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La malevolencia del cáncer

Érase una vez un pequeño deshollinador que se llamaba Tom. Tom es un nombre cortito que ya habrás oído antes, por lo que no te será muy difícil recordarlo. Vivía en una gran ciudad del norte donde había muchas chimeneas que limpiar y mucho dinero que Tom podía ganar y su amo gastar. No sabía leer ni escribir, y tampoco lo deseaba; y nunca se lavaba porque la casa donde vivía no tenía agua. Nunca le habían enseñado a rezar. Nunca había oído hablar de Dios ni de Cristo, excepto en expresiones que tú nunca has oído y que hubiera sido mejor que él tampoco. Lloraba la mitad del tiempo y la otra mitad reía. Lloraba cuando tenía que trepar por las oscuras chimeneas dejándose en carne viva sus flacas rodillas y codos; y cuando le caía el hollín en los ojos, lo que sucedía todos los días de la semana; y cuando no tenía suficiente para comer, lo que también sucedía todos los días de la semana.

Así empieza el libro clásico infantil de Charles Kingsley, The Water Bables, de 1863. Tom era lo que la clase acomodada inglesa llamaba eufemísticamente un climbing boy, «niño trepador». Sus funciones no requerían un largo aprendizaje, no había prerrequisitos para ingresar en la profesión. La mayor parte de los que se incorporaban a esta ocupación deprimente tenían entre cuatro y diez años. El trabajo diario comenzaba de una manera muy simple: «Después de un poco de gimoteo, y un puntapié de su amo, Tom penetraba en el hogar de la chimenea y comenzaba la ascensión».

Aquellas chimeneas tenían poco que ver con las rectas verticalidades de la arquitectura posterior. Ya en tiempos de Kingsley, a mediados del siglo XVIII, el tiro era más recto que cuando el cirujano británico Percivall Pott llamó la atención sobre sus peligros en 1775. En la época de Pott no solamente eran tortuosos e irregulares sino que tenían la molesta costumbre de avanzar cortos tramos horizontalmente antes de retomar la dirección vertical prevista. El resultado de todas estas peregrinaciones estructurales era que había numerosos escondrijos, grietas y superficies planas en las que se acumulaba el hollín. Además, a causa de las contorsiones que debía a hacer el pequeño deshollinador en su ascenso era prácticamente inevitable que se hiciera escoriaciones en distintas partes del cuerpo, especialmente las que sobresalían o colgaban.

La palabra colgar se emplea aquí deliberadamente, pues lo más habitual es que hicieran su penoso trabajo sin ninguna ropa que les protegiera de las sucias paredes por las que trepaban. Iban completamente desnudos. Esta desnudez vocacional obedecía a una buena razón —o al menos así lo creían los amos de los niños. Las chimeneas eran muy estrechas —medían 30 a 60 centímetros de diámetro— de manera que ¿para qué molestarse tanto en encontrar niños bajitos y flacos si su ropa iba a ocupar un espacio tan valioso? Así, los capataces reclutaban a los niños más pequeños que encontraban, les enseñaban los rudimentos de limpieza de las chimeneas y cada mañana les hacían entrar en la chimenea con un puntapié en sus traseros desnudos y ennegrecidos por el carbón, ordenándoles a gritos que subieran por aquellos tiros angostos y sin ventilación para comenzar el trabajo diario.

Los problemas se veían agravados por los hábitos personales de los deshollinadores pobres. Al proceder de las capas más bajas de la sociedad inglesa, nunca se les había enseñado la importancia de la limpieza corporal; es más, muchos de aquellos desgraciados muchachos, a pesar de haber penetrado en tantos hogares, no sabían qué era la vida de familia. No había habido unas amorosas manos maternales que les guiaran o, dado el caso, les llevaran de la oreja a un baño caliente. Fundamentalmente, eran golfillos abandonados a su suerte. En las arrugas y pliegues de la piel del escroto permanecían enterradas durante meses partículas de alquitrán que devoraban sus vidas inexorablemente mientras la crueldad de sus amos devoraba sus almas.

Percivall Pott (1714-1788) era el cirujano de Londres más eminente de su generación y sabía mucho de la difícil vida de los niños deshollinadores ingleses. Observó que «el destino de estas personas parece particularmente duro: en su primera infancia frecuentemente se les trata con una brutalidad extremada y casi mueren de hambre y de frío; les obligan a subir por chimeneas estrechas y a veces calientes, donde se magullan, se queman y casi se asfixian; y cuando llegan a la pubertad son particularmente susceptibles de contraer una de las enfermedades más repugnantes, dolorosas y fatales». Estas palabras fueron escritas en 1775; aparecieron en un breve apartado de un artículo de Pott mucho más extenso titulado «Observaciones quirúrgicas relacionadas con las cataratas, los pólipos nasales, el cáncer de escroto, los diferentes tipos de hernias y las modificaciones de los pies y sus dedos». Este artículo contiene la primera descripción que se conoce de un cáncer ocupacional. La enfermedad tardaba años en desarrollarse, pero a veces empezaba a manifestarse ya en la pubertad. En la primera década del siglo XIX la padecía un niño de cada ocho.

No hay duda de que Pott describía una tumoración maligna mortal que hoy denominaríamos carcinoma de células escamosas. Lo que observaba en el escroto de sus jóvenes pacientes era «una llaga superficial, dolorosa, irregular, de mal aspecto, con bordes duros y levantados. En la profesión se la conoce como la verruga del hollín… Se extiende subiendo por el cordón espermático hasta el abdomen… Cuando llega al abdomen, afecta a algunas vísceras y no tarda en completar su dolorosa obra destructiva».

