IV

Las puertas de la muerte para los ancianos

Mi abuela había escogido un modo de «irse», por usar la expresión de Thomas Browne, que no es en absoluto excepcional. El accidente cerebrovascular (ACV) es la causa más frecuente de muerte en los países desarrollados, según la Organización Mundial de la Salud. Más de ciento cincuenta mil norteamericanos mueren por esta causa cada año, lo que representa aproximadamente un tercio de todos los que sufren un ACV. Otro tercio queda con discapacidad grave permanente. Solamente la enfermedad cardíaca y el cáncer superan este terrible poder de devastación. Después de un largo período durante el que su incidencia disminuyó, en los últimos años se ha alcanzado una meseta: En Estados Unidos anualmente sufre un ACV de 0,5 a 1 de cada 1000 habitantes. Pero esta cifra se refiere al conjunto de la población. Con el envejecimiento, aumenta naturalmente la propensión a los accidentes cerebrovasculares. No disponemos de cálculos de probabilidad para judías ancianas que se han alimentado con una dieta kosher, alta en colesterol, durante casi cien años, pero sí sabemos que, de un grupo tomado al azar de mil hombres y mujeres norteamericanos o europeos occidentales que superen los setenta y cinco años, de veinte a treinta sufrirán un accidente vascular anualmente; para los ancianos el riesgo es unas treinta veces mayor que para el resto de nosotros.

El accidente cerebrovascular (ACV) es un término tan omnipresente que a veces se emplea de manera un tanto confusa. Desde el punto de vista médico un ACV es un déficit en la función neurológica, resultado de una disminución del flujo de sangre en una de las arterias que nutren el cerebro. Además, el déficit debe durar más de veinticuatro horas para denominarse accidente cerebrovascular; en otro caso, recibe el nombre de accidente isquémico transitorio o AIT. Aunque los AITs normalmente desaparecen al cabo de una hora, algunos duran algo más antes de que desaparezcan los síntomas.

Si todo esto suena conocido, es por una buena razón. Básicamente es el mismo mecanismo por el que se produce el déficit del corazón cuando una de sus arterias no puede suministrar el volumen requerido de sangre. Es el mecanismo universal de la isquemia, la interrupción del flujo sanguíneo y el agotamiento de los tejidos, que constituye el denominador común en la destrucción de células en tantas partes del cuerpo. Fue el que se llevó a James McCarty y el que se llevó a mi Bubbeh, y de una u otra manera, el que se llevará a la mayor parte de nosotros. Opera asfixiando los tejidos de sus víctimas. El flujo de sangre se detiene esencialmente por la misma razón que en el caso de las coronarias. La formación del ateroma ha alcanzado el punto crítico en el que una rama de una de las arterias carótidas internas está completamente obstruida. La oclusión puede deberse a la terminación del proceso aterosclerótico en esa misma rama o a que se haya desprendido un trozo de placa de la pared de una arteria mayor y haya sido propulsado como un émbolo hacia el cerebro, taponando un vaso ya comprometido.

Por otra parte, el ACV y la isquemia que le acompaña pueden obedecer a otra manifestación de este vasto síndrome de la enfermedad cerebrovascular, esto es, a una hemorragia cerebral, que en los ancianos casi siempre se debe a una hipertensión de larga duración. Debilitada ya la pared por largos años de presión anormalmente alta, el frágil vaso aterosclerótico finalmente cede en algún punto concreto y se produce un escape de sangre en el tejido cerebral circundante. La hemorragia intracerebral de este tipo conlleva una tasa de mortalidad dos veces más elevada que el 20 por ciento que se suele atribuir a los accidentes vasculares oclusivos. La hemorragia es la causa de aproximadamente el 25 por ciento de los accidentes vasculares, y la oclusión vascular del resto.

Es necesaria mucha energía para mantener la máquina del cerebro funcionando eficientemente. Casi toda se obtiene de la capacidad de los tejidos para descomponer la glucosa en sus componentes de dióxido de carbono y agua, un proceso bioquímico que requiere un alto nivel de oxígeno. El cerebro no tiene ningún medio de almacenar glucosa; depende del aporte constante e inmediato de la sangre arterial circulante. Obviamente, se puede decir lo mismo del oxígeno. Bastan unos minutos para que el cerebro isquémico agote estos dos elementos y se asfixie. Las neuronas son extremadamente sensibles a la isquemia; entre 15 y 30 minutos después del inicio de la carencia empiezan a producirse cambios destructivos irreversibles. Al cabo de una hora del comienzo de la isquemia es inevitable el infarto de partes importantes del tejido cerebral.

