VII
Accidentes, suicidio y eutanasia
En una conferencia sobre la inmortalidad del alma pronunciada en Harvard en 1904 y frecuentemente citada, William Osler afirmó que disponía de lo que describía como las fichas de la muerte de unas quinientas personas «con especial referencia a los tipos de muerte y a las sensaciones de los agonizantes». Según Osler, únicamente en noventa casos se evidenciaba dolor o angustia. De los quinientos casos, «la gran mayoría no presentaba signo alguno en un sentido ni en otro; igual que el nacimiento, la muerte era sueño y olvido». De acuerdo con la descripción de Osler, los moribundos sufren «delirios, pero inconstantes, generalmente se encuentran inconscientes y apáticos». Lewis Thomas va incluso más lejos: «Sólo he visto una vez muerte con agonía, en un paciente con rabia». En la época en que hicieron estas afirmaciones, Osler y Thomas estaban considerados (Thomas aún lo está) entre las autoridades médicas más respetadas.
Sin embargo, sus descripciones me dejan perplejo. He visto a demasiadas personas morir sufriendo, y a demasiadas familias atormentadas por la impotente vigilia que deben guardar en el lecho de muerte, como para pensar que mi observación clínica sea una deformación de la realidad. Los últimos días y semanas de mis pacientes, en proporción muy superior a la quinta parte citada por Osler, han estado colmados de sufrimientos, y yo los he presenciado. La diferente visión de Thomas quizá obedezca al hecho de que pasó la mayor parte de su carrera en un laboratorio de investigación; y la interpretación que Osler da a sus quinientos casos quizá refleje su conocida convicción de que el mundo es en realidad un lugar mucho mejor de lo que creemos y su celo como mentor universal de esa filosofía optimista. Independientemente de lo que motivara las declaraciones de estos dos compasivos eruditos médicos, debo decir, como en esos incómodos momentos en que aparentemente dudamos de nuestros propios dioses familiares, que estoy en respetuoso desacuerdo.
Pero es posible que en realidad no esté en desacuerdo. O quizás son Osler y Thomas los que discrepan de sus propias idealizaciones, pero no desean decirlo. Pudiera ser que ambos dieron por sentado lo que pretendían probar, y lo hicieron ingeniosamente. Al describir lo que, según ellos, es la ausencia de agonía en el moribundo, omiten convenientemente los acontecimientos que preceden inmediatamente a los días u horas finales de los que hablan tan tranquilizadoramente. En efecto, la hora misma en que se para el corazón suele ser tranquila si hay sedación profunda o el bendito alivio del coma terminal llega para poner fin a una lucha extenuante. Es cierto que muchos moribundos evitan de esta manera un tránsito atormentado; pero muchos otros sufren física y mentalmente casi hasta el último momento, o incluso en el último momento. El negarse a reconocer que la muerte puede ir precedida de un preludio de sufrimientos obedece a una delicada reticencia victoriana y, en el fondo, eso es lo que todos queremos oír. Pero si nos engañamos esperando paz y dignidad, la mayoría de nosotros morirá preguntándose que es lo que él, o su médico, ha hecho mal.
Osler tuvo un final tranquilo, pero con un coste de enorme sufrimiento, que hizo mella incluso en su naturaleza siempre jovial. Su última enfermedad le tuvo dos meses postrado en cama. Comenzó con síntomas que se atribuyeron en un primer momento a un resfriado, después a una gripe y después a una neumonía. Aunque soportó con valor los accesos de fiebre y los angustiosos ataques de tos, algunas veces le resultaba difícil tranquilizar a su esposa y convencer a sus apenados amigos de que su optimismo no decaía. Cuando su dolencia ya estaba avanzada, escribía en una carta a su antiguo secretario: «He pasado una época endemoniada —¡seis semanas en la cama!— con una bronquitis paroxística que no está en ninguno de tus libros, prácticamente sin síntomas; tos constante, primero un par de veces y luego verdaderos ataques como los de la tos ferina… Además, la otra noche, a las once, una pleuritis aguda. Una puñalada y luego fiebre, dolor al toser y al inspirar profundamente, pero doce horas después tuve un ataque de tos que arrancó todas las adherencias pleurales y con ello desapareció el dolor… Toda terapia bronquial es inútil, no hay nada que mis buenos médicos no hayan intentado conmigo, pero lo único que sirve de algo para controlar la tos son los opiáceos, un buen sorbo de la botella de paregóricos, o una hipodérmica de morfina».
Para entonces, incluso un espíritu tan animoso como el de Osler estaba flaqueando y perdiendo su capacidad de transmitir optimismo a quienes le rodeaban. Había sufrido dos operaciones con anestesia general para drenar el pus del tórax que sólo le habían procurado una leve mejoría. Su tormento le hizo desear la muerte que había descrito quince años antes, una muerte en la que se hallara «inconsciente y apático». Hacia el final, el valeroso Osler admitió que sus padecimientos se alargaban demasiado y su deseo de que acabara el sufrimiento: «Este maldito asunto se prolonga de una manera desagradable y, cerca ya de los setenta y un años, el puerto no está lejos».
Dos semanas más tarde murió, a los setenta años. Había vivido las tres veintenas y media prometidas por el Libro de los Salmos. Su neumonía no había sido la «enfermedad aguda, corta, con frecuencia no dolorosa» que había descrito mucho antes y, desde luego, no había cumplido su función como «amiga de los ancianos», puesto que casi con seguridad habría vivido saludablemente muchos más años si no hubiera segado su vida. De este modo, su muerte traicionó sus expectativas, como nos sucederá a la mayoría de nosotros.
En la mayor parte de los casos, la muerte no sobreviene limpiamente y sin padecimientos. Aunque muchas personas se queden «inconscientes y apáticas» al entrar en estado de coma; aunque algunos afortunados tengan la bendición de una muerte considerablemente tranquila, e incluso consciente, al final de una enfermedad penosa; aunque cada año muchos miles de personas caen muertas literalmente, tras un momento de malestar, y aunque algunas veces las víctimas de traumatismos y muertes súbitas reciban el don de no padecer dolores y el terror que les acompaña; aun admitiendo todas estas posibilidades, quienes mueren en condiciones tan favorables todos los días representan menos del 20 por ciento. Y aun para aquellos que alcanzan un cierto grado de serenidad durante el tránsito, el período de días o semanas que precede a la paulatina pérdida de la conciencia frecuentemente está colmado de penas y sufrimientos físicos.
En demasiadas ocasiones los pacientes y sus familias abrigan esperanzas que no se pueden cumplir. La muerte se vuelve entonces más difícil por la frustración y el desengaño que crea la actuación de una comunidad médica que no puede hacerlo mejor o, peor aún, que no lo hace mejor porque sigue luchando mucho después de que la derrota sea inevitable. Con la idea de que la gran mayoría de las personas mueren tranquilamente en cualquier caso, a veces se toman decisiones terapéuticas que, casi al final de la vida, conducen al enfermo, lo quiera o no, a una serie de padecimientos cada vez mayores, de los que no hay liberación: cirugía de utilidad dudosa y fuente probable de complicaciones, quimioterapia con serios efectos secundarios y respuesta incierta y prolongados períodos de cuidados intensivos cuando ya no sirven de nada. Es mejor saber cómo es la muerte, y es mejor elegir lo que con mayores garantías evite lo peor. Normalmente, lo que no se puede evitar, por lo menos puede mitigarse.
