V
Enfermedad de Alzheimer
Prácticamente todas las enfermedades pueden describirse en términos de causa y efecto. Los síntomas que el paciente expone a su médico y los hallazgos que se revelan en la exploración médica, son resultado directo de cambios patológicos muy específicos dentro de las células, tejidos y órganos, o de trastornos en los procesos bioquímicos. Una vez identificadas estas alteraciones, puede demostrarse que han conducido a las manifestaciones clínicas observadas. El objeto del diagnóstico es hallar la causa, sirviéndose de sus efectos como claves.
Consideremos algunos ejemplos: la obstrucción aterosclerótica de la arteria que nutre un segmento del músculo cardíaco causará angina o infarto, con los síntomas que acompañan a esos trastornos; un tumor que produce una hipersecreción de insulina reduce drásticamente los niveles de glucosa en la sangre, impidiendo la nutrición adecuada del cerebro, lo que lleva finalmente al coma; un virus que ataca las células motoras de la médula espinal causa la parálisis del músculo al que estas células envían mensajes; un asa intestinal que se enrolla alrededor de una banda de tejido cicatricial postoperatorio, con la consiguiente obstrucción intestinal, produce distensión abdominal, vómitos, deshidratación y desequilibrios químicos en la sangre, que, a su vez, pueden conducir a arritmias cardíacas; una apendicitis llena la cavidad abdominal de pus y la peritonitis resultante inunda el sistema circulatorio de bacterias que causan fiebre alta, septicemia y shock. La lista de ejemplos sería interminable, y constituye la materia de los libros de texto médicos.
El paciente va al médico con uno o más síntomas: angina, coma, piernas paralizadas, vómitos persistentes con el abdomen hinchado o fiebre acompañada de dolor abdominal, y comienza el trabajo de detective. Cuando el médico emplea el término fisiopatología se refiere a la serie de sucesos que han conducido al conjunto de síntomas observables y demás hallazgos clínicos.
La fisiopatología es la clave de la enfermedad. Para un médico, la palabra tiene connotaciones tanto filosóficas como estético-poéticas, lo cual no es de extrañar ya que parte de su raíz griega, fisiología, tiene un significado filosófico y poético: «investigación sobre la naturaleza de las cosas». Añadiendo el término pathos («sufrimiento» o «enfermedad»), tenemos la expresión literal de la esencia de la indagación médica, que es investigar la naturaleza del sufrimiento y la enfermedad.
La misión del médico es por tanto, identificar la causa de la enfermedad, analizando la secuencia en dirección inversa, hasta encontrar al verdadero culpable, microbiano u hormonal, químico o mecánico, genético o ambiental, maligno o benigno, congénito o adquirido. La investigación se hace siguiendo las pistas que el culpable deja en la enfermedad o lesión. Así se reconstruye el crimen y se elabora un plan de tratamiento que libre al paciente del causante de su mal.
Por tanto, en cierto sentido, todo médico es un fisiopatólogo, un investigador que identifica la enfermedad rastreando el origen de sus síntomas. Después, se puede elegir la terapia apropiada. Ya sea el objetivo extirpar la patología, destruirla con fármacos o radioterapia, neutralizarla con antídotos, fortalecer los órganos que está atacando, matar los gérmenes que la producen o simplemente mantenerla bajo control hasta que las propias defensas del organismo puedan vencerla, debe elaborarse un plan de acción contra cada enfermedad para que el paciente tenga alguna posibilidad de superarla. Cuando el médico se empeña en la lucha por la vida de su paciente, su conocimiento de las causas y los efectos es la armería a la que acude para elegir sus armas.
Gracias a la investigación biomédica del siglo pasado, conocemos bien la fisiopatología de la gran mayoría de las enfermedades o, por lo menos, lo suficientemente bien como para disponer de un tratamiento efectivo. Pero aún existen algunas enfermedades en las que la relación entre causa y efecto está menos claramente definida de lo que cabría esperar, y algunas de estas enfermedades se encuentran entre los mayores azotes de nuestro tiempo. La enfermedad que hoy se llama «demencia senil del tipo Alzheimer» no sólo pertenece a esta categoría, sino que conlleva el problema adicional de que su causa primaria sigue siendo un misterio para los científicos desde que el problema se identificó desde el punto de vista médico en 1907.
La patología fundamental de la enfermedad de Alzheimer es la degeneración progresiva y la pérdida de un gran número de células nerviosas en las partes de la corteza cerebral que se asocian con las llamadas funciones superiores, como la memoria, el aprendizaje y el juicio. La gravedad y naturaleza de la demencia del paciente en un momento dado guardan relación con el número y situación de las células afectadas. La disminución del número de células nerviosas en sí misma basta para explicar la pérdida de la memoria y otras discapacidades cognitivas. Pero hay otro factor que, al parecer, también influye: una marcada disminución de la acetilcolina, la sustancia química que emplean estas células para transmitir mensajes.
Estos son los elementos básicos de lo que se conoce como la enfermedad de Alzheimer, pero son insuficientes para aportar un nexo directo entre los hallazgos estructurales y químicos, por una parte, y las manifestaciones específicas que en un momento dado presenta el paciente, por otra. Muchos detalles de la fisiopatología de la enfermedad siguen eludiendo los más decididos esfuerzos de la ciencia médica por definirlos. En el estado actual de nuestros conocimientos (o nuestra ignorancia) sobre la enfermedad de Alzheimer es imposible establecer la secuencia de causas, efectos y tratamientos que describíamos antes. No sabemos más sobre lo que puede curarla que sobre lo que puede causarla.
Por lo tanto, al exponer el modo en que la enfermedad de Alzheimer mata a sus víctimas, no será posible detenerse periódicamente a fin de mostrar la relación entre determinados síntomas y las fases de la fisiopatología de la que son manifestaciones. Tales digresiones explicativas serían insatisfactorias y confusas. Pero se pueden hacer otras cosas muy interesantes que enumero a continuación: describir los cambios patológicos fundamentales que se producen en el cerebro y mencionar algunas áreas de trabajo en las que se está intentando elucidarlos; emplear el gradual desarrollo histórico de nuestros conocimientos sobre la enfermedad para hacer comprensibles numerosos aspectos oscuros del trastorno cerebral; hacer una crónica del calvario emocional que aflige a las familias de las víctimas; describir lo que sucede a la persona afectada, y cómo muere.
«Todo se precipitó sólo diez días antes de nuestras bodas de oro». Janet Whiting recordaba los seis atormentados años de la angustiosa decadencia de su marido hasta el estado final de la enfermedad de Alzheimer. Conocía a Janet y a su marido desde la infancia. La primera vez que les visité con mi familia, a finales de los años treinta, acababan de casarse y eran jóvenes y muy atractivos: él tenía veintidós años y ella veinte. Comparados con mis padres inmigrantes, que hacía mucho que habían cumplido los cuarenta, los Whiting parecían una pareja de cine, un par de jovencitos que aún no tenían edad más que para jugar a las casitas en aquel apartamento recién amueblado.
No es que yo dudara de la pasión que a todas luces sentían el uno por el otro; lo que yo dudaba era que una pareja cuya vida en común parecía tan alegre pudiera estar verdaderamente casada. Tenía la convicción de que sólo estaban probando; yo sabía por mi observación personal que los matrimonios no se comportaban de ese modo. Si los Whiting querían que las cosas marcharan, simplemente tendrían que dejar de actuar como si estuvieran locos el uno por el otro.
En gran medida nunca lo hicieron. Ese matrimonio conservó siempre un amable afecto recíproco que aprendí a valorar cada vez más a medida que me hacía lo suficientemente mayor como para saber lo que ocurre entre un hombre y una mujer. Incluso las expresiones espontáneas y abiertas de cariño no desaparecieron nunca. Con el paso de los años, Phil prosperó como agente inmobiliario y al apartamento del Bronx le sucedió una hermosa casa en Westport, Connecticut, donde crecieron sus tres hijos. Con sus hijos ya mayores, Janet y Phil se mudaron a un lujoso piso en Stratford. Cuando Phil dejó de trabajar a jornada completa con sesenta y cuatro años, sus hijos ya hacía tiempo que vivían por su cuenta, el dinero no escaseaba y el futuro parecía seguro.
