias emociones como para comprender las nuestras. Cuando les veía hacer sus apresuradas visitas de habitación en habitación pavoneándose con aire de importancia, casi sentía agradecimiento porque las tragedias de mi vida me hubieran ayudado a no ser como ellos. Observar a mis colegas, grandes especialistas universitarios, a lo largo de décadas me había convencido de la sensibilidad de la mayoría de ellos y de la frialdad de la minoría. En este caso, parecía predominar el tono de la minoría.

Con esta carga sobre los hombros, cometí una serie de errores. El que los cometiera con la mejor de las intenciones no cambia en nada mi juicio retrospectivo sobre ellos. Me convencí de que decirle a mi hermano toda la verdad era «quitarle su única esperanza». Hice exactamente lo que había aconsejado a los demás que no hicieran.

Harvey tenía los ojos muy azules, lo mismo que yo y mis cuatro hijos. Nuestros ojos son herencia de mi madre. Cada vez que visitaba a mi hermano durante la primera de las tres largas semanas del postoperatorio, siempre tenía las pupilas contraídas como puntas de alfiler, por efecto de la morfina o de algún otro narcótico que le suministraban para calmar el incesante dolor de la incisión que iba de las costillas al pubis. Aunque era muy miope, rara vez se ponía las gafas en el hospital, y yo vi en aquellos ojos de un azul maravilloso una mirada que no había visto desde que éramos niños y jugábamos al béisbol en el Bronx durante las pocas horas que teníamos libres después de hacer los deberes. De algún modo, la enfermedad había devuelto a Harvey la inocencia de los primeros años de la adolescencia y la confianza en los demás. Mi hermano mayor, a quien yo había acudido tantas veces en mi vida en busca de consuelo y ayuda, parecía un niño de nuevo. Y yo, con mi salud de hierro, era el adulto. Durante aquellos días del postoperatorio tomé la decisión de proteger a mi hermano de la angustia que sufren quienes saben que no hay esperanza de curación. Ahora me doy cuenta de que también estaba tratando de protegerme a mí mismo.

Yo no conocía ninguna forma de quimioterapia o inmunoterapia que pudiera detener el curso de un cáncer tan avanzado. En New Haven «discutí el caso» (un eufemismo de lo que realmente hice, que fue importunar a los oncólogos en busca de un milagro) con unos colegas. Varias veces intenté tratar el problema con los médicos de Harvey, lo que para mí fue un ejercicio de frustración y una lección de arrogancia médica. Había oído hablar de un nuevo tratamiento experimental que se basaba en la combinación inusual de dos agentes de un modo completamente original. Una de las drogas, el 5-fluoracilo, interfiere en los procesos metabólicos de las células cancerosas, y el otro, el interferón, ejerce un efecto antitumoral, pero no se sabe bien cómo actúa. El programa 5-fluoracilo-interferón había disminuido la masa tumoral en once de diecinueve pacientes en el único grupo en el que se había probado, pero no había curado a ninguno. El pequeño grupo de pacientes tratados había sufrido una serie de efectos colaterales importantes, e incluso se había dado un caso de muerte inducida por la quimioterapia.

Visité al médico del hospital de Harvey que había empleado el nuevo preparado. Dejé que mi instinto de hermano se impusiera a mi juicio como cirujano que durante toda su vida profesional ha tratado a pacientes con enfermedades mortales. ¿Qué pudo hacerme creer que de algún modo se había producido una coincidencia médica única que había resuelto lo que mi mente racional sabía que no tenía solución? ¿Acaso pensaba realmente que, como por arte de magia, había aparecido un tratamiento potencialmente curativo, o hasta cierto punto paliativo, precisamente cuando a mi hermano se le había diagnosticado un cáncer para el que yo sabía que no había tratamiento? Al recordar ahora, creo que no estoy seguro de lo que pensé; me parece que sólo me motivaba mi incapacidad para decirle a Harvey la verdad.

No podía mirar a mi hermano a la cara y pronunciar las palabras que debería haber dicho; no podía soportar el peso inmediato de hacerle daño, y así fue como cambié la posibilidad de la tranquilidad que a veces acompaña a la muerte cuando sigue su curso, por la falsa «esperanza» que creía estar dándole.

Había mirado aquellos confiados ojos azules de niño y había visto que mi hermano me pedía que le salvara. Sabía que no era capaz de ello, pero también sabía que no podía privarle de la esperanza de que acabaría encontrando una solución. Le hablé de su cáncer de colon y de las metástasis en el hígado, pero preferí no decirle nada sobre las metástasis que se hallaban en otros lugares ni del significado del líquido peritoneal. En ningún momento consideré darle a conocer el pronóstico, prácticamente seguro, de que no llegaría al verano. En todos los sentidos estaba actuando con el erróneo paternalismo de aquel aforismo que me enseñaron los profesores de una generación anterior: «Comparte el optimismo y resérvate el pesimismo».

