VI

Asesinato y serenidad

«El hombre es un aerobio obligado»: aquí reside, expuesto con la directa sencillez de uno de los aforismos más citados de Hipócrates, el secreto de la vida humana. La dependencia del aire de toda la humanidad y, de hecho, de todos los animales terrestres conocidos, fue reconocida por los hombres de las tribus primitivas mucho antes de que alguno de ellos se distinguiera de sus semejantes denominándose «doctor». Con toda la complejidad tecnológica de la investigación molecular ultramoderna y la creciente oscuridad de la terminología de su literatura actual, el círculo del conocimiento siempre vuelve a su punto de partida: el hombre necesita aire para vivir.

A finales del siglo XVIII se descubrió que no era el aire en general sino uno de sus componentes —el oxígeno— el factor crucial del que depende la vida. El concepto del hombre como aerobio obligado tomó entonces un significado más preciso: no tenemos elección, sin oxígeno nuestras células mueren y nosotros morimos con ellas. Pronto se demostró que la absorción de oxígeno era la causa por la que, al pasar por los pulmones, el color apagado de la sangre se transformaba súbitamente en un rojo pictórico de vida; se descubrió que el riego de las células de los tejidos del cuerpo era el motivo de su agotamiento al retornar del largo viaje exhausta y azul, boqueando por así decirlo. Desde entonces, el papel de este elemento, el más vital de la naturaleza, ha sido explorado generación tras generación por miles de investigadores, que han registrado sus hallazgos prácticamente en todas las lenguas escritas del mundo. El oxígeno está en el punto focal de la lente a través de la cual se deben estudiar los procesos vitales de los seres vivos.

Después de tantos años de investigación, los estudiosos de la biología humana vuelven invariablemente a este simple enunciado que siempre ha sido inherente a la intuición de cada individuo de lo que necesita para mantenerse vivo: el hombre es un aerobio obligado. Podría haber escogido una de las muchas variantes de esa máxima entre la profusión de escritos publicados sobre esta materia en los dos últimos siglos, pero la fuente de donde la he tomado es instructiva. La encontré en un número reciente del Bulletin of the American College of Surgeons, titulado: «What’s New in Surgery: 1992». Aparecía, no como la perla de sabiduría consagrada por el tiempo que es, sino como una certeza probada experimentalmente a nivel molecular. Incluso más revelador puede ser el contexto en que se cita: en un artículo extremadamente técnico sobre los últimos avances en cuidados intensivos, esa superespecialidad absolutamente nueva (el término de moda es cutting edge, «puntera»), creada para defender el límite mismo de la existencia vacilante de una persona desesperadamente enferma; el campo de batalla donde se desarrolla la lucha definitiva entre las agotadas fuerzas de la vida y los poderosos ataques que lanza la enfermedad para derrotarlas.

El ámbito de la nueva especialidad es la unidad de cuidados intensivos; su estrategia defensiva primordial consiste en mantener un aporte suficiente de oxígeno a las sitiadas células del cuerpo. Sin duda, nuestros antepasados de las cavernas habrían estado de acuerdo en que esto es lo que hay que hacer. El difunto Milton Helpern, a cuyas salas de autopsia eran enviados los pacientes cuando se perdía la batalla, consagró su vida a investigar las «diez mil puertas distintas» de la muerte y siempre dio con la misma respuesta subyacente: la falta de oxígeno.

El oxígeno toma una ruta extraordinariamente directa que le conduce desde el aire inhalado hasta su último destino, la célula aeróbica. Después de atravesar sin dificultad las finas paredes de los alvéolos pulmonares y sus correspondientes redes de capilares, los átomos de oxígeno se unen al pigmento proteico de los glóbulos rojos que llamamos hemoglobina. Las moléculas combinadas, denominadas oxihemoglobina a partir de ese momento, son transportadas desde los pulmones al corazón izquierdo y, desde allí, a través de la aorta, a las anchas avenidas y estrechos senderos de la circulación arterial, hasta que alcanzan los distantes capilares de los tejidos cuyo mantenimiento es el objeto de su periplo.

Al llegar, el oxígeno se separa de la hemoglobina, su compañera de viaje. Abandona el glóbulo rojo como un pasajero que se apea del tren y penetra en la célula del tejido junto con las sustancias bioquímicas necesarias para el funcionamiento normal de esa célula. En lo que podríamos definir como un intercambio, la hemoglobina se lleva el dióxido de carbono, así como los productos de deshecho del metabolismo celular, para destruirlos o eliminarlos a través de esos magníficos órganos de la purificación capaces de cumplir múltiples funciones: el hígado, los ríñones y los pulmones.

Como cualquier buen sistema de reparto y recogida, éste también depende de una red de transporte regular y fluido: la sangre, en este caso. Se emplea el término shock para describir los acontecimientos que se producen cuando el flujo de sangre es inadecuado para las necesidades de los tejidos. Aunque el shock se puede originar por diversas causas, en la mayoría de los casos obedece a un fallo del bombeo del corazón (como en el infarto de miocardio) o a una disminución importante en el volumen de sangre en circulación (como en la hemorragia). Los dos mecanismos se denominan respectivamente shock cardiogénico e hipovolémico. Otra causa habitual del shock es la septicemia, que se produce con la entrada en el torrente sanguíneo de los productos de una infección. El llamado shock séptico tiene profundos efectos en la función celular, como se verá más tarde, pero uno de los más importantes es inducir la redistribución de la sangre, de forma que ésta se estanca en ciertas redes venosas importantes, como las del intestino, perdiéndose así para la circulación general. Independientemente de su causa, todas las formas de shock tienen un resultado similar: las células son privadas de su fuente de intercambio bioquímico y de oxígeno, el factor definitivo de su muerte.

La duración del shock es lo que determina si las células mueren o no, y si mueren las suficientes como para causar la muerte del paciente. «La duración del shock», claro está, es una noción relativa que depende del grado de insuficiencia de la circulación. Si el flujo se detiene completamente, como sucede en el paro cardíaco, la muerte sobreviene en unos minutos; si sólo desciende a niveles algo menores de los necesarios para la supervivencia, tarda más y se produce en distintos momentos en los diferentes tejidos, según el oxígeno que requieran sus células. Al ser el cerebro particularmente sensible a los déficits de oxígeno y glucosa, falla rápidamente; y como su viabilidad es el criterio legal de la vida, el margen entre la muerte y la existencia en las personas con la circulación cerebral totalmente comprometida es muy pequeño. El aporte insuficiente de oxígeno al cerebro es el factor decisivo en una amplia variedad de muertes violentas.