Después de no haber visto a los Whiting durante varias décadas, desde que tenía veintipocos años hasta entrados los cuarenta, nuestros caminos se cruzaron de nuevo en 1978, cuando vivían en Stratford, cerca de mi casa, a poca distancia de New Haven. Pasar una velada con aquellas generosas personas era admirar la ecuanimidad de su relación y el tierno respeto implícito en su trato hasta en las menores alusiones. Su unión había colmado con creces la promesa de los primeros meses. Cuando Phil se retiró completamente, y ambos se trasladaron de modo permanente a Delray Beach, en Florida, mi esposa y yo tuvimos la sensación de que nos habían arrebatado a dos apreciados amigos. Lo que no sabíamos es que ya habían empezado a suceder algunas cosas extrañas.
Incluso antes de trasladarse, Phil, un hombre de mente activa que siempre había devorado libros en todos sus ratos libres, había dejado de leer. A Janet esto sólo le pareció extraño retrospectivamente, y sólo retrospectivamente comprendió años después por qué Phil empezó a insistir en que ella se organizara el día de modo que nunca se quedara solo. «No me he retirado —refunfuñaba él cuando ella se marchaba para pasar una tarde en la ciudad— para estar solo». Antes, rara vez había tenido estallidos de cólera; después se hicieron más frecuentes y se convirtieron en verdaderos ataques durante los últimos años en Stratford; Phil parecía encontrar cada vez más razones para criticar a su hija Nancy. Sus visitas normalmente acababan en lágrimas antes de que tomara el tren para volver a su apartamento, en la ciudad de Nueva York. Después de mudarse a Florida se sucedieron con creciente frecuencia episodios inexplicables de confusión, y Phil reaccionaba con incredulidad y rabia, como si la culpa fuera siempre de otra persona. Por ejemplo, a veces se equivocaba de peluquería, y culpaba al inocente peluquero de haber olvidado la cita que tenía en otro sitio. En una ocasión, este hombre que nunca había levantado la mano contra nadie amenazó a un asombrado motorista con pegarle sólo porque iba a coger la manga de al lado en la gasolinera.
Finalmente apareció la primera gran clave de que esos nuevos defectos no eran meramente peculiaridades de un viejo ejecutivo que soporta mal la inactividad de su retiro. Una tarde, Janet invitó a cenar a una pareja a quienes ella y Phil no habían visto hacía varios años, Ruth y Henry Warner. Phil había sido siempre un anfitrión afable, orgulloso de la cocina de su mujer y de su propio conocimiento de los vinos. Como ya desde su juventud era más bien corpulento, había aprendido a llevar bien sus kilos, de modo que su amplia barriga y la agradable sonrisa de su cara redonda contribuían al aire de gozosa prosperidad que irradiaba su espíritu generoso. Era un hombre fácil de querer y sabía crear esa atmósfera de confortable afabilidad que emanaba de su mera presencia. En su casa o en la de otro —no había diferencia— Phil era como un espléndido anfitrión, cuyo único deseo era el bienestar de todos los que le rodeaban.
Y así había sido en la cena. Janet preparó unos platos deliciosos, Phil escogió los vinos con su habitual buen criterio, la conversación fue a veces intensa y a veces ligera, y la velada estuvo envuelta en esa acogedora atmósfera típica de una visita al hogar de los Whiting. Los Warner se despidieron envueltos en el calor de ese ambiente que tan bien recordaban de años anteriores.
A la mañana siguiente, Phil no recordaba nada. Incluso negaba haber visto a los Warner, y nada podía convencerle de su visita. «Y eso me asustó», recordó Janet, cuya mente hasta entonces había estado buscando racionalizaciones de los innegables cambios que se habían producido en la conducta de Phil. Sin embargo, aun en aquel momento de aparente no retorno, trató de buscar una explicación para aquel olvido, el último de los inquietantes episodios que estaba observando con tanta frecuencia. «Pensé, bueno, yo también olvido cosas a veces, y puede ser que él hable de ello más tarde». Tan desesperadamente intentaba ignorar el horror de los pensamientos que iban cobrando forma en su conciencia que casi se convenció a sí misma de la insignificancia del último lapsus de su marido.
Pero unas semanas más tarde, la frágil estructura de las defensas de Janet se derrumbó ante una incontrovertible demostración que su agotada capacidad de justificación ya no pudo pasar por alto ni borrar de la memoria. Al volver a casa una tarde, después de pasar unas horas fuera, se encontró frente a un Phil colérico que la acusaba airadamente de haber ido a visitar a su amante. Aún más perturbador que la propia acusación era la identidad del supuesto «amante»: Walter, un primo de Phil, muerto hacía ya muchos años. «En aquel momento ni siquiera sabía lo que era la enfermedad de Alzheimer. Sólo sabía que estaba asustada. Algo terrible le estaba pasando a Phil, y yo no podía ignorarlo ni justificarlo por más tiempo».
No obstante, como si el tomar medidas concretas fuera a confirmar lo inevitable, Janet no acababa de decidirse a consultar a un médico. Quizás tenía aún la esperanza de que Phil estuviera sufriendo algún trastorno emocional pasajero, o que sus estallidos no continuarían o incluso que desaparecerían con el paso del tiempo. Después de todo, no sólo eran breves, sino que enseguida quedaban olvidados. En cuanto pasaban, Phil parecía ignorar lo que acababa de decir o hacer. Todavía hoy, al pensar en ello, Janet no recuerda las muchas mentiras que debió haberse dicho a sí misma para calmar la creciente inquietud que constantemente la acompañaba y retrasar el veredicto oficial de la desesperanza.
Pero finalmente fue imposible dejar de pensar en la desintegración mental de Phil. Cada vez con más frecuencia se despertaba en plena noche gritando a Janet que saliera de su cama. «¿Qué estás haciendo aquí? —decía—. ¿Desde cuándo duerme una hermana con su hermano?». Ella hacía pacientemente lo que le exigía y le dejaba agitándose encolerizado mientras permanecía despierta el resto de la noche en el sofá del cuarto de estar. Al poco tiempo, él se dormía plácidamente y, al levantarse por la mañana, no recordaba el incidente.
Llegó un momento en que ya no pudo posponer la decisión. Un día, unos dos años después de la cena con los Warner, Janet empleó un subterfugio, que ya no recuerda, para convencer a Phil de que fuera al médico, después de haberse convencido ella misma. Tras hacer meticulosamente la historia y la exploración física, el médico salió de la sala de exploración y le dijo cuál era la enfermedad de Phil. Para entonces, Janet se había familiarizado un tanto con las características de la enfermedad de Alzheimer, pero ni siquiera el haber previsto el diagnóstico disminuyó el shock y la sensación de catástrofe al oír esas palabras. Ella y el médico decidieron no decírselo a Philip. Tampoco habría importado si se lo hubieran dicho pues él ya era incapaz de comprender de forma duradera las implicaciones del diagnóstico, y no habría podido retener los elementos de su descripción. A los pocos minutos, habría vuelto a la ignorancia sobre su estado mental como si no le hubiesen dicho nada.
No obstante, unos meses más tarde, Janet se lo dijo. Como sus crisis de irracionalidad se hacían más frecuentes y sus lapsus de memoria más prolongados, a veces ella era incapaz de controlar su impaciencia y siempre que reaccionaba con una explosión de cólera o con una palabra dura se sentía inmediatamente culpable. Una vez, después de una conversación particularmente enojosa, le dijo bruscamente: «¿No te das cuenta de lo que te pasa?, ¿no sabes que tienes la enfermedad de Alzheimer?». Al describir su estallido, me decía: «Me sentí horrible en cuanto se lo dije», pero su remordimiento era innecesario. Era como si hubiera hablado del tiempo. Phil no era más consciente de su situación que antes de que ella se lo dijera. Por lo que a él concernía, no le sucedía nada malo; ni siquiera podía recordar su propio olvido. A cualquier conocido con el que Phil Whiting se hubiera encontrado casualmente le habría parecido que estaba tan bien como siempre, y eso es exactamente lo que él pensaba.
