VIII

Una historia de SIDA

«Llámeme Ismael». Ella sonrió al recordar esta ironía y clavó pensativamente la mirada en la habitación donde estaba muriendo el padre de una joven familia.

«Hace sólo cuatro meses, pero en realidad ha pasado toda una vida. Ese día, cuando entré en la clínica, allí estaba, sentado en una de las salas de espera, aguardando al médico milagroso que venía a ayudarle. El médico era yo. "Buenos días, señor García", le dije, tan animosa y jovial como se supone que es un nuevo interno. Y este pequeño hispano se levantó con una gran sonrisa en el rostro y me dijo: "Llámeme Ismael." Imagínate, me pregunto si habrá leído el libro. El Ismael de Melville sobrevivió, pero el mío nunca tuvo ninguna posibilidad. Morirá en unos días, pero le recordaré el resto de mi vida». Hizo una pausa; me di cuenta de que las palabras siguientes se quedaron atascadas en algo que rasgaba su garganta, porque cuando por fin fue capaz de pronunciarlas sonaron desgarradas. «Era mi primer paciente con esta maldita enfermedad».

Desde la tarde de verano en que Ismael García se levantó rápidamente de la silla tendiéndole la mano a la doctora Mary Defoe, las crisis se habían sucedido y ambos habían cambiado mucho respecto a lo que habían sido. Aunque Mary había visto a muchos pacientes de SIDA mientras estaba en la Facultad de Medicina, no comprendió toda la magnitud del drama personal hasta que asumió la intimidante responsabilidad de médico recién licenciado.

Desde la tarde soleada de junio en que él se presentó por primera vez en la unidad de SIDA de la clínica hasta la mañana fría y gris de noviembre en que ella tuvo que comunicar su muerte, Mary Defoe e Ismael García serían médico y paciente. Hospitalizado o como paciente ambulatorio, él la consideraba su médico personal. En algunas ocasiones otros internos se ocuparon de él durante los breves períodos en los que Mary rotaba en un servicio diferente, pero siempre volvían a encontrarse y continuaban su viaje hacia el triste final que ambos sabían que le esperaba.

La mayoría de los médicos establecen unas relaciones con sus primeros pacientes que más tarde se convierten en los modelos sobre los que basarán sus respuestas a la enfermedad y a la muerte durante el resto de sus carreras. Para Mary Defoe, Ismael García seguramente representará la reavivación de una vieja imagen que las actuales generaciones de médicos desconocían: la impotencia frente a una plaga que mata a los jóvenes.

Antes de 1981, nadie podría haber incluido el VIH, o virus de inmunodeficiencia humana, como un factor en las estimaciones de mortalidad. Los primeros indicios de su creciente virulencia se manifestaron precisamente cuando la ciencia biomédica estaba empezando a felicitarse cautelosamente por haber conseguido tales avances que la victoria definitiva sobre las enfermedades infecciosas por fin parecía a la vista. El SIDA no sólo ha desbaratado todas las pistas de los cazadores de microbios, sino que también ha debilitado la confianza que teníamos todos en que la tecnología y la ciencia pudieran proteger a la humanidad de los caprichos de la naturaleza. En unos años explosivos, prácticamente todos los jóvenes médicos en formación estaban tratando a la parte que les correspondía de este grupo de moribundos que hubiera debido vivir.

La Dra. Defoe y yo entramos silenciosamente en la habitación de Ismael, aunque él no estaba en condiciones de oír el menor ruido. El silencio era más por respeto que por necesidad: cuando un hombre está muriendo, su habitación se convierte en el recinto de una capilla en la que hay que entrar con callada reverencia.

¡Qué diferente era esta escena del frenético drama que tan a menudo se representa durante los últimos momentos de la vida de un paciente, cuando se realizan desesperados intentos por hacerle revivir que sólo sirven para que vuelva a encontrarse esperando la muerte durante semanas o meses, y en ocasiones apenas horas o días! Después de padecer incalculables sufrimientos en su descenso al valle de la fiebre y el delirio, Ismael García se había ganado la inconsciencia; lo mínimo que se podía pedir es que el final, por lo menos, fuera tranquilo.

La luz de la cabecera de la cama estaba apagada y se habían bajado las persianas para evitar el resplandor del mediodía otoñal y dejar la habitación con una luz tenue y uniforme. El hombre que yacía inconsciente en aquella cama tenía fiebre alta y la piel amarillenta de su frente brillaba en contraste con la blancura de la funda recién cambiada de la almohada. Se podría ver que había sido un hombre bien parecido a pesar de los efectos devastadores de la enfermedad.