Los síntomas causados por la destrucción celular varían dependiendo de qué vaso esté ocluido. Aunque por lo menos media docena de ramas de la carótida interna son particularmente susceptibles de obstruirse, las implicadas más frecuentemente en el accidente isquémico son una de las dos arterias cerebrales medias. La arteria cerebral media (ACM) aporta sangre a la mayor parte de la superficie lateral del hemisferio cerebral y a algunos centros que se hallan muy por debajo de la corteza. La ACM alimenta las principales áreas sensoriales y motoras de la corteza, áreas que están implicadas en los movimientos de las manos y de los ojos, así como al tejido sensorial de la audición. Irriga la región que interviene en lo que se denominan «funciones mentales superiores», tales como la percepción, el pensamiento organizado, los movimientos voluntarios y la coordinación integrada de todas estas capacidades. En el lado dominante del cerebro (el lado derecho para los zurdos y el izquierdo para el 85 por ciento restante), la ACM nutre las áreas sensoriales y motoras del lenguaje. Esta particular distribución explica por qué tantas víctimas de accidentes vasculares pierden la capacidad de expresarse y de comprender el lenguaje hablado y escrito.

Muchos accidentes vasculares de la ACM están causados no por una verdadera oclusión local, sino por trozos de material desprendidos de un ateroma de la arteria carótida interna principal, o provenientes del corazón mismo en forma de partículas de antiguos coágulos. Las partículas liberadas se convierten en émbolos. Aquí encontramos otro de los términos creados por Rudolf Virchow. Émbolos, en griego «cuña» o «tapón», a su vez deriva de dos palabras que significan «echar» o «arrojar». Literalmente, pues, un tapón ha sido lanzado a la arteria, tapón que será propulsado por la corriente sanguínea hasta que se encaje en un punto estenosado del vaso, que quedará completamente bloqueado. Cuando la obstrucción no ha sido causada por un émbolo, suele deberse a que se ha completado la formación de un ateroma. En ambos casos el tejido nutrido por el vaso pierde instantáneamente su fuente de oxígeno y de glucosa y en unos minutos se lesiona lo suficiente como para mostrar síntomas. Si el bloqueo no se deshace rápidamente, ese área del cerebro muere por infarto.

Si hubiera que nombrar el factor universal de todas las muertes, tanto a nivel celular como planetario, éste sería sin duda la pérdida de oxígeno. Según se cuenta, el Dr. Milton Helpern, que durante veinte años fue Jefe de Sanidad de la ciudad de Nueva York, lo expuso muy claramente en una sola frase: «La muerte se puede deber a una amplia variedad de enfermedades y trastornos, pero en todos los casos, la causa fisiológica subyacente es el colapso del ciclo de oxigenación corporal». Por simple que le parezca a un sutil bioquímico, esta frase engloba todo.

Muchos accidentes cerebrovasculares (ACV) son tan imperceptibles que causan pocos síntomas inmediatos, o ninguno, que indiquen lo que ha sucedido. Pero con el tiempo, estos pequeños ACVs se acumulan, y sus efectos se van haciendo evidentes incluso para un observador superficial. Walter Álvarez, un gran clínico de la generación anterior que ejerció en Chicago, contó en una ocasión que «una clarividente anciana» le había dicho: «la muerte sigue quitándome trocitos». Su descripción clínica lo expone con claridad:

Ella se daba cuenta de que tras cada ataque de mareos, aturdimiento o desvanecimiento, estaba un poco más vieja, un poco más débil, y un poco más cansada; su paso se hacía más incierto, su memoria menos fiable, su escritura menos legible y su interés por la vida disminuía. Sabía que desde hacía diez años o más, había estado avanzando paso a paso hacia la tumba.

Al parecer, William Osler dijo de aquellos a quienes su circulación cerebral traiciona así: «estas personas tardan tanto en morir como tardaron en crecer».