Janet hizo lo que hace casi todo el mundo en su angustiosa situación. Tomó la decisión de cuidar ella misma a Phil mientras pudiera, y comenzó a buscar libros que la ayudaran a comprender el estado mental de las personas con la enfermedad de Alzheimer. Había algunos buenos, pero el mejor era el que llevaba el acertado título de The 36-Hour Day (El día de 36 horas). En él encontró frases que confirmaban lo que el médico le había dicho unos días antes, tales como: «Habitualmente la enfermedad sigue un curso lento pero inexorable» y «la enfermedad de Alzheimer normalmente provoca la muerte en unos siete a diez años, pero puede progresar con más rapidez (de tres a cuatro años) o más lentamente (hasta quince años).» Cuando Janet se preguntaba si no estaría asistiendo simplemente a los estragos de la senilidad común, se encontró con esta frase: «La demencia no es el resultado natural del envejecimiento».
Y así, Janet no tardó en saber que tendría que enfrentarse con una enfermedad real que llevaba consigo la inexorable certeza del deterioro y la muerte. The 36-Hour Day y los otros libros le enseñaron los cambios físicos y emocionales que se producirían en Phil, y también le hicieron valiosas sugerencias no sólo para cuidarle a él, sino también a sí misma durante los años de tensión y tormento que se aproximaban. Pero al final descubrió que «no son más que palabras; no penetran realmente en el problema; lo que hay en tu corazón es lo que te hace capaz de sobrellevar todo esto». Por más que leyó e intentó prepararse para la posibilidad de que, como decía sin ambages The 36-Hour Day: «A veces, las víctimas de alguna demencia pueden llegar a arrojar objetos [o] golpearte», nunca pudo imaginar los acontecimientos que hicieron que la situación se le fuera de las manos una tarde de marzo de 1987, después de un año de entregada asistencia. Fue una tarde, «sólo diez días antes de nuestras bodas de oro», cuando «todo se precipitó». Así lo describía ella cinco años después:
Él no me reconocía; pensaba que era una ladrona y que estaba robando las cosas de Janet. Entonces empezó a empujarme y a arrojarme cosas. Rompió algunas de mis antigüedades porque no sabía lo que eran. Entonces dijo que iba a llamar a Nancy y a decirle lo que estaba pasando. Efectivamente, la llamó y ella en seguida se dio cuenta de lo que sucedía. Nancy le dijo: «Di a esa mujer que se ponga» y él me pasó el teléfono y me dijo: «Mi hija le va hablar y le dirá que se vaya». Cuando cogí el auricular, Nancy me dijo: «Mamá, sal de la casa ahora mismo, voy a llamar a la policía». Cuando colgué, Phil agarró el teléfono y también llamó a la comisaría.
Hice una tontería, pero me quedé, y él comenzó a zarandearme; así que también llamé a la policía. Imagínate: se presentaron tres coches de policía y yo estaba tan avergonzada… Los agentes entraron y yo intenté explicarles lo que pasaba, pero Phil dijo: «Esta no es mi esposa». Entonces se llevó a un policía al dormitorio para enseñarle nuestra foto de boda. Por supuesto, cuando el policía vio la foto, dijo: «La novia se parece a su mujer, a esta señora», pero Phil insistía: «Esta no es mi esposa».
Mientras tanto, vino nuestra vecina y él la reconoció. Cuando la vecina vio lo que estaba pasando, le habló suavemente: «Phil, sabes que te aprecio y que no te mentiría. Esta mujer es Janet, date la vuelta y mírala». Él hizo lo que se le había indicado. Se dio la vuelta y me miró como si me viera por primera vez. «Janet —dijo—, gracias a Dios que estás aquí. Alguien ha tratado de robar tu ropa». Y así acabó todo.
Uno de los agentes convenció a Phil de que entrara en su coche. Cuando Phil objetó: «Van a pensar que me han detenido», le respondió: «Oh no, creerán que nos llevamos a un amigo a dar un paseo» y Phil pareció satisfecho con esta explicación tan simple. Le llevaron a un hospital cercano, donde permaneció hasta que se pudo encontrar plaza en una clínica de recuperación.
Nancy se trasladó para estar con su madre y las dos iban al hospital todos los días. Al principio se sorprendían de la facilidad con que Phil se había adaptado a la nueva rutina, pero pronto se dieron cuenta de que en realidad no sabía donde estaba. «Nos presentaba a las recepcionistas y nos decía que eran sus secretarias y que el hospital era un hotel que él dirigía». Normalmente reconocía a Janet, pero siempre había que decirle que la mujer más joven era su hija. Con el tiempo empezó a creer que Janet era su novia y finalmente no sabía en absoluto quién era.
Al cabo de una semana, encontraron una buena clínica a la que trasladaron a Phil. Unos días después, Janet pasó allí sus bodas de oro, al lado de un hombre que algunas veces sabía por qué había venido y otras no. Él no era consciente de su demencia ni de la tragedia que vivía su familia.
Durante los dos años y medio siguientes, Janet pasó la mayor parte de cada día con Phil, excepto por breves períodos de respiro que se tomaba porque sus hijos se lo pedían insistentemente. Ellos se daban cuenta de su agotamiento crónico y sabían cuándo debía hacer una pausa en sus penosos esfuerzos. Incluso notaban sus momentos de resentimiento, pero también los comprendían y perdonaban con más benevolencia que ella misma. Por más devoción que pusiera en atenderle, su amor y mejor amigo la había abandonado para hundirse en un abismo de inconsciencia.
Janet se ofreció como voluntaria en el departamento de terapéutica física, y durante un breve período de tiempo tomó parte en las actividades de un grupo de apoyo a familias de pacientes con Alzheimer. Pero los grupos de apoyo solo pueden asumir parte de la carga. Al cabo de poco tiempo, Janet sabía que cada víctima de la demencia inflige un dolor único a quienes la aman y que hay una respuesta única para confortar a cada individuo afectado. Los tres hijos fueron incapaces de asistir a la destrucción de su adorado padre, y esto fue positivo, pues pudieron ayudar a su madre espiritualmente, ocupándose de que recibiera el apoyo emocional necesario para llevar a cabo las tareas que sabían que debía asumir.
Joey, el más joven, de alguna manera reunió las fuerzas necesarias para visitar a su padre dos veces durante su largo confinamiento, pero éste ni le reconoció ni le recordó. Sus visitas le causaron una angustia insoportable y no ayudaron en absoluto a su padre. Lo que ayudaba a su madre —y ésta era la ayuda que ella más necesitaba— era la certeza de que podía contar con el apoyo, no de grupos ni de libros, sino de la devoción inquebrantable de su familia y de aquellos pocos amigos cuya lealtad nacía del amor.
«Lo que hay en tu corazón es lo que te hace capaz de sobrellevar todo esto». Lo que había en el corazón de Janet era hacer por Phil lo que solamente ella —no una enfermera, ni un médico ni un asistente social— podía hacer. Tanto si la reconocía como si no —y con el tiempo llegó a no reconocerla—, algo en su interior le debía recordar, por vagamente que fuera, que ella era la seguridad, la certeza y lo predecible, en un entorno que, por lo demás, era incontrolable y carente de sentido. «Cuando me veía llegar, me saludaba con la mano, pero no sabía quién era. Sólo sabía que era alguien que venía a verle y que se sentaba con él».
Al principio, la impresión de observar cada día el continuo deterioro de Phil era terrible. De alguna manera, Janet lograba mantener la serenidad mientras estaba con él, aunque no siempre: «Durante aquel primer año en la clínica, a veces me derrumbaba. Entonces me llevaban a una habitación y me hablaban hasta que me recuperaba un poco. Pero todas las tardes tenía un ataque de nervios cuando volvía a casa». Gradualmente se endureció lo suficiente para soportar el continuo empeoramiento de Phil, pero se daba cuenta de lo difícil que podía ser para las otras personas que le querían. Y también deseaba protegerle y que le recordaran como había sido, un hombre lleno de bondad y vitalidad que se comportaba no sólo con dignidad, sino también con una distinción propia. «No permitía que nuestros amigos le visitaran en la clínica; no quería que le vieran así».