Yo había leído la ficha de Ismael y sabía que cuando dejara de respirar, la calma sería trastocada por un intento de resucitación a gran escala. Meses antes, en un momento de terror, había suplicado a su esposa que procurase que los médicos hicieran todo lo posible para conservar su vida, que no permitiera que se rindiesen. Y ahora, Carmen no podía creer lo que el equipo de SIDA le decía: que lo posible se había vuelto imposible. Ella se aferró a su promesa, lo cual iba a impedir el fácil tránsito de una esencia en la que devotamente creía: el alma inmortal de su marido.

Aunque Ismael se había separado de su mujer tres años antes de su enfermedad, ella era su pariente legal más cercano y hablaba en nombre de la familia. En realidad, sólo hablaba por sí misma, porque Carmen y su marido habían tomado juntos la decisión irrevocable de mantener el diagnóstico en secreto. Ni los padres de Ismael ni sus dos hermanas sabían el nombre de su enfermedad, y si lo sabían, nunca lo mencionaron.

Cuando Carmen se dio cuenta de lo enfermo que estaba Ismael, le permitió que volviese a casa. De algún modo encontró fuerzas para pasar por alto sus años de infidelidades y drogodependencia, e incluso el estado de necesidad en que por su irresponsabilidad se hallaban ella y sus tres hijas. Él volvió para que ella fuera su enfermera y la única persona de su familia y amigos que compartía el conocimiento de su final. A pesar de todo, había sido un buen padre, decía ella, y al menos le debía eso. Por sus tres hijas y por el recuerdo de su vida en común, permitió volver a su marido enfermo de muerte.

Al negarse a dejarle morir cuando llegara su hora, Carmen insistía en que hacía un último favor a Ismael, pues al fin y al cabo creía que eso era lo que le había prometido. Se negó a explicar a los médicos por qué no quería atender a sus razones y ninguno tuvo el valor de presionarla. Según me dijeron, suponían que en lo más profundo de su conciencia la evidente devoción de Ismael por sus hijas hacía que Carmen sintiera cierta culpabilidad injustificada por haber rechazado a su despilfarrador marido y haber ignorado tercamente sus promesas de reforma y sus esporádicos períodos de buena conducta. Los médicos incluso habían pedido una consulta con el presidente del Comité de Bioética de nuestro hospital, pero cuando le dijeron que cabía la posibilidad de que la resucitación tuviera éxito, no quiso desatender los dictados del corazón de Carmen. En circunstancias como éstas, ¿quién sabe dónde está la sabiduría?

Ismael nunca se quedaba solo en aquella habitación. Sus tres hijas estaban siempre con él, una presencia constante que velaba a su adorado padre a través del plástico que recubría una fotografía ampliada de un metro por sesenta, colocada en el amplio alféizar de la ventana. Allí estaban, tres bonitas niñas de pelo rizado, vestidas con traje de fiesta, sonriendo al mundo y a su padre en un día mucho más feliz que éste. Hice un ademán hacia la foto preguntando silenciosamente a Mary.

«Sí —respondió—, las dos mayores vienen casi todos los días, pero Carmen no trae a la más pequeña. La de seis años se limita a jugar sola a los pies de la cama, en realidad no comprende lo que pasa. La de diez años llora; pasa todo el tiempo que está aquí de pie al lado de su padre, enjugándole la cara y acariciándole, y no para de llorar. Trato de no entrar en la habitación cuando están aquí, es superior a mis fuerzas».

Al pie de la fotografía de las niñas había una Biblia en español. Estaba abierta por los capítulos 27-31 del Libro de los Salmos, y algunos versículos estaban subrayados en varios colores. Anoté el número de los versículos en una tarjeta y cuando volví a casa los leí:

27:9 No me ocultes tu rostro, no rechaces con cólera a tu siervo; tú eres mi auxilio: no me abandones, no me dejes, oh Dios de mi salud.

27:10 Si mi padre y mi madre me abandonasen, Yahvé me acogerá.

28:6 Bendito sea Yahvé porque ha escuchado la voz de mi plegaria.

Se me ocurrió que Ismael es la forma hebrea de «Dios ha escuchado». El nombre se deriva de las palabras que dijo el Señor cuando encontró a Hagar, la sirvienta de Sara, en el desierto tras huir de la ira de su señora: «He aquí que estás encinta y parirás un hijo y le llamarás Ismael, porque Yahvé ha escuchado tu aflicción». Dios encontró a la madre y al hijo junto a un pozo, al cual dio un nombre que atestiguaba el reconocimiento de su desgracia: Be’er-la-hai-roi, «el pozo donde El que vive ha visto».

Cuando el Ismael bíblico tenía catorce años, Dios volvió a escuchar y a ver, y en esa ocasión respondió a la voz del propio muchacho, salvándole de una muerte inminente en el desierto y prometiendo hacer de él una gran nación.

Pero Dios no parecía escuchar al Ismael que yacía en aquella cama. Ni le escuchaba ni parecía verle. Y desde luego no actuó, a pesar de los tormentos que presenció. En esto, Ismael García se pareció a Job, ante cuyo sufrimiento Dios al principio no sólo no actuó sino que también permaneció mudo, como si hubiera decidido cerrar sus ojos y sus oídos. Si Dios escuchó las súplicas de García, o vio su angustia, no cambió de opinión. Nunca lo hace en esta maldita enfermedad.