El estado de casi el 10 por ciento de los ancianos diagnosticados de demencia se debe a una serie de pequeños ACVs, un concepto popularizado por Álvarez en 1946, después de observarlo en su propio padre. Denominado ahora demencia por multi-infartos, el proceso se caracteriza por una serie irregular de pequeños empeoramientos que se producen repentinamente. Es interesante señalar que Alois Alzheimer describió esta forma de arteriesclerosis cerebral por primera vez en 1899, ocho años antes de que introdujera una noción de deterioro intelectual completamente diferente que ahora lleva su nombre.

El sutil proceso de infartos cerebrales puede prolongarse durante largo tiempo, acumulándose las pérdidas de la función cerebral de manera irregular pero progresiva durante una década o más, hasta que un accidente cerebrovascular importante o algún otro proceso letal pone término bruscamente a esta lenta progresión.

Los infartos importantes por accidentes vasculares de la ACM dan lugar a pérdidas sensoriales y debilidades motrices que son más acusadas en la parte de la cara y en las extremidades del lado opuesto al lado del cerebro en que se ha producido el accidente vascular; tales infartos también causan afasia —la pérdida de la capacidad de expresarse—, aunque la comprensión suele conservarse razonablemente bien. La oclusión de otros vasos produce un abanico completo de síntomas, que dependen no sólo del área regada por el vaso, sino también de la nutrición que pueda aportar la circulación colateral de los vasos cercanos no afectados. Trastornos del lenguaje, de visión, parálisis y pérdidas sensoriales, problemas de equilibrio: éstas son las manifestaciones más frecuentes de los accidentes cerebrovasculares.

Los ACVs importantes a menudo producen coma. Si son lo suficientemente graves, extensos, o si van seguidos de complicaciones, tales como una disminución de la tensión sanguínea o del gasto cardíaco debidos a insuficiencia o a arritmias, la recuperación es imposible y el área de isquemia incluso puede aumentar. Si este empeoramiento sobrepasa un determinado nivel, el tejido cerebral comienza a edematizarse. Al hallarse encerrado en el rígido cráneo, el cerebro hinchado sufre además por la presión contra las membranas que lo cubren y su encasillamiento óseo, y, de hecho, una parte puede desplazarse por un pliegue de esas membranas que separa el cerebro «superior» del «inferior», o tronco cerebral: la parte que piensa de la parte que interviene en los mecanismos más automáticos, como el control cardíaco y respiratorio, las funciones digestivas y urinarias, etc. Cuando esto sucede, la presión origina un daño tan grande en los centros del tronco cerebral que controlan el corazón y la respiración que, al poco tiempo, sobreviene la muerte, bien sea por arritmia o por insuficiencia cardíaca y respiratoria.

El colapso de las funciones vitales es sólo una parte de los mecanismos por los que el accidente vascular mata aproximadamente al 20 por ciento de sus víctimas, o más aún si la causa es una hemorragia hipertensiva. Si la lesión cerebral alcanza un punto determinado, todos los controles normales dejan de funcionar. Una diabetes preexistente a veces se dispara tanto que el grado de acidez sanguínea pone en peligro la vida de la persona; el funcionamiento de los pulmones a veces se ve impedido por la parálisis de los músculos de la pared torácica; la presión sanguínea puede elevarse hasta niveles peligrosos; en fin, éstas son las complicaciones letales más frecuentes de los grandes accidentes cerebrovasculares. Y, además, está la vía que se llevó a mi Bubbeh: la neumonía. Más que ningún otro sistema orgánico, exceptuando la piel, los pulmones de los ancianos están sometidos a todas las agresiones que nuestro contaminado entorno es capaz de infligirles. Sea por haber perdido su elasticidad por esta razón, o simplemente por el proceso normal de envejecimiento, el paso del tiempo reduce la capacidad del pulmón de inflarse y desinflarse del todo. Los mecanismos para eliminar la mucosidad se debilitan y las vías aéreas ya estenosadas tienden cada vez más a llenarse de materias residuales. La situación empeora por la incapacidad para mantener la humedad y temperatura apropiadas en las ramas bronquiales más finas. Estas debilidades estrictamente físicas se ven agravadas por una disminución de la producción de anticuerpos locales a consecuencia de la menor capacidad de respuesta del sistema inmunológico de las personas mayores.