En la clínica, la enfermedad de Phil seguía «un curso lento pero inexorable», como los libros habían predicho. Al principio, conservaba algo de su sociabilidad y buen carácter, aparentemente convencido de que tenía a su cargo una residencia llena de enfermos, de cuyo bienestar era responsable. Vestido con ropa de calle, iba de paciente en paciente preguntando a cada uno con la benevolencia de un propietario: «¿Qué tal estamos hoy? Espero que se sienta bien». Algunas veces, si Janet o las enfermeras se distraían un momento, llevaba a algún anciano que estuviera en silla de ruedas hasta la entrada del edificio para ir a dar un paseo. Entonces alguien tenía que detenerle en la calle, mientras empujaba alegremente a un paciente encantado e ignorante en medio de la vorágine del tráfico y los peatones.
Durante las fases intermedias de la enfermedad, Phil había desarrollado una marcada incongruencia entre los pensamientos que parecía querer expresar y lo que decía. Esto les ocurre en ocasiones a las víctimas de un ictus cerebral, que suelen ser conscientes de su incapacidad para decir las palabras apropiadas, pero Phil no se percataba de ello. Janet recuerda una ocasión en que, mientras paseaban, él le dijo de repente: «Los trenes llegan tarde; haz algo». Al contestarle que no sabía dónde estaban los trenes, él le respondió irritado: «¿Qué les pasa a tus ojos?, ¿es que no ves?». Y le señaló los cordones desatados de sus zapatos. De repente ella comprendió. «Sólo quería que le atara los cordones, pero lo decía de esa manera. Sabía lo que quería decir, pero no encontraba las palabras adecuadas y ni siquiera se daba cuenta».
Al poco tiempo de estar en la clínica, Phil empezó a ganar peso, y al final había añadido 20 kilos a sus ya generosas proporciones. Luego dejó de comer; de hecho, olvidó cómo se masticaba. Janet tenía que meterle el dedo en la boca y extraerle trozos de comida para que no se atragantara. En esa época ya no se acordaba de su nombre. Aunque recuperó la capacidad de masticar, nunca volvió a saber quién era. Hasta que un día también dejó de hablar; alguna vez miraba a Janet, sólo por un momento, con el antiguo afecto y, escogiendo exactamente las palabras que había pronunciado incontables veces durante su medio siglo de vida en común, musitaba, con toda la dulzura y devoción de una época ya lejana: «Te quiero, eres muy guapa y te quiero». En cuanto decía estas palabras franqueaba de nuevo la frontera del olvido.
Al final, perdió completamente el contacto con el mundo y el control de sí mismo. Se volvió totalmente incontinente y no se daba cuenta de ello; aunque estuviera consciente, simplemente ignoraba lo que sucedía. Cuando la orina empapaba su ropa, en ocasiones también manchada de heces, había que desnudarlo por completo para limpiar la suciedad que profanaba el resto de humanidad que aún le quedaba. «Y pensar —decía Janet— que estaba tan orgulloso de su apariencia y era tan digno. Hasta se le hubiera podido llamar puritano. ¡Ver a Phil allí, de pie, desnudo, mientras le lavaban, sin darse cuenta de lo que pasaba…!». Entonces con los ojos brillantes por el primer destello de unas lágrimas incipientes, dijo: «¡Es una enfermedad tan degradante! Si de alguna manera hubiera sabido lo que le estaba sucediendo, no habría querido vivir. Era demasiado orgulloso para haberlo tolerado, y me alegro de que nunca lo supiera. Es más de lo que nadie debería tener que soportar».
Sin embargo, ella lo soportó y nunca se cuestionó si sería capaz. Veía a sus hijos a menudo, y se reunía con otras esposas y maridos de pacientes cuyo dolor compartía. «Nos sentábamos y llorábamos juntos. Cuando me sentía un poco más fuerte, intentaba ayudarles. Te obligas a no ver ciertas cosas, y eso es lo que yo me enseñé a hacer». Aprendió que la enfermedad de Alzheimer, aunque normalmente afecta a ancianos, puede golpear también a personas más jóvenes. Había un hombre de poco más de cuarenta años en la clínica. Sólo movía los ojos.
Al final, Phil empezó a perder peso rápidamente. Durante el último año de su vida, la piel parecía colgarle de la cara; Janet tuvo que comprarle zapatos nuevos porque sus pies se redujeron en dos tallas, al tiempo que todo él se marchitaba y empequeñecía, y parecía mucho más viejo. Este hombre sano y robusto en el pasado, que durante su vida adulta había llevado trajes de las tallas más grandes, llegó a pesar 63 kilos.
A pesar de todo, nunca dejó de andar. Andaba constantemente, de manera obsesiva, cada rato que el personal de la clínica se lo permitía. Janet trataba de mantener su rápido paso, pero no tardaba en agotarse, y él aún continuaba. Incluso cuando estaba tan débil que apenas podía mantenerse de pie, de alguna manera reunía fuerzas para caminar, atrás y adelante, recorriendo la sala. Al final, estaba tan agotado que se tambaleaba hasta que Janet y la enfermera le sujetaban por los hombros y le sentaban en una silla, sin aliento y demasiado débil para continuar.
Una vez sentado, su frágil cuerpo se inclinaba hacia un lado, porque ya no tenía fuerza para mantenerse derecho. Las enfermeras tenían que atarle para que no se cayera al suelo. Pero incluso entonces sus pies no dejaban nunca de moverse. Allí sentado, inconsciente del mundo que le rodeaba, sujeto a una silla por un cinturón y sin aliento por su esfuerzo incesante, continuaba moviendo los pies patéticamente como si siguiera caminando. Algo le impulsaba a hacerlo; acaso persiguiera algo que hubiera perdido para siempre. O quizás no era eso. Quizás algo en su interior sabía el destino que aguarda a quienes están en la fase terminal de la enfermedad de Alzheimer, y trataba de huir.
Durante el último mes de su vida tenían que atarle por la noche a la cama para impedir que se levantara y reanudara su incesante caminar. En la tarde del 29 de junio de 1990, el sexto año de su enfermedad, jadeando extenuado por el esfuerzo tras una de sus compulsivas caminatas, tropezó con su silla y cayó al suelo sin pulso. Cuando llegaron los ayudantes técnicos sanitarios unos minutos más tarde, intentaron en vano la RCP y le trasladaron rápidamente al hospital, que estaba en el edificio contiguo. El médico de la sala de urgencias anunció que había muerto por fibrilación ventricular y subsiguiente paro cardíaco, y luego telefoneó a Janet, que se había ido a casa menos de diez minutos antes de que Phil comenzara ese último paseo hacia la muerte.
Y así terminó la destrucción de Phil Whiting. Pese a su desgarradora decadencia que desembocó en la atrofia cerebral, su familia no tuvo que presenciar la escena final de deterioro que con tanta frecuencia se representa en el cuerpo de la víctima inconsciente. No es raro que los pacientes en la fase final de la enfermedad, ya sin capacidad para comunicarse, se queden inmóviles y sus cuerpos adopten posiciones grotescas, rígidos o desmadejados, a medida que se acercan a la muerte. Pero mucho antes del final, para la mayor parte de las familias se hacen insuperables los problemas de supervisión básica constante. Debido a la conducta impredecible del enfermo, hay que prevenir sus desvaríos e impulsos destructivos o, por lo menos, saber afrontarlos en aquellas ocasiones en las que, a pesar de la vigilancia, consiguen eludir a quienes les cuidan. Por esta razón eligieron ese título los autores del libro The 36-Hour Day. A consecuencia de un descuido momentáneo, el paciente puede provocarse lesiones a sí mismo o a los demás, o dar lugar a un conflicto con los vecinos que obligue a tomar medidas mucho antes de que la familia esté dispuesta a ello. Se agotan las energías, la paciencia se acaba, e incluso el marido o la esposa más decididos se encuentran pronto en una situación que supera su capacidad de resistencia. Incluso los cuidados rutinarios cobran tal dificultad que desafían los esfuerzos de los profesionales más experimentados y dedicados.
