IX
La vida de un virus y la muerte de un hombre
Los rápidos descubrimientos realizados sobre el ciclo biológico del VIH aportaron la información básica para buscar sus puntos vulnerables. Definido simplemente, un virus no es más que una minúscula partícula de material genético recubierta por una capa de proteínas y grasas. Los virus son los seres vivos más pequeños que se conocen y contienen muy poca información genética. Como no pueden existir sin la ayuda de estructuras más complejas, tienen que vivir dentro de células. Al contrario que las bacterias, no pueden reproducirse (en el caso de los virus los científicos prefieren decir replicarse) por sí mismos, de forma que deben introducirse en el interior de las células y apoderarse de su mecanismo genético integrándose en él. El proceso por el que el VIH hace esto es el inverso de aquel por el que normalmente se transmite la información genética; por esta razón se le denomina retrovirus.
La información genética de las células se halla en unas moléculas en cadena denominadas ácidos desoxirribonucleicos (ADN); el ADN es el depositario de la información genética. En condiciones normales de reproducción, el ADN se copia, o «transcribe», en otras cadenas moleculares llamadas ácidos ribonucleicos (ARN), que actúan como un molde para la producción de proteínas de la nueva célula. En el caso de un retrovirus, sin embargo, el material genético es el ARN; además, también posee una enzima llamada transcriptasa inversa que, cuando el virus penetra en la célula, transcribe el ARN al ADN, que a su vez se traduce posteriormente a la secuencia habitual de las proteínas.
Descrito en líneas generales, el proceso que tiene lugar cuando un linfocito es infectado por el VIH es el siguiente: el virus se une a unas estructuras llamadas receptores CD4 que se hallan en la membrana externa de la célula; en esos puntos se desprende de su cubierta y se incorpora a la célula, donde su ARN se transcribe sobre el ADN. El ADN pasa entonces al núcleo del linfocito y se inserta en el propio ADN de la célula. Durante el resto de su existencia ese linfocito y sus descendientes permanecerán infectados por el virus.
A partir de este momento, cada vez que se divida una célula infectada, el ADN viral se duplicará junto con los propios genes de la célula y permanecerá como una infección latente. Por razones desconocidas, en un determinado momento, ordena la producción de nuevos ARN y proteínas víricas y así se producen nuevos virus. Éstos atraviesan la membrana celular del linfocito, quedan libres y siguen infectando más células. Si el proceso es lo suficientemente rápido, pueden matar al linfocito que les alberga, que revienta al salir las partículas víricas. La destrucción del linfocito puede obedecer también al hecho de que ciertas estructuras de la superficie de los virus recién formados pueden unirse a células T no infectadas, dando lugar a unos conglomerados de gran número de células que se denominan sincitios. Como los sincitios son inservibles en el sistema inmunológico, la formación de sincitios es un modo muy efectivo de inutilizar muchos linfocitos a la vez.
Como he señalado anteriormente, la célula atacada por el VIH es el linfocito T, un leucocito que tiene un papel primordial en la respuesta inmunológica. En concreto, se trata de una subpoblación de células T llamadas linfocito CD4 o T4 (conocido también como célula T colaboradora). Los CD4 juegan un papel tan primordial en el funcionamiento global del sistema inmunológico que se les ha llamado su «línea defensiva».
Por lo tanto, el VIH puede afectar a las CD4 de diversas maneras. Puede replicarse en ellas, permanecer latente durante largos períodos, matarlas o desactivarlas. El factor principal que impide al sistema inmunológico de un paciente organizar una defensa efectiva contra las diversas infecciones por bacterias, hongos, levaduras y otros microorganismos es la enorme disminución de linfocitos CD4 que se produce con el paso del tiempo.
El VIH ataca también a otro tipo de leucocitos, los llamados monocitos, de los cuales casi el 40 por ciento presentan el receptor CD4 en sus membranas y, por tanto, pueden ocuparse del virus. Otro refugio es el macrófago (literalmente, «gran comedor»), cuyas funciones incluyen la ingestión y destrucción de restos celulares de las infecciones. A diferencia de lo que sucede con los linfocitos CD4, el VIH no destruye ni a los macrófagos ni a los monocitos; parece que el microorganismo los emplea como reserva y refugio donde puede permanecer latente largos períodos de tiempo.
Todo lo anterior no es más que un esbozo general del modo en que el VIH va inutilizando poco a poco el sistema inmunológico. Aunque en ocasiones se ha criticado el uso de analogías militares para describir la fisiopatología de las enfermedades, el SIDA se presta especialmente bien a este tipo de comparaciones. De hecho, el proceso no es muy distinto de una gradual concentración de fuerzas que en sus últimas fases recibe el apoyo de un intenso bombardeo de artillería y aviación; así destruidas las defensas de un país, una gran coalición de beligerantes lleva a cabo la invasión por tierra hasta la aniquilación total. El ejército de microorganismos que mata a la víctima de SIDA, después de que el VIH haya eliminado a sus CD4, está formado por diferentes divisiones, cada una de las cuales tiene sus propios objetivos y sus propios mecanismos letales de ataque. Los epidemiólogos más conservadores prevén que para el año 2000 habrá en nuestro planeta entre 20 y 40 millones de seropositivos asediados o ya invadidos por la enfermedad. Cada año se infectan de cuarenta a ochenta mil norteamericanos, y muere un número similar.
Por lo que se sabe hasta ahora sólo hay tres modos de infectarse: por contacto sexual, por intercambio de sangre (por ejemplo, con agujas contaminadas, jeringas o productos sanguíneos) o por transmisión de una madre infectada a su hijo en el útero, en el momento del parto e incluso después, a través de la leche. En el laboratorio el VIH ha sido aislado en la sangre, el semen, secreciones vaginales, saliva, leche materna, lágrimas, orina y líquido cefalorraquídeo, pero hasta el momento sólo se ha demostrado que transmiten la enfermedad, la sangre, el semen y la leche materna. Desde 1985 los bancos de sangre someten la sangre a controles tan rigurosos que la posibilidad de contraer el VIH por una transfusión es remota. En Estados Unidos y en la mayor parte de los países desarrollados, la inmensa mayoría de los infectados por vía sexual son homosexuales o bisexuales, pero en África y Haití predominan con mucho los heterosexuales. Aunque en Occidente el número de casos de contagio heterosexual sigue siendo bajo, no deja de aumentar, lo mismo que el de lactantes infectados. Aproximadamente un tercio de los norteamericanos que se infectan cada año son drogadictos por vía intravenosa y al menos un número equivalente son homosexuales. El tercio restante son fundamentalmente mujeres negras e hispanas que se contagian por vía sexual y su condición de seropositivas explica por qué cada año nacen 2000 niños infectados.