Por mucho que un individuo crea que ha llegado a convencerse de que no hay que temer a la muerte, no dejará de sentir miedo ante su enfermedad final. El conocimiento realista de lo que se puede esperar es la mejor defensa frente a los irrefrenables fantasmas del temor injustificado y la angustiosa sospecha de que no se están haciendo bien las cosas. Cada enfermedad es un proceso distinto que lleva a cabo su particular obra destructiva de acuerdo con unas pautas muy específicas. Cuando estamos familiarizados con las pautas de nuestra enfermedad, desarmamos nuestras fantasías. El conocimiento preciso de cómo mata una enfermedad sirve para librarnos de terrores innecesarios por los sufrimientos que quizá tengamos que soportar al morir. Podemos así estar mejor preparados para reconocer las fases en las que es necesario buscar asistencia o, dado el caso, empezar a pensar si no ha llegado el momento de terminar el viaje definitivamente.
Hay un tipo de muerte para el que apenas es posible prepararse, y quizá sea mejor así. La muerte violenta es la que más afecta, con mucho, a los jóvenes. A pesar de todas las advertencias, la juventud no presta atención a quienes recomiendan una toma de conciencia de los caminos que pueden conducir a la tumba. Ni tampoco se deja influir por las estadísticas; en Estados Unidos la causa principal de muerte de las personas menores de cuarenta y cuatro años son los traumatismos, definidos como lesiones o heridas físicas. De esta manera mueren cada año aproximadamente 150.000 norteamericanos de todas las edades; y quedan permanentemente discapacitados otros 400.000. En el 60 por ciento de los casos la muerte se produce dentro de las veinticuatro horas siguientes a las lesiones.
No es sorprendente que los accidentes de tráfico sean la fuente principal de traumatismos en nuestro país. Los automovilistas padecen el 35 por ciento de las lesiones más graves y los motociclistas el 7 por ciento. Los accidentes de tráfico por lo menos tienen la virtud de no ser intencionados en la inmensa mayoría de los casos. No sucede lo mismo con las heridas de bala (que representan el 10 por ciento de todos los traumatismos importantes) y las puñaladas (que alcanzan un porcentaje casi igual). Entre el 7 y el 8 por ciento de los traumatismos tienen por víctima a los peatones, y un 17 por ciento adicional son resultado de caídas, que afectan con tanta frecuencia a los muy ancianos como a los muy jóvenes. El 15 por ciento de los traumatismos graves restantes tienen causas diversas que abarcan desde los accidentes laborales a los choques de bicicletas y diferentes lesiones debidas a tentativas de suicidio.
A finales del verano de 1899, un agente inmobiliario de 68 años, que irónicamente se llamaba Henry Bliss[4] murió en Nueva York al ser atropellado por un automóvil en el momento en que se bajaba del tranvía, adquiriendo así la dudosa distinción de ser la primera víctima de un accidente de tráfico de nuestro país. Desde entonces casi tres millones de norteamericanos han muerto por esta causa. El factor más importante en estas muertes (su compañero de viaje, por decirlo así) ha sido el alcohol, que interviene aproximadamente en la mitad de las muertes por accidente de tráfico. Un tercio de los muertos fueron víctimas del exceso de alcohol de otra persona.
Tras afirmar que la muerte individual es un elemento necesario e inherente a la pauta de la continuidad biológica, quiero añadir aquí la evidente aclaración de que la naturaleza no necesita ayuda. Sus propias manipulaciones de las células hacen innecesario y, en último término, contraproducente, que nos matemos unos a otros masivamente y a nosotros mismos. Los traumatismos roban a la especie su descendencia e interrumpen el ciclo establecido de renovación y mejora. La muerte traumática de un ser humano no sirve a ningún propósito útil. Es tan trágica para la especie como para la familia que deja atrás.
¡Qué irónico es que en nuestra sociedad se dedique tan poco esfuerzo biomédico a la prevención y el tratamiento de las heridas! Sólo recientemente se ha reconocido que la violencia es un importante problema de la sanidad en Estados Unidos, que el número de muertes per cápita debidas a armas de fuego es en nuestro país siete veces mayor que en el Reino Unido; que la tasa de suicidios, la cara más sombría de la violencia, se ha duplicado entre los niños y adolescentes en los últimos treinta años, y el aumento se debe casi por completo a las armas de fuego. El suicidio es ahora la tercera causa de muerte en esos grupos de edad.
Hay quien sostiene con argumentos convicentes que en realidad hay muchos más casos de suicidio, que las estadísticas no incluyen esa forma solapada de conducta gradualmente autodestructiva que algunos denominan «suicidio habitual crónico»: drogas, alcohol, conducción imprudente, hábitos sexuales peligrosos, pertenencia a bandas y demás formas con las que la juventud desafía las normas de la sociedad. El suicidio habitual crónico no sólo cercena vidas desde el punto de vista cuantitativo, sino también cualitativo. Nos priva al resto de nosotros de los talentos, la pasión y, en consecuencia, de las aportaciones a la sociedad que podrían haber realizado esas vidas malogradas, con frecuencia mucho antes de que efectivamente se hayan perdido. Tales pérdidas son inconmensurables y corroen poco a poco los extremos del tejido social de nuestra civilización.
Se ha empleado el término trimodal para designar los tres momentos en que puede sobrevenir la muerte por traumatismo: muerte inmediata, precoz y tardía. La «muerte inmediata» es la que tiene lugar a los pocos minutos de la lesión. Incluye más de la mitad de todas las muertes por traumatismo y siempre es resultado de una lesión en el cerebro, médula espinal, corazón o un vaso sanguíneo principal. El proceso fisiológico es el daño cerebral masivo o la exsanguinación.
«Muerte precoz» es la que se produce en las horas siguientes a la lesión. La causa habitual es una herida en la cabeza, pulmones u órganos abdominales, con hemorragia en esas áreas. La muerte puede sobrevenir por lesión cerebral, pérdida de sangre, dificultades respiratorias. Independientemente del período de tiempo transcurrido, aproximadamente un tercio de todas las muertes por traumatismo se deben a una lesión cerebral y otro tercio a hemorragias. Aunque en el caso de «muerte inmediata» no hay posibilidad de intervención médica, las vidas de muchos pacientes pertenecientes a la categoría «precoz» pueden salvarse si reciben tratamiento con prontitud. Aquí es donde la rapidez del transporte, la competencia del equipo de traumatología y una sala de urgencias bien dotada resultan decisivas. Se ha calculado que cada año mueren 25.000 norteamericanos porque tales recursos no están disponibles para todos. Los conflictos armados en que ha intervenido este país demuestran la importancia de un sistema de transporte rápido. En cada una de nuestras cuatro últimas guerras importantes el aumento del saber médico fue acompañado de una evacuación cada vez más rápida. Como resultado, las tasas de mortalidad disminuyeron enormemente de una guerra a la siguiente.