Al hablar con Harvey, me iba guiando por su mirada y sus palabras. Nadie que haya tratado pacientes de cáncer subestimará el poder del mecanismo subconsciente de la negación, amiga y enemiga a la vez de la persona gravemente enferma. La negación protege al mismo tiempo que obstaculiza y suaviza momentáneamente lo que al final hace más difícil. Aunque aplaudo el intento de Elisabeth Kübler-Ross de sistematizar una secuencia de respuestas ante el diagnóstico de una enfermedad mortal, todo clínico experimentado sabe que algunos pacientes nunca van más allá de la negación, al menos abiertamente, y muchos otros mantienen en gran medida esa actitud hasta el final, a pesar de los esfuerzos del médico por ir clarificando los problemas a medida que surgen. Más aún, con frecuencia se niega la propia explicación de lo fuerte que es la influencia de la negación. Harvey Nuland tenía una mente excelente y dos oídos en perfecto estado, por no mencionar su enorme perspicacia, característica de las personas acostumbradas a la adversidad; sin embargo, una y otra vez me desconcertó la magnitud de su negación, que mantuvo casi hasta sus últimos días. Algo en él negaba la evidencia de sus sentidos. El clamor de su deseo de vivir ahogaba las preguntas de su deseo de saber.

La negación es uno de los dos factores que complican infinitamente nuestra tarea cuando, animados de las mejores intenciones, como médicos o allegados de una persona que va a morir, tratamos de que participe plenamente en todas las decisiones que haya que tomar en los días que quedan. Entre los moribundos que comprenden claramente el inexorable proceso de su enfermedad, hay pocos dispuestos a someterse a tentativas heroicas y debilitantes para retrasar un final que parece próximo. Sin embargo, es precisamente en la comprensión del «inexorable proceso de la enfermedad», donde la razón y la lógica a veces fracasan, principalmente a causa de la negación. Este es el motivo, por ejemplo, de que con sorprendente frecuencia los moribundos se nieguen a afrontar la proximidad de una situación que ellos mismos previeron cuando, todavía sanos, manifestaron explícitamente el deseo de que no se intentara aplicar técnicas de resucitación avanzada. Cuando la hora llega, casi nadie quiere que su vida termine, y la mente consciente puede eludir esta realidad si el inconsciente la niega.

El otro obstáculo a una verdadera participación es la negativa de muchos pacientes a ejercer su derecho a un pensamiento independiente y a la autodeterminación; en otras palabras, a disponer de sí mismos. El psicoanalista y jurista Jay Katz ha empleado el término autonomía psicológica para denominar este derecho a la independencia. Muchos pacientes agotados por los estragos de la enfermedad o abatidos por la inminencia del desastre no desean ejercer este derecho o no son capaces emocionalmente de ello. Necesitan que les cuiden y les libren de responsabilidades. Pero en esas circunstancias no es fácil responder a todas las necesidades y se pueden tomar decisiones erróneas. Sin embargo, el problema es menos agudo si el paciente y quienes le cuidan reflexionan juntos sobre ello. En estos casos puede ocurrir que un moribundo decida participar mucho más activamente de lo que se creía capaz. Pero si prefiere lo contrario, se debe respetar su decisión.

Por intentar hacer lo correcto con Harvey me convertí en lo que él quería que fuera y, de esa manera, hice realidad tanto sus fantasías sobre mí como las mías: el inteligente hermano pequeño que va a la Facultad de Medicina y llega a ser el todopoderoso médico adivino. No podía negarle la clase de esperanza que parecía necesitar. Yo movilizaría las fuerzas de la medicina más avanzada y le rescataría del borde del precipicio. Esta es la imagen semiconsciente que tienen todos los médicos de sí mismos, y los ojos de mi hermano me empujaron a actuar de acuerdo con ella. Si yo hubiera sido más sensato o si hubiera consultado a colegas desinteresados que me conocían bien, quizá habría comprendido que la esperanza que le iba a dar a Harvey no sólo sería un engaño, sino casi seguro, dado lo que sabíamos sobre la toxicidad de los fármacos experimentales, otra fuente de angustia para todos nosotros.

Fue necesario hospitalizar a Harvey tres veces en los diez meses de vida que le quedaron después de su operación. Ingresó para el control del comienzo de la quimioterapia, y casi al final tuvo que volver a ingresar porque el crecimiento de la masa tumoral de nuevo le obstruía el intestino, esta vez completamente. La obstrucción cedió espontáneamente lo bastante como para que pudiera tomar por vía oral el líquido suficiente y que no fuera necesaria una nueva intervención, pero no como para mantener su ya insuficiente aporte nutricional previo. Por difícil que fuera este último período en el hospital, fue el anterior el que me dejó los recuerdos que más me atormentan.