Prefiero creer que Dios no tiene nada que ver con ella. Estamos asistiendo en nuestra época a uno de esos cataclismos de la naturaleza que no tienen explicación ni precedentes, y, a pesar de que muchos aseguran lo contrario, no constituye ninguna metáfora que tenga alguna validez. Muchos religiosos también están de acuerdo en que Dios no desempeña ningún papel en estos fenómenos. En su Euthanasie en Pastoraat, citada en el capítulo anterior, los obispos de la Iglesia Reformada Holandesa no han dudado en tratar con mucho detenimiento la eterna cuestión de la implicación divina en el sufrimiento humano inexplicable: «El orden natural de las cosas no ha de equipararse necesariamente con la voluntad de Dios». Su posición es compartida por un gran número de religiosos cristianos y judíos de diversas tendencias; cualquier postura menos indulgente sería insensible y una crueldad más con personas ya puestas a prueba con excesiva severidad. Aunque haya mucho que aprender de la plaga del SIDA, sus lecciones afectan al ámbito de la ciencia y la sociedad, pero desde luego no al de la elucubración religiosa. No estamos ante un castigo, sino ante un crimen, uno de esos crímenes que en ocasiones la naturaleza perpetra al azar contra sus propias criaturas. Y la naturaleza, como nos recuerda Anatole France, es indiferente; no distingue entre el bien y el mal.

El alcance del SIDA sobrepasa sus meras manifestaciones clínicas. Si se puede afirmar esto respecto a cualquier enfermedad ¡cuánto más de esta plaga! Pero, dejando aparte sus implicaciones culturales y sociales, antes de desvelar el trágico modo en que acaba con sus víctimas es necesario comprender algunas de sus manifestaciones clínicas y científicas. El caso de Ismael García es típico.

En febrero de 1990, García recibió el primer resultado positivo en el análisis de sangre para detectar la presencia del VIH. Se lo hicieron al tratarle una herida ulcerosa que no cerraba en el brazo izquierdo y que le obligó a acudir a la consulta del Hospital Yale-New Haven. La infección se debía casi con seguridad a su adicción a las drogas intravenosas. Como, por otra parte, se sentía perfectamente, sobre todo en cuanto la úlcera desapareció tras un breve tratamiento ambulatorio con antibióticos, no se presentó a ninguna cita de seguimiento después de que le hicieron el diagnóstico. En enero de 1991 desarrolló una tos seca que fue empeorando en las semanas siguientes. Al agravarse la tos, empezó a sentir en el pecho una presión que se hacía más fuerte al toser o al inspirar profundamente. Después de más de un mes en el que su estado no dejó de empeorar, empezó a asustarse al aparecer dos nuevos síntomas: fiebre y respiración entrecortada, provocada incluso por actividades cotidianas. Cuando su dificultad respiratoria llegó a tal punto que aumentaba simplemente con moverse por su pequeño apartamento del barrio de hispanos de New Haven, supo que había llegado el momento de ir al hospital.

En la sala de urgencias, una radiografía de tórax mostró un infiltrado difuso en los pulmones de Ismael, una fina nube blanquecina que indicaba las grandes áreas en las que algún tipo de infección impedía una ventilación adecuada. El análisis de la sangre arterial reveló unos niveles de oxígeno anormalmente bajos, lo que reflejaba la insuficiente oxigenación del tejido pulmonar infectado. Cuando el residente de Admisión examinó la boca de su febril paciente vio el signo que presentan prácticamente todos los nuevos casos de SIDA: la lengua estaba cubierta por el delator hongo blanco lechoso llamado Candida. Los hallazgos del tórax concordaban con la forma de neumonía más habitual en el SIDA, causada por un parásito denominado Pneumocystis carinii. Ismael fue ingresado en el hospital y los médicos le introdujeron profundamente en la garganta un instrumento de observación con forma de serpiente llamado broncoscopio con el que tomaron una pequeña muestra para cultivo y estudios microscópicos; éstos revelaron la densa estructura globular del Pneumocystis. Se le suministró medicación antifúngica para el Candida y empezó un tratamiento con un antibiótico muy específico para la neumonía (pentamidina), tras lo cual se fue recuperando poco a poco. Durante la hospitalización se descubrió además que estaba anémico y que tenía leucopenia. Aunque insistía en que comía bien, estaba lo suficientemente desnutrido como para que las proteínas en sangre hubieran disminuido. Cuando le pesaron se sorprendió al ver que había perdido dos kilos de los sesenta y cinco que solía pesar. No obstante, todavía no comprendió la peor de las noticias que recibió: el marcador celular de la infección por el VIH, los linfocitos T4 o CD4, era de 120 por milímetro cúbico de sangre, muy por debajo de lo normal.