No es fácil encontrar una institución a la que se pueda confiar, con plena tranquilidad, a alguien que ha significado tanto en la propia vida. Aunque esta insuficiencia obedece a muchas razones, quizá la más importante sea puramente estadística: la enfermedad de Alzheimer afecta a más del 11 por ciento de la población de Estados Unidos con más de sesenta y cinco años. La cifra total de norteamericanos afectados, incluyendo a los pacientes por debajo de esa edad, se estima en unos cuatro millones. La demanda de recursos continuará y crecerá. Las previsiones indican que para el año 2030, habrá más de sesenta millones de norteamericanos que superen los sesenta y cinco años. Cuando los costes directos e indirectos de todas las demencias ya se estiman en 40.000 millones de dólares anuales, la mayor parte de los cuales se dedican a pacientes con enfermedad de Alzheimer, la magnitud del problema es aún más espeluznante. ¿Cabe entonces extrañarse de que una familia preocupada que trata de hacer todo lo que puede, se encuentre tan a menudo abrumada y desorientada?
Afortunadamente, en nuestro país existen instituciones adecuadas de asistencia permanente, aunque todavía en número insuficiente, como la que Janet Whiting pudo encontrar. Algunas ofrecen incluso los llamados «programas de respiro», que consisten en admitir a enfermos por breves períodos de tiempo para permitir unos días o semanas de descanso a un cuidador agotado. Existen también algunos programas de cuidados paliativos. Pero independientemente de las reticencias de la familia, con frecuencia, la única manera de recuperar un cierto grado de tranquilidad es la admisión a largo plazo.
Con el tiempo, los pacientes se vuelven completamente dependientes. Los que no sucumben a procesos intercurrentes tales como el accidente cerebrovascular o el infarto de miocardio, muy probablemente caerán en un estado que, inhumana pero muy descriptivamente, se ha denominado vegetativo. En ese momento han perdido todas las funciones cerebrales superiores. Ya antes, algunos pacientes son incapaces de masticar, caminar o incluso tragar su propia saliva. Los intentos de alimentarlos pueden acabar en ataques de tos o ahogos que resultan aterradores, especialmente cuando el que los presencia se considera responsable. Este es el período en el que la familia tiene que enfrentarse a duras decisiones, tales como si se inserta un tubo de alimentación o la energía con que se debe actuar para repeler los procesos naturales que se precipitan como chacales —o quizás como amigos— sobre las personas debilitadas.
Si se decide no iniciar la alimentación por tubo nasogástrico, la muerte por inanición puede representar una liberación para personas inconscientes o que no perciben el proceso. Esta muerte bien puede parecer preferible a las alternativas —la parálisis y la malnutrición— que afectan casi inevitablemente a los pacientes terminales intubados, incluso a los alimentados más escrupulosamente. La incontinencia, la inmovilidad y el bajo nivel de proteínas en sangre hacen que sea casi imposible evitar las úlceras de decúbito, que pueden llegar a presentar un aspecto terrible, al profundizarse hasta el punto de dejar al descubierto los músculos, los tendones e incluso los huesos, cubiertos por capas de pestilentes tejidos muertos y pus. Cuando eso sucede, sólo mitiga un poco el trauma psicológico de la familia el saber que la víctima es inconsciente.
La incontinencia, la inmovilidad y la necesidad de cateterizar conducen a infecciones del tracto urinario. La incapacidad de reconocer o tragar las secreciones origina aspiración del moco y aumenta la probabilidad de contraer neumonía. De nuevo hay que tomar difíciles decisiones relacionadas con el tratamiento en las que influyen no sólo la conciencia individual, sino las creencias religiosas, las normas sociales y la ética médica. A veces lo mejor puede ser no tomar decisión alguna y dejar que la implacable naturaleza siga su curso.
Una vez emprendido, este curso puede ser muy rápido. La gran mayoría de los pacientes con enfermedad de Alzheimer en estado vegetativo mueren por algún tipo de infección, se origine ésta en el tracto urinario, en los pulmones o en las fétidas úlceras de decúbito llenas de bacterias. En el subsiguiente proceso febril —la septicemia— las bacterias se precipitan al torrente sanguíneo, causando rápidamente shock, arritmias cardíacas, anomalías de la coagulación, insuficiencia hepática y renal, y muerte.
Durante todo este tiempo, los miembros de la familia han experimentado sensaciones de ambivalencia e impotencia, y viven en un estado de crisis permanente. Temen lo que están viendo, así como lo que aún tienen que ver. Aunque constantemente se les recuerde lo contrario, muchas personas siguen creyendo que están permitiendo un sufrimiento consciente. Y, sin embargo, esta opción es siempre tan dura. Los instrumentos legales, tales como la donación inter-vivos y los poderes generales, pueden actuar como disposiciones preventivas, pero con demasiada frecuencia no existen; la afligida pareja o los hijos, ya con sus propios problemas familiares, se encuentran perdidos en un mar de sentimientos contradictorios. La dificultad de decidir se ve agravada por la dificultad de vivir con la decisión tomada.
La enfermedad de Alzheimer es uno de esos cataclismos que parecen destinados específicamente a poner a prueba el espíritu humano. La nobleza y la lealtad de Janet Whiting no son únicas; incluso pueden ser la norma en mayor o menor medida. De hecho, hasta tal punto no es excepcional la conducta de Janet, que los profesionales de la medicina casi llegan a esperar que las familias acepten sin dudar el papel que les toca en las tareas de asistencia. El coste, por supuesto, es considerable. En términos de problemas afectivos, de olvido de objetivos y responsabilidades personales, de relaciones alteradas y, obviamente, de recursos económicos, la cuenta es insoportablemente alta. Pocas tragedias son más costosas.
A menudo parece como si las familias de los enfermos de Alzheimer quedaran apartadas de las anchas e iluminadas avenidas de la vida, para permanecer atrapadas durante años en su atroz callejón sin salida. La liberación sólo llega con la muerte de la persona amada. Y aun entonces permanecen los recuerdos y la terrible pérdida, de las que sólo es posible liberarse en parte. El cristal oscuro de los últimos años siempre filtrará la imagen de una vida plena y la felicidad y los logros compartidos. Para los supervivientes, la existencia misma ha perdido irrevocablemente brillo e inmediatez.
Probablemente es una doctrina universal de todas las culturas que poner nombre a un demonio ayuda a disminuir el temor que infunde. Algunas veces me pregunto si la verdadera razón, quizás culturalmente inconsciente, de que los primeros médicos trataran siempre de identificar y clasificar las enfermedades, no fuera tanto comprenderlas como desafiarlas. De alguna manera, la confrontación con una fiera maligna parece más segura después de ponerle un nombre; como si ese mismo acto la calmara por un momento y pareciera posible domarla; impone un cierto control a lo que previamente había sido la ferocidad de un terror irrefrenable. Cuando damos nombre a una dolencia la civilizamos, la obligamos a jugar con nuestras propias reglas.
Dar nombre a una enfermedad es el primer paso para establecer una estrategia contra ella. No es sólo la comunidad científica la que forma el equivalente actual de las antiguas formaciones militares en círculo o cuadrado, sino también la comunidad de pacientes, familias y voluntarios. Desde el segundo tercio de este siglo, los pacientes y sus familiares han compartido sus problemas, y algunas veces sus gastos, con grupos tales como la Fundación Nacional para la Parálisis Infantil, la Asociación Americana contra el Cáncer y la Asociación Americana de Diabetes. Ya no tienen por qué estar solas las personas que sufren estas calamidades y quienes las asisten.
En el caso de la enfermedad de Alzheimer, rara vez es el paciente quien reconoce la necesidad de estar acompañado en el curso de su doloroso viaje. Pero probablemente no hay ninguna discapacidad en nuestro tiempo en la que la presencia de los grupos de apoyo pueda contribuir tan decisivamente a la supervivencia emocional de los testigos más cercanos de la desintegración. En Estados Unidos hay actualmente casi doscientas organizaciones locales y más de un millar de grupos de apoyo bajo la cobertura de la Alzheimer’s Disease and Related Disorders Association (ADRDA), y en otros países existen organizaciones similares. No sólo proporcionan ayuda directa sino que también abogan por el aumento de los fondos dedicados a la investigación y las mejoras clínicas. La unión hace la fuerza, aunque la unión sólo sea de una o dos personas comprensivas que pueden aliviar la angustia simplemente escuchando.