«Muerte tardía» se refiere a la que se produce días o semanas después de la lesión. Aproximadamente el 80 por ciento están causadas por complicaciones infecciosas o por insuficiencia pulmonar, renal o hepática. Las víctimas sobreviven a la hemorragia inicial o al traumatismo craneal pero con frecuencia sufren lesiones en otros órganos, tales como perforación intestinal, rotura de bazo o hígado, o quizá una lesión contusa en el pulmón. A menudo es necesario intervenir quirúrgicamente para detener una hemorragia, impedir una peritonitis o reparar un órgano dañado, que a veces hay que extirpar en la intervención. Muchos pacientes, en vez de recuperarse sin complicaciones, empiezan a tener fiebre al cabo de unos días, con altas cifras de leucocitos en sangre y parte del volumen sanguíneo tiende a estancarse en lugares inadecuados del cuerpo, tales como los vasos sanguíneos del intestino, perdiéndose así para la circulación general. Todos estos procesos son característicos de la infección generalizada o septicemia que cada vez se vuelve más resistente a los antibióticos y a otros tratamientos farmacológicos.
Si el origen de la septicemia está en un absceso o incisión postoperatoria infectada, el drenaje quirúrgico normalmente solucionará el problema y permitirá la recuperación del paciente. Sin embargo, suele ocurrir que no haya ningún absceso y los síntomas se agraven. Al final de la primera semana después del traumatismo empieza a manifestarse una insuficiencia respiratoria bajo forma de edema pulmonar y un proceso con las características de la neumonía, lo que da lugar a una reducción de la oxigenación de la sangre. El pulmón es uno de los primeros afectados por la septicemia, pero no tardan en seguirle el hígado y los ríñones. Se piensa que esta evolución constituye una reacción inflamatoria a la presencia en la sangre de distintos microbios y otros invasores que generan sustancias tóxicas. Puede tratarse de bacterias, virus, hongos e incluso restos microscópicos de tejidos muertos. Cuando se logra identificar los microbios, el origen de éstos suele estar en el tracto urinario, siguiéndole en frecuencia los tractos respiratorio y gastrointestinal. En muchos casos se originan en las heridas quirúrgicas y en la piel. En respuesta a la presencia de toxinas en la circulación, parece que el pulmón y los demás órganos crean y liberan ciertas sustancias químicas que tienen un efecto nocivo sobre los vasos sanguíneos, órganos e incluso células, incluidas las de la sangre. Las células tisulares pierden su capacidad de extraer el suficiente oxígeno de la hemoglobina al tiempo que reciben menos hemoglobina por haberse reducido la circulación. Estos fenómenos se parecen tanto al cuadro clásico de shock cardiogénico o hipovolémico que su efecto global se llama shock séptico. Si el shock séptico no responde al tratamiento, los órganos vitales fallan uno tras otro.
El shock séptico no sobreviene sólo a las víctimas de traumatismos. Se produce en distintas enfermedades en las que los mecanismos de defensa del paciente están deteriorados. De hecho, con frecuencia es el factor terminal de la diabetes, el cáncer, la pancreatitis, la cirrosis y las quemaduras importantes, y la tasa de mortalidad entre sus víctimas es del 40 al 60 por ciento. El shock séptico es la principal causa inmediata de muerte en las unidades de cuidados intensivos en Estados Unidos, causando de 100.000 a 200.000 muertes cada año.
Una vez que el pulmón ha perdido parte de su capacidad para oxigenar la sangre y que la circulación disminuye a causa de un miocardio desfalleciente y del estancamiento de la sangre en los vasos del intestino, varios órganos empiezan a mostrar los efectos de la disminución del riego. La función cerebral se reduce; el hígado pierde parte de su capacidad de producir algunas de las sustancias que el organismo necesita y de destruir las que no necesita. La insuficiencia hepática agrava a su vez el debilitamiento concomitante del sistema inmunológico y la reducción en la producción de sustancias antiinfecciosas. Al mismo tiempo, la disminución del flujo sanguíneo al riñón impide que filtre eficazmente y da lugar a una producción inadecuada de orina y a una uremia cada vez más grave, lo que equivale a favorecer la presencia de productos tóxicos en la sangre.
Estos procesos pueden complicarse por la destrucción de las células epiteliales del estómago y el intestino, lo que da como resultado úlceras y hemorragias. El shock, la insuficiencia renal y la hemorragia gastrointestinal frecuentemente preludian el final de las víctimas del síndrome de fallo postraumático multiorgánico. Dicho de otra manera, el fallo de varios órganos es la última fase de la septicemia y, en consecuencia, constituye el final de muchos pacientes cuyo proceso primario puede haber sido un traumatismo o alguna de las enfermedades más «naturales» de la humanidad. Todas las características del síndrome parecen causadas por los efectos de las toxinas sobre los distintos sistemas del cuerpo. En todos los casos, el desenlace depende del número de órganos que sucumban al asalto. A partir de tres, la tasa de mortalidad se acerca al cien por cien.
Todo el proceso normalmente dura dos o tres semanas, y algunas veces más. En uno de mis pacientes, la septicemia a consecuencia de una pancreatitis se prolongó durante meses mientras nosotros —cirujano, médicos asesores, anestesistas, residentes, enfermeras y técnicos— recurrimos en vano a todas las técnicas de diagnóstico y terapéuticas de que disponíamos en nuestro hospital universitario para intentar detener la inevitable insuficiencia de órganos sucesivos.
Es terriblemente duro presenciar los padecimientos de las víctimas del shock séptico. Las últimas fases de su vida siguen una pauta predecible. En primer lugar se presenta la fiebre, el pulso se acelera y se producen dificultades respiratorias, o por lo menos signos de una oxigenación inadecuada detectables en un análisis de sangre. Se coloca un tubo endotraqueal para facilitar la respiración, pero pronto se constata que no se consigue una mejoría sustancial. Si el paciente no está ya sedado, su nivel de conciencia comienza a fluctuar por sí mismo. Se hacen TACs, ecografías, numerosos análisis de sangre y cultivos tratando de hallar, con frecuencia en vano, algún foco de infección que se pueda tratar. En torno a la cama se forman grupos de especialistas que auscultan, discuten y, de forma general, contribuyen a la creciente atmósfera de incertidumbre. El paciente es trasladado de la unidad de cuidados intensivos a la de radiología y viceversa, según la técnica de imagen que se emplee, para localizar una bolsa de pus o una zona de inflamación. Cada cambio de la cama a la camilla o al contrario se convierte en un ejercicio logístico de desenredo de tubos y cables. Los ánimos y planes de la familia y del equipo médico cambian con cada nuevo informe que llega del laboratorio, pero al angustiado paciente sólo se le comunican los que son favorables, siempre que todavía pueda comprender su significado. Se inician tratamientos con antibióticos, se cambian, se interrumpen con la esperanza de que aparezca algún germen que pueda ser tratado en el torrente sanguíneo, y luego se reinician; ahora bien, en las víctimas de fallos multiorgánicos, los cultivos de sangre en el laboratorio sólo dan positivo en el 50 por ciento de los casos.