Los microbios de la neumonía están al acecho de que aparezca alguna otra agresión que inhiba aún más las ya dañadas defensas de los ancianos. El coma es su perfecto aliado. Elimina todo modo consciente de resistir a sus ataques e incluso destruye un mecanismo de seguridad tan básico como es el reflejo de la tos. Cualquier regurgitación o materia extraña que, en circunstancias normales, sería expulsada al primer signo de invasión de la vía aérea, se convierte en el vehículo en el que los gérmenes alcanzan triunfalmente los tejidos respiratorios. Entonces, los alvéolos, microscópicos saquitos de aire, se hinchan y son destruidos por la inflamación. Como resultado, el intercambio de gases no puede realizarse adecuadamente y disminuye el oxígeno sanguíneo, mientras que el dióxido de carbono puede acumularse hasta que sea imposible el mantenimiento de las funciones vitales. Cuando los niveles de oxígeno descienden por debajo de un punto crítico, el cerebro lo manifiesta con la muerte de nuevas células y el corazón con fibrilación o parada. La neumonía triunfa.

El ataque fulminante de la neumonía tiene aun otra forma de matar: sus pútridos cuarteles generales en el pulmón actúan como un foco desde el cual los organismos asesinos pueden entrar en la corriente sanguínea y extenderse por todos los órganos del cuerpo. Este proceso, denominado sepsis o septicemia, desencadena una serie de procesos fisiológicos que acaban en el colapso de la totalidad de los órganos: pulmones, vasos sanguíneos, ríñones e hígado, con un drástico descenso de la presión sanguínea a niveles de shock, que va seguido de la muerte. En la septicemia, aun los antibióticos más fuertes no consiguen con frecuencia detener el arrollador asalto de los microbios.

Ya sea la causa terminal la neumonía, la insuficiencia cardíaca o la acidosis de una diabetes imposible de controlar, el hecho más señalado del accidente cerebrovascular es que siempre se presenta en compañía de sus amigos, omnipresente destacamento de asesinos de los ancianos. El accidente cerebrovascular simplemente forma parte del amplio espectro de la enfermedad cerebrovascular terminal, cuyo decidido curso, aunque puede acelerarse debido a negligencias, es imposible de detener. Henry Gardiner, que compiló la edición de 1845 de los escritos de Thomas Browne antes citada, ha introducido en el apéndice una larga cita de Francis Quarles, una figura literaria del siglo XVII, que muy acertadamente dijo: «Está en manos del hombre acelerar por omisión o acortar activamente, pero no alargar o extender los límites de la vida natural». Y luego, en un destello de sublime sabiduría, Quarles añadió: «Sólo posee (si acaso) el arte de alargar su vela el que sabe servirse mejor de ella». No hay ninguna manera de apartar la vejez de su oscuro destino, pero una vida plena compensa en calidad lo que no puede añadir en cantidad.

Como los estadísticos, muchos médicos, especialmente los que pasan la mayor parte de su tiempo en el laboratorio, no creen que se pueda morir de viejo. Al leer el relato de los últimos días de mi Bubbeh, sin duda habrán advertido ya que las neumonías y las infecciones se han convertido, después de todo, en la segunda causa identificable más frecuente de la muerte cuando se ha alcanzado la muy avanzada edad de ochenta y cinco años, siendo la arteriosclerosis la primera. Como mi abuela sufrió las dos, podrían decir que la forma en que murió apoya su punto de vista y supone un argumento a favor de la intervención decidida para tratar dichas patologías con el fin de prolongar la vida. Para mí, esto es sofística más que ciencia.

Admito que esta opinión no carece de fundamento, pero es evidente que la vida tiene sus límites naturales inherentes. Cuando se alcanzan esos límites, la vela de la vida, aun en ausencia de una enfermedad específica o accidente, simplemente se apaga.