No se sabe si al darle el alta Ismael tomó la medicación prescrita con objeto de impedir ulteriores episodios de la infección pulmonar cuya abreviatura ya conocía para entonces: NPC (neumonía por Pneumocystis carinii). Lo más probable es que no, porque volvió once meses después, en enero de 1992, con síntomas similares o incluso peores. Esta vez se quejaba además de fuertes cefaleas y náuseas y parecía algo confuso. Una punción lumbar reveló que padecía meningitis causada por un organismo levaduriforme llamado Cryptococcus neoformans. Asimismo, tenía una infección bacteriana en el oído derecho, aunque estaba demasiado aturdido mentalmente como para notarlo. Su cifra de CD4 había bajado a 50; la destrucción del sistema inmunológico por el VIH progresaba rápidamente. Aunque Ismael estuvo a punto de morir a causa de las tres infecciones combinadas, el experto tratamiento del equipo de SIDA del Yale-New Haven le sacó adelante. Después de tres semanas en el hospital pudo regresar con Carmen y las niñas habiendo acumulado una deuda de unos doce mil dólares. Como llevaba mucho tiempo sin seguro médico, pues le habían despedido de su trabajo en la fábrica a consecuencia de la drogadicción, el Estado de Connecticut se hizo cargo de los costes del tratamiento.

A principios de julio de 1992, Ismael, que por entonces se presentaba puntualmente a sus citas en la clínica, desarrolló un gran absceso doloroso en la axila izquierda que requirió drenaje quirúrgico. Fue en esta visita cuando conoció a Mary Defoe. Durante las semanas siguientes ella supervisó el tratamiento ambulatorio de una sinusitis y otra infección del oído, al mismo tiempo que curaba el absceso.

Cuando Ismael se estaba recuperando de sus enfermedades bacterianas advirtió que volvía a sentirse frecuentemente aturdido y mareado, y que a veces le costaba trabajo mantener el equilibrio. Poco después empezó a fallarle cada vez más la memoria. Carmen se dio cuenta de que a veces ni siquiera comprendía las frases más simples. Los síntomas se agravaron durante el mes siguiente hasta el extremo de que la mayor parte del tiempo estaba confuso y letárgico. A pesar de la gratitud que Carmen sentía hacia los médicos cedió al ruego de Ismael de que no le llevara al servicio de urgencias. Ambos temían lo que podría significar otra hospitalización. Estaba perdiendo peso más rápidamente que antes, y sabían que, una vez ingresado, quizá no regresara nunca a casa.

Por fin, al despertarse una mañana, Carmen encontró a su marido en tal estado que hubo de llamar a una ambulancia. Ismael estaba casi en coma, sacudía espasmódicamente el brazo izquierdo y apenas respondía aunque se le gritaba al oído. Por momento, todo su lado izquierdo sufría una breve convulsión. Los resultados de una TAC coincidían completamente con los síntomas de una infección cerebral causada por un protozoo denominado Toxoplasma gondii, aunque los análisis de sangre no confirmaban el diagnóstico. Las tomografías del escáner eran llamativas y consistían en múltiples masas pequeñas a ambos lados del cerebro.

En ese momento los médicos decidieron que, aun sin un diagnóstico firme, lo más seguro sería empezar con el tratamiento contra el toxoplasma, en vista de que su frecuencia es mayor que la del linfoma en los pacientes del SIDA. Cuando tras dos semanas de terapia farmacológica sólo se pudo detectar una ligera mejoría, Ismael fue conducido al quirófano, donde los neurocirujanos le taladraron un pequeño orificio en el cráneo y tomaron una muestra del cerebro para una biopsia. El estudio microscópico del tejido no permitió identificar al protozoo del cerebro, pero sí reveló cambios que, en opinión del patólogo, estaban causados por el proceso de curación de la enfermedad inducida por el toxoplasma. Esto animó al equipo de SIDA a continuar el tratamiento, pese a la incertidumbre que aún quedaba sobre el diagnóstico. Sin embargo, al cabo de una semana se vio claramente que Ismael empeoraba. Como no se había identificado ningún toxoplasma, los miembros del equipo que antes no habían estado de acuerdo con el diagnóstico recomendaron radioterapia para tratar un supuesto linfoma cerebral. Antes del VIH, el linfoma cerebral era extremadamente raro, pero ahora se da con frecuencia en los pacientes de SIDA.

Al principio Ismael respondió al tratamiento de rayos X y salió en parte del coma profundo en que se hallaba. Incluso llegó a poder tomar algo de natillas y alimentos en puré que le daban una enfermera o Carmen. Pero la mejoría duró poco. El coma volvió, las décimas subían todos los días a 40-41°C, y una neumonía bacteriana vino a sumarse a otras infecciones generalizadas de naturaleza oscura y, en cualquier caso, resistentes al tratamiento. Así estaban las cosas aquel mediodía de noviembre en el que Mary Defoe y yo nos encontrábamos al lado de su cama.