Aparecen diversas alteraciones en la sangre, pudiéndose inhibir el mecanismo de coagulación hasta el punto de producirse hemorragias espontáneas. El fallo hepático algunas veces origina una ictericia, al tiempo que el riñón empieza a mostrar los primeros síntomas graves de un deterioro progresivo. Se puede intentar la diálisis para ganar tiempo si aún queda alguna esperanza de recuperación. Para entonces, o quizá antes, si el desesperado paciente todavía es capaz de organizar sus pensamientos, comienza a preguntarse si lo que puede hacerse por él vale realmente la pena como para justificar lo que se le está haciendo. Aunque no lo sepa, sus médicos han comenzado a preguntarse lo mismo.
Sin embargo, nadie abandona porque la batalla aún no está perdida. Pero durante todo este tiempo ha ocurrido algo que ha pasado inadvertido. A pesar de sus buenas intenciones, los miembros del equipo han comenzado a perder interés por la persona cuya vida están intentando salvar por todos los medios. Se ha puesto en marcha un proceso de despersonalización. El paciente es cada día menos un ser humano y más un complicado desafío de cuidados intensivos que está poniendo a prueba el genio de algunos de los más brillantes y agresivos guerreros clínicos del hospital. Para la mayoría de las enfermeras y algunos de los médicos que le conocían antes de la septicemia aún queda algo de la persona que era (o puede haber sido), pero para los superespecialistas consultados que evalúan las últimas trazas moleculares de su consumida vitalidad, él es un caso, y un caso fascinante en ese momento. Doctores que tienen treinta años menos que él le llaman por su nombre de pila, lo que de todas formas es mejor que ser llamado por el nombre de una enfermedad o por el número de una cama.
Si al moribundo le queda algo de suerte, al llegar este momento ya no es consciente del drama del que es protagonista. Ha pasado del embotamiento a la mínima capacidad de respuesta o incluso al coma, algunas veces de forma espontánea, a medida que fallan sus órganos, y otras con ayuda de los narcóticos y demás medicaciones. Su familia ha conocido sucesivamente la inquietud, la angustia y finalmente la desesperanza.
No sólo a la familia, sino también a las enfermeras y a los médicos que han estado con el moribundo desde el principio empieza a afectarles la zozobra de una batalla que empiezan a ver perdida. Comienzan a cuestionarse el proceso mismo por el que ellos y el enjambre de consultores toman decisiones terapéuticas o deciden seguir, cada vez con más desesperación, otra pista del diagnóstico, aunque no sea prometedora. Se atormentan al darse cuenta con creciente claridad de que están agravando el sufrimiento de un ser humano para mantener viva una mínima esperanza de recuperación; los médicos más introspectivos se enfrentan entonces a ese aspecto de su motivación que es el placer de resolver el enigma y alcanzar la gloriosa victoria en el último minuto, cuando la partida parece perdida.
Esta separación del paciente lleva poco a poco a algunos miembros del equipo a un acercamiento a la familia, como si se produjera una transferencia de empatía durante las largas semanas de vigilia. Especialmente cuando se acerca el final, la atención que el moribundo ya no puede percibir se dedica a quienes han empezado a llorarle. Rara vez hay despedidas en las unidades de cuidados intensivos; el único consuelo será el cálido abrazo de una enfermera o las comprensivas palabras de un médico.
Por último, incluso los que han sido incapaces de rendirse, incluso ellos, sienten el alivio que acompaña el final de un largo sufrimiento. He visto a veteranas enfermeras llorar abiertamente al morir un paciente de la unidad de cuidados intensivos; he visto a cirujanos maduros volver la cara para que sus colegas más jóvenes no les vieran las lágrimas. Más de una vez me ha fallado la voz, y también el espíritu, al ir a pronunciar las palabras que tenía que decir.
Por supuesto, tales escenas no se restringen a las UCIs; ocurren también en las salas generales y en las de urgencia. Muy pocos son los que, entre todos los que asisten a los enfermos, pueden presenciar desapasionadamente la muerte prematura por enfermedad o por violencia no provocada. Pero cuando la muerte prematura es resultado de la autodestrucción, crea un estado de ánimo completamente diferente, y ese estado de ánimo no es desapasionado. En un libro sobre las formas de morir, la propia palabra suicidio parece una digresión desconcertante. Es como si nos separásemos del suicida igual que éste se siente separado del resto de nosotros cuando contempla el destino que está a punto de elegir. Apartado de todos y solo, se ve abocado a la tumba porque parece que no hay otro sitio adonde ir. Para todos los demás su decisión es incomprensible.
He visto mi propia actitud hacia la autodestrucción reflejada en la respuesta de mi hija mayor. Mi esposa y yo habíamos ido a la ciudad donde ella estaba terminando sus estudios porque pensábamos que debíamos estar a su lado cuando recibiera la noticia de que una amiga suya a la que admiraba particularmente se había suicidado. Se lo dijimos tan suavemente como pudimos, al principio omitiendo los pocos detalles que conocíamos. Fui yo quien habló y se lo dije en dos o tres frases. Cuando terminó nos miró con incredulidad por unos instantes mientras las lágrimas empezaban a resbalar por sus mejillas enrojecidas. Entonces, en un estallido de rabia y dolor, exclamó: «¡Esa estúpida!, ¿cómo ha podido hacer una cosa así?». Y después de todo, esa es la cuestión. ¿Cómo pudo hacer eso a su familia y a todos los que la necesitaban? ¿Cómo pudo hacer una barbaridad así una muchacha tan inteligente y dejar que la perdiéramos? No hay sitio para este tipo de cosas en un mundo ordenado; nunca deberían suceder. ¿Por qué habría de suicidarse esta joven, a la que todos queríamos, sin consultar a nadie?
Tales cosas parecen inexplicables a quienes han conocido al suicida, pero para el personal médico que ve el cuerpo sin vida por primera vez, es necesario considerar otro factor que impide la compasión. Hay algo en el suicidio que resulta tan desconcertante para aquellos que dedican sus vidas a luchar contra la enfermedad que tiende a disminuir o incluso a eliminar la empatía. Sea porque se sienten desconcertados y frustrados por ese acto, o irritados por su inutilidad, no parecen apenarse mucho ante el cadáver de un suicida. He tenido la experiencia de ver algunas excepciones, pero pocas. Puede impresionar, incluso despertar lástima, pero rara vez provoca la conmoción que produce una muerte no escogida.
Quitarse la vida es casi siempre un error. Sin embargo, hay dos circunstancias en las que quizá no sea así; se trata de las dolencias insoportables de una vejez incapacitante y de los últimos estragos de una enfermedad terminal. En esta última frase lo importante no son los sustantivos, son los adjetivos los que reclaman nuestra atención, porque constituyen la esencia del problema y no admiten compromisos ni evasivas: insoportables, incapacitante, últimos y terminal.