Aunque la viabilidad del cerebro suele ser el criterio legal que determina si se ha producido la muerte, aún tiene utilidad el modo tradicional que siempre han empleado los médicos clínicos para diagnosticar la muerte. Muerte clínica es el término empleado para designar ese breve intervalo después de que el corazón se haya parado, durante el que no hay circulación, ni respiración, ni signo alguno de actividad cerebral, pero aún es posible el rescate. Si estas funciones se detienen repentinamente, como en el caso de un paro cardíaco o de una hemorragia importante, queda un corto espacio de tiempo antes de que las células vitales pierdan su viabilidad, durante el cual se puede recurrir a medidas tales como la reanimación cardiopulmonar (RCP) o una rápida transfusión para reanimar a una persona cuya vida, aparentemente, ha terminado; probablemente ese tiempo no sobrepasa los cuatro minutos. Estos son los momentos dramáticos que tan a menudo presentan los medios de comunicación. Aunque estas tentativas suelen ser infructuosas, tienen éxito con la suficiente frecuencia como para que deban ser estimuladas en las circunstancias apropiadas. Como los individuos que más probablemente sobrevivirán a la muerte clínica son aquellos cuyos órganos están sanos y no tienen un cáncer terminal, por ejemplo, o una arteriesclerosis o demencia debilitantes, su supervivencia es posible y potencialmente muy valiosa para la sociedad, por lo menos en cuanto a su capacidad de contribuir a la misma. Esta es la razón por la que los principios de la RCP deberían enseñarse a todas las personas interesadas.

Los momentos que preceden a la muerte clínica (o acompaña a sus primeros signos) se definen como fase agónica. Los clínicos emplean el adjetivo agónico para describir los fenómenos visibles que tienen lugar cuando la vida está separándose de un protoplasma demasiado comprometido para sostenerla por más tiempo. Como su pareja etimológica agonía, la palabra se deriva del griego agón, «lucha». Hablamos de «estertores agónicos» aun cuando la persona que muere está muy lejos de ser consciente de ellos y buena parte de lo que ocurre se debe simplemente al espasmo muscular inducido por la acidez terminal de la sangre. La agonía y la secuencia de acontecimientos de los que forma parte pueden ocurrir en todas las formas de muerte, sobrevenga ésta repentinamente o tras un largo período de deterioro que desemboca en la fase terminal de la enfermedad, como en el cáncer.

Las aparentes luchas de la agonía son como explosiones violentas de protesta que surgen de las profundidades del inconsciente primitivo, encolerizado por una separación prematura del espíritu. En efecto, aunque esté preparado por meses de enfermedad, el cuerpo suele negarse a admitir este divorcio. En los últimos momentos de agonía, el rápido paso a la extinción definitiva va acompañado del cese de la respiración o de una corta serie de profundos jadeos; en raras ocasiones pueden darse también otros movimientos, como la violenta contracción de los músculos laríngeos que, en el caso de James McCarty, produjo un alarido terrorífico. Simultáneamente, el pecho o los hombros se estremecen una o dos veces, y puede haber una breve convulsión agónica. La fase agónica desemboca en la muerte clínica y, desde ese momento, en la extinción eterna.

Es imposible confundir el aspecto de un rostro recién despojado de vida con la inconsciencia. Un minuto después de detenerse el latido cardíaco, la cara comienza a cobrar la palidez grisácea característica de la muerte y, de un modo misterioso, muy pronto son reconocibles los signos cadavéricos, incluso para quienes nunca han visto un cadáver. Parece como si el cuerpo hubiera sido abandonado por su esencia, y así es. Inanimado y pálido, ya no está insuflado del espíritu vital que los griegos llamaban pneuma. Ha desaparecido la vibrante plenitud de la vida; está «despojado para el último viaje». El cuerpo de un hombre muerto ha empezado ya a encogerse y en unas horas parecerá reducido a «casi la mitad de sí mismo». Irv Lipsiner representó este proceso soplando con los labios fruncidos. No es de extrañar que digamos que quienes acaban de morir han expirado.

La muerte clínica tiene un aspecto característico. Basta observar durante unos segundos a la víctima de un paro cardíaco o de una hemorragia incontrolada para decidir si es apropiado intentar la reanimación. Si quedase alguna duda, hay que fijarse en los ojos. Si están abiertos, al principio parecen vidriosos y ciegos, pero si no se comienza la reanimación en cuatro o cinco minutos, pierden el brillo, quedándose apagados al mismo tiempo que las pupilas se dilatan y ya no vuelven a recobrar su luz vigilante. Pronto es como si les cubriera un fino velo agrisado, de modo que nadie puede interrogarles con la mirada y ver que el alma ya ha partido. Como su redondez dependía de algo que ya no está allí, los globos oculares en seguida se aplanan un tanto, justo lo suficiente para que se note, y ya permanecerán siempre así.

La ausencia de circulación se confirma por la falta de pulso; al poner un dedo en el cuello o la ingle no se percibe ningún latido, y los músculos circundantes, si no están aún algo espasmodizados, han comenzado a asumir la consistencia fláccida de la carne troceada en el mostrador del carnicero. La piel carece de elasticidad, y ese leve lustre que una vez reflejó la luz de la naturaleza en señal de reconocimiento se ha extinguido. En ese momento la vida ha terminado y ninguna RCP podrá hacerla volver.

Para ser declarado legalmente muerto debe haber una prueba incontrovertible de que el cerebro ha dejado de funcionar de forma permanente. Los criterios de muerte cerebral que se emplean actualmente en las unidades de cuidados intensivos y de traumatología son muy específicos. Incluyen signos tales como la pérdida de todos los reflejos, la falta de respuesta a vigorosos estímulos externos y la ausencia de actividad eléctrica demostrada por un electroencefalograma plano durante un número suficiente de horas. Cuando se han cumplido estos requisitos (por ejemplo, cuando la muerte cerebral se debe a una lesión en la cabeza o a un ictus importante), se pueden retirar todos los apoyos artificiales y el corazón, si aún no se ha detenido, lo hará pronto, poniendo fin a toda actividad circulatoria.