Aunque estaba profundamente inconsciente, su expresión era de inquietud. Quizá había momentos en que se daba cuenta del esfuerzo que le costaba respirar con los pulmones infectados, o de la cantidad cada vez menor de oxígeno que llegaba a sus tejidos moribundos. Estaba séptico y todo su mecanismo vital estaba fallando. O quizá su expresión inquieta no tenía nada que ver con el distrés físico de sus tejidos exánimes. Posiblemente, algo dentro de él trataba de comunicar que estaba demasiado agotado para continuar, que estaba intentando morir pero no podía. Sin embargo ¿es realmente posible que quisiera morir? ¿No valía la pena luchar un poco más para ver a sus hijos otra vez? Nadie sabe por qué las caras de los moribundos tienen la expresión que tienen. La expresión de angustia puede ser tan fortuita como la de serenidad.

Los padecimientos de Ismael terminaron la mañana siguiente. Carmen, sintiendo la cercanía de la muerte, había tomado el día libre en su trabajo en una fábrica de cajas de cartón, en New Haven, y vino a sentarse a su lado, mientras su respiración se iba espaciando cada vez más hasta que se detuvo completamente, sin que nadie hubiera vuelto a tratar el tema con ella, la noche anterior había dicho a la Dra. Defoe que no deseaba intentar una resucitación; consideraba que se había cumplido la promesa hecha a su marido, que se había hecho todo lo posible. Cuando Ismael dejó de respirar simplemente salió fuera para informar a la enfermera que la había acompañado durante la mayor parte de la mañana. Y entonces Carmen hizo algo a lo que se había negado una y otra vez mientras Ismael estuvo vivo: pidió que le hicieran la prueba del VIH.

En el noreste de Estados Unidos, la región donde vivo, el SIDA se ha convertido en la principal causa de muerte entre los hombres de 25 a 44 años; y esto en una zona donde las muertes por violencia callejera, drogadicción y guerras entre bandas en este grupo de edad son una parte tan familiar del entorno urbano como la pobreza y la desesperanza que las producen. ¿Cómo se puede explicar esta aflicción? Aún no se ha descubierto ninguna doctrina, ni se ha revelado ninguna lección. El SIDA como metáfora, el SIDA como alegoría, el SIDA como símbolo, el SIDA como lamentación, el SIDA como prueba de la humanidad del hombre, el SIDA como epítome del sufrimiento universal; éstas son las elucubraciones que consumen las energías intelectuales de moralistas y literatos hoy en día, como si a toda costa hubiera que salvar algo de esta detestable calamidad. Pero incluso la historia nos falla; hasta ahora no se ha podido hallar analogía alguna con plagas pasadas.

Nunca ha habido una enfermedad tan devastadora como el SIDA. Para hacer esta afirmación me baso no tanto en su explosiva aparición y difusión planetaria como en su temible fisiopatología. La ciencia médica nunca se había enfrentado con un microorganismo que destruye las propias células del sistema inmunológico, cuya misión es coordinar la resistencia del cuerpo frente a dicho microorganismo. La defensa inmunológica es derrotada por un asalto masivo de invasores secundarios antes de haber podido organizar una estrategia terapéutica.

Incluso el comienzo del SIDA parece haber sido único. Ya hay suficientes indicios a nivel epidemiológico para especular sobre sus posibles orígenes y las vías por las que ha cobrado la terrible magnitud que tiene hoy. Algunos investigadores piensan que el virus fue endémico, bajo una forma diferente, entre ciertos primates de África Central en los que no era patógeno y, por tanto, no causaba enfermedad alguna. Posiblemente, la sangre de un animal infectado entró en contacto con una herida en la piel o las mucosas de uno o más habitantes de una determinada aldea, que la habrían difundido poco a poco en su entorno inmediato. Basándose en modelos matemáticos, los partidarios de esta teoría estiman que la primera transmisión de primate a humano ya pudo haber tenido lugar hace cien años. Como las comunidades apenas tenían contacto entre sí, la enfermedad se difundió lentamente desde su hipotética aldea de origen. Cuando las pautas culturales comenzaron a cambiar en la segunda mitad del siglo XX, y la población viajó más y se hizo más urbana, su difusión se aceleró rápidamente. En cuanto hubo un gran número de personas infectadas, los viajes internacionales llevaron el virus por todo el mundo. El SIDA es una plaga transmitida por avión.