El SIDA es una enfermedad poco contagiosa. El VIH es un virus muy lábil, lo que hace difícil la infección. Una dilución a 1:10 de simple lejía doméstica en agua lo mata eficazmente, igual que el alcohol, el peróxido de hidrógeno (agua oxigenada) y el Lysol. Un líquido infectado con el virus, a los veinte minutos de dejarlo secar al aire deja de ser infeccioso. No hay que temer ninguna de las cuatro fuentes de microbios tan temidas por los aprensivos: insectos, asientos de retretes, utensilios de comida y besos. Aunque en algunos casos se cree que el contagio se ha producido por un solo contacto sexual, normalmente hace falta una dosis muy alta de virus o repetidos contactos. En Estados Unidos, el riesgo de contagiarse a consecuencia de un contacto heterosexual esporádico es real, pero muy pequeño. En cualquier caso, por tranquilizador que resulte conocer las dificultades que el virus debe vencer para infectarnos, la sensación de seguridad desaparece frente a la sombría perspectiva de que, una vez infectados, no hay posibilidad de curación. Esta consideración justifica por sí sola las precauciones recomendadas por las autoridades sanitarias.
Cuando infecta a una persona, el virus no suele tardar en hacerse notar. Al cabo de un mes, o menos, su rápida replicación da lugar a que su concentración en sangre sea extremadamente alta, manteniéndose así de dos a cuatro semanas. Aunque muchos recién infectados no presentan síntomas, otros desarrollan durante este período febrícula, adenitis, dolores musculares, erupciones y, a veces, síntomas del sistema nervioso central, como cefaleas. A menudo estos síntomas se atribuyen erróneamente a la gripe o a la mononucleosis infecciosa porque no son específicos y pueden ir acompañados de una sensación general de fatiga. Cuando finaliza este breve síndrome, comienzan a aparecer los primeros anticuerpos contra el VIH, que se detectan en un análisis de sangre; a partir de ese momento el paciente será considerado seropositivo. Aunque estos síntomas desaparezcan, el virus sigue replicándose.
Con toda probabilidad este breve síndrome, parecido al de la mononucleosis, está causado por la respuesta inicial del sistema inmunológico a la alarma desencadenada por el enorme número de nuevas partículas víricas que ya se han producido. El organismo tiene éxito al principio, y el número de partículas víricas en sangre disminuye espectacularmente. En esta fase parece que se ha producido una retirada de los microorganismos restantes a los linfocitos CD4, ganglios linfáticos, médula ósea, sistema nervioso central y bazo, donde permanecen latentes durante años o se replican tan despacio que su baja concentración en sangre permanece estable. De hecho, la sangre sólo contiene del 2 al 4 por ciento de todas las células CD4 del cuerpo. Es muy probable que las que están en los ganglios, el bazo y la médula sean destruidas gradualmente durante el largo período latente, pero que esta destrucción no se refleje en la sangre hasta el fin de esta fase, cuando la cifra de CD4, que ha permanecido constante hasta entonces, empieza a disminuir rápidamente, lo que permite la aparición de las múltiples infecciones secundarias que caracterizan al SIDA. En ese momento, vuelve a aumentar el número de virus en sangre. Se desconoce la razón del prolongado período de relativa inactividad, pero es posible que el sistema inmunológico esté actuando para mitigar la infección, por lo menos la parte de él que concierne a la propia sangre. Una vez que el sistema inmunológico está lo suficientemente deteriorado, aumenta marcadamente la cantidad de virus en los linfocitos y en la sangre.
Esta secuencia de acontecimientos puede explicar por qué la mayoría de los seropositivos presentan una inflamación ganglionar en el cuello y las axilas durante el primer período sintomático de dos a cuatro semanas y por qué no cede al finalizar éste. Después, los pacientes se vuelven a sentir bien durante una media de tres a cinco, incluso diez años, al término de los cuales un análisis de sangre suele revelar que el número de células CD4 ha disminuido considerablemente, pasando de una cifra normal de 800 a 1200 por milímetro cúbico a menos de 400. Esto significa que se han destruido del 80 al 90 por ciento de estos linfocitos. Unos dieciocho meses después, las pruebas alérgicas cutáneas de rutina comienzan a reflejar el progresivo deterioro del sistema inmunológico. La cifra de CD4 sigue bajando, pero en esta fase de la enfermedad es posible que el paciente no muestre todavía síntomas clínicos. Entre tanto, el nivel de virus en sangre aumenta y los ganglios linfáticos inflamados son destruidos lentamente.
Cuando la cifra de CD4 cae por debajo de 300 la mayoría de los pacientes desarrollan una infección fúngica en la lengua o cavidad oral, denominada candidiasis, que se presenta como placas blanquecinas en ese área. Cuando la cifra baja a 200, pueden empezar a aparecer otras infecciones, como el herpes alrededor de la boca, ano y genitales, y una seria infección vaginal causada por el mismo hongo que originó la candidiasis oral. Típicamente, se produce una afección denominada leucoplaquia velluda oral (del griego leukos, «blanco», y plakoeis, «plano»), que consiste en una serie de placas blancas de aspecto peludo que sobresalen como arrugas a los lados de la lengua. Estas lesiones se deben a un espesamiento de los estratos superficiales inducido por el virus.
Uno o dos años más tarde, muchos pacientes comienzan a desarrollar infecciones oportunistas en otras zonas además de en la piel y los orificios corporales. Para entonces la cifra de CD4 ya suele estar muy por debajo de 200, y sigue disminuyendo rápidamente. El síndrome de inmunodeficiencia comienza a hacerse evidente globalmente al aparecer enfermedades provocadas por microorganismos que no causan problemas en personas sanas con defensas fisiológicas normales. El enfermo ha llegado a un estado en el que cualquier organismo que deba ser combatido por una inmunidad intacta puede causar una grave patología. Aunque los pacientes de SIDA son muy susceptibles de contraer enfermedades conocidas, como la tuberculosis y las neumonías bacterianas, también son atacados por una serie de enfermedades inusuales, debidas a parásitos, hongos, levaduras, virus e incluso bacterias, que los médicos rara vez encontraban antes de la aparición del VIH. Para algunos de estos organismos no hubo tratamiento efectivo hasta finales de los años ochenta, cuando los esfuerzos de los laboratorios universitarios y de la industria farmacéutica por fin se vieron premiados con el desarrollo de un conjunto de fármacos que se han probado clínicamente con distinto éxito.