El hijo de Harvey, Seth, había interrumpido sus estudios durante un año para trabajar en un kibbutz en Israel, pero volvió a casa para encargarse del cuidado de su padre porque Harvey insistía en que su mujer, Loretta, no dejara el trabajo a tiempo completo que tenía en un college local. Seth me telefoneó un viernes por la noche para decirme que Harvey llevaba dos días en una camilla fuera de la sala de urgencia, sufriendo los efectos de la fuerte toxicidad medicamentosa, y entrando y saliendo del coma. Seth, su hermana Sara y Loretta se turnaban para estar a su lado, pero él casi nunca se daba cuenta de su presencia. No había ninguna cama libre en todo el edificio. Los efectos tóxicos de los medicamentos —náuseas, diarrea, disminución de la capacidad de la médula ósea para producir leucocitos— habían representado un problema desde el principio, pero últimamente eran cada vez más alarmantes. Obviamente, la situación estaba fuera de control. El catedrático que era el oncólogo de Harvey se había ido fuera el fin de semana y sus colegas parecían indiferentes o incapaces de proponer algo más que un goteo intravenoso.

Cuando llegué al hospital la mañana siguiente, encontré todos los compartimentos ocupados en la caótica sala de urgencias. Hacinadas en el estrecho pasillo había al menos siete camillas, en las que yacían algunas de las personas más enfermas que he visto en mi vida, apiñadas en un espacio muy reducido, casi todas ellas aparentemente con SIDA o cáncer avanzado. Mientras me abría paso con precaución por el poco sitio que quedaba libre entre los pacientes y sus angustiadas familias y amigos, vi repentinamente a mi desconsolado sobrino junto a la camilla en la que yacía su padre inconsciente. A los pies de la camilla estaba sentada mi sobrina, inclinada y con la mirada fija en el suelo. Me miró e intentó sonreír débilmente, pero las lágrimas empezaron a rodar por sus mejillas.

Durante los tres días que Harvey pasó en aquel atestado pasillo del hospital, entrando y saliendo de un estado estuporoso, su temperatura había oscilado entre 39 y 40°C. A pesar de los valerosos esfuerzos de las desbordadas enfermeras que intentaban proporcionar al menos un mínimo de asistencia a todos, y de la ayuda prestada por su esposa e hijos, había permanecido durante largos períodos tendido sobre sus heces líquidas, que cada cierto tiempo fluían espontáneamente a causa del devastador efecto de los fármacos sobre el tracto intestinal. Incluso en sus períodos conscientes no estaba completamente lúcido, y casi nunca sabía muy bien dónde estaba o cómo se encontraba.

Hablé con la desesperada médica residente que había llamado repetidas veces a Admisión para tratar de conseguir una cama para sus pacientes más enfermos. Accedió a intentarlo una vez más, feliz por la oportunidad de mencionar mi condición de médico para poder ayudar al menos a uno de ellos a conseguir una verdadera cama. El administrativo que estaba de guardia debía ser impresionable porque la estrategia funcionó: antes de dos horas Harvey estaba en una de las plantas de ingresados. Mientras empujábamos la camilla hacia el ascensor, eché una última mirada culpable al lugar que dejábamos libre; al lado había un chico exhausto no mucho mayor que mi sobrino, inclinado sobre una camilla cubierta con una manta. Estaba hablando suavemente a su amigo, que temblaba sin cesar; otro joven a punto de morir de SIDA.

Harvey pagó muy cara la incumplida promesa de esperanza. Yo le había ofrecido la oportunidad de intentar lo imposible, aunque sabía que el intento costaría grandes sufrimientos. Cuando se trató de mi propio hermano, olvidé, o al menos pasé por alto, todo lo aprendido en décadas de experiencia. Treinta años antes, cuando no había quimioterapia, Harvey probablemente habría tardado lo mismo en morir, de la misma caquexia, insuficiencia hepática y desequilibrio químico crónico, pero a su muerte no se habrían sumado los estragos de un tratamiento inútil y el equivocado concepto de esperanza que no había querido negarle a él, a su familia y también a mí mismo. Al explicarles el considerable riesgo de toxicidad de ciertos tratamientos desesperados que ofrecen remotas posibilidades de éxito, algunos de mis pacientes con cáncer avanzado han elegido sabiamente renunciar a ello y han encontrado su esperanza por otros caminos.

Cuando Harvey se recuperó de este episodio casi mortal, sus metástasis hepáticas, que habían respondido inicialmente al tratamiento reduciéndose en un 50 por ciento, estaban aumentando otra vez. Ante este hecho y el crecimiento ininterrumpido de otros tumores, ya no tenía sentido continuar la quimioterapia. Y volvió a casa para morir.