Pott sabía bien que el cáncer de escroto mataba a todas sus víctimas, excepto en los pocos casos en los que se realizaba la extirpación quirúrgica en un estadio muy precoz. Él había intentado curarles con la cirugía repetidas veces, aunque en aquellos días terribles antes de la invención de la anestesia, eso significaba atar con correas a una mesa al pobre muchacho vociferante y mantenerle inmovilizado con la ayuda de fuertes ayudantes. Sólo se practicaba la intervención a aquellos jóvenes en los que el proceso ulceroso estaba limitado a un lado.

El procedimiento representaba una agresión tan grande para la psique de los chicos como para su cuerpo, pues consistía en seccionar lo más rápidamente posible el testículo y la mitad del escroto de aquellos desgraciados adolescentes. Los tejidos sangrantes se trataban después aplicándoles un hierro candente. Como los intentos de suturar las repugnantes heridas carbonizadas provocaban fatalmente infecciones purulentas, el área quirúrgica se dejaba abierta para que drenaran los detritus y el líquido que se desprendían durante los largos meses de curación.

Con frecuencia los resultados de Pott no justificaban aquel suplicio. La evolución a largo plazo de sus pacientes le descorazonaba: «Aunque, en algunos casos, las úlceras se han curado con normalidad después de la operación, y los pacientes salen del hospital aparentemente bien, al cabo de unos meses, suelen volver con alguna enfermedad en el otro testículo, o en los ganglios de la ingle, o tan macilentos, tan debilitados y con dolores internos tan frecuentes y agudos, que sólo pueden obedecer al estado patológico de algunas de sus vísceras, y al cabo de poco tiempo han ido seguidos de una muerte dolorosa». Aunque el uso que Pott hace de las comas puede parecer exagerado, su descripción no lo es. En todo caso, subestimaba los padecimientos con los que estos muchachos descendían a la tumba.

Pott se dio cuenta de que este temible mensajero de la muerte empezaba como un crecimiento anormal en un lugar concreto y más tarde comenzaba el inexorable y sinuoso proceso de ulceración, por el que se infiltraba en las estructuras que le rodeaban. Pott publicó sus observaciones sobre estos casos en una época favorable a la formulación de tesis acerca de la influencia de los cuerpos extraños introducidos en el organismo. Hacía poco que algunos teóricos eminentes habían comenzado a plantear la idea de que los tejidos vivos requieren un estímulo, que denominaban «irritación», para realizar sus funciones normales. De este principio a la afirmación de que los órganos enferman porque se han inflamado —es decir, irritado excesivamente— en parte o en conjunto, no hay más que un paso. Pott sostenía que el cáncer de los genitales de los deshollinadores era resultado directo de la inflamación causada por la acción química del hollín.

Hoy en día, hay pocos que no tomen en serio la advertencia impresa en cada paquete de tabaco. Ningún norteamericano adulto que sepa leer ignora las propiedades cancerosas de los alquitranes y las resinas, y la mayoría comprende que tales propiedades obedecen a la irritación química producida en los tejidos vivos por el contacto constante de sustancias nocivas. Sin embargo, por muy evidente que hoy nos parezca, la idea de que la irritación crónica puede causar enfermedades no siempre fue comprendida por los médicos. Cuando Percivall Pott decidió ir más allá de la mera descripción clínica del cáncer de escroto y afirmar que ese cáncer se debía a una respuesta muy específica al hollín, la teoría de la irritación y la inflamación se movía aún sobre una base muy poco firme y, de hecho, más tarde fue abandonada en gran parte. Aunque los propios deshollinadores llamaban a su enfermedad la «verruga del hollín», parece que no se habían percatado de que podían prevenirla sólo con lavarse el tizne de vez en cuando. Consideraban inevitable que cierto número de ellos contrajese esta enfermedad y muriese sufriendo tremendos dolores; el riesgo era inherente al trabajo.

La tesis de Pott de que el hollín era la causa del cáncer trascendió inmediatamente y motivó una ley del Parlamento por la cual ningún deshollinador podía empezar su aprendizaje antes de los ocho años y todos debían recibir un baño por lo menos una vez a la semana. Hacia 1842 la edad mínima se elevó a veintiún años. Por desgracia, la ley se incumplía tan a menudo que, veinte años más tarde, cuando Charles Kingsley escribió The Water Babies, todavía había muchos deshollinadores menores de edad.

Desde los tiempos de Hipócrates y aun antes, los médicos griegos de la Antigüedad comprendían claramente las formas por las que un tumor maligno lleva a cabo su inexorable determinación de destruir la vida. Basándose en lo que percibían sus ojos y sus dedos, dieron un nombre muy específico a las duras tumoraciones y ulceraciones que con tanta frecuencia veían en las mamas, o sobresaliendo del recto o la vagina. Para distinguir estas tumoraciones de las hinchazones ordinarias, que denominaban oncos, emplearon el término karkinos, o «cangrejo», que, curiosamente, se deriva de una raíz indoeuropea que significa «duro». Siendo oma un sufijo que indica «tumor», se empleó karkinoma para designar el crecimiento tumoral maligno. Siglos más tarde, empezó a usarse habitualmente cáncer, la palabra latina que significa «cangrejo». Mientras tanto, oncos se aplicó a todo tipo de tumores, razón por la que denominamos oncólogo al especialista en cáncer.

Se creía que el karkinoma obedecía a la acumulación excesiva en el cuerpo de un hipotético líquido llamado bilis negra o melan cholos (de melas, «negro», y chole, «bilis»). Como los griegos no hacían disecciones del cuerpo humano, los únicos tipos de cáncer que veían eran las tumoraciones ulceradas de las mamas y de la piel, o las de recto y tracto genital femenino que, por haber crecido mucho, sobresalían de los orificios corporales. En consecuencia, esta explicación fantasiosa se veía apoyada por la observación común de que los pacientes de cáncer estaban efectivamente melancólicos, y por razones obvias.