Cada microorganismo invasor que ataca las quebrantadas defensas de las personas con el sistema inmunitario comprometido posee su propio arsenal y lanza su ofensiva contra objetivos específicos. Al quedar poca resistencia de células CD4 que les corte el paso, las divisiones y regimientos de asesinos oportunistas devastan el territorio de los tejidos del paciente agotando las energías y la escasa reserva de munición del enfermo, o bien dejando fuera de combate estructuras centrales como el cerebro, el corazón o los pulmones. Aunque algún nuevo agente farmacológico pueda detener temporalmente o hacer más lento su avance, siempre vuelven al cabo de cierto tiempo, si no de una forma, de otra. Se puede ganar una escaramuza aquí o allá, o eludir una batalla utilizando a tiempo medicinas profilácticas, de forma que la situación se estabilice durante algunos meses, pero el desenlace final de la lucha está decidido de antemano. Los microorganismos agresores no están dispuestos a aceptar más que la rendición incondicional, que sólo llega con la muerte de su involuntario anfitrión.
Aunque los pacientes de SIDA pueden morir por cualquier proceso patológico, en la inmensa mayoría de las muertes interviene un número relativamente pequeño de microorganismos. De éstos el principal es el Pneumocystis carinii (PC), el primero que se identificó al comienzo de esta plaga universal. Actualmente las cifras están descendiendo por la medicación profiláctica, pero hasta hace muy poco más del 80 por ciento de los pacientes se veían afectados al menos una vez por el PC, y muchos morían por insuficiencia respiratoria o por los problemas asociados con ella. Dependiendo de la gravedad del ataque, un solo episodio solía matar del 10 al 50 por ciento de sus víctimas antes de que se descubrieran medios efectivos para combatirlo. Sigue siendo un factor importante en casi el 50 por ciento de las muertes de los enfermos de SIDA, pero el porcentaje sigue bajando.
Los síntomas del NPC son esencialmente los que experimentó Ismael García cuando su respiración se hizo cada vez más dificultosa antes de ir al médico. En ocasiones, el organismo se puede localizar en otras partes del cuerpo diferentes del pulmón, y en algunas autopsias de pacientes fallecidos por esta infección se encuentra diseminado prácticamente por todos los órganos principales, especialmente el cerebro, el corazón y los ríñones.
Los que mueren de NPC, igual que los pacientes que sufren otros tipos de neumonía, se asfixian por la incapacidad del pulmón infectado para oxigenarse. A medida que se afecta más tejido, se destruyen más y más alvéolos, alcanzándose un punto en el que es imposible elevar los niveles de oxígeno arterial aunque se utilicen todos los medios disponibles para que el oxígeno penetre en unos tejidos empapados y obstruidos. La falta de oxígeno y la concentración de dióxido de carbono dañan el cerebro y acaban parando el corazón. Algunas veces la destrucción de los tejidos es tan severa que se forman cavidades en las zonas afectadas, de forma muy semejante a como sucede en la tuberculosis.
El pulmón es el órgano más atacado por el SIDA. Prácticamente todos los gérmenes oportunistas, al igual que los tumores, tienen al pulmón como objetivo. En las consultas hospitalarias que he atendido los problemas tratados con más frecuencia han sido la tuberculosis, las bacterias piógenas, el citomegalovirus (CMV) y la toxoplasmosis. Todos excepto el último anidan en el tejido respiratorio. La incidencia de la tuberculosis entre los pacientes de SIDA es unas 500 veces mayor que en el resto de la población.
La toxoplasmosis era una enfermedad tan rara hace unos años que, cuando la encontré por primera vez en un paciente de los comienzos del SIDA, me costó trabajo recordar qué era. En poco más de una década se ha convertido en uno de los principales beligerantes que participan en la invasión del VIH y nunca tendré que volver a buscar sus pormenores en la memoria porque he visto su acción devastadora en personas sin defensas. El organismo en cuestión es un protozoo que normalmente infecta a las aves, así como a los gatos y a otros pequeños mamíferos. Se suele transmitir al hombre a través de la carne insuficientemente cocinada o de alimentos contaminados con heces de animales. El toxoplasma vive inocuamente en el 20-70 por ciento de los norteamericanos, dependiendo su frecuencia del grupo social y económico del que se trate. Sin embargo, en un paciente inmunodeprimido se pone de manifiesto por fiebre, neumonía, agrandamiento del hígado o del bazo, erupción, meningitis, encefalitis y a veces afectación del músculo cardíaco u otros músculos. En los enfermos de SIDA, ataca más frecuentemente al sistema nervioso central, donde puede causar fiebre, cefaleas, déficits neurológicos, convulsiones y trastornos mentales que van de la confusión al coma profundo. A veces las imágenes de la TAC de las áreas infectadas del cerebro se parecen tanto a las lesiones del linfoma que es difícil diferenciarlas. Ahí residía la dificultad del diagnóstico que causó tanta incertidumbre en el caso de Ismael García.
Son raros los pacientes cuyo sistema nervioso escapa a los estragos del SIDA. Ya al comienzo de la infección por el VIH, algunas personas pasan por un período transitorio de discapacidades neurológicas que pueden aparecer aun antes de que sobrevenga el SIDA; afortunadamente, esta complicación particularmente angustiosa es mucho menos frecuente en las primeras fases de la enfermedad que en las últimas, en las que se agrava y se denomina complejo de demencia por SIDA. Sus ulteriores efectos sobre las funciones cognoscitiva y motora, así como sobre la conducta, pueden ser devastadores, pero al principio se presenta generalmente como una simple pérdida de memoria y capacidad de concentración. Más tarde, los pacientes se muestran apáticos y ensimismados, aunque un pequeño número de ellos sufren cefaleas o convulsiones. Si estos síntomas no desaparecen cuando se presentan al principio de la infección, empeorarán lentamente. En ese caso, o en el mucho más habitual de los pacientes cuyos síntomas se manifiestan en la fase del SIDA, con frecuencia disminuyen las funciones intelectuales y aparecen dificultades de equilibrio o de coordinación muscular. En los estados más avanzados del complejo los pacientes muestran signos de demencia grave y apenas responden a su entorno: pueden quedar parapléjicos y sufrir temblores o convulsiones ocasionales. Estas complicaciones se producen sin ninguna relación con los procesos causados por la toxoplasmosis cerebral, linfoma cerebral u otras discapacidades neurológicas oportunistas tales como la meningitis causada por el criptococo, un hongo levaduriforme. Se piensa que el complejo de demencia del SIDA se debe al virus mismo, pero se desconoce su causa exacta, y la atrofia cerebral que se aprecia en el escáner y en las biopsias no se puede relacionar con ningún otro factor. De los muchos problemas neurológicos asociados al SIDA, éste y la toxoplasmosis son los más frecuentes. Afortunadamente, los efectos beneficiosos del AZT han disminuido algo su frecuencia.