Afortunadamente, la mayor parte de los médicos de cabecera que se dedican a atender ancianos han comprendido esto. Hay que aplaudir a los geriatras por las grandes aportaciones que ya han hecho para dilucidar las patologías que afligen a aquellos cuyas fuerzas se van extinguiendo, pero mucho más merecen nuestra admiración por la compasión que ponen en su trabajo. Hace poco he hablado de esto con el profesor de geriatría de mi facultad, el doctor Leo Cooney, que más tarde resumió su punto de vista en dos párrafos esenciales de una carta:

La mayor parte de los geriatras están en la primera línea de quienes se muestran partidarios de abstenerse de toda intervención decidida que sólo esté destinada a prolongar la vida. Son los geriatras los que están constantemente desafiando a los nefrólogos [especialistas del riñón] que dializan a personas muy ancianas, a los neumólogos [especialistas del pulmón] que intuban a personas que no tienen ninguna calidad de vida, e incluso a los cirujanos que parecen incapaces de abandonar su bisturí con pacientes para quienes la peritonitis representaría una muerte compasiva.

Queremos mejorar la calidad de vida de los ancianos, no prolongar su duración. Así, aspiramos a que los ancianos sean independientes y lleven una vida digna durante el mayor tiempo posible. Trabajamos para reducir la incontinencia, disminuir la confusión y ayudar a las familias que se enfrentan con enfermedades devastadoras como la de Alzheimer.

Básicamente, se puede considerar a los geriatras como los médicos de asistencia primaria de los ancianos, la solución de esta generación al problema de la desaparición del antiguo médico de familia, que conocía a sus pacientes tan bien como sus enfermedades. Si el geriatra es un especialista, su especialidad es la totalidad de la persona anciana. A finales de 1992 sólo había 4084 geriatras con título oficial en Estados Unidos, mientras que había 17.000 especialistas del corazón.

Se podrían cuestionar ciertos aspectos de mi argumentación al afirmar que los límites naturales de la vida del individuo permiten pocas alteraciones. En efecto, se han llevado a cabo estudios muy elaborados con ancianos que se han conservado bien. En estas investigaciones, se evalúan los cambios atribuibles a la edad en determinadas funciones, tomando personas sin procesos patológicos que pudieran afectar a dichas funciones. Los resultados son los que he descrito: el proceso de envejecimiento continúa, independientemente de todo lo demás. Se puede decir que el envejecimiento es al mismo tiempo independiente y codependiente, en el sentido de que sin duda favorece la enfermedad y a su vez se ve acelerado por ella. Pero con enfermedad o sin ella, el cuerpo continúa envejeciendo.

Mi desacuerdo con las concepciones de muchos investigadores de laboratorio que estudian la fisiología del envejecimiento se refiere a la filosofía del tratamiento. Cuando es posible identificar una enfermedad dándole un nombre, sus estragos se convierten en objeto de tratamiento, con el fin potencial de curarlos. Y, después de todo, ésa es la verdadera razón de que el médico científico moderno se convierta en especialista. Independientemente de su interés declarado en aliviar el sufrimiento humano y de la sinceridad de sus esfuerzos, el médico especialista medio, sea investigador o clínico, hace lo que hace porque está absorto en el enigma de la enfermedad y desea vencerla resolviendo cada nuevo rompecabezas que se presente a su mente inquisitiva. A cada extremo de la vida, los pacientes tienen la suerte de ser guiados por uno de los equivalentes actuales del médico de familia: los pediatras y geriatras.

El diagnóstico de la enfermedad y el intento de vencerla con el intelecto son los desafíos que motivan a todo buen especialista. Le fascina la patología. Cuando se enfrenta con la certeza de su propia impotencia para tratarla, con frecuencia abandona. Si un enigma es insoluble por naturaleza, no retiene por mucho tiempo el interés de nadie, excepto de una minoría de médicos que se ocupan de sistemas orgánicos específicos y enfermedades precisas. La vejez es tan insoluble como inevitable. Dando a sus manifestaciones nombres científicos de enfermedades tratables, demasiados especialistas a los que los ancianos acuden en busca de asistencia mantienen sus enigmas y su fascinación. También creen dar a los pacientes cierta esperanza, que al final siempre resulta ser injustificada. Hoy en día, tomando un término de la jerga de moda, no es políticamente correcto admitir que algunas personas mueren de edad avanzada.