El origen de karkinos y karkinoma se basaba, lo mismo que tantos términos médicos griegos, en la simple observación y el tacto. Como señaló Galeno, el principal intérprete y codificador de la medicina griega, en el siglo II d.C, esta sinuosa masa pétrea, ulcerada en el centro, que con tanta frecuencia veían en las mamas de las mujeres, es «exactamente como las patas de un cangrejo extendiéndose en todas direcciones desde cada parte de su cuerpo». Y no son sólo las patas las que se hunden más y más en la carne de sus víctimas; el centro también la va corroyendo.

Se asemeja a un insidioso parásito que avanza a tientas adhiriéndose con sus afiladas pinzas a los tejidos en descomposición de su presa. Sus lacerantes extremidades extienden sin cesar los límites de su maligno dominio, mientras el repugnante centro de la bestia socava y corroe calladamente la vida, pues sólo puede digerir lo que antes ha descompuesto. El proceso transcurre silenciosamente; no se puede detectar su comienzo y sólo finaliza cuando el expoliador ha consumido las últimas fuerzas vitales de su anfitrión.

Hasta pasada la mitad del siglo XIX se pensaba que el cáncer mataba furtivamente; que desplegaba su poder amenazador protegido por la oscuridad y sólo se sentía la primera picadura cuando la infiltración asesina había estrangulado demasiado tejido normal como para que pudieran restablecerse las defensas desbordadas de su anfitrión. Y el verdugo regurgitaba en forma de gangrena maligna la vida que había devorado silenciosamente.

Actualmente sabemos que no es así porque hemos descubierto una personalidad diferente en nuestro viejo enemigo al verle a través del microscopio de la ciencia contemporánea. El cáncer, lejos de ser un enemigo clandestino, se revela poseído por una maligna exuberancia asesina. Propagándose desde un punto central, la enfermedad lleva a cabo sin tregua una campaña de tierra quemada en la que no se respeta regla alguna, no se obedecen órdenes y se aniquila toda resistencia en una orgía de destrucción. Sus células actúan como miembros de una frenética horda de bárbaros que, sin jefes y sin control, sólo persigue un único objetivo: saquear todo lo que esté a su alcance. Esto es lo que los investigadores denominan autonomía. La forma y la velocidad de multiplicación de las células asesinas violan todas las normas de conducta en el interior del animal vivo cuyos nutrientes vitales le alimentan antes de ser destruido por esa atrocidad en expansión que ha surgido de su protoplasma. En este sentido el cáncer no es un parásito. Galeno se equivocó al decir que se hallaba praeter naturam, «fuera de la naturaleza». Sus primeras células son los hijos bastardos de unos padres irresponsables que, finalmente, los rechazan porque son feos, deformes y rebeldes. En la comunidad de los tejidos vivos, la incontrolable turba de inadaptados que es el cáncer se comporta como una banda de adolescentes violentos. Son los delincuentes juveniles de la sociedad celular.

Lo más apropiado es considerar el cáncer una enfermedad de maduración alterada, el resultado de un proceso de crecimiento y desarrollo que ha tomado una dirección errónea en alguna de sus fases. En condiciones ordinarias, las células normales son sustituidas constantemente en cuanto mueren, no sólo por la reproducción de las células supervivientes más jóvenes, sino también por un grupo de células que se reproducen activamente llamadas células madre. Las células madre son formas muy inmaduras, con un enorme potencial para crear tejidos nuevos. Para que la progenie de las células madre alcance la maduración normal debe pasar por una serie de fases. Según se acercan a la madurez pierden rápidamente su capacidad de proliferar en la medida en que aumenta su capacidad para realizar las funciones que van a asumir. Una célula totalmente madura del epitelio intestinal, por ejemplo, absorbe los nutrientes de la cavidad intestinal mucho más eficazmente que se reproduce; una célula de las tiroides cumple su función segregando hormonas, pero tiende menos a reproducirse que cuando era más joven. La analogía con la conducta social del conjunto de un organismo como el nuestro es insoslayable.

Una célula tumoral es aquella que en algún momento ha perdido su capacidad de diferenciación, término que emplean los científicos para designar el proceso por el que pasan las células para alcanzar una madurez sana. El conjunto de células inmaduras anormales que resulta del bloqueo de la diferenciación se denomina neoplasma, derivado de la palabra griega que significa formación nueva. Actualmente, la palabra neoplasma se emplea como sinónimo de tumor. Aquellos tumores cuyas células han perdido esta capacidad cuando se hallaban más próximos a su fase de madurez son los menos peligrosos y por lo tanto se llaman benignos. Bien diferenciado, el tumor benigno ha retenido relativamente poco de su potencial para reproducirse de manera incontrolada y bajo el microscopio se parece bastante al adulto que estaba a punto de llegar a ser. Crece lentamente, no invade los tejidos de alrededor ni se desplaza a otras partes del cuerpo, frecuentemente está rodeado de una nítida cápsula fibrosa y casi nunca tiene la capacidad de matar a su anfitrión.

Un neoplasma maligno —lo que denominamos cáncer— es completamente distinto. Ciertas influencias, o combinación de influencias, sean genéticas, ambientales o de otro tipo, desencadenan un bloqueo precoz en su maduración de forma que el proceso se detiene en un estadio en el que todavía tiene una capacidad ilimitada de reproducirse. Las células madre normales siguen intentando producir células normales, pero su desarrollo siempre es interceptado: no consiguen alcanzar un grado de madurez suficiente como para cumplir la función que tenían asignada o para parecerse un tanto a las células adultas que debían llegar a ser. El desarrollo de las células cancerosas se detiene en una edad en la que aún son demasiado jóvenes para haber aprendido las normas de la sociedad en la que viven. Como sucede con tantos individuos inmaduros de todas las especies, todo lo que hacen es exagerado y sin tener en cuenta las necesidades ni las limitaciones de los que le rodean.