Dos bacterias de la misma familia que el bacilo tuberculoso comparten la distinción de ser las que con más frecuencia se encuentran diseminadas en el cuerpo de los enfermos de SIDA. El Mycobacterium avium y el Mycobacterium intracellulare (MAI), llamados conjuntamente complejo del Mycobacterium avium (MAC), están presentes casi en la mitad de las víctimas del SIDA, y causan síntomas muy diversos. El MAI es actualmente una causa más frecuente de muerte que el NPC. A esta pareja de salteadores se atribuyen a menudo fiebre, sudores nocturnos, pérdida de peso, fatiga, diarrea, anemia, dolores e ictericia. Aunque el complejo rara vez causa la muerte por sí solo, sus efectos devastadores contribuyen activamente al debilitamiento general y a la malnutrición, que disminuyen aún más las defensas contra los demás invasores.
Éstas sólo son algunas de las manifestaciones del SIDA. Alargar la lista sólo serviría para nombrar otros problemas frecuentes que sufren los pacientes, pero ni siquiera conseguiríamos aproximarnos al inventario completo de sus padecimientos: ceguera por retinitis a causa de una infección por CMV o Toxoplasma; diarrea masiva con cinco o seis causas posibles, o algunas veces ninguna identificable; meningitis o neumonía ocasional por cryptococosis; placas en la boca o dificultades al tragar por candidiasis, y quizás la supuración viscosa de sus lesiones dérmicas; molestias por herpes alrededor del ano; neumonía por hongos o siembra en el torrente sanguíneo del histoplasma; bacterias típicas y atípicas, y más de una veintena de organismos rastreros y sinuosos con nombres como Aspergillus, Strongyloides, Crystosporidium, Coccidioides o Nocardia; les ha llegado su hora y actúan como saqueadores tras un desastre natural, que es exactamente lo que son. Aunque no representan ningún peligro cuando el sistema inmunológico está intacto, cada uno de ellos constituye la perdición de quienes tienen las reservas de linfocitos CD4 disminuidas.
El corazón, los riñones, el hígado, el páncreas y el tracto grastrointestinal se ven afectados de distinto modo por el SIDA, igual que los tejidos que habitualmente no se consideran órganos específicos, como la piel, la sangre e incluso los huesos. Erupciones, sinusitis, anomalías de la coagulación, pancreatitis, náuseas, vómitos, llagas que supuran y secreciones nocivas, trastornos visuales, dolores, úlceras y hemorragias gastrointestinales, artritis, infecciones vaginales, amigdalitis, osteomielitis, infecciones del corazón en el músculo y las válvulas, abscesos renales y hepáticos… la lista es muy larga. No es sólo que esta enfermedad agote y desaliente, sino que muchos pacientes se sienten humillados por las manifestaciones de su padecimiento.
Las funciones renal y hepática a menudo resultan afectadas; pueden producirse anomalías de la conducción o de las válvulas del corazón; el tracto digestivo traiciona a su dueño de muchas maneras; las glándulas suprarrenales y la pituitaria a veces pierden la capacidad de reaccionar. Cuando la infección bacteriana ya no es controlable, sobreviene el cuadro familiar de la septicemia. Mientras tanto, la malnutrición y la anemia siguen debilitando la capacidad del organismo para combatir el proceso de destrucción. La malnutrición a menudo se agrava por las enormes pérdidas de proteínas debidas a la nefropatía asociada al VIH, una enfermedad de causa desconocida que afecta al riñón. La nefropatía, que avanza rápidamente, puede evolucionar en tres o cuatro meses hasta la uremia terminal.
Aun sin estar directamente afectado por una infección, en los pacientes de SIDA el corazón se dilata en algunas situaciones y puede entrar en insuficiencia o desarrollar una arritmia que conduzca a la muerte súbita. El hígado también es susceptible de afectarse, no sólo a causa del propio SIDA, sino porque muchos pacientes están infectados de manera concomitante con el virus de la hepatitis B. El CMV, el MAI, la tuberculosis y diversos hongos tienen predilección por el hígado. Este desventurado órgano no sólo es destruido por la enfermedad, sino también por los intentos de tratarla, ya que la toxicidad de los medicamentos afecta de muchas maneras a sus funciones. De un modo u otro el hígado de los pacientes a los que se ha realizado la autopsia es anormal en aproximadamente el 85 por ciento de los casos.
El tracto gastrointestinal en toda su extensión es un largo y serpenteante túnel lleno de oportunidades para los diversos depredadores del SIDA. Desde el herpes y el amplio abanico de úlceras e infecciones en el interior y alrededor de la boca, hasta las llagas abiertas en el ano y los problemas de incontinencia, el tormento de los meses finales puede agravarse por estar afectadas tantas estructuras que se inhibe la deglución, se dificulta la digestión y se produce una diarrea líquida incontrolable, que no sólo es fuente de una congoja constante sino que impide el mantenimiento de la higiene adecuada en las zonas en carne viva en torno al ano y el recto. Imaginar que pueda haber un mínimo de dignidad en esta clase de muerte es incomprensible para la mayoría de nosotros. Y sin embargo, esa misma indignidad reporta algunas veces momentos de nobleza que triunfan temporalmente sobre la realidad de la angustia; una nobleza que nace de fuentes tan profundas que sólo puede asombrarnos, pues están más allá de nuestra comprensión.