¿Cabe alguna duda de que el proceso físico intrínsecamente asociado con el envejecimiento hace a los individuos cada vez más vulnerables a la muerte?, ¿cabe alguna duda de que cada año somos menos capaces de reunir las suficientes fuerzas para repeler los peligros mortales que acechan constantemente a nuestro alrededor?, ¿cabe alguna duda de que esta creciente incapacidad es el resultado de un debilitamiento gradual de nuestros tejidos y nuestros órganos? ¿Cabe alguna duda de que el debilitamiento se debe a un deterioro general de las estructuras y de las funciones normales? ¿Cabe alguna duda de que un deterioro general, se produzca en un motor o en un hombre, conducirá finalmente a que deje de funcionar? ¿Cabe alguna duda de que Thomas Jefferson sabía de lo que estaba hablando?

En realidad, la lúcida observación de Jefferson es muy anterior. En el libro de medicina más antiguo que existe, el Huang Ti Nei Ching Su Wen (El Clásico de Medicina Interna del Emperador Amarillo), escrito hace unos 3500 años, el eminente médico Chi Po instruye al mítico emperador sobre la vejez. Le dice:

Cuando un hombre envejece sus huesos se vuelven secos y frágiles como la paja [osteoporosis], su carne se afloja, y su tórax se llena de aire [enfisema] y le duele el estómago [indigestión crónica]; tiene una sensación incómoda en su corazón [angina o la fibrilación de una arritmia crónica], la nuca y los hombros se contraen, y su cuerpo arde de fiebre [frecuentes infecciones del tracto urinario], sus huesos se quedan descarnados [pérdida de la masa magra muscular] y sus ojos se vuelven saltones y se debilitan. Cuando se puede observar el pulso del hígado [insuficiencia cardíaca derecha], pero el ojo ya no puede reconocer una costura [cataratas], sobrevendrá la muerte. El límite de la vida de un hombre se percibe cuando ya no puede vencer sus enfermedades; entonces le ha llegado la hora de la muerte.

La pregunta más importante no es si el envejecimiento conduce al debilitamiento, a la incapacidad para superar las enfermedades y, por último, a la muerte, sino por qué se envejece. El Predicador del Eclesiastés fue uno de los primeros de la tradición occidental en señalar que «Todo tiene su momento, y cada cosa su tiempo bajo el cielo: su tiempo el nacer y su tiempo el morir». Pero el tema es tan universal que su eco resuena en la literatura de todas las épocas. Antes que el Predicador, Homero había escrito: «La raza de los hombres es como la de las hojas. Cuando una generación florece, otra se marchita». Y hay buenas razones para que una generación deje sitio a la siguiente, como expuso Jefferson en otra de sus cartas al igualmente venerable John Adams, casi al final de su vida: «Llega un momento en que la muerte ha madurado, lo mismo para los demás que para nosotros mismos, cuando es razonable que hagamos sitio para que otros crezcan. Cuando hemos vivido hasta el término de nuestra generación, no debemos pretender entrar en los dominios de otra».

Si la naturaleza obra de manera que «no entremos en los dominios de otra» (y la simple observación lo confirma), debe disponer de algún mecanismo que garantice que, como las hojas de Homero, poco a poco alcancemos un estado en el cual «nos extingamos y hagamos sitio para que otros crezcan», como decía el caballero y granjero Jefferson. Científicos de toda clase han intentado identificar este mecanismo en los seres vivos, pero aún no sabemos con certeza qué es.

Básicamente, hay dos líneas diferentes de razonamiento para explicar el proceso de envejecimiento. Una hace hincapié en el daño progresivo que sufren las células y los órganos por el proceso de cumplir sus funciones normales en el entorno cotidiano. Se habla entonces de la teoría del «desgaste natural». La otra atribuye el envejecimiento a la predeterminación genética de la duración de la vida, que controlaría no sólo la longevidad de las células individuales, sino también la de los órganos y todo el organismo. En la exposición de esta última tesis se recurre frecuentemente a la imagen de una «cinta genética» que se pone en marcha en el instante de la concepción y ejecuta un programa secuencial que establece no sólo la hora de la muerte (al menos, en sentido metafórico), sino también la hora en la que empiezan a escucharse las notas que anuncian la muerte. Llevándolo a sus últimas consecuencias, esta teoría significaría, por ejemplo, que el día o la semana en que se produce la primera división celular de un cáncer ya ha sido determinado en el momento en el que ese mismo acontecimiento se produce en el óvulo recién fecundado.