Al no estar completamente desarrolladas, las células cancerosas no intervienen en algunas de las actividades metabólicas más complejas de los tejidos maduros no malignos. Una célula cancerosa del intestino, por ejemplo, no colabora en la digestión como sus equivalentes adultas; una célula cancerosa del pulmón no interviene en el proceso de la respiración; lo mismo puede decirse de casi todos los demás tumores malignos. Las células malignas concentran sus energías en la reproducción más que en las tareas que debe llevar a cabo un tejido para mantener la vida del organismo. Los hijos bastardos de su hiperactiva «fornicación» (aunque asexual) carecen de recursos para hacer algo que no sea causar problemas y constituir una carga para la laboriosa comunidad en la que habitan. Como sus padres, son reproductoras, pero no productoras. Como individuos, constituyen un peligro para una sociedad conformista y tranquila.

Las células cancerosas ni siquiera tienen la decencia de morir cuando deben. Toda la naturaleza reconoce en la muerte la etapa final del proceso normal de maduración. Las células malignas no alcanzan ese punto: su longevidad no es finita. Lo que es cierto de los fibroblastos del Dr. Hayflick no es aplicable a la población celular de un crecimiento maligno. Las células cancerosas cultivadas en el laboratorio muestran una capacidad ilimitada de crecer y generar nuevos tumores. En el lenguaje de los investigadores, están «inmortalizadas». Esta combinación de muerte postergada y nacimiento incontrolado constituye la mayor violación del orden natural de las cosas por parte de los tumores malignos y explica por qué un cáncer, a diferencia del tejido normal, no deja de crecer a lo largo de su vida.

Al no conocer reglas, el cáncer es amoral. Al no tener otro objetivo que la destrucción de la vida, el cáncer es inmoral. Un acumulo de células malignas es como un tumulto incontrolado de adolescentes inadaptados que vuelcan su ira en la sociedad de la que son producto. Es una banda callejera con un solo objetivo: sembrar el pánico. Si no podemos ayudar a sus miembros a madurar, todo lo que hagamos para detenerles, apartarles de la sociedad o favorecer su eliminación, sea lo que sea, es loable.

Llega un momento en que el barrio natal no basta. La banda toma alas, invade otras comunidades y, envalentonada por la falta de resistencia a sus pillajes, lleva la devastación a toda la colectividad. Pero al final no vence el cáncer. Cuando mata a su víctima, se mata a sí mismo. El cáncer nace con la voluntad de morir.

Desde todos los puntos de vista, el cáncer es un inconformista. Pero a diferencia de algunos individuos inconformistas que son admirables en muchos sentidos, la célula maligna inconformista no tiene absolutamente nada que la salve. Hace todo lo que está en su poder no sólo para separarse de la comunidad de células que le ha dado la vida, sino para destruirla. Como para asegurarse de que no se la confunde con los adultos conformistas de su familia, la célula cancerosa conserva una apariencia, e incluso una forma, inmadura y diferente: esto se denomina anaplasia, término griego que significa «sin forma». La célula anaplásica tiene descendencia anaplásica.

No obstante, sólo algunos tipos de cáncer poco frecuentes están formados por células que han cambiado de aspecto hasta el punto de ser irreconocibles como miembro de su casta. Excepto en casos extremos, basta observar atentamente con el microscopio el tejido afectado para determinar su ascendencia. Así, un cáncer intestinal puede identificarse como tal porque todavía conserva algún aspecto característico que revela su origen. Aun lejos del foco primario, como cuando el torrente sanguíneo transporta sus células al hígado, su rostro le traiciona, independientemente del grado de anaplasia. Incluso el cáncer, este despiadado renegado que se escapó para unirse al equivalente biológico de Asesinatos S. L.[6], retiene algunos rasgos vagamente reconocibles de su familia y sus antiguas obligaciones.

Estas dos características: autonomía y anaplasia, son las que definen la concepción moderna del cáncer. Tanto si se las considera «feas, deformes y rebeldes» o, más académicamente, «anaplásicas» y «autónomas», las células de un tumor maligno son mucho más perversas de lo que implica el término científico maligno.

Donde más se manifiestan la deformidad y la fealdad de las células cancerosas es en las irregularidades de su forma pervertida. Mientras que el aspecto de una célula normal de un tejido normal se diferencia poco o nada del de sus vecinas normales, las células de una población cancerosa no suelen ser ni uniformes ni ordenadas en su aspecto y dimensiones. Pueden hincharse, aplastarse, alargarse, redondearse o demostrar de cualquier otro modo que cada una ha sido creada sin tener en cuenta a las demás; son agentes independientes. El cáncer es un estado en el que se ha interrumpido la comunicación y la interdependencia de las células. Ha tenido lugar el proceso, expuesto anteriormente, en que se modifican las características genéticas de la célula maligna, y a este hecho obedecen los demás aspectos de la enfermedad. Ya se conocen algunas causas de las alteraciones debidas al entorno, al modo de vida, etc.; otras están en estudio, y sin duda hay otras que aún se ignoran completamente.

Aunque de aspecto caótico y tamaño variable, la comunidad de células malignas no siempre es necesariamente anárquica. De hecho, en algunas formas de cáncer todas las células adoptan una forma específica que corresponde a un elemento común de su voluntad. Estos tumores malignos parecen existir con el único objetivo de negarse a ajustarse a la habitual heterogeneidad que les caracteriza; sus células producen miríadas de copias de sí mismas virtualmente idénticas, como millones y millones de manzanitas venenosas de una monótona similitud, pero completamente diferentes de su tejido de origen. Incluso el propio carácter previsible de lo imprevisible de los tumores malignos es impredecible.