Fue entonces cuando recurrimos al Centro de asistencia para enfermos terminales. Yo había sido miembro del Consejo de Administración del Centro de Connecticut y muchos de mis pacientes terminales de cáncer se habían beneficiado de los cuidados que proporcionan estas abnegadas enfermeras y médicos. Su principal objetivo es el bienestar, concepto que comprende la totalidad de la vida del paciente y su familia. En el Centro se pusieron a trabajar inmediatamente; mostraron a Loretta cómo organizar la casa para reducir al mínimo el malestar de Harvey. Y enseñaron a Seth a administrar las medicinas para el dolor y las náuseas, así como a ayudar a su padre a moverse por la casa.

Al seguir creciendo, el cáncer acabó obstruyendo totalmente el intestino y fue necesaria una hospitalización más. Estaban afectadas tantas zonas del intestino delgado por la masa tumoral invasiva que no era posible una intervención. Cuando parecía que no había solución, el intestino se abrió espontáneamente lo suficiente como para que Harvey pudiera volver a casa. Esta vez pedí al cirujano que había elegido al principio que se hiciera cargo del caso, y nunca le podré estar lo suficientemente agradecido por devolvernos a todos una sensación de dedicación y de bondad, así como de sentido común.

Pese a las frecuentes visitas del Centro de asistencia y la generosa asistencia de Seth, que por aquel entonces se había convertido en su enfermero y compañero fiel, el dolor y la creciente debilidad constituían un problema constante.

El estrechamiento del tubo intestinal sólo permitía la retención de una cantidad mínima de alimento; en cuanto a la medicación, había que suministrársela en supositorios. Ya había perdido bastante peso, pero su caquexia se agravaba rápidamente.

Cuando iba a verle, nos sentábamos juntos en el sofá intentando animarnos el uno al otro. Algunas veces, cuando nos quedábamos solos un rato, hablábamos de Loretta y de sus hijos y de cómo serían las cosas cuando él no estuviera. A veces hablábamos, no del futuro que el ya no vería, sino del lejano pasado que parecía tan próximo, cuando éramos niños en el Bronx y hablábamos en yiddish a Bubbeh. Atrás quedaron las pequeñas riñas y los conflictos ocasionales que surgen cuando dos hermanos obstinados se casan y sus caminos en la vida toman distintas direcciones. En aquellas últimas semanas me reconfortaba recordar a Harvey las crisis que había pasado hacía décadas, cuando él fue la única persona que supo ayudarme —más de veinte años atrás abandoné todo lo que me importaba en la vida, y me fui a una tierra triste y lejana de la que sólo volví porque él nunca dudó que lo haría. A pesar de la distancia que a veces se había interpuesto entre nosotros, ninguno había dudado nunca del cariño del otro, pero ahora ambos necesitábamos decirlo. Le besaba cada vez que volvía a New Haven. La última vez fue dos días antes de que sus prolongados sufrimientos acabaran calladamente en la cama que él y Loretta habían compartido durante tantos años.

Después del funeral fui varias mañanas con Seth y Sara a recitar la oración de duelo, el Kaddish, a la misma sinagoga donde menos de dos años antes había acudido a una cena en honor a Harvey al concluir su mandato como presidente de la congregación. Sabía de memoria las palabras de la oración, porque las había pronunciado con frecuencia desde aquella fría mañana de diciembre, hace medio siglo, cuando Harvey y yo las dijimos juntos por primera vez, de pie junto a la tumba aún abierta de nuestra madre.

En esta era biomédica de alta tecnología, cuando diariamente se presenta ante nuestros ojos la tentadora posibilidad de nuevos tratamientos milagrosos, es fuerte la tentación de abrigar esperanzas terapéuticas, incluso en aquellas situaciones en las que el sentido común dictaría lo contrario. Con demasiada frecuencia resulta un engaño mantener esta clase de esperanzas, engaño que a largo plazo es más un perjuicio que la promesa inicial de victoria.

No soy el primero en afirmar que como pacientes, allegados, e incluso médicos, debemos encontrar la esperanza por otros caminos más realistas que obstinarse en remedios inciertos y extremadamente peligrosos. En el tratamiento de las enfermedades en fase avanzada, ya se trate del cáncer o de cualquier otro resuelto asesino, hay que redefinir la esperanza. Algunos de los pacientes más enfermos que he tenido me han enseñado las distintas formas de esperanza que se pueden concebir cuando la muerte es segura. Ojalá pudiera decir que fueron muchos, pero no es así. Casi todos parecen querer entrar en el estrecho margen de posibilidades que los oncólogos dan a los pacientes de una enfermedad en estado avanzado. Generalmente sufren por ello, desperdician sus últimos meses y mueren de todas maneras, habiendo aumentado la carga que ellos y sus seres queridos han tenido que soportar hasta los últimos momentos. Aunque todos deseemos una muerte tranquila, el instinto básico de seguir vivos es una fuerza mucho más poderosa.