Esa angustia tiene muchas facetas, y algunas de ellas no se pueden superar si no se cuenta con una persona compasiva e informada que escuche: ¿Es posible que el peso de esta enfermedad no llegue a ser una fuente de resentimiento, y algunas veces de repugnancia, para todos a los que arrastra en su repugnante estela? ¿Puede alguien mutilar una gran parte de su vida sin exasperarse? ¿Hay una sola persona que pueda soportar ver cómo el objeto de su amor más intenso se hunde en la incomprensión y la decadencia?
Cada familia necesita ayuda para comprender la virulencia del ataque, no sólo contra el propio paciente sino contra quienes están con él. Pero no debe esperar un tipo de ayuda que la libere del tormento; ésta sólo puede hacer comprensible el sufrimiento y ofrecer algún respiro en la penosa experiencia. El conocimiento mismo de que los sentimientos de rabia y frustración de una familia son universales e inevitables, y la certidumbre de que nos escuchan oídos atentos y comparten nuestros sentimientos corazones comprensivos, es lo que puede ahuyentar la soledad y los sentimientos injustificados de culpa y remordimiento que acrecientan la desesperanza que aflige a todos a los que golpea espiritualmente la enfermedad de Alzheimer.
Con solo pronunciar las palabras que dan nombre a los síntomas alarmantes, se empieza a salir del aislamiento. Ese mismo acto pone en marcha el proceso por el que los miembros de una familia pueden unir sus defensas a las de millones de personas que caminan a su lado. El nombre de esta enfermedad no existía hace cien años, aunque ciertos aspectos del proceso asociados con ella se habían observado y descrito durante siglos en el cuadro general, de ese vasto panorama que se denomina senilidad.
«Demencia del tipo Alzheimer» es el nombre oficial de la enfermedad que actualmente se diagnostica a varios cientos de miles de personas cada año en Estados Unidos. Representa del 50 al 60 por ciento de todas las formas de demencia que padecen los mayores de sesenta y cinco años y afecta a otras muchas personas de mediana edad. La Asociación Americana de Psiquiatría describe su comienzo como insidioso, tomando un «curso de deterioro progresivo para el que la historia clínica, la exploración médica y las pruebas de laboratorio han excluido cualquier otra causa precisa. La demencia se traduce en una pérdida multifacética de facultades intelectuales tales como la memoria, el juicio, el pensamiento abstracto y otras funciones corticales superiores, así como cambios en la personalidad y en la conducta».
La demencia misma se define como: «Una pérdida de las facultades intelectuales lo suficientemente grande como para impedir la actividad social y ocupacional». Detrás de estas palabras engañosamente simples hay siglos de incertidumbre y de vagas definiciones y categorías.
Durante miles de años ha habido referencias a lo que ahora denominamos demencia senil, e incluso a decisiones legales relacionadas con la enfermedad, en la literatura y en los registros históricos de la civilización occidental. Los autores médicos la han descrito desde la Antigüedad y los médicos llegaron a reconocer gradualmente que tanto los ancianos como los individuos más jóvenes a veces presentan trastornos evidentes del juicio y de la memoria, y déficits intelectuales generales de naturaleza progresiva. No obstante, la palabra demencia no apareció como término médico hasta 1801, cuando fue introducida por Philippe Pinel, que en aquel momento era el médico jefe de La Salpétriére, un hospital de París en el que varios miles de mujeres enfermas crónicas e incurables estaban internas junto con cientos de trastornados y locos. A Pinel se le considera el padre del tratamiento moderno de las enfermedades mentales, en primer lugar por la precisión de sus descripciones y clasificaciones de los síndromes psiquiátricos, así como por introducir el factor de la bondad, hasta aquel momento ausente, en el cuidado de los enfermos mentales internados, a muchos de los cuales se les había mantenido encadenados previamente. Dio a su nuevo principio el nombre de «tratamiento moral de la locura».
Pinel sistematizó su concepción de enfermedad mental en un libro publicado en 1801 que se ha convertido en uno de los textos clásicos en los anales de la psicología médica: Traite médico-philosophique sur l’alienation mental. En él describió un síndrome psiquiátrico distinto, al que dio el nombre de démence, definiéndolo como una suerte de «incoherencia» de las facultades mentales. En un breve párrafo titulado «El carácter específico de la demencia», Pinel esbozaba un grupo de síntomas que inmediatamente reconocerá cualquiera que haya asistido a un paciente con lo que hoy se denomina enfermedad de Alzheimer:
Sucesión rápida o alternancia ininterrumpida de ideas aisladas y de emociones momentáneas e inconexas (inconexas entre sí o con sucesos reales externos). Movimientos desordenados y repetición continua de actos extravagantes, olvido completo del estado anterior, pérdida de la facultad de percibir los objetos por las impresiones de los sentidos, pérdida de la facultad del juicio, actividad constante…
Pinel podía estar describiendo a Philip Edward Whiting. Los términos incoherencia e inconexas son particularmente apropiados, pues expresan cabalmente la desorganización de las redes de células, conexiones y transmisores químicos del cerebro que ahora se consideran las características fundamentales de la enfermedad. Pinel pudo distinguir la demencia así descrita de la senilidad que se suele observar en la edad avanzada.
Muchos clínicos utilizaron el término incoherencia como un excelente sinónimo clínico de demencia. En una publicación de 1835 titulada A Treatise on Insanity, James Prichard, médico jefe de la Bristol Infirmary en Inglaterra, señalaba que los pacientes pasan por una serie de fases a medida que avanza la enfermedad y las denominó: «los diversos grados de la incoherencia». Estableció cuatro grados: fallos de la memoria, irracionalidad y pérdida de la facultad de razonar, incomprensión y, finalmente, cese de la acción instintiva y voluntaria. Estas observaciones son útiles aún hoy para seguir el deterioro gradual de cada paciente. De hecho, los autores modernos identifican varias fases de la enfermedad que son muy parecidas a las de Prichard.
Jean Étienne Dominique Esquirol, graduado de la Facultad de Medicina de Montpellier, fundada hace un milenio, fue alumno y heredero intelectual de Philippe Pinel. Sus observaciones relativas a la démence, publicadas en Des maladies mentales (1838), han resistido el paso del tiempo. Basta leerlas para familiarizarse con el curso clínico de los síntomas de la demencia, tal y como las observamos hoy. Esquirol escribió sobre sus pacientes:
No tienen ni deseos ni aversiones, ni odio ni ternura; mantienen la más perfecta indiferencia hacia los objetos que una vez fueron tan queridos; ven a sus parientes y amigos sin placer, y se separan de ellos sin pena; no les inquietan las privaciones que se les imponen y se alegran poco de los placeres que se les procuran; lo que ocurre a su alrededor no les interesa; los sucesos de la vida no significan casi nada para ellos, porque no pueden relacionarlos con ningún recuerdo ni ninguna esperanza; indiferentes a todo, nada les afecta… Sin embargo, son irascibles, como todos los seres débiles, cuyas facultades intelectuales son limitadas; pero su ira es momentánea…
Casi todos los que han caído en un estado de demencia tienen algún tic o manía; unos andan constantemente, como si buscaran algo que no encuentran; otros se mueven lentamente y caminan con dificultad; los hay que se pasan días, meses o años sentados en el mismo sitio, acurrucados en la cama o tendidos sobre el suelo; otro escribe sin parar, pero sus sentimientos no tienen conexión ni coherencia, son palabras tras palabras…
Este trastorno del raciocinio va acompañado de los síntomas siguientes: la cara está pálida, los ojos inexpresivos y llorosos, la pupilas dilatadas, el aspecto es inseguro y la fisonomía inexpresiva. El cuerpo bien se queda consumido y flaco, bien engorda desmesuradamente…
Cuando la demencia se complica con parálisis, los síntomas de ésta se manifiestan gradualmente. Al principio, sufren molestias en las articulaciones; después tienen dificultades para caminar y mover los brazos les causa dolor… Quien padece de demencia no imagina, no supone; tiene pocas ideas o ninguna; carece de voluntad y decisión, pues se somete, al estar su cerebro debilitado.