Mucho antes de que manifestara su presencia con la aparición del primer caso identificable de SIDA, el virus se había difundido ya entre miles de personas confiadas. El primer indicio de su existencia fue la publicación de dos breves artículos en los números de junio y julio de 1981 del Morbidity and Mortality Weekly Report, editado por los Centers for Disease Control (CDC). Los artículos describían la aparición de dos enfermedades, antes extremadamente raras, en un total de cuarenta y un jóvenes homosexuales de las ciudades de Nueva York y California. Una de las enfermedades era la NPC y la otra el sarcoma de Kaposi. No se conoce ningún caso en que el Pneumocystis carinii sea patógeno para personas con el sistema inmunológico intacto. Prácticamente todos los casos registrados de NPC se habían dado en pacientes con la inmunidad suprimida a raíz de un trasplante o por la quimioterapia o la malnutrición extrema, aunque también había algunos casos de inmunodeficiencia congénita. El sarcoma de Kaposi de estos homosexuales era de una variedad mucho más agresiva que las conocidas hasta entonces. Se analizaron los linfocitos T —uno de los pilares del sistema inmunológico— a varios de los cuarenta y un pacientes, y los resultados dieron valores extremadamente bajos. Algún factor, aún desconocido, había destruido un gran número de estas células sanguíneas y, en consecuencia, había comprometido gravemente la inmunidad de estos jóvenes.

Al cabo de unos meses, varias publicaciones informaban sobre casos similares de lo que entonces se denominaba síndrome de inmunodeficiencia relacionado con la homosexualidad. En los congresos médicos, por carta, telefónicamente, los expertos en enfermedades infecciosas se comunicaban los datos que iban recogiendo sobre pacientes similares. En diciembre, un informe engañosamente lacónico en las páginas editoriales del New England Journal of Medicine esbozaba la dimensión del problema y, con sensibilidad y clarividencia, establecía el marco de la investigación que era necesario acometer, así como las implicaciones sociales que habría que afrontar:

Estos acontecimientos plantean un enigma que hay que resolver. Su solución probablemente será interesante e importante para muchas personas. Los científicos (y quienes meramente sientan curiosidad) preguntarán: ¿por qué este grupo de la población? ¿Qué nos dice esto sobre la inmunidad y la génesis de los tumores? Los expertos en temas de salud pública querrán situar este brote en su contexto social. Las asociaciones de homosexuales, que suelen ser activas y están bien informadas sobre los temas sanitarios que les conciernen, querrán tomar medidas para informar y proteger a sus miembros. Las personas humanitarias querrán simplemente impedir muertes y sufrimientos innecesarios.

Aunque el editorialista, el Dr. David Durack, de la Duke University, no podía saberlo en aquellos momentos, unas cien mil personas estaban infectadas en todo el mundo.

Para entonces ya se habían identificado más de una docena de especies microbianas en los tejidos de jóvenes enfermos y la mayoría de ellas proliferan únicamente cuando la inmunidad está gravemente comprometida. La parte de la respuesta inmunológica afectada era la que depende de los linfocitos T, lo que se veía corroborado por la gran disminución de células T4 o CD4 en sangre. Como una inmunidad deprimida permite que gérmenes habitualmente benignos causen problemas serios, las enfermedades resultantes se llaman infecciones oportunistas. Cuando apareció el editorial del Dr. Durack ya se había comprobado que «la tasa de mortalidad era terriblemente alta» y «los únicos pacientes… que no eran homosexuales eran drogadictos». La enfermedad recibió el nuevo nombre de síndrome de inmunodeficiencia adquirida o SIDA.

Como hemos señalado, la insospechada aparición del SIDA representó un duro golpe para aquellos profesionales de la sanidad que a mediados y finales de los setenta se habían convencido de que la amenaza de las enfermedades bacterianas y víricas era algo que pertenecía a la historia. Muchos estaban seguros de que los desafíos presentes y futuros de la ciencia médica consistirían en vencer enfermedades crónicas debilitantes tales como el cáncer, la enfermedad cardíaca, la demencia, el ictus y las artritis. Hoy, apenas una década y media más tarde, el pretendido triunfo de la medicina sobre las enfermedades infecciosas se ha quedado en una ilusión, mientras que los microbios están obteniendo victorias imprevistas. Los años ochenta trajeron dos nuevos motivos de temor: la aparición de bacterias resistentes a los fármacos y el SIDA. Ambos problemas nos acompañarán durante mucho tiempo. El Dr. Gerald Friedland, autoridad internacional que dirige la unidad de SIDA de Yale, expresa la situación en unos términos sombríos que presagian una amenaza permanente: «el SIDA permanecerá con nosotros durante el resto de la historia humana».