Hace aproximadamente diez años, traté a un hombre cuya desesperación y pánico al tratamiento le condujeron a buscar la esperanza fuera de la medicina. Renunció a la posibilidad de curación y se reconcilió con la muerte o, al menos, decidió que si tenía que ocurrir un milagro, éste vendría de dentro de sí mismo y no de algún oncólogo entusiasta.

Robert DeMatteis, abogado de cuarenta y nueve años y líder político de una pequeña ciudad de Connecticut, tenía pánico a los médicos. Catorce años antes, al tratarle las grandes heridas que había sufrido en un accidente de tráfico, me asombró su incapacidad para tolerar durante su hospitalización la más mínima incomodidad o incluso la posibilidad de que se produjera. El hecho de que su esposa, Carolyn, fuera enfermera no disminuía un ápice la aprensión que a todas luces se apoderaba de él en cuanto se aproximaba una bata blanca. Carolyn me dijo en una ocasión que él insistía en que se cambiara de ropa en el hospital donde trabajaba porque le producía angustia verla en uniforme en casa.

Bob era un hombre que no aceptaba órdenes de nadie. Parecía estar orgulloso de su obstinación, y una de las manifestaciones de este rasgo era una completa despreocupación por su propia salud. Esta actitud se extendía a todo lo que concernía a su cuerpo, excepto su enorme apetencia por la buena comida. Con un metro setenta y tres, pesaba ciento cuarenta y cinco kilos. Para su familia, su gran círculo de amigos y los muchos habitantes de su ciudad que acudían a él para que les ayudase a solucionar algún problema, Bob era, pese a su aspecto de misántropo, una persona sociable y generosa. Sin embargo, su imponente constitución y su ceño fruncido acobardaban a los más tímidos. Era tan apasionado en sus lealtades como en sus enemistades y estaba acostumbrado a que le respetaran. El tono amenazador de su voz ronca y grave hacía que incluso sus expresiones de ternura sonaran como un gruñido.

Bob no parecía la clase de hombre que se encoge de miedo ante una joven con una jeringa hipodérmica en la mano. Este temor era para él objeto de bromas, pero a veces impedía los cuidados adecuados y más de una vez no me dejó tratar sus lesiones de forma óptima durante su hospitalización por aquel traumatismo.

Con esos recuerdos de hacía catorce años, no me sentí precisamente contento cuando una tarde a mediados de mayo me llamó el internista de Bob. Le habían ingresado esa mañana después de que sufriera una importante hemorragia rectal, y le estaban haciendo una transfusión. Cuando le vi, él mismo me proporcionó los datos que indicaban que había estado perdiendo pequeñas cantidades de sangre durante algunos meses antes de aquella súbita hemorragia: dijo que desde febrero había sentido molestias abdominales cada vez mayores, y también describió un leve pero indudable cambio en el olor de sus heces. El color no había cambiado, pero el nuevo olor era inconfundible, lo producía la presencia de sangre. Un mes antes, cuando Carolyn consiguió arrastrarlo, pese a sus protestas, a su médico de cabecera, le hicieron una serie de radiografías que mostraban una erosión superficial en el duodeno, pero sin úlcera. Se advirtió un cierto engrosamiento en la válvula ileocecal, que es el punto donde el intestino delgado entra en el colon. En cualquier caso, la ausencia de un tumor aparente tranquilizó a Bob.

La repentina hemorragia se detuvo a las pocas horas de ingresar Bob en el hospital New Haven de Yale, donde fue posible realizarle un examen completo del tracto gastrointestinal. Se centró la atención en el colon más que en la porción superior por el peculiar engrosamiento que se apreciaba en la radiografía, así como por algunos hallazgos físicos. No nos sorprendimos cuando el colonoscopio reveló, no un engrosamiento, sino un tumor en la válvula ileocecal.

Como era de esperar, Bob reaccionó histéricamente ante la noticia de que era necesaria una operación, a la que se negó rotundamente. Cuando se calmó un poco, empezó a gruñir y a quejarse, e incluso lanzó algunos juramentos, pero la paciente insistencia de su esposa obtuvo finalmente su consentimiento. Creo que no he llevado al quirófano a nadie más asustado. Durante la inducción anestésica siempre trato de estar al lado del paciente para hablar con él y cogerle la mano, pero esta ocasión fue una nueva experiencia: antes de comenzar el trabajo, tuve que masajearme los dedos durante varios minutos porque Bob los había dejado insensibles de tanto apretarlos hasta que por fin quedó bajo el efecto de la anestesia.