Cuando cesa la circulación, se completa asimismo el proceso de muerte celular. Primero se extiende al sistema nervioso central y, por último, al tejido conectivo de los músculos y las estructuras fibrosas. A veces es posible inducir una contracción muscular, incluso horas después de la muerte, mediante estimulación eléctrica. Algunos procesos orgánicos, llamados anaeróbicos porque no requieren oxígeno, continuarán durante horas, como la capacidad de las células hepáticas de descomponer el alcohol en sus componentes. En cuanto a la extendida idea de que el pelo y las uñas siguen creciendo después de la muerte no es cierta.

En la mayoría de las muertes el corazón se detiene antes de que el cerebro deje de funcionar. Particularmente en las muertes repentinas debidas a traumatismos que no sean cerebrales, el cese del latido cardíaco casi siempre obedece a la rápida pérdida de un volumen de sangre mayor de lo que el cuerpo puede soportar; el traumatólogo denomina a tal hemorragia exsanguinación, término más elegante que el empleado habitualmente de desangrarse. La exsanguinación puede deberse a la laceración directa de un vaso principal o a lesiones de órganos repletos de sangre como el bazo, el hígado o los pulmones; algunas veces se desgarra el propio corazón.

La rápida pérdida de la mitad a dos tercios aproximadamente del volumen total de sangre basta para provocar un paro cardíaco. Como el volumen total de sangre representa del 7 al 8 por ciento del peso corporal, una hemorragia de cuatro litros en un hombre de 80 kilos, o de tres litros en una mujer de 65 kilos, puede ser suficiente para causarle la muerte clínica. Si se lacera un vaso del tamaño de la aorta, la muerte se produce en menos de un minuto; si se trata de un desgarro en el bazo o en el hígado puede tardar horas, o incluso días, en las muy raras ocasiones en que no se detecta la pérdida.

Tras perder el primer litro, la presión sanguínea comienza a bajar y el corazón se acelera intentando compensar con cada latido la disminución del volumen. Pero, en último término, no hay mecanismos de reajuste interno que puedan compensar las pérdidas; la presión y el volumen de sangre que llega al cerebro son insuficientes para mantener la conciencia y el paciente entra en coma. En primer lugar se afecta la corteza cerebral; pero las partes «inferiores» del cerebro, tales como el tronco cerebral y la médula, resisten un poco más, de modo que la respiración continúa aunque de una manera cada vez más irregular. Por último, el corazón, casi vacío, se para, en algunos casos fibrilando previamente. Es entonces cuando comienza la fase agónica y, con ella, la extinción de la vida.

Esta sombría secuencia —hemorragia, exsanguinación, paro cardíaco, agonía, muerte clínica y, finalmente, muerte irreversible— tuvo lugar hace unos años en un asesinato particularmente cruel ocurrido en una pequeña ciudad de Connecticut, cerca del hospital donde trabajo. El crimen se produjo en un abarrotado mercado callejero, a la vista de numerosas personas que huyeron de la escena por miedo a la ira maníaca del asesino. Antes del salvaje crimen éste no había visto nunca a su víctima, una alegre y hermosa niña de nueve años.

Katie Mason había ido al mercadillo desde una ciudad cercana con su madre, Joan, y su hermana, Christine, de seis años. Las acompañaba una amiga de Joan, Susan Ricci, también con sus dos hijos, Laura y Timy, aproximadamente de la misma edad que las hermanas Mason; Katie y Laura eran grandes amigas y habían estudiado ballet juntas desde los tres años. Mientras se arremolinaban con el gentío alrededor de los puestos que había delante de Woolworth, la pequeña Christine comenzó a tirar de la mano de su madre para atraer su atención hacia los paseos en pony que se anunciaban en la otra acera, pidiendo que la llevase allí. Joan dejó a Katie con su amiga y cruzó la calle con su hija pequeña. En el momento en que llegaron a la otra acera, Joan oyó un alboroto a su espalda y a continuación el agudo grito de una niña. Se volvió, soltó la mano de Christine y avanzó unos pasos hacia el lugar de donde procedía el ruido. La gente huía en todas direcciones, tratando de alejarse de un hombre alto y desaliñado, que una y otra vez golpeaba furiosamente con el brazo derecho estirado a una niña que había caído al suelo. A pesar de que su mente se había quedado petrificada de estupor, Joan supo instantáneamente que la niña que yacía de lado a los pies de aquel loco era Katie. Al principio sólo vio el brazo y después se dio cuenta súbitamente de que su mano empuñaba un largo objeto sangriento. Era un cuchillo de caza de unos 20 cm de largo.

Empleando toda su fuerza, con rápidos movimientos arriba y abajo, como un pistón, el asaltante estaba acuchillando la cara y el cuello de Katie. En un instante todo el mundo había huido dejando solo al asesino con su víctima. Sin que nadie le estorbara en su frenesí, el hombre primero se agachó y después se sentó junto a la niña sin dejar de apuñalarla ferozmente. Al teñirse el suelo de rojo con la sangre de la niña, Joan, que también estaba sola, se quedó clavada a unos siete metros de distancia por la incredulidad y el horror. Más tarde recordaría que el aire parecía haber cobrado consistencia hasta el punto de impedirle todo movimiento; una sensación de calor y entumecimiento invadía su cuerpo y, como en un sueño, la bruma parecía envolverla y aislarla de todo.

Excepto por las brutales puñaladas de aquel brazo imparable que descendía una y otra vez sobre la silenciosa niña, nada se movía en aquella irreal escena. Quien mirara desde Woolworth o desde algún otro escondite, habría visto un grotesco espectáculo de locura y carnicería representándose en aquella calle silenciosa.

Aunque Joan estaba segura que la macabra escena no tendría fin, su inmovilidad no pudo haber durado más de unos segundos; pero durante ese tiempo, que a ella le pareció mucho más largo, vio penetrar el cuchillo repetidas veces en la cara y parte superior del cuerpo de su hija. De repente surgieron dos hombres de algún sitio y se abalanzaron sobre el asesino, gritando mientras trataban de reducirle. No obstante, éste siguió apuñalando a Katie con determinación psicótica. Incluso cuando uno de los hombres empezó a pegarle fuertes patadas en la cara con sus pesadas botas, parecía no notarlo, aunque los golpes hacían que su cabeza se bamboleara de un lado a otro. Un policía llegó corriendo y sujetó el brazo que blandía el cuchillo; sólo entonces pudieron los tres hombres dominar al maníaco e inmovilizarlo contra el suelo.