Durante su larga vida, Séneca, el gran orador romano, dedicó mucho tiempo a pensar en la vejez:
No renunciaré a la vejez mientras deje intacta la mejor parte de mí. Pero si empieza a debilitar mi mente, si destruye mis facultades una por una, si no me deja vida sino aliento, abandonaré este pútrido y vacilante edificio. No huiré con la muerte de la enfermedad mientras ésta se pueda curar y deje mi mente intacta. No levantaré la mano contra mí mismo a causa del dolor, porque morir así es dejarse vencer. Pero sé que si debo sufrir sin esperanza de alivio partiré, no por miedo al propio dolor, sino porque me impide todo aquello por lo que viviría.
Estas palabras son tan eminentemente razonables que pocas personas estarían en contra de que el suicidio apareciera entre las opciones que los ancianos habrían de considerar a medida que los días se hacen más difíciles, por lo menos aquellos a quienes no se lo impidieran sus convicciones personales. Quizás la filosofía expresada por Séneca explique el hecho de que en Estados Unidos los varones blancos ancianos se quitan la vida en una proporción cinco veces superior a la media nacional. ¿No es éste el «suicidio racional» tan enérgicamente defendido en las revistas especializadas de deontología y en las páginas de opinión de nuestros diarios?
Creemos que no. El fallo en el argumento de Séneca constituye un llamativo ejemplo del error que vicia prácticamente cada discusión actual sobre el tema del suicidio: una proporción muy grande de los ancianos qué se suicidan lo hacen porque sufren una depresión completamente remediable. Con el tratamiento adecuado desaparecería esa opresiva desesperanza que les nubla la razón y se darían cuenta de que el edificio no se tambalea tanto como pensaban y que la esperanza de alivio es más realista de lo que creían. Más de una vez he visto a un anciano potencialmente suicida salir de la depresión y he redescubierto en él a un amigo lleno de vitalidad. Cuando estos hombres y mujeres recobran una visión de la realidad menos desalentadora, su soledad les parece menos radical y su dolor más soportable porque la vida vuelve a ser interesante y se dan cuenta de que hay personas que les necesitan.
Todo esto no quiere decir que no haya situaciones en que las palabras de Séneca no merezcan tenerse en cuenta. Pero en ese caso, su doctrina debe ser objeto de consultas y asesoramiento, y madurar a lo largo de un período de reflexión. La decisión de terminar con la vida propia debe de ser tan defendible ante aquellos cuyo respeto buscamos como ante nosotros mismos. Sólo entonces se puede considerar la muerte como un fin.
De acuerdo con esto, el suicidio de Percy Bridgman fue prácticamente irreprochable. Bridgman fue un profesor de Harvard que obtuvo el Premio Nobel en 1946 por sus estudios sobre la física de las altas presiones. A la edad de setenta y nueve años, y con cáncer en fase terminal, siguió trabajando mientras pudo. Se encontraba en su casa de verano, en Randolph, New Hampshire, cuando terminó el índice de los siete volúmenes de sus obras completas, lo envió a Harvard University Press y se pegó un tiro el 20 de agosto de 1961, dejando una nota en la que resumía una controversia que desde entonces ha enfrentado diversas posturas en la deontología médica: «Es inadmisible que la sociedad obligue a un hombre a hacer esto. Probablemente, hoy es el último día en que sea capaz de hacerlo por mí mismo».
Cuando murió, Bridgman parecía absolutamente convencido de que estaba haciendo la elección correcta. Trabajó hasta el último día, ató los cabos sueltos y ejecutó su plan. No estoy seguro de hasta qué punto buscó el consejo de otras personas, pero desde luego no había ocultado su decisión a sus amigos y colegas, pues hay testimonios de que por lo menos había informado a alguno de ellos con anterioridad. Había llegado a sentirse tan enfermo que no estaba seguro de por cuanto tiempo sería capaz de reunir las fuerzas necesarias para llevar a cabo su férrea resolución.
En su mensaje final, Bridgman deploraba la necesidad de tener que proceder sin ayuda. Un colega recuerda una conversación en la que Bridgman dijo: «Me gustaría aprovechar la situación en que me encuentro para establecer un principio general; es decir, que cuando el final sea tan inevitable como ahora me lo parece a mí, el individuo tenga el derecho de pedir al médico que lo provoque él directamente». Si hubiera que resumir en una sola frase la batalla en la que ahora nos encontramos todos, es ésta.
No hay ningún análisis actual del suicidio, al menos que haya sido escrito por un médico, que pueda sortear la cuestión de la ayuda a morir que el médico pueda prestar a sus pacientes. La palabra crucial en esta frase es pacientes, no sólo individuos, sino pacientes, y concretamente los pacientes a quienes el médico tendría que ayudar. El gremio de Hipócrates no debería desarrollar una nueva especialidad de especialistas de la muerte, a quienes oncólogos, cirujanos y demás médicos con problemas de conciencia pudieran enviar a aquellos que desearan abandonar este mundo. Por otra parte, todo debate sobre la participación de los médicos debe ser bien recibido, si saca a la luz una práctica silenciada que ha existido desde que Esculapio estaba en pañales.
El suicidio, especialmente esta forma que se debate ahora, se ha puesto de moda últimamente. Hace siglos, quienes se quitaban la vida eran considerados, en el mejor de los casos, culpables de un crimen contra sí mismos; en el peor, su crimen era un pecado mortal. Ambas actitudes están implícitas en las palabras de Immanuel Kant: «El suicidio no es abominable porque lo prohíba Dios; Dios lo prohíbe porque es abominable».
Pero hoy las cosas son diferentes; con la ayuda, y quizá el aliento de los autodesignados consejeros sobre los límites del sufrimiento humano tenemos una nueva actitud ante el suicidio. En la prensa sensacionalista y en las revistas, los actos de los suicidas que cumplen determinadas condiciones se celebran con homenajes como los que se suelen reservar a los héroes de la Nueva Era, y eso es en lo que parece que se han convertido algunos de ellos. En cuanto a los ídolos de nuestro tiempo, médicos o no, que les asisten, se nos invita a asistir al espectáculo de esos notorios buhoneros de la muerte exponiendo gustosamente sus filosofías en las tertulias de televisión.
En 1988 apareció en el Journal of the American Medical Association el relato de un joven ginecólogo en prácticas que, en las breves horas de una noche, asesinó —asesinato es la única palabra adecuada— a una mujer de veinte años enferma de cáncer porque le pareció bien interpretar su petición de ayuda como una petición de muerte que sólo él podía dispensar. Su método fue inyectar una dosis de morfina intravenosa por lo menos dos veces superior a la recomendada y quedarse allí hasta que su respiración «se hizo irregular, y luego cesó». El hecho de que el autoproclamado libertador nunca hubiese visto a su víctima no le impidió ni ejecutar su errada misión misericordiosa, ni publicar sus pormenores, imbuido de una ofensiva seguridad sobre su sabiduría. Hipócrates se estremeció, y sus herederos vivos lloraron en su interior.