La estructura central de la célula cancerosa, su núcleo, es mayor y más prominente que la de sus equivalentes maduras y con frecuencia es tan deforme como la célula misma. Su dominio sobre el protoplasma que le rodea se ve intensificado por la avidez con que absorbe las tinciones habituales de laboratorio, característica que le confiere un aspecto ominoso y sombrío. Este avieso núcleo también revela su anárquica independencia de otro modo: en vez de dividirse pulcramente en dos mitades idénticas durante el proceso de reproducción denominado mitosis, los cromosomas (los componentes del núcleo que contienen el ADN) se alinean según pautas extrañas, intentando multiplicarse con distintos resultados, sin precisión ni responsabilidad. En ciertos tipos de cáncer la mitosis es tan rápida que basta una breve ojeada al microscopio para ver reproduciéndose a un número de células muy superior al que se apreciaría en un tejido maduro normal, y cada una de manera fortuita. No es extraño entonces que las células nuevas que sobrevivan se adapten mal al entorno estructurado y coherente que constituye el tejido de los órganos de los que inicialmente debían formar parte. De hecho, las nuevas masas de células muestran su diferencia de una forma tan beligerante que no solamente invaden a sus probos y maduros vecinos sino que los expulsan, a medida que ellas infiltran y se apropian del territorio circundante.

En una palabra, el cáncer es asocial. Tras sustraerse a las limitaciones que gobiernan el comportamiento de las células no malignas, los tejidos recién formados tratan de dominar a los órganos en que se alojan y es imposible obligarlas a confinarse a los lugares en que nacieron. Su crecimiento irrefrenable y desordenado permite al cáncer penetrar en las estructuras vitales próximas a fin de absorberlas, impedir su funcionamiento y asfixiar su vitalidad. De esta manera, y destruyendo los órganos de cuyas células madre procede, la masa tumoral mata al individuo, cada vez más enfermo desde que la misma empezó a devorar los nutrientes que tendrían que haberle mantenido.

Aunque comienza como un fenómeno microscópico, una vez iniciado, el proceso de crecimiento maligno continúa inexorablemente hasta que se le puede ver a simple vista o sentir con la mano al hacer la exploración. Durante un tiempo, puede ser demasiado pequeño o estar demasiado circunscrito como para producir síntomas, pero al final la víctima del cáncer notará que le sucede algo anormal. En ese momento, es posible que el tumor haya crecido tanto que no tenga cura. Especialmente en algunos órganos sólidos puede alcanzar un tamaño considerable antes de hacer notar su presencia. Evidentemente, esta fue la razón por la que el cáncer alcanzó su reputación legendaria de asesino silencioso.

Un riñón, por ejemplo, puede presentar un crecimiento enorme cuando revela por primera vez el avanzado estado de la enfermedad al expulsar sangre visible en la orina o causar un dolor sordo en el costado. Si se interviene quirúrgicamente en ese momento, la amplia afectación de los tejidos circundantes hará inútiles los esfuerzos del cirujano. En una extensa zona, la simétrica suavidad marrón del órgano habrá sido sustituida por una repugnante protuberancia lobulada que se abre camino hasta la superficie, invade la grasa contigua y atrae hacia sí a todos los tejidos circundantes dando lugar a una rugosa deformidad de enorme agresividad. De todas las enfermedades que tratan, los cirujanos reservan para el cáncer la designación de «el enemigo».

La estructura visible y el carácter invasor del cáncer son sólo dos de sus muchas perturbaciones. Una de sus mayores duplicidades es la forma en que parece eludir las defensas que normalmente tiene el organismo contra los tejidos que no percibe como suyos. Teóricamente al menos, un sistema inmunológico intacto debería detectar el carácter ajeno o «distinto» de las células que se han vuelto cancerosas y después eliminarlas, de manera muy semejante a como hace con los virus. En realidad, esto sucede así hasta cierto punto; algunos investigadores creen que nuestros tejidos están formando cánceres continuamente, que son destruidos inmediatamente por este tipo de mecanismo. Los tumores malignos clínicamente observables se desarrollarían, pues, en esos raros casos en los que falla el sistema de vigilancia. Un ejemplo que apoya esta tesis es la frecuencia de tumores tales como los linfomas y el sarcoma de Kaposi en los enfermos de SIDA. Globalmente, la incidencia de neoplasias malignas en los individuos con compromiso inmunológico es unas doscientas veces mayor que en el resto de la población, y en el caso del sarcoma de Kaposi hay que doblar esa cifra. Uno de los campos más prometedores de la investigación biomédica actual es el estudio de la inmunidad tumoral con vistas a fortalecer la respuesta del organismo frente a los antígenos que producen el cáncer. Aunque ha habido algunos resultados prometedores, en lo esencial, las células que constituyen el objeto de la investigación siguen burlando a los científicos.

Las células normales requieren una compleja mezcla de nutrientes y factores de crecimiento para continuar funcionando y mantener su viabilidad. Por ello, todos los tejidos del cuerpo están bañados en un fluido nutriente y vivificante denominado líquido extracelular, que se renueva y limpia constantemente mediante el intercambio de sustancias con la sangre. De hecho, el plasma sanguíneo constituye un quinto de todo el líquido extracelular, hallándose casi todo el resto entre las células, por lo que se le denomina intersticial. El líquido intersticial supone aproximadamente el 15 por ciento del peso del cuerpo; si un individuo pesa 75 kilos, sus tejidos están empapados en unos 11 litros de este compuesto salino. El fisiólogo francés del siglo XIX Claude Bernard introdujo el término milieu intérieur para designar el entorno donde viven las células dentro de nosotros. Es como si los primeros grupos de células prehistóricas, cuando empezaron a formar organismos complejos en las profundidades marinas de las que obtenían su sustento, se hubieran llenado y rodeado de agua de mar para que ésta las siguiera manteniendo. Una de las particularidades de los tejidos malignos es su reducida dependencia de los factores nutricionales y de crecimiento que facilita el líquido extracelular. Al estar menos supeditadas al entorno, pueden crecer e invadir incluso las áreas que están más allá de las líneas de abastecimiento óptimo.