No sólo se necesita un sistema inmunológico intacto para resistir las infecciones, sino también para inhibir el crecimiento de tumores. En ausencia de una inmunidad efectiva ciertos procesos malignos encuentran un entorno favorable para desarrollarse. El VIH ha facilitado en especial el desarrollo de un tipo de cáncer previamente tan raro que yo sólo había visto un caso —en un anciano inmigrante ruso— desde que me licencié en la Facultad de Medicina, hace casi cuarenta años. La incidencia de este tumor maligno, el sarcoma de Kaposi, se ha multiplicado por un factor de más de mil, pasando del 0,2 por ciento en la población general a más del 20 por ciento en los norteamericanos con SIDA. Es con mucho el tumor más frecuente en esta enfermedad y, por razones aún desconocidas, afecta a un porcentaje mayor de homosexuales (40 a 45 por ciento) que de drogadictos por vía IV (2 a 3 por ciento) o de hemofílicos (1 por ciento). Estas cifras reflejan únicamente a los diagnosticados en vida. Si se consideran los datos de las autopsias, la frecuencia del sarcoma de Kaposi se triplica o cuadruplica, siendo su presencia en los homosexuales incluso más común.
En 1879, Moritz Kaposi, profesor de dermatología de la Facultad de Medicina de Viena, describió una entidad que denominó «sarcoma múltiple pigmentado», constituida por nodulos marrón rojizos o rojo azulados, que, originándose en las manos y los pies, avanzaban por las extremidades hasta alcanzar el tronco y la cabeza. En su informe establecía que, con el tiempo, las lesiones se agrandan, ulceran y diseminan a los órganos internos. «En esa fase se producen fiebre, diarrea con sangre, hemoptisis [toser sangre] y marasmo, y después sobreviene la muerte. En la autopsia se encuentran nodulos semejantes en los pulmones, hígado, bazo, corazón y tracto intestinal».
Sarcoma viene del griego sark, «carne», y oma, «tumor». Estas neoplasias se originan a partir de las mismas células que forman el tejido conectivo, músculo y huesos. A pesar de que Kaposi advirtió que esta enfermedad tiene «un pronóstico desfavorable… y no se puede impedir su desenlace fatal ni por extirpación, local o general, ni con la administración de arsénico [en aquella época un tratamiento en boga contra el cáncer] », los médicos subestimaron durante un siglo el peligro de este inusual tumor maligno.
Como se sabía que la progresión del sarcoma era lenta —de «tres a ocho años, o más»—, los libros de texto emplearon muy frecuentemente la palabra indolente para describir su curso. Por eso se transmitió una impresión errónea sobre la naturaleza básicamente letal de este proceso maligno, aun cuando algunas autoridades continuaron describiendo sus manifestaciones mortales como la hemorragia intestinal masiva. De hecho, la palabra indolente aparece en los primeros informes publicados en 1981 en revistas médicas británicas y norteamericanas sobre el desarrollo del sarcoma de Kaposi en homosexuales. Sin embargo, los autores de estos informes estaban tan alarmados por la repentina y destructiva agresividad de esta enfermedad, considerada tradicionalmente letárgica, que al articulista norteamericano le pareció conveniente recordar a sus lectores que su curso a veces había sido: «fulminante, con importantes complicaciones viscerales»; en la publicación inglesa hicieron la misma observación, resaltando su gravedad al señalar que «la mitad de nuestros pacientes habían muerto antes de transcurrir 20 meses desde el diagnóstico». Claramente, se trataba de una forma nueva del sarcoma de Kaposi, inesperadamente mucho más preocupante de lo que incluso su descubridor había previsto.
Décadas antes de que los médicos asociaran mentalmente el sarcoma de Kaposi con la infección por VIH, se había demostrado su frecuente coincidencia con diversas formas del cáncer linfático llamado linfoma. Hoy, el sarcoma de Kaposi y el linfoma, sean o no concomitantes, son las dos neoplasias malignas que más se ceban en los enfermos de SIDA. Excepto por la inmunodeficiencia, la relación entre los dos aún no se ha clarificado. El linfoma asociado al SIDA, que afecta al sistema nervioso central, tracto gastrointestinal, hígado y médula ósea, no es menos agresivo que el sarcoma de Kaposi.
A diferencia de las demás plagas que ha conocido antes la humanidad, las opciones mortales del VIH son ilimitadas. Un cáncer de páncreas, por ejemplo, tiene determinadas maneras de matar; cuando falla el corazón, o un riñón, tienen lugar hechos muy concretos; un ictus mortal se produce en un único punto en el cerebro, dando inicio a un característico proceso de deterioro. No sucede así con el VIH; aparentemente dispone de infinitas opciones para ir afectando a un sistema tras otro del cuerpo con una amplia gama de microorganismos y tipos de cáncer. En la autopsia, el único hallazgo predecible en todos los casos es una grave depleción del tejido linfático que forma parte del sistema inmunológico. En la mesa de disección incluso los miembros del equipo de SIDA se sorprenden con frecuencia al ver la afectación de zonas inesperadas y el grado de destrucción que han alcanzado los tejidos de sus pacientes.
Insuficiencia respiratoria, septicemia, destrucción del tejido cerebral por tumor o infección, éstas son las causas inmediatas de muerte más frecuentes; algunos pacientes sufren hemorragia cerebral, pulmonar o incluso gastrointestinal, y otros sucumben a la tuberculosis generalizada o a un sarcoma; los órganos fallan, los tejidos sangran, la infección se extiende por todo el organismo. Y siempre hay desnutrición. Por más métodos que se empleen para combatirla, invariablemente conduce a la inanición. Una unidad asistencial de pacientes terminales de SIDA está poblada por hombres y mujeres emaciados, espectrales, con los ojos apagados, hundidos en cuencas cavernosas, rostros frecuentemente inexpresivos y cuerpos marchitos por la debilidad consuntiva de una vejez prematura. La mayoría ha perdido el ánimo. El virus les ha robado la juventud, y está a punto de robarles el resto de sus vidas.
Los patólogos que realizan autopsias emplean dos denominaciones distintas para definir la causa de muerte: distinguen entre causa mediata y causa inmediata de la muerte (CMDM y CIDM). Para todos estos jóvenes, el CMDM será el SIDA, mientras que el CIDM concreto apenas importa. La cantidad de sufrimiento es la misma para todos, aun cuando su naturaleza varíe. No hace mucho hablé sobre esto con el Dr. Peter Selwyn, uno de los profesores de Yale cuya total dedicación a la asistencia de los pacientes con SIDA ha animado los esfuerzos de muchos residentes y estudiantes de nuestra Facultad. A pesar de sus reconocidas aportaciones al conocimiento de la infección por el VIH, es un hombre reticente que expresa grandes conceptos con pocas palabras. Simplemente me dijo: «Creo que mis pacientes mueren cuando les llega su hora». Parecía una afirmación incongruente, cuando aún flotaban en el aire las complejidades biomédicas de nuestra larga discusión sobre biología molecular y el tratamiento de los ingresados. Y sin embargo, tenía sentido. Dijo que, al final, fallan tantas cosas que llega el momento en que las agotadas fuerzas de la vida simplemente parecen abandonar. La muerte llega con septicemia, fallo de órganos, inanición y la partida definitiva del espíritu, todo a la vez. Selwyn lo ha visto muchas veces y lo sabe.