Si los médicos americanos no tardaron en condenar unánimemente la conducta del joven ginecólogo, tres años más tarde respondieron de modo muy diferente en un caso completamente distinto. Un internista de Rochester, Nueva York, expuso en el New England Journal of Medicine que había facilitado a sabiendas el suicidio de una paciente a la que identificaba sólo como Diane, prescribiéndole los barbitúricos que le había pedido. Diane, con un hijo en la universidad, había sido paciente del Dr. Timothy Quill durante mucho tiempo. Tres años y medio antes le había diagnosticado un tipo de leucemia especialmente grave, y la enfermedad había avanzado hasta el punto de que «los dolores óseos, la debilidad, la fatiga y la fiebre comenzaron a dominar su vida».
En lugar de aceptar la quimioterapia, que tenía pocas probabilidades de detener el mortal ataque del cáncer, Diane había manifestado al Dr. Quill y a sus asesores al comienzo de su enfermedad que, mucho más que la muerte, temía la debilidad que le iba a causar el tratamiento y la pérdida de control de su cuerpo. Lenta, pacientemente, con singular compasión y la ayuda de sus colegas, Quill llegó a aceptar la decisión de Diane y la validez de sus razones. El proceso por el que él reconoció gradualmente que debía ayudarla a adelantar su muerte es un ejemplo de los lazos humanos que pueden existir y estrecharse entre un médico y un paciente terminal que, con plenas facultades mentales y después de consultar a otras personas, escoge racionalmente su forma de morir. Para quienes su concepción del mundo les permite esta opción, el modo en que el Dr. Quill abordó el espinoso problema del consentimiento (expuesto en un libro sincero y sensato, publicado en 1993) puede convertirse en un punto de referencia de la ética médica. Asimismo, los médicos como el joven ginecólogo y los inventores de máquinas para el suicidio tienen mucho que aprender de las Diane y los Timothy Quill.
Quill y el ginecólogo representan los dos enfoques diametralmente opuestos que dominan las discusiones sobre el papel del médico cuando el paciente desea que le ayude a poner fin a sus días; son el ideal y el que es de temer. Ha habido acalorados debates, y espero que los siga habiendo, sobre la postura que deben tomar la comunidad médica y otros interesados, pues los matices de opinión son numerosos.
En Holanda se han trazado pautas para la eutanasia por consenso general que permiten que se facilite la muerte a pacientes con plenas facultades mentales y perfectamente informados en determinadas circunstancias estrictamente reguladas. El método usual es que el médico induzca un profundo sueño con barbitúricos y después inyecte un paralizante muscular para causar el cese de la respiración. La Iglesia Reformada Holandesa ha adoptado una postura, descrita en su publicación Euthanasie en Pastoraat, que no se opone a la terminación voluntaria de la vida cuando la enfermedad la hace intolerable. La elección misma de las palabras revela el cuidado que ha puesto para diferenciar entre ésta y el suicidio normal o zelfmoord, literalmente «asesinato de uno mismo». Ha introducido un nuevo término para referirse a la muerte en las circunstancias de la eutanasia: zelfdoding, que podría traducirse como «darse muerte voluntariamente uno mismo».
Aunque esta práctica sigue siendo oficialmente ilegal en Holanda, no se ha procesado a ningún médico mientras se haya mantenido dentro de las pautas establecidas [5]. Éstas consisten en la petición reiterada y voluntaria de poner término a graves sufrimientos mentales y físicos que sean resultado de una enfermedad incurable sin otra perspectiva de alivio. Es necesario que todas las opciones alternativas hayan sido agotadas o rechazadas. El número de pacientes que mueren por eutanasia es aproximadamente de 2300 al año en una nación de unos 14,5 millones de habitantes, lo que representa el 1 por ciento de todas las muertes. Con mucha frecuencia se lleva a cabo en el domicilio del paciente. Es interesante resaltar que la gran mayoría de las peticiones son rechazadas por los médicos porque no cumplen los criterios requeridos.
Implicación personal: ése es el meollo de la cuestión. Los médicos de familia que hacen las visitas domiciliarias son los que principalmente facilitan la asistencia médica en Holanda. Cuando un enfermo terminal pide la eutanasia o ayuda para suicidarse, no es probable que acuda en busca de consejo a un especialista o a un experto en la muerte. Lo probable es que el médico y el paciente se conozcan desde hace años, como sucedía con Timothy Quill y Diane, e incluso entonces es obligatorio consultar a otro médico que verifique el caso. La duración y el carácter de la relación de Quill con Diane debieron desempeñar un papel decisivo en la decisión de no declararle culpable que tomó el tribunal de Rochester en julio de 1991.
En Estados Unidos, y en los países democráticos en general, la importancia de exponer públicamente los diferentes puntos de vista no radica en la probabilidad de que se llegue a alcanzar un consenso estable, sino más bien en el reconocimiento de que esto no es posible. Al estudiar los matices de opinión expresados en tales discusiones nos hacemos conscientes de consideraciones necesarias a la hora de tomar decisiones a las que quizá nunca habríamos llegado reflexionando introspectivamente. A diferencia de los debates, que pertenecen al terreno público, las decisiones siempre se toman realmente en la reducida e impenetrable esfera de la conciencia personal. Y así es exactamente como debe ser.
En este debate se ha inmiscuido una organización llamada Hemlock Society (Sociedad Cicuta). Estas páginas no son un foro para criticar el modo problemático con que este bienintencionado grupo de autoayuda, formado en general por personas inteligentes, ha afirmado públicamente la validez de la decisión de suicidarse de personas que pudieran tener el juicio disminuido. Tampoco es mi intención airear mi desdén por la forma engañosa con que el fundador de la Hemlock Society, Derek Humphry, se ha presentado ante la atención general de los medios de comunicación durante la promoción de su imprudente libro de recetas mortales Final Exit (Última salida). Pero hay que guardarse de hacer un juicio definitivo sobre Final Exit sin conocer un dato sorprendente: una encuesta llevada a cabo en 1991 por los Centros de Control de las Enfermedades del gobierno de Estados Unidos, reveló que el 27 por ciento de los 11.631 estudiantes universitarios consultados había «considerado seriamente» la posibilidad de suicidarse el año anterior y que uno de cada 12 lo había intentado. Se sabe que más de medio millón de jóvenes norteamericanos intentan el suicidio cada año, sin contar el numeroso grupo anónimo de aquellos cuyos intentos no salen a la luz.
En junio de 1992, en una carta al Journal of the American Medical Association, dos psiquiatras del Centro de Estudios de la Infancia de Yale advertían: «Con sus espeluznantes ejemplos, explícitas instrucciones y decidida apología del suicidio, Final Exit puede tener un efecto especialmente pernicioso sobre los adolescentes, que con su alta tasa de tentativas de suicidio y de suicidios consumados, parecen susceptibles de dejarse influir por los modelos y los factores culturales que glorifican o desestigmatizan el suicidio».