Los hallazgos operatorios me conmocionaron. Esperando encontrar un tumor relativamente pequeño, ulcerado lo suficiente como para sangrar, encontramos nada menos que (y cito del informe de anatomía patológica) un «adenocarcinoma primario pobremente diferenciado que, surgiendo del ciego en la zona adyacente a la válvula ileocecal, presentaba invasión transmural hacia la grasa pericólica y un extenso compromiso vascular y linfático, con metástasis en ocho de diecisiete ganglios linfáticos». El centro del tumor era necrótico y estaba profundamente ulcerado, lo cual explicaba la hemorragia repentina.

Aunque aún no había signos visibles de metástasis a distancia, era obvio que se trataba de un cáncer muy agresivo. Con una invasión tan extensa de los vasos sanguíneos y linfáticos, la presencia de gran cantidad de células tumorales en la circulación general era segura. Igualmente era casi seguro que ya habría metástasis hepáticas aún microscópicas o simplemente demasiado profundas para advertirlas. Sólo era cuestión de tiempo que se manifestaran. El pronóstico de Bob era muy pesimista.

Bob DeMatteis era tan franco y directo como parecía, y percibía rápidamente el menor intento de evasiva. Quería saber exactamente a qué se enfrentaba, sin rodeos, sin omitir detalles. A pesar de mi comportamiento con Harvey, siempre he intentado facilitar a mis pacientes que me interroguen sobre su verdadero estado, por lo que recibí gustoso sus preguntas aunque sabía que podía lamentar mi franqueza y esperaba que se pusiera histérico y después cayera en una profunda depresión. Me equivoqué.

No se produjo explosión emocional alguna; nada en absoluto. Por el contrario, encontré calma, razón y aceptación. Ya en los primeros tiempos de su noviazgo, Bob había dicho a Carolyn (y nunca ha sabido por qué) que no esperaba cumplir los cincuenta. Al final de la primera conversación tras la operación, Bob sabía que iba a morir de cáncer y decidió dejar que las cosas siguieran su curso. No era religioso, pero tenía una fe inquebrantable en sí mismo, que en aquellos momentos se convirtió en el giroscopio que le estabilizó el tiempo que le quedaba.

Pero Bob no había contado con los oncólogos. A la vista del avanzado estado de la enfermedad —en mi opinión, a pesar del mismo—, su esposa y el internista le propusieron consultar con un oncólogo. Ni a él ni a mí nos entusiasmaba la idea, pero accedió a hablar con él, aunque no fuera más que para calmar a Carolyn, que no quería dejar ninguna posibilidad sin explorar. Hasta entonces (y hasta hoy, más de una década después) no sabía de ninguna consulta a un oncólogo que no terminara en una recomendación de tratamiento, a menos que la enfermedad se hallara en un estado tan precoz que la cirugía la hubiera curado definitivamente. El caso de Bob no fue una excepción, y Carolyn logró convencerle de que aceptara la terapéutica que se le ofrecía.

Hubo que retrasar la quimioterapia por una razón que casi sólo se da en las personas muy obesas: la enorme capa de grasa que Bob tenía bajo la piel era demasiado gruesa para cerrarla en el momento de la operación, por si se formaba un absceso oculto en su interior. Para que cicatrizara limpiamente me vi obligado a dejar abierta la incisión operatoria de manera que fuera cerrando de abajo arriba, lo que retrasó la quimioterapia durante largo tiempo. Cuando se pudo empezar, las metástasis hepáticas de este tumor de rápido crecimiento se habían extendido lo suficiente como para poderlas identificar con isótopos radiactivos.

Antes de iniciar el tratamiento, el oncólogo sostuvo con Bob lo que más tarde me describiría en una carta como «una discusión franca y abierta», durante la cual «le explicó detalladamente la extensión de las metástasis y le dijo que si la quimioterapia no daba resultado, su estado podría agravarse rápidamente y expiraría en el espacio de tres a seis meses». Me decía también que Bob «le agradeció mucho la franqueza de la conversación y que tenía una actitud cautelosamente optimista pero realista».

Para entonces Bob había recuperado los nueve kilos que había perdido desde la operación y estaba asintomático. De hecho, se sentía asombrosamente bien. Comprendía que los medicamentos no le podían curar, sino que se emplearían «de modo preventivo o coadyuvante», como había dicho el oncólogo. Dudo que Bob ni siquiera esperara eso; lo más probable es que se prestara a todo ello por Carolyn y por Lisa, su hija de veinte años. El tratamiento comenzó.