A pesar de las protestas de algunos activistas de la lucha contra el SIDA, la cantidad de información que desde entonces se ha reunido sobre el virus de la inmunodeficiencia humana y los avances realizados en la elaboración de una estrategia defensiva contra sus ataques son asombrosos. Asombroso ha sido, de hecho, la palabra empleada para describir la rapidez de los progresos alcanzados en el séptimo año de la pandemia. En 1988 Lewis Thomas, pionero en el ámbito de la inmunología, entre otras muchas aportaciones, escribía:

En el curso de una larga vida dedicada a observar la investigación biomédica, no he visto nada comparable al progreso que ya se ha realizado en los laboratorios que trabajan sobre el virus del SIDA. Teniendo en cuenta que la enfermedad sólo se conoce desde hace siete años y que su agente, el VIH, es uno de los organismos más complejos y desconcertantes de la tierra, lo que se ha logrado es asombroso.

Thomas continuaba señalando que ya en aquellos momentos los científicos sabían «más sobre la estructura del VIH, su composición molecular, comportamiento y células diana que sobre las de cualquier otro virus».

No sólo en el laboratorio sino también en el terreno de la terapia han aparecido signos alentadores: los pacientes viven más tiempo, los períodos sin síntomas son más largos, y su grado de bienestar está aumentando. Estos cambios van a la par del creciente conocimiento de las vías de transmisión mundiales y de medidas de salud pública más estrictas, así como de cambios sociales y de conducta que serán necesarios para alcanzar un control óptimo de la pandemia.

Gran parte del progreso se ha hecho gracias a la activa colaboración de las universidades, el gobierno y la industria farmacéutica. La formación de este trío constituye un fenómeno positivo en la biomedicina norteamericana, y su existencia debe mucho a las activas campañas llevadas a cabo por los grupos de lucha contra el SIDA, que al principio estaban formados casi exclusivamente por homosexuales. Los grupos de presión de los pacientes son un factor relativamente nuevo, y cada vez más poderoso, en la ecuación de la investigación biomédica. Debido tanto a los esfuerzos del lobby del SIDA como a las demandas de los médicos, aproximadamente el 10 por ciento del presupuesto de nueve mil millones de dólares de los National Institutes of Health se dedica ahora a la investigación del VIH. La Food and Drug Administraron de Estados Unidos, ha estado sometida a una presión constante para que suavizara la estricta normativa de evaluación de fármacos experimentales que con tanto esfuerzo había establecido. En ciertos aspectos, esto ha sido positivo; se ha concedido una aprobación condicional a los agentes terapéuticos que han demostrado suficiente efectividad en condiciones experimentales. Sin embargo, debe tenerse presente el peligro que supone relajar unas salvaguardias conseguidas con tantas dificultades, incluso en tiempos de epidemia.

Particularmente impresionante es la rápida serie de descubrimientos realizados poco después de que los Centers for Desease Control dieran la alarma. La publicación de varios casos de NPC en drogadictos por vía intravenosa (IV) no homosexuales a finales de 1981 indujo a pensar en la posibilidad de que el modo de difusión de la nueva enfermedad fuera semejante al de la hepatitis B, un virus habitual en ese grupo. Se supuso entonces que el agente causante de la enfermedad era un virus. Esta teoría se vio apoyada por un informe de los Center publicado en 1982, en el que se comunicaba que nueve casos del primer grupo de diecinueve pacientes del área de Los Angeles tenían en común el haber mantenido contactos sexuales con un mismo hombre, y estos nueve a su vez con otros cuarenta que se habían diagnosticado en diez ciudades distintas. El hallazgo confirmaba fuera de toda duda el carácter infeccioso y la transmisión sexual de la enfermedad.

A mediados de 1984 se había aislado el virus de la inmunodeficiencia humana, demostrándose que era el agente causante del SIDA, y ya se conocían sus modos de atacar al sistema inmunológico. Para entonces también se habían identificado los estragos clínicos de la enfermedad y se contaba con un test sanguíneo de diagnóstico. Mientras se hacían estos avances en el laboratorio y en la clínica, los epidemiólogos y especialistas en salud pública habían dilucidado la forma y dimensiones generales de la epidemia.

Al principio, hubo un escepticismo considerable en la comunidad científica ante la posibilidad de descubrir un fármaco capaz de combatir al virus mismo. Gran parte de la inquietud obedecía a lo que se iba conociendo sobre las características del microorganismo, especialmente el hecho de que sobrevive al integrarse en el propio material genético (ADN) del linfocito al que ataca. No sólo eso: se descubrió que el VIH puede esconderse en diversas células y tejidos, donde no sólo está protegido sino que también es difícil encontrarlo. Además, elude las reacciones de los anticuerpos con un asombroso ardid: la capa externa de un virus se compone de materiales proteicos y grasos, mientras que una bacteria está rodeada sobre todo por carbohidratos. La respuesta inmunológica se estimula mucho más rápidamente por las proteínas que por los carbohidratos. El VIH, sin embargo, recubre su envoltura proteica con carbohidratos, convirtiéndose en cierto modo en un virus con aspecto de bacteria. Esta insidiosa mascarada hace que la producción de anticuerpos sea menor. Como si todo esto no fuera suficiente, el VIH tiene gran capacidad de mutar, lo que le permite convertirse en un organismo diferente si la respuesta humoral o un nuevo fármaco antivírico consiguen superar los obstáculos a los que se enfrentan.