La depresión, el abatimiento cíclico de los enfermos crónicos y la fascinación que ejerce la muerte sobre algunos sectores de nuestra sociedad no son justificaciones suficientes para enseñar a las personas a matarse, ayudarlas a hacerlo o dar la bendición a ese acto. Nadie cuyas facultades mentales se hallen disminuidas está en condiciones de tomar una decisión trascendental sobre la terminación de la propia vida; en ese punto no hay desacuerdo, ni siquiera entre los éticos que defienden más persuasivamente el concepto que últimamente se conoce como «suicidio racional». Como ha señalado el doctor Quill, el manual de la muerte de Derek Humphry no resuelve de ninguna manera «las profundas incertidumbres morales, éticas y personales que suscita sobre el significado de la eutanasia y el suicidio asistido». Como con todos los temas relacionados con la vida humana no hay una respuesta universal, pero sí debería haber una actitud universal de tolerancia e investigación. Quizá sería demasiado pedir que también hubiera un método universal de toma de decisiones más detallado que las pautas ya descritas. Mientras no dispongamos de uno mejor, puede servir el del doctor Quill: empatía, discusión calmada, consultas, preguntas y contraste de posturas.
Aunque la filosofía de Humphry sea condenable, su método no lo es. La ya conocida técnica de tragar una buena cantidad de somníferos inmediatamente antes de meter la cabeza en una bolsa de plástico y cerrarla herméticamente funciona tan bien como afirma Humphry, aunque no sea exactamente por el mecanismo fisiológico que él describe. Como la bolsa es pequeña, el oxígeno se gasta rápidamente, mucho antes de que el dióxido de carbono respirado varias veces tenga algún efecto significativo. Rápidamente sobreviene el fallo cerebral, pero lo que realmente origina la muerte es que el bajo nivel de oxígeno sanguíneo enseguida reduce la velocidad del corazón hasta que se detiene por completo y, con él, la circulación. Puede haber algunos síntomas de insuficiencia cardíaca aguda al disminuir el ritmo de la contracción ventricular, pero esta incidencia apenas tiene consecuencias porque la muerte sobreviene con una eficacia considerable. Aunque podría pensarse que habría convulsiones terminales o vómitos dentro de la bolsa, al parecer esto sólo ocurre, si acaso, en raras ocasiones. El Dr. Wayne Carver, Jefe de Forenses del Estado de Connecticut, ha visto suficientes suicidios de este tipo como para asegurarme que sus caras no están azules ni hinchadas. De hecho, parecen completamente normales; sólo que muertas.
Cada año se suicidan unos treinta mil norteamericanos y la mayoría son adultos jóvenes. Por supuesto, esta cifra se refiere a aquellas muertes que se pueden atribuir con cierta seguridad a un acto voluntario. El estigma que aún conlleva el suicidio es suficiente para que las familias, y los propios suicidas, encubran con frecuencia las circunstancias de la muerte. A veces se recurre a un médico comprensivo para que ponga otra causa de la muerte en el certificado de defunción. Los varones ancianos, como indicábamos antes, tienen la tasa más alta de suicidios, pues sucumben a la angustia de la enfermedad y la soledad, y son particularmente proclives a la depresión.
La inmensa mayoría de los suicidas aún se sirven de antiguos métodos: armas de fuego, armas blancas, ahorcamiento, pastillas y gas, o una combinación de varios. Un suicidio mal planeado frecuentemente acaba en una carnicería, especialmente cuando lo intenta un individuo emocionalmente perturbado. En la desesperación, a veces continúan intentándolo hasta que lo consiguen; entonces se hallará un cadáver lacerado, con heridas de bala y, finalmente, envenenado o ahorcado. Cuando Séneca se quitó la vida, no fue por voluntad propia, sino por orden del emperador Nerón. Aunque se podría pensar que sus muchos años de reflexión sobre este tema le habrían convertido en una suerte de experto en su puesta en práctica, no fue así; Séneca era un célebre hombre de estado, pero no sabía mucho sobre el cuerpo humano. Cuando se dispuso a acabar con su vida, se hundió una daga en las arterias del brazo; como la sangre no salía lo suficientemente rápido para su propósito, se cortó las venas de las piernas y de las rodillas. No bastando con esto, tomó veneno, también en vano, y finalmente, recuerda Tácito, «fue trasladado a un baño caliente, con cuyo vapor se asfixió».
Los barbitúricos, modernos agentes del suicidio, matan de diversas maneras. El coma que inducen es tan profundo que las vías respiratorias superiores pueden llegar a obstruirse al quedar la cabeza en una posición peligrosa que impide la entrada de aire. Tanto esto como la aspiración del vómito conducen a la asfixia. En dosis muy altas, los barbitúricos también causan una relajación muscular de las paredes arteriales que permite que los vasos se dilaten lo suficiente como para que la sangre se estanque y se pierda para la circulación. En dichas dosis este fármaco suprime la contractilidad del miocardio y puede originar el paro cardíaco.
Además de los barbitúricos hay otros conocidos agentes farmacológicos mortales: la heroína, al igual que otros narcóticos intravenosos, mata causando rápidamente un edema pulmonar, aunque no se conoce el mecanismo que lo produce; el cianuro inhibe uno de los procesos bioquímicos por el que las células utilizan el oxígeno; el arsénico daña diversos órganos, pero su verdadero efecto mortal son las arritmias que provoca, a veces con coma y convulsiones.
Cuando un presunto suicida engancha el extremo de una manguera al tubo de escape de un automóvil e inspira por el otro, se está valiendo de la afinidad de la hemoglobina con el monóxido de carbono, con el que se une de 200 a 300 veces más rápidamente que con su competidor, el vivificante oxígeno. El paciente muere porque el cerebro y el corazón no reciben el aporte adecuado de oxígeno. La carboxihemoglobina da a la sangre un tono más brillante y paradójicamente más vital que en su estado normal y, en consecuencia, la piel y las membranas mucosas de una persona que muere por monóxido de carbono tienen un marcado matiz rojo. La ausencia de la decoloración típica de la asfixia puede engañar a quienes descubren un cuerpo con las mejillas sonrosadas, aparentemente lozano y saludable, que, sin embargo, está muerto.
El resultado de ahorcarse es prácticamente el mismo, pero por un mecanismo mucho menos elegante. El peso del cuerpo de la víctima aporta la fuerza suficiente para apretar el lazo y provocar la obstrucción mecánica de las vías respiratorias superiores. La obstrucción obedece en ocasiones a la compresión o fractura de la tráquea, pero también puede ser resultado de un desplazamiento hacia arriba de la base de la lengua, que bloquea el paso del aire. Como la constricción del lazo impide el retorno de la sangre por la yugular y por las demás venas, la sangre desoxigenada tiene que volver a los tejidos de la cabeza. Un cadáver ahorcado que pende grotescamente, cuya lengua hinchada y algunas veces mordida sobresale de una cara tumefacta de color gris azulado, con unos ojos horriblemente saltones, es una visión de pesadilla que sólo los más templados pueden mirar sin sentir repugnancia.