Como todos los grandes profesores de medicina franceses de su tiempo, Esquirol realizaba personalmente las autopsias de sus pacientes. Al ser los microscopios demasiado imprecisos, tenía que limitarse a una observación rudimentaria. Sin embargo, sus hallazgos fueron asombrosos:
Las circunvoluciones cerebrales están atrofiadas, separadas unas de otras, han perdido profundidad o se han aplanado, comprimido y empequeñecido, especialmente en la región frontal. No es raro que una o dos circunvoluciones de la convexidad del cerebro estén deprimidas, atrofiadas y casi destruidas, y el espacio se ha llenado de suero.
Esquirol había identificado así una atrofia del cerebro que explicaba la del espíritu. Posteriormente, sus observaciones fueron confirmadas repetidas veces por otros investigadores. Sin embargo, los análisis microscópicos, tendrían que esperar a los trabajos de Alois Alzheimer. La ciencia médica sufrió muchos y profundos cambios en las siete décadas que mediaron entre los hallazgos de Esquirol y los de Alzheimer, pero ninguno más importante que el desarrollo de los microscopios de alta resolución. La experta aplicación de los nuevos sistemas ópticos permitió a los científicos de las facultades de medicina alemanas hacer muchos de los grandes descubrimientos de la segunda mitad del siglo XIX y la primera década del XX. Fue en esta tradición alemana de empleo meticuloso del microscopio en la que Alois Alzheimer emprendió el estudio de la demencia.
Alzheimer empezó su carrera fundamentalmente como clínico interesado en las enfermedades nerviosas y mentales, aunque tenía una sólida formación en los métodos de laboratorio. En 1902, cuando ya era una autoridad en los aspectos clínicos de la demencia senil y comenzaba a ser conocido por la claridad de sus descripciones de patología microscópica, recibió la invitación de Emil Kraepelin, un pionero de la psiquiatría experimental, para trabajar en la Universidad de Heidelberg. Al año siguiente, Kraepelin fue llamado a la Universidad de Munich para dirigir un nuevo centro clínico y de investigación, y se llevó consigo a Alzheimer, que tenía entonces treinta y nueve años. La destreza de Alzheimer en el empleo de las técnicas de tinción de tejidos, recientemente desarrolladas, le permitió identificar los cambios en la arquitectura celular que acompañaban a la sífilis, al corea de Huntington, la arteriosclerosis y la senilidad. Quizás la característica más destacada de su trabajo era su capacidad, basada en su experiencia con pacientes, de relacionar los hallazgos microscópicos postmortem con los síntomas que presentaban antes de la muerte las infortunadas víctimas de estos procesos degenerativos. Tales correlaciones constituyen los elementos básicos para descubrir la causa y el efecto de la fisiopatología.
En 1907, Alzheimer publicó un artículo titulado «Sobre una enfermedad característica de la corteza cerebral», en el que exponía el caso de una mujer que había ingresado en el hospital psiquiátrico en noviembre de 1901. Este es el primer estudio de un paciente en el que se reconoce la enfermedad que lleva su nombre como una entidad individual que debe ser diferenciada de las demás. Excepto por el lenguaje, que es mucho más lacónico, podríamos estar leyendo a Esquirol; y excepto en que Alzheimer no delimita específicamente los cuatro «grados de la incoherencia», podríamos estar leyendo a Prichard. Alzheimer exponía el caso de una mujer de cincuenta y un años que había pasado por los sucesivos síntomas de celos, fallos de memoria, paranoia, pérdida de la facultad de razonar, incomprensión, estupor y, por último, «después de cuatro años y medio de enfermedad, le sobrevino la muerte. Al final, la paciente se hallaba en estado de estupor total; yacía en la cama con las piernas dobladas y, a pesar de todas las precauciones, le salieron úlceras de decúbito».
La descripción del curso clínico de la paciente no fue la razón por la que Alzheimer informó de su caso. Ya antes que Pinel y Esquirol, los médicos conocían casos semejantes, aunque los dos clínicos franceses fueron los primeros que los clasificaron en la nueva categoría de demencia. De hecho, el término demencia presenil había sido introducido mucho antes de Alzheimer, ya en 1868, para distinguir a aquellos pacientes que aún estaban en sus años de madurez cuando contrajeron la enfermedad. Alzheimer tampoco se limitó a describir la corteza cerebral de un demente, cuya atrofia se podía percibir a simple vista. Su propósito en el artículo de 1907 era exponer lo que había hallado al seccionar el cerebro de aquella mujer, aplicando tinciones especiales a los finos cortes y examinándolos después al microscopio.
Alzheimer había descubierto que muchas de las células de la corteza contenían una o varias fibrillas finas como capilares, que en ciertas células se fundían en grupos cada vez más densos. En lo que parecía ser una fase algo posterior, el núcleo, e incluso la célula entera, se desintegraba, dejando en su lugar solamente un denso nudo de fibrillas. Según Alzheimer, el hecho de que las fibrillas absorbieran una tinción diferente de la de las células normales demostraba que la causa de la muerte era la deposición de algún producto patológico del metabolismo. Entre un cuarto y un tercio de las células corticales de su paciente contenían fibrillas o habían desaparecido completamente.
Además del proceso destructivo de las células, Alzheimer descubrió numerosas placas microscópicas distribuidas por toda la corteza que no tomaban la tinción. Años después se demostró que estaban compuestas de partes degeneradas de los axones, o prolongaciones nerviosas de intercomunicación, agrupadas alrededor de un núcleo de sustancia proteica que se denomina beta-amiloide. En la actualidad, la presencia sistemática de las llamadas placas seniles y de ovillos fibrilares sigue siendo el criterio básico para hacer el diagnóstico microscópico de la enfermedad de Alzheimer.
Sin embargo, se ha constatado, que ni las placas amiloides ni los ovillos de neurofibrillas se encuentran exclusivamente en la enfermedad de Alzheimer. Hay otras enfermedades crónicas del cerebro humano en las que se manifiesta uno u otro fenómeno, o ambos. Incluso en el envejecimiento normal aparecen por lo menos algunas de estas estructuras, aunque no alcanzan la importancia cuantitativa que caracteriza a la enfermedad de Alzheimer. Sabremos mucho más sobre el proceso de envejecimiento cerebral cuando se hayan descubierto los orígenes de las placas y ovillos de esta enfermedad.
Alzheimer tuvo la perspicacia suficiente como para reconocer que «aparentemente, estamos ante un proceso patológico específico». Su mentor, Kraepelin, fue un paso más allá: en la octava edición de su libro de texto, publicada en 1910, dio a la nueva entidad el nombre de «enfermedad de Alzheimer». Kraepelin parecía dudar del significado de la relativa juventud de la paciente de Alzheimer, en vista de que su historia era tan parecida a la de otras personas que habían incluido previamente en la categoría de demencia senil. Escribió: «El significado clínico de la enfermedad de Alzheimer es aún incierto. Aunque los hallazgos anatómicos sugieren que esta enfermedad es una forma especialmente grave de demencia senil, determinadas circunstancias lo desmienten, en particular, el hecho de que la enfermedad pueda presentarse antes de los sesenta años. Cabría describir tales casos al menos como senium precox [senilidad precoz], aunque es preferible considerar esta enfermedad más o menos independiente de la edad». Esta incertidumbre en un hombre al que muchos consideraron el pope de la psiquiatría orgánica puede haber influido en autores posteriores que dan mucha más importancia al término senium precox empleado por Kraepelin y pasan por alto su observación de que esta enfermedad es «más o menos independiente de la edad». Probablemente como consecuencia de esta mala interpretación, quedó establecida en la nomenclatura médica durante más de medio siglo la noción de que la enfermedad de Alzheimer es una demencia presenil.
A los pocos años de la publicación del trabajo de Alzheimer, otros investigadores informaron sobre casos similares. El curso clínico siempre era semejante al de la paciente de Alzheimer, y las autopsias revelaban una atrofia difusa que implicaba a todo el cerebro, aunque era particularmente evidente en la corteza. El examen microscópico demostró además gran cantidad de placas seniles y de ovillos fibrilares. Hacia 1911 ya se habían publicado otros doce informes.