Estoy a unos ciento sesenta kilómetros del hospital. Esta es una de esas inesperadas tardes de otoño en que, bajo el despejado cielo azul de la naturaleza, todo está exactamente como debe estar, pero casi nunca está. El verano que acaba de terminar ha sido lluvioso, y quizás por esa razón las colinas que rodean la granja de mi amigo ofrecen ese espectáculo de colores abigarrados que casi es más de lo que mi alma de ciudad puede comprender o abarcar. La naturaleza es amable sin saberlo, igual que puede ser cruel sin saberlo. En estos momentos parece como si ningún día pudiera volver a alcanzar el esplendor imposible de éste. Ya siento nostalgia por el día de hoy, mientras lo estoy viviendo. Me obsesiona el impulso de memorizar la imagen de cada árbol, porque sé que su deslumbrante gloria mañana ya empezará a apagarse y nunca volverá a aparecer exactamente como ahora. Cuando algo es hermoso y bueno debería verse tan claramente y conservarse tan íntimamente que nadie olvidara jamás cómo es y qué sensación causa.
Me encuentro en la soleada cocina de la granja de John Seidman, construida hace un siglo en medio de unas ocho hectáreas de fértil terreno, cerca de la ciudad de Lomontville, al norte del Estado de Nueva York. Hace diez años, en un dormitorio del piso de arriba, murió en brazos de John, David Rounds, su mejor amigo, al final de una larga y difícil enfermedad. John y David eran más que íntimos amigos; compartían un amor destinado a durar. Pero el cáncer determinó otra cosa. David fue arrebatado a John, y a todos aquellos que también le queríamos cada uno a su manera, en un momento en que el futuro parecía asegurado y tranquilo para ambos. Sólo dos años antes David había ganado el premio «Tony», al mejor actor secundario de Broadway, y la carrera de John era cada vez más prometedora. En esta granja tardó mucho en pasar el dolor antes de que la vida retomase su ritmo.
Conozco a John Seidman desde hace casi veinte años y Sarah, mi esposa, compartió una casa con él y con David mucho antes aún. Ha sido un amigo tan íntimo de la familia que mis dos hijos pequeños le llaman «tío». Sin embargo, hay una gran parte de su vida de la que nunca hemos hablado y sobre la que no sé casi nada. En este día esplendoroso, justo antes de que desaparezca la efímera grandeza del otoño, nos encontramos los dos hablando sobre la muerte y el SIDA.
La muerte se ha convertido en algo demasiado familiar para John; es como si la pérdida de David hubiera sido el preludio de una sucesión de desgracias en el transcurso de la cual, amigos, compañeros del teatro e incluso meros conocidos enfermaban, se marchitaban y morían. En la última década John ha repetido, una y otra vez, el mismo ciclo de descubrir que se es seropositivo, progresión del SIDA, entregada asistencia, empeoramiento hasta la enfermedad terminal y muerte. Con algo más de cuarenta años, él es uno de los testigos de la tragedia. Ha habido muchos más, no pocos de los cuales ahora están muertos. Esos jóvenes, algunos de ellos mujeres, que se han ido acompañando unos a otros a la tumba, nos han sido arrebatados en los años más productivos de sus vidas; lo que pudieron haber sido y lo que deberían haber sido se ha perdido. Así, se han visto mermados el vigor, el talento e indudablemente el genio de una generación —y de nuestra sociedad en su conjunto.
Charlamos sobre el amigo de John, Kent Griswold, que murió en 1990 de toxoplasmosis y de un trío de acrónimos frecuentes: CMV, MAI y diversos brotes de NPC. ¿Acaso puede haber —le preguntaba— dignidad en esa muerte? ¿Puede salvarse algo de lo que se fue en el pasado para devolver una cierta identidad a un hombre que se aproxima a su hora final después de haber soportado tantos sufrimientos? John reflexionó largo tiempo antes de responder, no porque no hubiera considerado antes la pregunta, sino porque quería estar seguro de que yo le comprendería. La búsqueda de una elusiva dignidad, dijo, puede ser algo indiferente para la persona que está muriendo: ésta ya ha dejado de luchar y suele ocurrir que, al final, quienes la rodean no pueden detectar en ella ningún pensamiento consciente. La dignidad es algo a lo que se aferran los supervivientes, dijo John. Sólo existe en sus mentes, si es que existe:
Los que quedamos atrás buscamos la dignidad para no tener un mal concepto de nosotros mismos. Intentamos compensar la incapacidad de nuestro amigo moribundo para alcanzar cierto grado de dignidad, quizá imponiéndosela. Es nuestra única victoria posible sobre el terrible proceso de este tipo de muerte. En una enfermedad como el SIDA, necesitamos superar la tristeza de ver a un amigo querido perder su personalidad, su singularidad. Al final, no se distingue de la última persona que hemos visto pasar por lo mismo. Es triste ver a alguien perder su individualidad y convertirse en un modelo clínico.
Cuando se habla de una «buena muerte», ¿en qué medida es buena esa muerte para la persona agonizante y en qué medida lo es para quien la ayuda? Obviamente, las dos están relacionadas, pero la cuestión es cómo. En mi opinión, el concepto de «buena muerte» no es algo que en general resulte factible para quien muere. La «buena muerte» es sólo algo relativo y lo que realmente significa es reducir los aspectos desagradables. No se puede hacer mucho más aparte de intentar mantener una cierta pulcritud y eliminar el dolor; evitar que esa persona se sienta sola. Pero al aproximarse esos momentos finales, creo que incluso la importancia de no estar solo no es más que una suposición por nuestra parte.