En cuanto separaron de Katie al loco atacante, Joan corrió hacia su hija para tomarla en sus brazos. La puso de espaldas con mucho cuidado y, mirando aquella carita desgarrada, le dijo suavemente: «Katie, Katie» como si estuviera arrullando a un bebé en la cuna. La cabeza y el cuello de la niña estaban cubiertos de sangre y sus vestidos empapados, pero sus ojos eran claros.

Tenía los ojos fijos en mí con la mirada en algún punto más allá, y me invadió una sensación de calor. Su cabeza había caído hacia atrás. La levanté un poco y me pareció que aún respiraba. Pronuncié su nombre varias veces y le dije que la quería. Entonces comprendí que tenía que llevarla a un lugar seguro, que tenía que separarla de aquel hombre, pero ya era demasiado tarde. La cogí en brazos. La llevé así una corta distancia y pensé: ¿qué estoy haciendo?, ¿a dónde la llevo? Me arrodillé y con mucho cuidado la puse en el suelo. Su pecho comenzó a estremecerse y empezó a vomitar sangre. Salía continuamente, en cantidades enormes… nunca imaginé que pudiera tener tanta; me di cuenta de que se estaba desangrando. Grité pidiendo ayuda, pero no podía hacer nada para detener los vómitos.

En el momento en que me acerqué a ella, vi un brillo en sus ojos, casi como una especie de reconocimiento. Pero cuando la dejé en el suelo sus ojos tenían una mirada distinta. Incluso mientras vomitaba sangre ya tenían un aspecto más vidrioso. Cuando fui a su lado aún parecía estar viva, pero ya no.

Sus ojos no tenían expresión de dolor, sino de sorpresa. Y cuando todo cambió, todavía tenía aquella expresión en la cara, aunque sus ojos se habían velado. Llegó una mujer; creo que era enfermera. Comenzó a hacerle la reanimación cardiopulmonar. No dije nada, pero pensé para mí: «¿Por qué hace eso? Katie ya no está en su cuerpo. Está detrás de mí, ahí, encima de mí, flotando. Su vida ya no está dentro de ella y no va a volver en sí. Su cuerpo no es más que una envoltura». En ese momento, todo era diferente de cuando me acerqué a ella. Estaba segura de que mi hija había muerto. Sentía que ya no estaba en su cuerpo, que estaba en otro sitio.

Llegó la ambulancia, la levantaron del charco de sangre e intentaron introducirle aire en los pulmones con un ambú. Sus ojos seguían completamente abiertos y aún tenían aquella mirada vidriosa. La expresión de su cara era de absoluta sorpresa, como diciendo: «¿qué sucede?». Era una mezcla de desvalimiento, confusión y sorpresa, pero desde luego no era de horror, y recuerdo que me sentí aliviada ante esa idea, porque en aquel momento yo buscaba cualquier consuelo…

Más tarde pasé meses y meses preguntándome: ¿cuánto sufrió? Necesitaba saberlo. Yo vi cómo salía toda la sangre de su cuerpo cuando vomitaba. Su pecho y su cara estaban cubiertos de cortes y cuchilladas. Debió haber movido la cabeza de un lado a otro, luchando por librarse de aquel hombre. Más tarde supe que había aparecido de la nada y había empujado a Laura. Entonces agarró a Katie por el pelo y la tiró al suelo. Fue Laura quien gritó, no Katie. Tenía que saber lo que sufrió, lo que sintió…

¿Sabe qué parecía? Parecía una liberación. Después de ver cómo la atacaba, me dio una sensación de paz ver aquella mirada de liberación. Se debió liberar de aquel dolor, porque su cara no lo mostraba. Pensé que quizá había caído en un estado de shock. Parecía sorprendida, pero no aterrorizada; con lo terrorífico que había sido para mí…, pero no había sido así para ella. Mi amiga Susan también vio aquella mirada y dijo que Katie quizá se había resignado, pero cuando le dije que me parecía una mirada de liberación, dijo: «¡eso es, tienes razón!».

Una vez encargamos que le hicieran un retrato y tiene esa misma mirada en los ojos. Estaban muy abiertos, pero no con expresión de terror…, casi parece de inocencia, una inocente liberación. Para mí, en medio de toda aquella sangre y todo lo demás, fue realmente un alivio mirarla a los ojos. Llegó un momento, cuando estaba con ella, en que sentí que estaba fuera de su cuerpo, flotando allí arriba y mirándose a sí misma abajo. Aunque estaba inconsciente, yo sentí que de alguna manera ella sabía que yo estaba allí, que su madre estaba allí cuando murió. Yo la traje al mundo y yo estuve allí cuando lo dejó, a pesar del terror y el horror de lo que ocurrió, yo estaba allí.

La ambulancia llevó a Katie a toda velocidad al hospital más cercano, que sólo estaba a unos minutos de distancia. Al llegar, era indudable que no tenía pulso y que ya había sobrevenido la muerte cerebral, es decir, había pasado la fase de muerte clínica. Sin embargo, el equipo de la sala de urgencias, horrorizado, hizo todo lo posible para salvarla, aun sabiendo que sus intentos serían inútiles. Cuando finalmente se rindieron, su frustración y su rabia se transformaron en dolor. Con lágrimas en los ojos, uno de los médicos le dijo a Joan lo que ella ya sabía.

El hombre que asesinó a Katie Mason era un esquizofrénico paranoide de treinta y nueve años llamado Peter Carlquist. Al no considerársele responsable de sus actos, dos años antes había sido absuelto de la tentativa de asesinato con un cuchillo a su compañero de habitación, a quien acusaba de introducir gas venenoso en el radiador. Tenía un largo historial de ese tipo de ataques a diversas personas, incluyendo a su hermana y a diversos compañeros de estudios. Incluso le había dicho a un psiquiatra a la edad de seis años que el demonio había salido de la tierra y se había introducido en su cuerpo. Quizás era cierto.