Aunque cada célula puede subsistir con menos, el desordenado incremento de la población pronto da lugar a tantas células malignas que las nuevas necesidades del conjunto sobrepasan las posibilidades de sustento. Esto es, la masa tumoral muy bien puede exigir cantidades cada vez mayores de alimento, aunque sus células requieran individualmente menos que las normales. Si el crecimiento del tumor es muy rápido, al cabo de un tiempo el aporte sanguíneo será insuficiente para restituir los nutrientes consumidos, especialmente porque los nuevos vasos no suelen aparecer lo suficientemente rápido como para satisfacer las crecientes necesidades del tumor.

En consecuencia, hay partes de un tumor en crecimiento que mueren literalmente de desnutrición y falta de oxígeno. Por esta razón, los tumores tienden a ulcerarse y a sangrar, produciendo a veces gruesas y viscosas masas de tejido necrótico (del griego nekrosis, que significa «mortificación, muerte») en su centro o periferia. Hasta que la mastectomía no fue una operación corriente, hace menos de cien años, la complicación más temida del cáncer de mama no era la muerte sino las fétidas úlceras purulentas que producía a medida que corroía la pared torácica de su víctima; de ahí el sobrenombre que los antiguos dieron al karkinoma: la «muerte fétida».

A finales del siglo XVIII, Giovanni Morgagni, autor de una memorable obra de anatomía patológica, afirmó que el cáncer que veía en sus pacientes y en sus autopsias era «una enfermedad muy sucia». Incluso más recientemente, cuando los conocimientos sobre la materia habían avanzado mucho, los tumores malignos seguían considerándose una repugnante fuente de degradación y repugnancia por uno mismo, una abominación humillante que había que ocultar con eufemismos y mentiras. Hay numerosas historias de mujeres con cáncer de mama que dejaron de ver a sus amistades, se encerraron en casa y vivieron sus últimos meses como reclusas, a veces separadas incluso de sus propias familias. Hace sólo unos treinta años, en mi época de estudiante, vi a varias de estas mujeres, a las que por fin se había convencido de que fueran al hospital porque su situación se había hecho intolerable. De las diversas razones que todavía nos hacen dudar antes de proferir la palabra cáncer en presencia de un paciente canceroso o de su familia, la más difícil de erradicar por nuestra generación es la herencia de estas odiosas asociaciones.

Desarrollándose rápidamente, el cáncer no sólo puede infiltrar de tal manera un órgano sólido, como el hígado o el riñón, que apenas deje tejido suficiente para que cumpla eficazmente sus funciones; no sólo puede obstruir un órgano hueco, como el tracto intestinal, e impedir la nutrición adecuada; no sólo puede, incluso en el caso de una pequeña masa cancerosa como los tumores cerebrales, destruir un centro vital sin el cual no pueden mantenerse las funciones indispensables; no sólo erosiona los pequeños vasos sanguíneos o ulcera lo suficiente para provocar finalmente una anemia grave, como ocurre a menudo en el estómago o en el colon; no sólo puede bloquear, debido a su propio volumen, el drenaje de los exudados llenos de bacterias y provocar así neumonía e insuficiencia respiratoria, causas corrientes de muerte en el cáncer de pulmón; no sólo puede llevar de muchas maneras a su organismo a la inanición; el cáncer tiene aun otras maneras de matar. Después de todo, las que hemos mencionado sólo se refieren a las consecuencias potencialmente letales del tumor primario en el órgano en que surgió inicialmente. Esto es, los daños que puede causar sin abandonar su región de origen. Pero tiene otro modo de matar que no pertenece a la categoría de enfermedad localizada y le permite atacar a una amplia variedad de tejidos situados lejos de su origen. Este mecanismo ha recibido el nombre de metástasis.

Meta es una preposición griega que significa «más allá de» o «lejos de», y stasis connota «posición» o «colocación». Utilizada por primera vez ya en tiempos de Hipócrates para indicar el cambio de un tipo de fiebre a otro, metástasis se aplicó después específicamente al desplazamiento de partes de un tumor. En la época moderna, esta palabra ha llegado a encarnar el rasgo característico de la enfermedad, esto es: el cáncer es un neoplasma capaz de trasladarse fuera de su lugar de origen. En efecto, una metástasis es un trasplante de una muestra del tumor primario en otra estructura o incluso en una parte lejana del cuerpo.

La capacidad del cáncer para metastatizar es su característica más distintiva y amenazadora. Si el tumor maligno no poseyera esta movilidad, los cirujanos podrían curarlo completamente, excepto en los casos en que afectara a estructuras vitales y fuera imposible extirparlo sin poner en peligro la vida del paciente. Para desplazarse, el tumor debe erosionar las paredes de los vasos sanguíneos o de los conductos linfáticos y después algunas de sus células han de desprenderse y pasar a la circulación. Sea individualmente o agrupadas en un émbolo, las células son transportadas a otro tejido, donde se implantan y crecen. En función de la ruta del flujo sanguíneo o linfático, así como de otros factores aún no explicados, cada tipo de cáncer tiende a depositarse en ciertos órganos específicos. Por ejemplo, lo más probable es que el cáncer de mama metastatice en la médula ósea, pulmones, hígado y, por supuesto, en los ganglios linfáticos de la axila. El cáncer de próstata suele desplazarse al hueso. De hecho, los huesos, junto con el hígado y el riñón, son los lugares más comunes de la metástasis, independientemente del órgano de origen del tumor.