Parece que la relativa juventud de algunos de los pacientes condicionó un tanto los hallazgos de autopsias posteriores en las que las placas seniles y los ovillos fibrilares se encontraban en personas de todas las edades y aparentemente con diferentes historias clínicas. En 1929 había cuatro informes de la enfermedad en pacientes con menos de cuarenta años, e incluso había uno cuyos síntomas empezaron cuando tenía siete. El problema pudo haberse complicado por una cierta selectividad al elaborar los informes, pues los médicos tienden a describir los casos que no parecen habituales. Asimismo, en aquellos países (que son la mayoría) donde las autopsias no son obligatorias, normalmente se practican a pacientes que son «interesantes». ¿Hay algo más interesante que un joven con una enfermedad de la vejez? Así, al final de los años veinte, la gran mayoría de los numerosos casos de enfermedad de Alzheimer registrados en la literatura médica mundial eran pacientes que tenían entre cincuenta y sesenta años.
Aunque a los clínicos más perspicaces evidentemente no se les escapaba que los márgenes de edad seguían siendo difusos, el síndrome siguió designándose «demencia presenil de Alzheimer» durante décadas. Este fue el nombre que yo leí por primera vez en los libros cuando estudiaba en la Facultad de Medicina en los años cincuenta.
El proceso por el que la denominación «demencia presenil de Alzheimer» se transformó en la mucho más exacta «demencia senil de tipo Alzheimer» es paradigmático del modo en que ha evolucionado la cultura biomédica en el último tercio del siglo XX. Por cultura biomédica me refiero a una combinación de ciencia, intervención gubernamental y un factor que muy bien puede definirse como defensa del consumidor. Durante los sesenta años posteriores a los primeros trabajos de Alzheimer, se fue haciendo cada vez más evidente la escasa o nula validez de diferenciar entre las formas senil y presenil de una enfermedad cuando ambas se caracterizan por la misma patología microscópica. La cuestión quedó definitivamente zanjada en una conferencia celebrada en 1970 sobre la enfermedad de Alzheimer y los trastornos relacionados, a raíz de la cual empezó a formarse un consenso científico en torno a la idea de que una distinción tan arbitraria no solamente era errónea sino que también inducía a confusión.
Una de las consecuencias de este cambio de actitud fue la extensión de este diagnóstico a numerosos pacientes ancianos y sus familias. Al estimularse el interés en la investigación, los científicos comenzaron justificadamente a reclamar más fondos de fuentes gubernamentales. En Estados Unidos, esto significó la intervención de los National Health Institutes (NIH) y la búsqueda de apoyo para los ancianos entre quienes pudieran tener alguna influencia política. La creación del National Institute of Aging (NÍA) fue el resultado lógico de este proceso. La coordinación de los esfuerzos de los científicos, el NÍA y quienes se ocupan de los enfermos dio lugar a la fundación del ADRDA. Una enfermedad que, en mis días de estudiante, era tan poco frecuente que se trataba en los seminarios de última hora como una cuestión de escasa importancia resultaba ser una de las principales causas de muerte según las estadísticas de la Organización Mundial de la Salud. Como resultado de todos estos esfuerzos coordinados, en 1989 el presupuesto asignado a la investigación de la enfermedad de Alzheimer en Estados Unidos fue unas ochocientas veces mayor que sólo diez años antes.
A pesar de los grandes progresos realizados en la última década y media en la asistencia a los pacientes y en el apoyo prestado a quienes cumplen esta tarea, los avances en los aspectos más estrictamente biomédicos de la enfermedad todavía no han llevado al descubrimiento de ninguna causa concreta, tratamiento de curación o forma de prevenirla.
Existen indicios de que puede haber una predisposición genética a la enfermedad de Alzheimer, pero esta tesis no es convincente cuando se trata de pacientes ancianos y todavía no se ha probado satisfactoriamente para los más jóvenes, si bien se han identificado ciertas anomalías cromosómicas en un reducido número de pacientes. Las investigaciones sobre el efecto de factores externos como el aluminio y otros agentes ambientales, virus, traumatismos cerebrales y la disminución de los estímulos sensoriales, a veces han conducido a hallazgos prometedores, pero no siempre. Como en otras enfermedades de etiología oscura, se han estudiado los cambios del sistema inmunológico sin resultados definitivos e incluso se ha sospechado de ese culpable universal, el cigarrillo. Lo más probable es que finalmente se demuestre que hay diferentes vías, cada una de las cuales conduce a la larga al proceso degenerativo de la enfermedad de Alzheimer.
Se ha descubierto que la enfermedad va acompañada de ciertos cambios físicos y bioquímicos, pero su papel todavía no está claro. Por ejemplo, la biopsia de la corteza cerebral de un paciente revela una disminución del 60 al 70 por ciento en los niveles de acetilcolina, un factor clave en la transmisión química de los impulsos nerviosos. De hecho, los intentos de hallar un tratamiento efectivo se han concentrado en gran medida en la investigación de fármacos que corrijan los defectos de la neurotransmisión.
Recientemente se han descubierto indicios de que la acetilcolina puede influir en la regulación de la producción de amiloide en el cuerpo. Al parecer, la amiloide aumenta cuando los niveles de acetilcolina bajan. Este hallazgo permite relacionar directamente las características químicas de la enfermedad y su patología microscópica y podría conducir a nuevos métodos de tratamiento. Especialmente controvertida ha sido la hipótesis de que la sustancia beta-amiloide es tóxica para las células nerviosas; si se confirmara esta debatida idea, probablemente habría una razón fundada para el optimismo en la búsqueda de una terapia efectiva. Para ilustrar el grado de controversia que reina en la comunidad científica, señalaré que los neurobiólogos continúan en desacuerdo sobre la cuestión de si la amiloide causa la degeneración de las células nerviosas o es meramente el resultado de la descomposición de esas células.
Una tercera característica microscópica se ha sumado a los ovillos fibrilares y las placas seniles: la presencia dentro de ciertas células del hipocampo de cavidades denominadas vacuolas, que rodean unos gránulos densamente teñidos de significado incierto. Hippocampus significa en griego caballito de mar y es el término que los médicos de la Antigüedad empleaban para designar esta estructura curva situada en el interior del lóbulo temporal del cerebro, porque su graciosa forma alargada evocaba la de ese curioso animal. El hipocampo está relacionado con la facultad de la memoria. Sus demás funciones siguen siendo un enigma y nadie está completamente seguro del significado de las vacuolas y los gránulos que contienen.
Así pues, en los laboratorios científicos siguen tratando de desvelar este enigma. Considerando todo lo que se ha investigado y los numerosos hallazgos que se han hecho, es difícil creer que el presente estado de nuestros conocimientos no sea el preludio de un período en el que los pequeños descubrimientos empiecen a cristalizar en otros de gran importancia. Después de todo, ésta es la manera en que la ciencia ha avanzado en el último tercio del siglo XX, más que a enormes saltos.
En la actualidad los médicos pueden hacer un diagnóstico exacto en un 85 por ciento de los casos sin tener que recurrir a medidas extremas como la biopsia cerebral. Entre las diversas razones de la importancia de un diagnóstico precoz está la muy directa de que hay ciertas afecciones tratables que presentan características de la demencia y que pueden confundirse con ella, agravando así una situación trágica. Entre ellas están la depresión, las consecuencias de determinadas medicaciones, la anemia, los tumores cerebrales benignos, la hipofunción tiroidea y algunos de los efectos reversibles de los traumatismos, tales como los coágulos sanguíneos en el cerebro.
El diagnóstico de la enfermedad de Alzheimer no ofrece ningún consuelo posible. La angustia se puede mitigar con una buena asistencia, grupos de apoyo y la proximidad de los amigos y la familia, pero a fin de cuentas el paciente y las personas que ama deberán recorrer juntos ese tortuoso y sombrío valle en el que todo cambia para siempre. No hay dignidad en esta clase de muerte. Es un acto arbitrario de la naturaleza y una afrenta a la humanidad de sus víctimas. Si podemos extraer alguna lección, es saber que los seres humanos son capaces de profesar el amor y la lealtad que trascienden, no sólo a la degradación física, sino también al agotamiento espiritual de años de pesadumbre.