En un ahorcamiento legal, esto es, en cumplimiento de una sentencia, el verdugo intenta evitar la asfixia, pero no siempre lo logra. Cuando el nudo del lazo se coloca justo debajo del ángulo de la mandíbula del condenado, la caída brusca desde metro y medio a dos metros provoca normalmente la fractura y dislocación de la columna vertebral en la base del cráneo. La médula espinal se rompe en dos, causando shock inmediato y parálisis respiratoria. La muerte, si no instantánea, es muy rápida, aunque el corazón puede continuar latiendo durante unos minutos.
Cuando un suicida se ahorca, la asfixia se produce en una secuencia similar a la que caracteriza las demás formas de asfixia mecánica, intencionada o no, como es el caso de quienes se ahogan o atragantan. Un ejemplo típico de este último accidente: en un restaurante, un grueso trozo de comida obstruye repentinamente la tráquea de un comensal, a menudo ebrio. La agitada e hipercárbica víctima, llena de pánico al no poder respirar, se lleva inútilmente las manos a la garganta y al pecho como si tuviera un ataque cardíaco. Se dirige apresuradamente al baño con la esperanza de vomitar el tapón que le obstruye la tráquea, porque incluso en los momentos de agonía se siente demasiado avergonzado para hacerlo delante de los demás comensales, que, atónitos, quizá se queden allí sentados, horrorizados e incapaces de actuar. Si se encuentra solo en casa probablemente morirá, pero la maniobra de Heimlich puede salvarle si está en un lugar público y alguien se la practica.
Si no consigue expulsar el tapón de alimentos, el proceso de asfixia continúa inexorablemente. El pulso se acelera, sube la presión sanguínea y el nivel de dióxido de carbono aumenta rápidamente hasta llegar a un estado denominado hipercárbico. La hipercarbia produce una ansiedad extrema y la disminución del oxígeno hace que la asustada víctima adquiera un tono azul o cianótico. Cada vez intenta con más fuerza respirar a pesar de la obstrucción, lo que sólo sirve para que el tapón se fije más en su sitio. Lo mismo que al ahorcarse, sobreviene la inconsciencia y algunas veces hay convulsiones provocadas por un cerebro hipercárbico y desoxigenado. En poco tiempo, los esfuerzos para respirar son más débiles y superficiales. El latido cardíaco se hace irregular y finalmente se para.
El ahogamiento es en esencia una forma de asfixia en la que la boca y la nariz están obstruidas por el agua. Si se trata de un suicidio, la víctima no opondrá resistencia a la inhalación de agua, pero si es accidental, como suele ocurrir, luchará conteniendo la respiración hasta que se encuentre demasiado agotada e hipercárbica para continuar. En este momento todo el árbol respiratorio queda obstruido por el agua. Si la víctima lucha y se agita cerca de la superficie, puede absorber suficiente aire como para crear una barrera de espuma. La espuma y el agua en la vía aérea pueden activar el reflejo del vómito, lo que agrava el problema, pues el contenido ácido del estómago que sube a la boca puede aspirarse por la tráquea.
Si la víctima se está ahogando en agua dulce, el agua llega al sistema circulatorio a través de los pulmones, diluye la sangre y trastorna el delicado equilibrio de sus elementos físicos y químicos; la destrucción de glóbulos rojos que ocasiona este desequilibrio tiene por efecto liberar a la circulación grandes cantidades de potasio, un elemento que actúa como tóxico cardíaco, induciendo la fibrilación cardíaca. Si se trata de agua de mar, el proceso es prácticamente inverso: el agua abandona la circulación sanguínea pasando a los alvéolos pulmonares y el cuadro que se presenta entonces es el de un edema de pulmón. Éste también puede producirse cuando la víctima se ahoga en una piscina, porque el cloro actúa como irritante químico del tejido pulmonar.
Durante la lucha de la víctima, la aspiración de agua se retrasa al principio, aunque después se acelera, por uno de los mecanismos de supervivencia inherentes del cuerpo. Cuando empieza a entrar agua en la vía aérea, la laringe sufre un espasmo reflejo y se cierra en un esfuerzo por impedir que entre más. Pero a los dos o tres minutos, la disminución del oxígeno sanguíneo relaja el espasmo y el agua penetra de golpe. Esta es la fase denominada «boqueo terminal», en la que el agua absorbida puede llegar a suponer hasta el 50 por ciento del volumen sanguíneo, si el accidente se produce en agua dulce.
Un cuerpo humano sin vida es más pesado que el agua y la parte más densa es la cabeza. En consecuencia, el cadáver de un ahogado siempre se hundirá con la cabeza hacia el fondo y permanecerá en esa posición hasta que la putrefacción produzca suficientes gases en los tejidos como para hacerlo subir a la superficie. Este proceso tarda de unos días a varias semanas, dependiendo de la temperatura y del estado del agua. Cuando el cuerpo aparece, al aterrado descubridor le cuesta trabajo creer que esa masa putrefacta contuvo alguna vez un espíritu humano y compartió el aire vivificante de la naturaleza con el resto de la humanidad sana.
En Estados Unidos cada año mueren casi cinco mil personas ahogadas, siendo el alcohol un factor en el 40 por ciento de los casos. Excepto cuando se trata de suicidio o asesinato, el accidente suele ocurrir repentina e inopinadamente. No obstante, la gran mayoría de las víctimas al menos son conscientes del riesgo, puesto que habitualmente sucede cerca de aguas profundas. Sin embargo, los casi mil norteamericanos que mueren cada año electrocutados casi nunca sospechan que están a punto de morir, aun cuando trabajen rodeados de equipos de alta tensión. La causa más frecuente de muerte tras un shock eléctrico es la fibrilación ventricular que provoca el paso de la corriente por el corazón. La electricidad de alto voltaje también puede causar fibrilación o parada al alcanzar el centro cardíaco del cerebro. Si se lesiona el centro cerebral que controla la respiración, su cese causa la muerte. Aunque la mayoría de las víctimas son hombres que trabajan con cables de alto voltaje, los accidentes eléctricos ocurridos en el hogar matan a muchos niños y adultos cada año.
Así pues, es de todas estas maneras como las víctimas de homicidios, suicidios o accidentes se ven privadas del aporte de oxígeno necesario para la existencia. Pero esta exposición de causas y efectos fisiológicos no agota la lista de los soldados que integran los escuadrones de la muerte violenta. Y esta breve reflexión sobre la serenidad terminal, la experiencia de la proximidad a la muerte o el suicidio asistido no constituye sino una primera aproximación a numerosos temas que últimamente se suman al ya largo catálogo de problemas que reclaman la atención —más que la atención, el minucioso análisis— no sólo de los filósofos y de los científicos, sino de todos nosotros. En materias relacionadas con la muerte, el aspecto clínico y el moral nunca han estado tan separados como para que podamos examinar uno ignorando el otro.