Las células tumorales que se implantan en un lugar distante deben ser lo suficientemente fuertes para no ser destruidas durante el viaje. Los simples peligros mecánicos de las sacudidas de la circulación aumentan la posibilidad de que el sistema inmunológico del organismo las elimine en el camino. Si sobreviven, las células deben fundar un nuevo hogar y proveerse de una fuente estable de abastecimiento. A priori esto significa que este principio de cáncer trasplantado no puede crear una colonia viable en su nuevo emplazamiento a no ser que estimule el crecimiento de nuevos y minúsculos vasos sanguíneos que satisfagan sus necesidades.

Es tan difícil que se cumplan todos estos requisitos que muy pocas células logran colonizar un territorio lejano. Cuando a un ratón se le inyectan experimentalmente células tumorales sólo sobrevive más de 24 horas una décima parte del 1 por ciento. Se estima que sólo una de cada cien mil células que entran en la circulación consigue alcanzar viva otro órgano, y logra implantarse una proporción mucho menor. Si no fuera por tales obstáculos, aparecerían numerosísimas metástasis en cuanto el cáncer fuera lo suficientemente grande como para hacer pasar un número elevado de células a la circulación.

Gracias a estos dos procesos, infiltración local y metástasis a distancia, el cáncer va perturbando poco a poco el funcionamiento de los diversos tejidos del cuerpo. Los órganos huecos se obstruyen, los procesos metabólicos se inhiben, los vasos sanguíneos se erosionan lo suficiente como para originar hemorragias de mayor o menor gravedad, los centros vitales se destruyen y el delicado equilibrio bioquímico se trastorna. Con el tiempo se llega a una situación en que la vida no puede mantenerse.

Además, el cáncer tiene otras formas menos directas de minar las fuerzas de aquellos en quienes se desarrolla sin encontrar resistencia: generalmente se trata de las consecuencias del debilitamiento, la desnutrición y la predisposición a contraer infecciones que acompañan al proceso maligno. En particular, la desnutrición es tan común que se ha inventado un término para designar sus efectos: caquexia cancerosa. Caquexia se deriva de dos palabras griegas que significan «mal estado», que es exactamente la situación en la que se encuentran los enfermos de cáncer avanzado. Se caracteriza por la debilidad, la falta de apetito, alteraciones del metabolismo y desgaste muscular y de otros tejidos.

En realidad la caquexia cancerosa a veces se presenta incluso en personas cuya enfermedad todavía está localizada y poco desarrollada, por lo que está claro que intervienen otros factores aparte del consumo voraz de recursos por parte del cáncer. Si bien un tumor puede privar a su organismo de algunos nutrientes esenciales, se corre el riesgo de simplificar en exceso al querer reducir al parasitismo las complejas razones de su capacidad para agotar recursos. Cambios en el sentido del gusto, por ejemplo, y efectos tumorales localizados tales como problemas obstructivos y disfagias contribuyen a veces a una alimentación inadecuada, igual que los tratamientos de quimioterapia y rayos X. Numerosos estudios de personas con tumores malignos revelan diversos tipos de anomalías en la utilización de los carbohidratos, las grasas y las proteínas cuyas causas son desconocidas. Parece que algunos tumores incluso pueden contribuir al mayor gasto de energía del paciente, reforzando así su incapacidad para mantener un peso adecuado. Para complicar el problema, se ha demostrado que ciertos tumores malignos, e incluso algunos leucocitos del propio paciente (monocitos), liberan una sustancia a la que se ha dado el apropiado nombre de caquectina, que disminuye el apetito actuando directamente sobre el centro cerebral de la nutrición. La caquectina no es el único agente de este tipo. Es muy probable que toda clase de tumores sean capaces de segregar sustancias hormonoides cuyos efectos generalizados sobre la nutrición, la inmunidad y las demás funciones vitales se atribuían hasta hace poco a los efectos parasitantes del propio tumor.

La desnutrición causa problemas más graves que la pérdida de peso y el agotamiento. El cuerpo sano se adapta al hambre consumiendo grasas como fuente principal de energía, pero el cáncer bloquea este proceso y obliga al organismo a utilizar proteínas. Pero no es sólo esto lo que, junto con la disminución del aporte alimentario, causa el desgaste muscular; los bajos niveles proteínicos contribuyen al mal funcionamiento de los órganos y sistemas enzimáticos, y pueden afectar significativamente a la respuesta inmunológica. Además, se ha demostrado que una de las sustancias segregadas por las células tumorales deprime la inmunidad. Aunque por lo menos teóricamente, esto puede estimular el crecimiento tumoral, este efecto adverso parece mucho menos importante que el hecho de que la reducción de la inmunocompetencia, especialmente cuando está agravada por la quimioterapia y las radiaciones, aumenta la propensión a contraer infecciones.

La neumonía y los abscesos, junto con las infecciones urinarias y de otro tipo, son frecuentemente las causas inmediatas de muerte de los pacientes cancerosos, y la septicemia la fase terminal común. La profunda debilidad causada por la caquexia grave, impide al enfermo respirar y toser normalmente, lo que aumenta el riesgo de contraer neumonía y de inhalar los vómitos. Las últimas horas a veces van acompañadas de esa respiración profunda y gorgoteante que es un tipo de estertor completamente distinto del alarido agónico de James McCarty.

Hacia el final, la disminución del volumen de sangre circulante y del líquido extracelular frecuentemente conducen a una disminución gradual de la tensión arterial. Incluso si la hipotensión no desemboca en un shock puede causar insuficiencia de órganos como el hígado o el riñón, aunque no estén directamente afectados por el tumor, por la falta crónica de nutrientes y oxígeno. Como muchos enfermos de cáncer son de edad avanzada, las diversas formas de agotamiento de recursos a menudo provocan ictus, infarto de miocardio o insuficiencia cardíaca. Por supuesto, la presencia de una enfermedad metabólica generalizada como la diabetes complica enormemente los problemas.