Después del ataque a su compañero de habitación, Carlquist había sido ingresado en una unidad para pacientes peligrosos del Hospital Psiquiátrico del Estado, situado en las afueras de la ciudad que Katie Mason visitó aquel día fatídico. Poco antes, un comité asesor le había juzgado lo suficientemente recuperado como para ser trasladado a una unidad de enfermos mentales a los que se permite salir a la calle durante varias horas seguidas. La mañana del ataque, Carlquist salió del edificio, fue al centro en un autobús municipal y entró en una ferretería del pueblo. Después de comprar un cuchillo de caza, se dirigió al mercado callejero. Allí, en medio del gentío, a la entrada de Woolworth, vio a dos hermosas niñas vestidas igual. En algún sitio de su mente trastornada yace el secreto de por qué eligió como víctima a la morena, en lugar de a la rubia, Laura. Se precipitó sobre ella, la agarró por el brazo, la arrojó al suelo y comenzó su demoníaca obra.

Katie Mason murió de hemorragia aguda conducente a un shock hipovolémico. Aunque había recibido muchos cortes en la parte superior del cuerpo, la principal fuente de la hemorragia era una arteria carótida completamente seccionada que se vaciaba por un corte del esófago. La sangre pasaba al estómago por el esófago y esa era la causa de su enorme regurgitación.

Las víctimas de una hemorragia pasan por una serie de procesos específicos. Habitualmente, al principio hiperventilan, pues el cuerpo intenta compensar el decreciente volumen de sangre circulante saturándola con todo el oxígeno posible, y la velocidad del corazón se acelera por el mismo motivo. A medida que se pierde más sangre, la presión en los vasos disminuye rápidamente y las arterias coronarias reciben cada vez menos sangre. Si en ese momento se hiciera un electrocardiograma, se apreciaría la isquemia miocárdica. La isquemia hace que el corazón oxigenado deficitariamente funcione más despacio. Cuando la presión sanguínea y el pulso son excesivamente bajos, el cerebro deja de recibir el oxígeno y la glucosa necesarios, y aparece la inconsciencia que precede a la muerte cerebral. Finalmente, el corazón isquémico, cada vez más lento, se para, por lo general sin fibrilar. Al detenerse el latido cardíaco, cesan la circulación y la respiración, y tras algunos momentos agónicos sobreviene la muerte clínica. Cuando se ha seccionado completamente un vaso del tamaño de la arteria carótida, esta secuencia puede durar menos de un minuto.

Todo esto explica cómo murió Katie Mason. Pero no explica el fenómeno presenciado por su madre, que coincide con las descripciones de otros muchos testigos de espantosos sucesos. ¿Por qué una niña, repentinamente atacada por un psicópata armado de un cuchillo con la intención manifiesta de asesinarla, habría de morir no sólo sin una mirada de terror en los ojos, sino, incluso, en un estado de aparente tranquilidad y liberación, con una expresión de sorpresa más que de horror? Teniendo en cuenta especialmente las atroces heridas que recibió en la cara y en el pecho durante los breves momentos en los que debió haber sido totalmente consciente de lo que le hacían, ¿por qué no mostró signo alguno de pánico, o por lo menos de miedo?

De hecho, lo que Joan Mason describió ha sido una fuente de asombro durante siglos. Para algunos soldados, la ausencia de dolor y miedo ha sido el factor determinante que les ha permitido seguir luchando a pesar de sufrir heridas tremendas, sin sentir nada excepto la euforia de la batalla hasta que el peligro inmediato había pasado, y sólo entonces sobrevenían los sufrimientos físicos y mentales, o la muerte. Sin duda, aquí hay en juego mucho más que el conocido «lucha o huye» que impone una descarga de adrenalina.

En su ensayo «Del ejercicio», Michel de Montaigne sugiere que la familiaridad con la muerte a lo largo de la vida suavizaría nuestras últimas horas.

Paréceme sin embargo que hay alguna manera de familiarizarnos con ella, de probarla en cierto modo. Podemos experimentarla, si no entera y totalmente, sí al menos de forma que no sea inútil, de forma que nos haga más fuertes y seguros. Si no podemos alcanzarla, podemos acercarnos a ella, podemos reconocerla; y si no llegamos hasta la fortaleza, al menos veremos e inspeccionaremos sus caminos.

Montaigne cuenta la experiencia de cuando le tiró de su montura un jinete que azuzó a su caballo «como una flecha en dirección mía». Lleno de magulladuras y sangrando, lo primero que pensó es que había recibido un tiro de arcabuz en la cabeza. Pero, para su sorpresa, permaneció completamente en calma: «No sólo respondí algo a los que me preguntaban sino que incluso dicen que me apresuré a ordenar que dieran un caballo a mi mujer, a la que veía hundirse y engancharse en el camino que es montuoso y agreste».

Describe una sensación de tranquilidad, aunque rechazó los remedios que le ofrecieron, «por lo que tuvieron por cierto que estaba herido de muerte en la cabeza». «Mientras tanto, era una situación muy dulce y apacible en verdad; no sentía aflicción alguna ni por los demás ni por mí mismo; era una languidez y debilidad extrema, sin dolor alguno».

Pasó dos o tres horas esperando una muerte que nunca llegó, una muerte venturosa, dejándose llevar suavemente y con dulzura. «Cuando reviví y repuse fuerzas, cosa que ocurrió dos o tres horas más tarde, sentí cómo me invadían los dolores, pues tenía los miembros molidos y magullados por la caída; y tan mal estuve dos o tres noches después, que pensé morir otra vez, mas de muerte más viva».

Fuera cual fuera la causa que había calmado de ese modo a Montaigne al resultar gravemente herido, había dejado de actuar. Al cabo de unas horas, sufrió un dolor intenso. Habían pasado la serenidad, la lasitud y la aceptación de una muerte que presentía fácil. La realidad de su sufrimiento y el miedo se hicieron insoslayables.

Historias como la de Montaigne no son raras; quienes las cuentan algunas veces les dan un tono místico, como si hubiera ocurrido algún suceso inexplicable y quizás sobrenatural. Pero un médico familiarizado a lo largo de toda su carrera con los traumatismos que inflige la cirugía con fines terapéuticos, así como con los que inflige la violencia de la vida moderna, reconoce un mismo patrón en estas historias de serenidad y lánguido bienestar ante lo que parecen ser tremendas y mortales heridas. El prototipo es el estado que sigue a la inyección de un opiáceo o de otro narcótico potente de efecto analgésico. Si se escoge bien la medicación, y la dosis es lo suficientemente alta, desaparece el miedo, y la angustia de la incisión o herida más insoportable desaparece en una suave nube de indiferencia. Muchos pacientes refieren una sensación de bienestar, y yo he visto incluso una ligera euforia después de una dosis apropiada de un narcótico morfinoide.