Al cabo de dos semanas, Bob sufría fiebre elevada y diarreas alternando con estreñimiento. El efecto corrosivo de las heces líquidas había enrojecido e irritado la piel entre sus gruesas nalgas. Hubo que detener la quimioterapia. Para entonces era necesario administrarle sedantes a fin de disminuir el dolor causado por el crecimiento de las metástasis hepáticas. Pronto Bob ya no pudo volver a su despacho.

Las metástasis aumentaron de volumen con sorprendente velocidad y Bob se puso ictérico a medida que el cáncer reemplazaba su tejido hepático. Apareció una masa tumoral en la pelvis y pronto se le hincharon las piernas por el edema que se produce cuando el cáncer bloquea el retorno venoso de la parte inferior del cuerpo. Finalmente, apenas podía moverse por la casa. Como Carolyn trabajaba, Lisa se quedaba en casa para cuidarle. Años más tarde me dijo: «Pasamos muchas noches hablando de nosotros. Si antes ya estábamos unidos, aquellos últimos meses nos acercaron aún más».

Les visité la tarde del día de Nochebuena. La familia DeMatteis vivía en una casa rodeada de árboles en las colinas que dominan las afueras de la ciudad cuya vida política Bob había animado durante tanto tiempo. Había empezado a nevar unas horas antes, como para cumplir el deseo navideño de un hombre a punto de morir. Para Bob, esta fiesta siempre había estado simbolizada por una imagen de jovialidad dickensiana, típica del siglo XIX, en la que él mismo constituía el centro de una alegre y festiva camaradería. Cada año desde que se casaron Bob y Carolyn, su casa se había llenado de personas de lo más variopinto, a quienes invitaban con el único criterio de que el anfitrión disfrutaba en su compañía. Como mejor se sentía era rodeado de mucha gente, y cuanto más animada, mejor. En esas ocasiones, su corazón se henchía y su espíritu se volvía tan generoso como sus formas. Incluso dejaba de fruncir el ceño en medio de la alegría. En Navidad, Bob DeMatteis era a la vez Mr. Fezziwig y un Scrooge transformado. De hecho, tenía la costumbre de recitar —no leer, sino recitar de memoria— el Cuento de Navidad para Lisa y Carolyn todos los años cuando iban a empezar las fiestas. No me sorprendió descubrir que Dickens era su autor favorito, y que esta historia era su obra favorita de Dickens.

Bob decidió que sus últimas Navidades no serían diferentes de las anteriores. Cuando Carolyn, sonriendo valerosamente, abrió la puerta, entré en una casa preparada para la más feliz de las fiestas. La mesa estaba puesta para unas veinticinco personas, los adornos colocados y la base de un árbol magníficamente iluminado quedaba oculta por montones de regalos. Los invitados no empezarían a llegar por lo menos hasta una hora después, así que Bob y yo tuvimos tiempo suficiente para hablar de la razón de mi visita. Le había venido a aconsejar que recurriera a los servicios del Centro de asistencia. Ahora que su estado empeoraba diariamente, lo que Lisa podía hacer por sí sola tenía sus límites.

Estábamos sentados uno al lado del otro en la cama de hospital que Bob había alquilado, y al cabo de un rato le cogí una mano entre las mías. Así me resultaba más fácil hablar. Éramos dos hombres de la misma edad, con experiencias de la vida completamente diferentes, y uno de nosotros casi había consumido ya su futuro. Pero en el corto espacio de tiempo que le quedaba, Bob fue capaz de ver una forma de esperanza enteramente suya: ser fiel a sí mismo hasta el último respiro y que se le recordara por la forma en que había vivido. Mantener la tradición lo mejor posible en sus últimas Navidades era esencial para cumplir sus esperanzas. Después, me dijo, estaría dispuesto para que las enfermeras se encargaran de él hasta el final de sus días.

Al despedirme de este hombre poco común, que había encontrado un valor del que yo nunca le había creído capaz, fue a mí al que se le hizo un nudo en la garganta. Bob estaba impaciente por empezar el laborioso proceso de vestirse antes de que llegaran sus invitados, y yo era un recordatorio de lo que le esperaba cuando la fiesta acabara. Cuando me disponía a internarme en la noche nevada, me llamó desde su habitación para advertirme que tuviera cuidado en las resbaladizas colinas: «Es peligroso, Doc; la Navidad no es tiempo de morir».

Bob hizo que todo marchara perfectamente aquella noche. Pidió a Carolyn que redujera la intensidad de la luz para que sus invitados no pudieran ver la gravedad de su ictericia. Presidió la ruidosa y feliz cena, y fingió comer, aunque hacía mucho tiempo que no podía alimentarse adecuadamente. Durante la prolongada velada, se arrastraba penosamente a la cocina cada dos horas para que Carolyn le pusiera una dosis de morfina que le calmara el dolor.