Hasta aquí sólo se han mencionado tipos de cáncer que comienzan como tumores localizados en un órgano o tejido específico. Pero hay un pequeño grupo de enfermedades malignas que tienen una distribución muy generalizada desde el principio o que comienzan en múltiples puntos de un tipo concreto de tejido, especialmente la sangre y el tejido linfático. La leucemia, por ejemplo, es un cáncer de los tejidos que se encargan de la producción de glóbulos blancos y el linfoma es un tumor maligno de los ganglios linfáticos y estructuras análogas. Los enfermos de leucemia o linfoma son particularmente propensos a contraer infecciones, una de las principales causas de muerte en estas neoplasias.

Una de las formas más comunes del linfoma es la enfermedad de Hogdkin. No puedo mencionarla sin llamar la atención sobre un éxito notable que en muchos sentidos se puede considerar ejemplar de los avances biomédicos del último tercio del siglo XX. Hace treinta años prácticamente todos los pacientes con enfermedad de Hogdkin morían a causa de ésta, excepto aquellos que sucumbían a otra afección durante los siete años que separaban el diagnóstico de la fase terminal. Desde entonces la comprensión cada vez más precisa del modo en que esta enfermedad se desarrolla en los ganglios linfáticos, y su respuesta a los programas adecuados de quimioterapia y radioterapia de supervoltaje, han hecho posible que el 70 por ciento de los pacientes sobreviva cinco años sin recaer, porcentaje que asciende al 95 por ciento si la enfermedad se descubre cuando todavía no se ha extendido mucho; en cuanto al porcentaje de recaídas después de los cinco años es bajo y no deja de disminuir. No sólo la enfermedad de Hogdkin, sino los linfomas en general se encuentran entre los tipos de cáncer más curables.

Estas nuevas perspectivas para los enfermos de linfoma es sólo un ejemplo del extraordinario progreso realizado en el tratamiento del cáncer. Otro es la leucemia infantil. Cuatro de cada cinco niños con leucemia sufren una forma de esta afección que se denomina linfoblástica; hace unos años era mortal en todos los casos, mientras que hoy se da una tasa de remisión continua durante cinco años en el 60 por ciento de los casos agudos, y la mayoría de ellos se encuentran en vías de curación definitiva. Aunque hasta ahora no haya habido muchos éxitos de la extraordinaria magnitud de estos dos, la tendencia general en la lucha contra el cáncer es lo suficientemente favorable como para justificar un cauto optimismo. La investigación de base, los nuevos modos de interpretar los fenómenos clínicos de la enfermedad, las aplicaciones innovadoras de la farmacología y la biofísica, y la disposición positiva de pacientes informados a participar en ensayos clínicos a gran escala de tratamientos prometedores, son algunas de las razones de los cambios radicales que se han producido en las últimas décadas.

En 1930, el año de mi nacimiento, solamente una persona de cada cinco diagnosticadas de cáncer vivía cinco años; en los años cuarenta la cifra aumentó a una de cada cuatro. El efecto de la investigación de la biomedicina moderna empezó a hacerse sentir en los años sesenta, cuando la proporción de supervivientes aumentó a una de cada tres. En la actualidad, el 40 por ciento de todos los pacientes de cáncer están vivos cinco años después del diagnóstico. Teniendo en cuenta la presencia en las estadísticas de quienes mueren por alguna otra causa como enfermedad cardíaca o ictus, se puede decir que aproximadamente el 50 por ciento sobrevive por lo menos ese tiempo. Es bien conocido que quienes alcanzan el hito de los cinco años sin recaídas tienen muchas posibilidades de haberse curado completamente. Prácticamente todos los progresos realizados en este campo se deben a la combinación de un diagnóstico precoz y al desarrollo de nuevas formas de tratamiento, gracias a los factores mencionados en el párrafo anterior. Estas mejoras terapéuticas, así como las posibilidades de éxito de nuevas formas de tratar la enfermedad en estado avanzado que aparecen constantemente, aportan esperanza al paciente de cáncer. Paradójicamente y, a veces trágicamente, esa clase de esperanza es la que ha llevado a algunos de los dilemas más comprometidos que los pacientes y sus médicos tienen que afrontar actualmente.

Mi actividad profesional como clínico abarca un período durante el que la comunidad científica empezó a abrigar por primera vez esperanzas fundadas de que sería posible tratar las enfermedades malignas, y de que ese tratamiento se basaría en la comprensión de la biología celular más que en las seculares simplificaciones de la cirugía. A medida que se conocía mejor la célula cancerosa se desarrollaban nuevos y más efectivos métodos para combatir sus estragos. En cualquier caso, el optimismo que despertaron estos éxitos terapéuticos trajo consigo una obstinada suficiencia que a veces es injustificable; esta actitud se traduce en la filosofía de que hay que continuar el tratamiento hasta que quede probada su inutilidad, o por lo menos hasta que quede probada a satisfacción del médico que lo prescribe.

Sin embargo, en la medicina nunca han estado claros los límites de la inutilidad y posiblemente sea irrazonable esperar que alguna vez lo estén. Quizás por esta razón entre los médicos se ha impuesto la convicción —y en la actualidad, para muchos, no es meramente una convicción sino un deber— de que si ha de haber algún error en el tratamiento de un paciente, siempre debe ser por hacer demasiado más que por no hacer lo suficiente. Pero con ello probablemente se satisfacen las necesidades del médico más que las del paciente. El propio éxito de su terapia esotérica con demasiada frecuencia lleva al médico a creer que puede hacer lo que está más allá de sus posibilidades y salvar a aquellos que, si decidieran por sí mismos, preferirían no someterse a su intento de salvación.