No es inverosímil que el cuerpo humano sepa fabricar esas sustancias morfinoides y liberarlas en el momento de necesidad. De hecho, «el momento de necesidad» puede ser el estímulo que desencadene el proceso.

En efecto, tales opiáceos autogenerados existen y se denominan endorfinas. Se les dio este nombre poco después de su descubrimiento, hace unos veinte años, por contener las dos palabras que las describen: son compuestos endógenos morfinoides. El término endógeno ya apareció en los diccionarios médicos hace un siglo por lo menos, y proviene del griego endon, que significa «dentro de» o «interior», y gennao, «yo engendro, u origino». Por lo tanto, se refiere a sustancias o estados que creamos en el interior de nuestro organismo. Morfina, por supuesto, alude a Morfeo, el dios romano del sueño y de los sueños.

En el cerebro hay diversas estructuras capaces de segregar endorfinas como respuesta al estrés; entre ellas están el hipotálamo y un área denominada materia gris periacueductal, así como la hipófisis. Como la ACTH, una hormona que activa las glándulas suprarrenales, se sabe que las moléculas endorfínicas se fijan —lo mismo que los demás narcóticos— a unas estructuras llamadas receptores que se hallan en la superficie de ciertas células nerviosas. El efecto es la alteración de la conciencia sensorial normal. Parece que las endorfinas desempeñan un papel importante no sólo elevando el umbral del dolor sino también modificando las respuestas emocionales. Asimismo, se ha demostrado que interactúan con las hormonas tipo adrenalina.

En circunstancias normales, si la persona no sufre estrés ni heridas, no se pone de manifiesto la acción de las endorfinas. Se requiere algún grado definido de traumatismo, sea éste físico o emocional, para que actúen, pero todavía no se ha podido establecer el nivel ni el carácter del traumatismo necesario.

Por ejemplo, puede ser que la mera estimulación de las agujas de acupuntura dé lugar a una liberación de endorfinas. Durante una serie de viajes profesionales que hice a facultades de medicina chinas a lo largo de varios años, empecé a interesarme por la acupuntura después de asistir a diversas demostraciones de su eficacia como alternativa a la anestesia en la cirugía mayor. En 1990 visité al profesor Cao Xiaoding, un neurobiólogo que dirige el Grupo de coordinación de las investigaciones sobre anestesia y analgesia por acupuntura de la Facultad de Medicina de la Universidad de Shanghai, institución que reúne a treinta miembros de la facultad y seis laboratorios: neurofarmacología, neurofisiología, neuromorfología, neurobioquímica, psicología clínica e informática. El equipo del profesor Cao ha presentado numerosas pruebas experimentales y clínicas que indican que la base del indudable éxito de la acupuntura en ciertas aplicaciones es la estimulación de la secreción de endorfinas mediante la manipulación de agujas vibratorias o rotativas. Aunque se ha registrado repetidamente una elevación significativa en los niveles de endorfinas en el curso de sesiones de acupuntura, no sólo en Shanghai sino también en varios laboratorios occidentales, aún no se ha identificado la vía neurológica por la que la señal de activación alcanza el cerebro. Puede tratarse de un mecanismo análogo al que pone en marcha la conocida respuesta inducida por el estrés.

Desde finales de los años setenta está demostrado que las endorfinas aparecen ante un shock debido a una gran pérdida de sangre o a la septicemia; su aumento en traumatismos físicos de toda clase está bien documentado en la literatura quirúrgica. Hasta hace muy poco, este fenómeno no se había estudiado en niños, pero un trabajo reciente realizado en la Universidad de Pittsburgh revela la misma pauta que en los adultos, es decir, la producción de endorfinas era significativamente mayor en los pacientes cuyas lesiones eran más graves, en comparación con los que sufrían traumatismos menores. Algunos niños que sólo habían sufrido abrasiones también presentaban niveles algo más altos.

Nunca sabremos el nivel de endorfinas de Katie Mason (y algunos de mis colegas clínicos, ávidos de pruebas, sin duda encontrarán criticable mi suposición de que fue alto), pero estoy convencido de que la naturaleza intervino, como hace tan a menudo, y suministró exactamente la dosis necesaria para dar cierta tranquilidad a una niña moribunda. El aumento de las endorfinas parece ser un mecanismo fisiológico innato para proteger a los mamíferos, y quizás a otros animales, de los peligros emocionales y físicos del terror y el dolor. Es un instrumento de supervivencia, y como tiene valor evolutivo, probablemente apareció durante el período salvaje de nuestra prehistoria, en el que frecuentemente se presentaban amenazas mortales en la vida cotidiana. Sin duda, muchas vidas se han salvado por haber mantenido la calma ante el peligro súbito.

Parece que a Joan Mason también la protegieron las endorfinas. Me dijo que si no hubiera sido por el calor casi sobrenatural que la invadió y por la sensación de estar rodeada de una espesa aura aislante, podría haber tenido un ataque cardíaco y haber muerto allí mismo, al lado de su hija. Los homínidos primitivos cuyos corazones y sistema circulatorio no sucumbieron al terror puro ante los ataques de animales, fueron los que sobrevivieron y tuvieron crías cuyas respuestas fueron muy semejantes a las suyas.

Aunque hay muchas narraciones de este tipo de sucesos, se han hecho muy pocos intentos de estudiarlas de una manera sistemática. Leemos la lección filosófica de Montaigne, o la historia de un soldado, o quizás el relato de un alpinista que experimentó una paz interior insólita mientras caía, seguro de que se hallaba ante una muerte instantánea. Algunos de nosotros tenemos nuestras propias historias. Y también hay veces, por supuesto, en que las endorfinas fallan y la muerte sobreviene con toda su angustia.

Como para algunos las endorfinas están relacionadas con cuestiones del cuerpo y para otros con cuestiones del espíritu, es instructivo examinar la experiencia de un hombre cultivado cuyo objetivo era la salud de ambos. Se olvida con frecuencia que el gran explorador David Livingstone era un médico misionero. Durante sus expediciones africanas sobrevivió en varias ocasiones a la cercana llamada de la muerte, pero hay una que ejemplifica la manera en que, algunas veces, el protoplasma y el ectoplasma actúan estrechamente unidos, precisamente en el momento en que parece que se van a separar para siempre.