Retrospectivamente, y en cierto sentido esto suena muy duro, mi experiencia me dice que la única forma de saber si hemos ayudado a alguien a morir mejor es si estamos o no arrepentidos de algo, si hay algo que lamentamos haber hecho o dejado sin hacer. Si de verdad podemos decir que no hemos perdido ninguna oportunidad de hacer todo lo que estaba en nuestras manos, hemos cumplido nuestra tarea lo mejor posible. Pero incluso eso, como logro absoluto, sólo tiene valor absoluto para uno mismo. Lo único que te queda al final es una situación que no hace feliz a nadie. El hecho es que has perdido a alguien. Y no hay modo de sentirse satisfecho acerca de ello.
El único lazo que realmente hemos de considerar absolutamente indestructible en la muerte es el amor. Si es amor lo que creemos estar dando en esos misteriosos momentos que conducen a la muerte, supongo que eso es lo único que puede hacer «buena» una muerte. Pero se trata de algo completamente subjetivo.
Durante sus últimas semanas en el hospital, Kent nunca estuvo solo. Cualquiera que fuese la ayuda que pudieran prestarle en sus últimas horas, no cabe duda de que la constante presencia de sus amigos le alivió más de lo que podría haber hecho el personal del hospital, por mucho esmero que pusiera en atenderle. Es imposible observar a los pacientes homosexuales de SIDA sin que le llame a uno la atención el hecho de que casi siempre se reúne en torno suyo un círculo de amigos, no necesariamente todos homosexuales, como si fueran su familia y asumen las responsabilidades de lo que en otros casos harían una esposa o sus padres. El Dr. Alvin Novick, uno de los primeros activistas de SIDA de Norteamérica, y de los más respetados, ha llamado a este fenómeno de compromiso conjunto el caregiving surround (entorno de asistencia). Es un acto de amor comunal, pero no sólo eso. John lo describe:
El SIDA está afectando a personas, especialmente en el caso de los homosexuales, que han creado familias por afinidad consciente —nosotros hemos escogido a quienes serán nuestra familia. Nuestro sentido de responsabilidad respecto a los demás no está basado en las convenciones sociales. En muchos casos, la familia tradicional nos ha rechazado, de forma que la familia por afinidad cobra toda su importancia.
Hay mucha gente que piensa que lo que nos está sucediendo debe sucedemos; que es una especie de castigo por nuestras costumbres inmorales y anormales. Por tanto, es nuestro común interés no dejar a nadie solo ante ese juicio de la sociedad. Aquellos de nosotros que de alguna forma no se aceptan a sí mismos pueden considerar fácilmente el SIDA como una forma de castigo, pero incluso los que no tienen ese problema son conscientes de lo extendida que está esa idea en la sociedad. En cierto sentido, desentenderse de esos amigos nuestros que tienen que enfrentarse a la enfermedad significa abandonarles al juicio del mundo «normal».
Las últimas semanas de Kent, me dice John, fueron como las de tantos otros enfermos de SIDA, y como las de tantas víctimas de esas enfermedades que lentamente consumen las fuerzas cada vez menores de la vida. Después de superar uno tras otro los problemas imprevistos que se fueron presentando durante largos meses, llegó un momento en que parecía no darse cuenta de que, con cada nueva complicación, disminuía su dominio de la situación. Cuando renunció a comprender, también dejó de luchar contra los sucesivos asaltos, como si ya fuera menos importante resistir; como si no hubiera ninguna razón para ello. O quizás era simplemente que el esfuerzo necesario para entender el significado de los acontecimientos minaba sus energías, ya muy reducidas.
Las peripecias de cada nuevo ataque perdieron su urgencia. Hay quienes llamarían aceptación a esta indiferencia producto del agotamiento, pero esa palabra implica una actitud positiva. Quizás se trate más bien de admitir la derrota, de reconocer involuntariamente que ha llegado el momento de abandonar la lucha. La mayoría de los moribundos, no sólo enfermos de SIDA sino de cualquier otra enfermedad prolongada, parecen no darse cuenta de que han llegado a ese estado. Algunos mantienen tan intactas sus facultades mentales que son capaces de decidir conscientemente, pero es mucho más frecuente que la cuestión se resuelva por sí misma, cuando caen en un estado de semiinconsciencia o incluso de coma. Esta es la fase en la que William Osler y Lewis Thomas rara vez observaron otra cosa que no fuera serenidad. No obstante, para la mayoría de nosotros, llegará demasiado tarde como para que sirva de consuelo a quienes velen al lado de la cama.
Cuando Kent aún no estaba tan enfermo, algunas veces había mostrado su preocupación por el grado de dolor físico que sería capaz de soportar y lo penosas que podrían ser sus últimas semanas. Entonces expresó el deseo de determinar ese momento crítico en el que conscientemente pudiera decidir si continuaba la lucha o no. Nadie de quienes le rodeaban podía estar seguro de si se había cumplido ese deseo.
Un amigo influyente le había conseguido una amplia habitación en un hospital privado y, en aquel gran espacio, cada día parecía más pequeño, casi perdido. En palabras de John: «Se consumía más y más bajo las sábanas». Incluso cuando se encontraba mejor necesitaba ayuda para ir al baño, y el resto del tiempo estaba siempre en la cama. Desde luego, nunca fue corpulento, pero ahora daba la impresión de que estaba desapareciendo. Mientras John describe el deterioro de Kent, vuelvo a pensar en Thomas Browne, que hace trescientos cincuenta años vio pasar por el mismo proceso a su amigo agonizante: «Quedó reducido casi a la mitad de sí mismo y dejó tras de sí buena parte que no se llevó a la tumba».
A causa de la toxoplasmosis, Kent fue perdiendo conciencia hasta el punto de no poder comprender lo que sucedía a su alrededor. Una retinitis por CMV le dejó ciego primero de un ojo y luego de los dos. Para entonces estaba tan demacrado que era imposible leer en su cara, descifrar sus expresiones; ¿sonreía, o era una mueca lo que torcía las comisuras de su boca silenciosa? John lo expresa muy bien: «Cuando alguien ha quedado reducido de tal manera, se pierde una forma de comunicación». El cuerpo del moribundo había cobrado un tono muy oscuro, especialmente su cara.
Al principio de la enfermedad, Kent había manifestado que no quería recibir ningún tratamiento agresivo desde el momento en que se supiera que sería inútil. De acuerdo con este deseo, los que se ocupaban de él consultaron con los médicos y juntos intentaron tomar las decisiones correctas a medida que iban surgiendo las necesidades. Finalmente, no hubo ninguna decisión que tomar. Estaba claro que no se podía hacer más. En las palabras de Peter Selwyn: la hora de Kent había llegado.