Considerados todos estos desafíos, más el hecho de que el VIH deshace la principal línea defensiva del cuerpo destruyendo los linfocitos en los que vive, había razón para el desánimo. Casi a la desesperada, los investigadores empezaron a realizar ensayos en el laboratorio con distintos fármacos que tenían posibilidades de acabar con el escurridizo virus. Conscientes de que la duplicidad del VIH impediría el rápido desarrollo de una vacuna que movilizara la propia inmunidad corporal para luchar contra el VIH, los científicos adoptaron la misma estrategia que habían empleado para combatir las infecciones bacterianas. Empezaron a investigar agentes farmacológicos que actuaran del mismo modo que los antibióticos, es decir, matando a los organismos infecciosos o impidiendo su reproducción sin apoyarse en el sistema inmunológico como primera línea defensiva.

Algunos de estos agentes habían sido desarrollados para otras necesidades y se habían descartado al comprobar que tenían una eficacia limitada. A medida que se fueron conociendo las características específicas del virus (especialmente desde que en 1984 se le pudo reproducir en una forma susceptible de ser utilizada en el laboratorio), fue posible centrar más la investigación de compuestos eficaces. En la primavera de 1985 se habían probado trescientos fármacos en el National Cáncer Institute, quince de los cuales detenían la reproducción del VIH en el tubo de ensayo. El más prometedor era un agente descrito como fármaco anticanceroso en 1978, cuya denominación química era 3-azido, 3-deoxy-timidina, o AZT (también llamado Zidovudina). El AZT se administró por primera vez a un paciente el 3 de julio de 1984 y se iniciaron los estudios clínicos a gran escala en doce centros médicos de Estados Unidos. En septiembre de 1986 había suficientes indicios de que el fármaco podía disminuir la frecuencia de las infecciones oportunistas y mejorar la calidad de vida de los pacientes de SIDA, por lo menos hasta que el virus mutara. Era la primera vez que se descubría una terapia efectiva contra los retrovirus, categoría a la que pertenece el VIH. Aunque el fármaco es muy caro y potencialmente tóxico, pronto se convirtió en la piedra angular del tratamiento del VIH. El descubrimiento de la efectividad del AZT promovió la investigación de otros agentes similares. El primero que se identificó fue la dideoxyinosina (ddl o didanosina), y se sigue investigando.

El desarrollo del AZT es sólo un ejemplo de los denodados esfuerzos que se requieren para combatir precozmente el VIH. Desde el principio la cantidad de información reunida es tal que algunas veces asombra a los no especialistas.

Poseemos un conocimiento cada vez más profundo de la biología molecular, mejores métodos de vigilancia y prevención, informes estadísticos constantemente actualizados, una mayor comprensión de la patología causada por los organismos oportunistas y, por suerte, nuevos medicamentos contra esos chacales infecciosos y los virus que les preceden.

No es fácil explicar o comprender el mecanismo por el que los numerosos invasores oportunistas destruyen el cuerpo de un adulto o un niño con SIDA. El infectado por el VIH y quienes le atienden se enfrentan a una serie de problemas tan desconcertantes que no se puede sino sentir humilde gratitud ante todo lo conseguido. Cuando un médico de mi generación acompaña a un equipo de médicos y enfermeras de SIDA en su ronda de visitas, sólo puede quedarse atónito ante lo mucho que saben estos expertos clínicos y en qué poco tiempo lo han aprendido. Cada paciente de la unidad tiene multitud de infecciones y a veces uno o dos cánceres; recibe de cuatro a diez medicamentos o más —Ismael García tomaba catorce— sin que haya ninguna seguridad sobre su respuesta o su toxicidad. Diariamente, y algunas veces con más frecuencia, se deben tomar decisiones sobre cada paciente en tratamiento (el área de SIDA, relativamente pequeña en mi hospital, tiene cuarenta camas, y siempre están ocupadas).

Como si no bastaran los enormes desafíos clínicos, las familias, desorientadas, esperan respuesta y consuelo; además, los médicos tienen que rellenar informes, revisar gráficos, ordenar pruebas, enseñar a los estudiantes, asistir a conferencias, mantenerse informados y, con frecuencia, escribir ellos mismos para las cada vez más numerosas publicaciones médicas. Y, siempre, la tarea más importante: atender a esos hermanos y hermanas abatidos por la enfermedad que, en los casos más graves, se hallan consumidos, febriles, edematosos y anémicos, buscando con la mirada alguna esperanza y la tácita promesa de alivio a su tormento, alivio que con demasiada frecuencia sólo llega con la muerte. Por más perseverancia y fuerza moral que muchos pacientes muestren frente a la certeza de su final, el despiadado proceso por el que pasan hasta morir siempre es desalentador.