Un día de febrero de 1844, cuando Livingstone tenía treinta años, fue atacado por un león herido del que trataba de proteger a varios nativos de la expedición. Las mandíbulas del enfurecido animal se clavaron en su brazo izquierdo y sintió que le levantaba del suelo y le agitaba violentamente, al mismo tiempo que sus dientes se hundían profundamente en la carne, astillando el húmero y causándole once desgarraduras en la piel y los músculos. Un miembro de la expedición de Livingstone, un anciano converso llamado Mebalwe, tuvo la presencia de ánimo necesaria para coger una escopeta y disparar los dos cañones, lo que asustó lo suficiente al animal como para que abandonara su presa y huyera. No tardó en morir cerca de allí a causa de la bala que Livingstone le había disparado antes de que le atacara.

El explorador herido tuvo mucho tiempo para pensar en lo cerca que había estado de la muerte durante los más de dos meses que tardó en recuperarse de la hemorragia, la fractura conminuta y la grave infección que, al poco tiempo, comenzó a supurar. Estaba tan asombrado de haber sobrevivido como de la calma que había sentido en las fauces del león. Más tarde describió el suceso y su inefable sensación de paz en la autobiografía que publicó en 1857, Missionary Travels and Researches in South África:

Gruñendo terriblemente cerca de mi oreja, me sacudió como un terrier podría sacudir una rata. El susto me produjo un estupor similar al que parece sentir un ratón tras el primer zarpazo del gato. Me causó una especie de languidez en la que no había sensación de dolor ni de terror, aunque era completamente consciente de todo lo que estaba sucediendo. Era como lo que describen los pacientes cuando se encuentran bajo la influencia del cloroformo: pueden ver la operación pero no sienten el bisturí. Esta singular situación no fue resultado de ningún proceso mental. La sacudida eliminó el miedo e inhibió toda sensación de horror al mirar a la bestia. Este peculiar estado probablemente se produce en todos los animales que matan los carnívoros y, si es así, es una provisión misericordiosa de nuestro benevolente Creador para disminuir el dolor de la muerte.

En aquellos días lejanos en los que la ciencia de laboratorio estaba empezando su larga colaboración con la medicina de cabecera, probablemente la mayoría de la gente habría estado de acuerdo con la explicación de Livingstone para su asombrosa calma. Habría sido necesario tener presciencia —o renegar de la fe— para invocar la fisiología en aquellos momentos en que el microscopio y el análisis químico acababan de nacer. Era prácticamente imposible que Livingstone hubiera intuido de alguna manera los principios de las alteraciones bioquímicas de la conciencia en condiciones de estrés. Al estar semejante visión profética incluso fuera de la capacidad de un misionero cristiano, no pudo prever el descubrimiento de ese fenómeno.

Yo he tenido una experiencia semejante. No soy una persona miedosa por naturaleza y, sin embargo, hay dos situaciones que temo hasta el punto de la irracionalidad patológica: mirar hacia abajo desde una gran altura y hallarme sumergido en aguas profundas. Sólo con pensar en cualquiera de estos dos peligros se produce un espasmo en cada uno de mis esfínteres, de un extremo a otro del tubo digestivo. No es que sea cauteloso ante las aguas profundas o incluso que me asusten; es que me dan pavor, me amilanan y me llenan de una fóbica cobardía. En una piscina, rodeado de jóvenes sanos, todos ellos capaces de rescatarme sin tensar ni una sola fibra de músculo schwarzerneggeroide, he sentido más de una vez la mortal certeza de un ahogo inminente; y esto simplemente porque me había dado cuenta de que estaba unos centímetros más allá de donde me cubría.

En una ocasión, me retiraba de un banquete espléndido (durante el cual todo el alcohol que había tomado se había reducido a una botella de cerveza Tsingtao, y además durante la primera parte de una comida que se había prolongado dos horas), en compañía de un colega americano y media docena de miembros de la Facultad de Medicina de Hunan, próxima a la ciudad de Changsha, en la región sur-central de China, e íbamos charlando y paseando por un camino lleno de curvas que en un breve tramo atravesaba lo que parecía ser un estanque poco profundo de aguas tranquilas. Vestía un traje y llevaba una bolsa de mano medio llena colgada del hombro. El terreno no me era del todo desconocido por haber estado en aquella casa de huéspedes dos años antes, pero parece que no tuve en cuenta la estrechez del sinuoso pavimento ni la ausencia casi total de iluminación exterior en aquella noche sin estrellas. Al volverme a la mitad de un paso para decir algo a uno de mis anfitriones, que caminaba detrás de mí, me encontré de pronto sin nada bajo el pie derecho. En un instante estaba sumergido en un agua impenetrablemente negra y seguía hundiéndome. Al tiempo que me daba cuenta de que había caído de pie y seguía descendiendo, sentí un gran asombro y una leve y muy lejana ironía no exenta de humor, como si hubiera participado en una imprudente y estúpida broma que no hubiera salido como la había planeado. Al mismo tiempo, estaba enfadado conmigo mismo por lo que —allí abajo y aparentemente inmerso en un estrecho canal que conducía directamente a New Haven atravesando la corteza terrestre— me pareció una torpeza que iba a interferir en el cumplimiento de mi misión en Hunan. Lo más notable es que no sentía ningún miedo y, desde luego, no pensé en ningún momento en que me podía estar ahogando.

Aunque no me di cuenta, por fin debí llegar al fondo y tomar impulso como un nadador experimentado, porque pronto me encontré ascendiendo directamente hasta que mi cabeza salió a la superficie. Agarrándome a las manos que me ofrecían mis asustados y vociferantes compañeros, trepé fuera del estanque usando como peldaños los salientes irregulares de las rocas que había en la orilla. Aún tenía la bolsa en el hombro. Lo único que había perdido eran las gafas y algo de ese necesario componente de dignidad que los chinos llaman mianzi, o «cara». Durante algunos momentos me quedé allí de pie en el camino, sintiéndome estúpido, desconcertado y súbitamente helado.