Cuando todos los invitados se hubieron despedido —tantos viejos amigos que no volvería a ver— y Bob volvió a la cama, Carolyn le preguntó qué le había parecido la velada. Todavía hoy recuerda cuáles fueron sus palabras exactas: «Quizá una de las mejores Navidades de mi vida». Y añadió: «Sabes, Carolyn, tienes que haber vivido antes de morir».

Cuatro días después de Navidad, cuando ya no se podía esperar más, Bob fue inscrito en el programa de asistencia a domicilio del Centro. Además de náuseas y vómitos, y del dolor por las metástasis pélvicas y hepáticas, tenía fiebre alta. En Nochevieja, tenía cuarenta y un grados. En ocasiones no podía controlar la diarrea acuosa que, con frecuencia, le cogía de improviso. La situación empeoró aún más, aunque parecía imposible. Finalmente, el 21 de enero, Bob accedió a ingresar en el Centro de asistencia de Connecticut en Bradford. Para entonces, el hígado, que en estado normal no debe extenderse más abajo del reborde costal, se podía apreciar (incluso a través de la gruesa pared abdominal) veinticinco centímetros por debajo. Estaba enormemente aumentado y casi todo era cáncer. Y pese a su avanzado estado de desnutrición, la ficha de admisión decía que «aún estaba extremadamente obeso».

Aunque reacio a ceder, Bob admitió que le aliviaba mucho que le ingresaran. Su antigua ansiedad e inquietud volvían a ser un problema y era necesario suministrarle grandes dosis de tranquilizantes además de morfina. Sólo podía tomar cantidades muy pequeñas de líquido; tras su admisión, pareció debilitarse por horas. Todavía insistía en hacer el esfuerzo de levantarse a orinar, e intentaba en vano caminar. Aunque aceptara la muerte, parecía incapaz de abandonar la vida.

La tarde del segundo día que Bob pasó en el Centro, de repente se puso aún más agitado que antes. Carolyn y Lisa empezaron a llorar de impotencia cuando les dijo que quería morir en aquel momento, inmediatamente. Suplicándoles con la mirada, abrió los brazos, aún fuertes y atrajo hacia sí a las dos mujeres en el viejo abrazo protector que tan bien conocían del pasado. Con su familia abrazada a él, les suplicó: «Tenéis que decirme que puedo morir. No lo haré hasta que me digáis que puedo hacerlo». No estaba dispuesto a aceptar otra cosa que no fuera su permiso, y sólo se calmó cuando se lo dieron. Unos momentos más tarde, se volvió a Carolyn y le dijo: «quiero morir», y luego, susurrando, añadió: «pero quiero vivir». Después, se quedó tranquilo.

Bob estuvo aletargado la mayor parte del día siguiente. Al llegar la tarde no había hablado, pero Carolyn creía que aún la podía oír. Ella le hablaba suavemente, diciéndole cuánto había significado su vida para ellas, cuando, de pronto, sonrió abiertamente como si estuviera viendo algo glorioso a través de sus ojos cerrados. «No sé lo que vio —me dijo Carolyn más tarde—, pero debió ser hermoso». Cinco minutos más tarde murió.

El funeral fue impresionante, casi un acontecimiento social en la ciudad de Bob. Acudió el alcalde y una guardia de honor de la policía recibió el féretro en la iglesia. Se le enterró con una carta de despedida de Lisa en el bolsillo de su traje. Cuando estaban introduciendo el ataúd de madera de cerezo en la tumba, el tío de Carolyn advirtió que la tapa tenía una pequeña mancha en el lugar donde habían caído las lágrimas de Lisa.

Bob está enterrado en un cementerio católico, a unos quince kilómetros de mi casa. No hay monumentos en esas suaves colinas de tumbas bien cuidadas, como para testimoniar que todo el mundo es igual ante la muerte; sólo las lápidas identifican los lugares de reposo. Fui a visitar la tumba de Bob cuando escribía estas últimas páginas, para rendir homenaje a un hombre que había dado un nuevo sentido a su vida cuando supo que pronto iba a morir. Él me enseñó que puede haber esperanza incluso cuando es imposible salvarse. En cierto modo olvidé su lección diez años más tarde, cuando mi hermano cayó enfermo, pero eso no disminuye su verdad.

Carolyn me había dicho que Bob, cuando todavía no estaba tan mal, había dispuesto que inscribieran en su lápida la frase que más le gustaba de su obra favorita de Dickens, pero de todas formas no estaba preparado para el efecto que me produjo. Grabado en la superficie de granito de la lápida estaba el epitafio por el que Bob DeMatteis quería ser recordado: «Y siempre se dijo de él que sabía cómo celebrar las Navidades».