Como Kent era cada vez menos consciente de las molestias que pudiera tener, ya no había necesidad de que recibiera ayuda médica de ninguna clase. «Nuestra misión era simplemente acompañarle, que sintiera el contacto humano, al menos en la medida en que pudiera percibirlo. Lo más importante para nosotros era que no estuviera solo». Al final, Kent sencillamente se fue. John llega al final de la historia:
Cuando murió, yo no estaba en Nueva York; había venido a la granja por unos días. Me bajé del autobús en Port Authority y llamé a mi contestador. El mensaje de que Kent había muerto me conmocionó. La última vez que le vi casi no parecía que estuviese vivo, y desde luego no parecía Kent. Aun cuando sabíamos que iba a morir de un momento a otro, la idea de que realmente estaba muerto… supongo que la conmoción en parte se debía al hecho de que después de todo el tiempo que había pasado con él tuve que enterarme de la noticia de aquella manera tan horrible, solo en aquella mugrienta cabina telefónica, escuchándosela a mi contestador automático.
Kent murió entre los compañeros que le habían ayudado a mantenerse en sus dos últimos años de vida. No había sido uno de los muchos homosexuales y drogadictos rechazados por su familia. Hijo único de un matrimonio maduro, sus padres habían muerto años antes. Sin la devoción de sus amigos, su muerte, y también su vida, pronto habría caído en el olvido.
Por las líneas precedentes no debe entenderse que las familias tradicionales rara vez participan en el cuidado de sus hijos e hijas (o maridos y esposas) enfermos de SIDA. Precisamente ocurre lo contrario. Gerald Friedland describe el regreso, la reunión de los padres, de las madres especialmente, con los hijos cuyas vidas y amistades habían rechazado durante años, no sólo en el caso de homosexuales, sino también de drogadictos. Por supuesto, no todos los homosexuales ni todos los drogadictos se separaron de sus familias y, por tanto, no es raro que un joven enfermo de SIDA pase sus últimos meses rodeado de los cuidados atentos de sus padres o hermanos, acompañado a veces de un pequeño grupo de amigos, o de un compañero. Normalmente, para un padre de clase media es mucho más fácil ausentarse del trabajo o trasladarse desde un domicilio apartado que para alguien que vive en un gueto o en un barrio de inmigrantes, para quien una falta al trabajo no sólo significa una reducción del sueldo, sino posiblemente incluso la pérdida de un empleo ya mal remunerado. Me han relatado el caso de madres con cuatro hijos muriendo de SIDA. La crueldad del virus alcanza magnitudes que sobrepasan lo imaginable.
A la cabecera de la cama de los jóvenes moribundos velan madres y esposas, maridos y amantes —hermanas, hermanos y amigos— haciendo lo que pueden por amortiguar los estragos de la muerte. Igual que en tiempos pasados, cuando un hijo estaba mortalmente enfermo, se escuchan los susurros de los padres, a veces apenas audibles en el silencio que precede a la partida. Son tiernas palabras de ánimo y oraciones. En inglés o en español, y en las demás lenguas del mundo, se han repetido tantas veces las palabras pronunciadas por el rey bíblico David, mientras lloraba sobre el cuerpo de su hijo muerto, el rebelde Absalón, que llevaba tantos años separado de él:
¡Hijo mío, Absalón!
¡Hijo mío, hijo mío, Absalón!
¡Quién me diera haber muerto en tu lugar!
¡Absalón, hijo mío, hijo mío!
Gerald Friedland habla de la «inversión del ciclo normal de la vida»: los padres entierran a sus hijos. Se repite esta aberración de otros siglos, precisamente cuando, satisfechos de nosotros mismos, acabábamos de concluir que nuestra ciencia la había vencido. No sólo actúa el virus a la inversa, también se ha invertido el orden lógico de la naturaleza según el cual el joven debe enterrar al viejo. Finalmente, la terapia que, por el momento, es nuestro mejor aliado para detener la propagación del VIH nos ofrece una lección simbólica: con el AZT y los otros fármacos intentamos detener la transcriptasa inversa y, de ese modo, poner fin a la inversión del ciclo de la vida. Nuestro plan funciona, pero no todo lo bien que quisiéramos, y la muerte continúa persiguiendo a los jóvenes, e incluso a los muy jóvenes, mientras sus mayores sólo pueden lamentarse en la impotencia.
Qué dignidad o sentido puede extraerse de tal muerte es algo que sólo sabrán aquellos cuyas vidas han rodeado esa vida que acaba de extinguirse. Los jóvenes que en los hospitales asisten a esos otros jóvenes agonizantes —y no me refiero sólo a los médicos y enfermeras, sino a todo el abnegado personal— se admiran de que exista tal generosidad en un mundo que se les había dicho que era cínico. Su quehacer diario desmiente el cinismo; ellos también son héroes a su manera. Su heroísmo es contemporáneo y propio del camino que han escogido; una profesión en la que deben sobreponerse a sus propios miedos y dominar su sensación de vulnerabilidad para ayudar a las víctimas del SIDA. No emiten juicios morales, no hacen distinción entre clases sociales, modos de infección o pertenencia a los llamados grupos de riesgo. Camus describió bien este fenómeno: «Lo que es cierto de todos los males del mundo, lo es también de la peste. ¡Puede ayudar a algunos hombres a engrandecerse!».
Entre todos los rumores que nos llegan de médicos renuentes y cirujanos con fobia al VIH (y de ese más del 20 por ciento de médicos residentes norteamericanos encuestados que tratarían a pacientes con el VIH pero que, si se les diera la posibilidad de elegir, preferirían no hacerlo), es alentador saber que los enfermos de SIDA están en manos de personas así. Para nuestros hijos, que cuidan a nuestros hijos afectados por el VIH, la carga es tanto más pesada por cuanto deben asistir a la muerte de hombres y mujeres de su misma edad, o quizás una década mayores. A esa injusticia obedecen los reproches más furiosos de los muchos que lanzamos a la insensata naturaleza, cuyos ciegos tanteos han creado el VIH: porque nos roba grandes piezas de la estructura con la que debemos construir nuestro futuro. De las legiones de jóvenes que se ha llevado el SIDA se podrían decir las palabras escritas hace setenta años por el neurocirujano Harvey Cushing, cuando lloraba a sus compañeros caídos en la Primera Guerra Mundial: «Han muerto dos veces por haber muerto tan jóvenes».