Mi profunda inmersión no pudo haber durado más de algunos segundos y la descarga de endorfinas es sólo otra suposición que no puedo probar. Pero cuento este episodio como un testimonio personal de una circunstancia repentina e imprevista que debería haber provocado una pérdida caótica de control y que, sin embargo, sólo acabó en una sensación de calma indiferente y en observaciones bastante racionales sobre el aprieto en el que (literalmente) me había metido. Parece que el shock emocional puso en marcha una respuesta al estrés que me impidió tomar conciencia del peligro, evitando así que el pánico me paralizara. Evidentemente, fue una suerte que no empezara a agitar caoticamente los brazos y me librara de tragar una buena cantidad de agua estancada, por no mencionar la certeza casi absoluta de que, al mover violentamente la cabeza, me hubiera golpeado contra los salientes de las rocas que sólo estaban a unos centímetros.

Mis breves momentos de peligro no alcanzaron en absoluto la magnitud del ataque que sufrieron Montaigne o Livingstone, ni soy tan insensible como para compararlos con la tragedia de la pequeña Katie Mason. Sin embargo, excepto por la gran diferencia de grado, parece que todos ellos ilustran el mismo fenómeno: tranquilidad aparente en lugar de terror, y resignación en lugar de una lucha contraproducente. Se ha reflexionado mucho sobre las razones de que esto sea así, y las respuestas abarcan un ámbito filosófico tan amplio como la distancia que hay entre la espiritualidad y la ciencia. En el momento en que se aproxima una muerte repentina, independientemente de cuál sea su causa, con frecuencia parece que los seres humanos y muchos animales están protegidos —protegidos no sólo del horror de la muerte misma, sino de ciertos actos contraproducentes que podrían impedir toda escapatoria o aumentar su angustia.

Con esto me estoy acercando a un territorio peligroso, pero inevitable. El fenómeno denominado near-death experience (experiencia de proximidad de la muerte) ha sido muy discutido últimamente. Ningún observador razonable puede pasar por alto los numerosos relatos sobre «el tránsito al más allá» que han recogido investigadores serios en entrevistas a supervivientes dignos de crédito. Quienes tratan de interpretar sus hallazgos sobre una base científicamente razonable han invocado una variedad de causas posibles, desde las psiquiátricas a las bioquímicas. Otros buscan la explicación en la fe religiosa o en la parapsicología, y también hay quienes aceptan sin más estas experiencias, considerándolas no sólo reales sino, de hecho, la primera fase de una bienaventurada existencia en el más allá, casi siempre el cielo o su equivalente.

El psicólogo Kenneth Ring entrevistó a 102 supervivientes de lesiones o enfermedades que habían visto sus vidas en peligro. Cuarenta y nueve de ellos cumplían sus criterios de experiencia —en grado profundo o moderado— de proximidad de la muerte, mientras que cincuenta y tres parece que realmente no habían tenido tal experiencia. La gran mayoría de los enfermos entrevistados habían sufrido un episodio repentino tal como un infarto coronario o una hemorragia. El doctor Ring seleccionó una serie de elementos básicos de los casos válidos: paz y sensación de bienestar, separación del cuerpo, entrada en la oscuridad, percepción de la luz, entrada en la luz. Otras características menos generalizadas eran: revisión de la propia vida, aparición de una «presencia», encuentro con seres queridos fallecidos y la decisión de volver. Algunos de los pacientes del doctor Ring habían llegado a un estado tan irrecuperable desde el punto de vista médico que se les había considerado clínicamente muertos, pero la mayoría no habían alcanzado ese punto, sino que se habían hallado meramente en peligro de muerte.

No tengo más datos para interpretar el llamado «síndrome de Lázaro» que la mayoría de quienes lo han estudiado, pero me gustaría ser un poco más respetuoso con los hechos observados que algunos estudiosos que confunden sus deseos con la realidad, especialmente aquellos que llegan a denominar after-death experience (experiencia de retorno de la muerte) al objeto de sus lucubraciones. En este sentido me parece útil considerar las posibles consecuencias biológicas de dicho fenómeno, cuál podría ser su función y de qué modo puede favorecer la preservación de los individuos y de las especies.

Creo que la experiencia de la proximidad de la muerte es resultado de una evolución biológica de millones de años y que tiene como función preservar la vida de las especies. Muy probablemente su carácter es similar al proceso descrito en las páginas anteriores. El hecho de que, aparentemente, a veces se haya producido en casos de «muerte» prolongada o en situaciones de relativa calma no me hace dudar de mi hipótesis y creo que en el futuro se probará que se debe, si no específicamente a las endorfinas, sí a algún mecanismo bioquímico semejante. No me sorprendería que se demostrara la intervención de alguno de los otros elementos que se han considerado posibles causas, tales como el mecanismo psicológico defensivo de la despersonalización, el efecto alucinatorio del terror, las convulsiones que se originan en los lóbulos temporales del cerebro y la insuficiente oxigenación cerebral. A su vez, la liberación de agentes bioquímicos muy bien podría ser la consecuencia, o la causa, de uno o varios de tales procesos. En los pocos casos en los que el fenómeno se produce durante la lenta agonía de lo pacientes terminales, evidentemente pueden intervenir otros factores como los narcóticos que se les suministra o las sustancias tóxicas producidas por la propia enfermedad.

Como tantas otras explicaciones bioquímicas de fenómenos oscuros, aparentemente místicos, ésta no pretende convencer a los creyentes. No soy el primero en preguntarse por qué misteriosos caminos hace Dios que se cumpla su inescrutable voluntad, ni la fuente del rumor de que podría servirse de sustancias químicas para ello. Como escéptico inveterado tengo la convicción de que no sólo debemos cuestionar todas las cosas, sino estar dispuestos a creer que todas las cosas son posibles. Pero mientras que el verdadero escéptico puede existir felizmente en un estado de permanente agnosticismo, algunos de nosotros deseamos ser convencidos. Algo dentro de mi espíritu racional se rebela al invocar la parapsicología, pero no al invocar a Dios. Nada me alegraría más que una prueba de su existencia, así como de una bienaventurada vida futura. Pero por desgracia no veo ningún indicio de ella en la experiencia de la proximidad de la muerte.

No dudo de la existencia del fenómeno de la proximidad de la muerte y de la serenidad que se siente en ocasiones cuando la muerte amenaza de improviso. Sin embargo, dudo que se produzca frecuentemente en otras circunstancias. El bienestar y la paz, y especialmente la serenidad consciente de los últimos días sobre la tierra, han sido muy sobreestimados por muchos comentaristas, que no nos hacen ningún bien induciéndonos a concebir falsas esperanzas.