Tal como la emplean los partidarios de la teoría del «desgaste natural», la palabra «entorno» se refiere tanto al entorno del planeta como al que se halla en el interior y alrededor de la célula misma. Puede ser que factores como la radiación básica (tanto la solar como la industrial), los contaminantes, los microbios y las toxinas de la atmósfera lentamente originen daños que modifiquen la naturaleza de la información genética transmitida por las células a su descendencia. Incluso es posible que el entorno no desempeñe ningún papel y que la alteración de la información sea resultado de errores fortuitos en la transmisión. De cualquier modo, las alteraciones acumuladas en el ADN pueden causar errores en la función de la célula que conduzcan a su muerte y a esos cambios evidentes en el conjunto del organismo que se manifiestan en el envejecimiento. Este proceso de franca muerte celular es denominado por algunos «catástrofe por errores».

Algunos de los peligros ambientales se originan en el interior de los tejidos y de la célula. Ya he descrito el bombardeo continuo que afecta a la naturaleza básica de las moléculas, pero también hay otros mecanismos. Para mantener la buena salud, las células tienen que descomponer los productos tóxicos de su propio metabolismo. Si este mecanismo no funciona a la perfección, los subproductos dañinos pueden acumularse y afectar no sólo a la función de la célula, sino también al ADN. Es una idea muy extendida que el factor principal del proceso de envejecimiento es el desarrollo de errores en el ADN, obedezcan éstos al entorno, a errores fortuitos en la transmisión o a los productos tóxicos del metabolismo.

Aunque no debemos tomar demasiado en serio el tremendismo de los profetas fatalistas de la Nueva Era, no hay duda de que algunos de sus shibboleths [3] como los aldehídos y los radicales libres del oxígeno merecen nuestra atención porque pueden desempeñar un papel en el deterioro y envejecimiento del protoplasma si no son apropiadamente degradados en sustancias menos peligrosas. Un radical libre es una molécula cuya órbita externa contiene un número impar de electrones. Estas estructuras son extremadamente reactivas, porque sólo pueden estabilizarse ganando un electrón o perdiendo el que está sin pareja. La extremada reactividad de los radicales libres los ha convertido en culpables o héroes de múltiples teorías biológicas que van desde los orígenes mismos de la vida en este planeta hasta los mecanismos del envejecimiento. Algunos de los defensores más acérrimos de la prolongación de la vida están convencidos de que una dosis extra de betacarotenos o de vitamina E o C en la dieta rescataría nuestros tejidos del efecto oxidante de los radicales libres. Por desgracia, todavía no hay pruebas definitivas de que estén en lo cierto.

La segunda de las dos principales teorías del envejecimiento es la que propone que todo proceso está predeterminado por factores genéticos. De acuerdo con la misma, dentro de cada ser vivo hay un programa genético cuya función sería ir cerrando poco a poco el proceso fisiológico de la vida normal y, finalmente, de la vida en general. Entre los humanos, esto ocurriría de distintas maneras según las personas o, al menos, sus aspectos más señalados variarían en cada uno de nosotros; de ahí los distintos fenómenos que se observan como la pérdida de la inmunidad, el arrugamiento de la piel, el crecimiento de tumores, el comienzo de la demencia, la menor elasticidad de los vasos sanguíneos y muchos otros procesos de la senectud.

La teoría genética recibió un enorme impulso hace casi treinta años, cuando el Dr. Leonard Hayflick demostró que, al cabo de cierto tiempo, las células humanas cultivadas en laboratorio empiezan a dividirse cada vez menos y acaban por morir. El máximo número de divisiones celulares siempre era finito, y estaba alrededor de cincuenta. Los estudios se realizaron en un tipo de células universales llamadas fibroblastos, que constituyen la estructura básica de todos los tejidos del cuerpo, y los hallazgos pueden extrapolarse a otras células. La aparentemente infinita capacidad de reproducirse de las células cancerosas escapa, por supuesto, a la metódica finitud de la existencia normal.

Estudios como el de Hayflick ayudan a explicar por qué cada especie tiene una esperanza de vida propia y por qué dentro de cada especie los individuos suelen tener una esperanza de vida análoga a la de sus padres: la mejor garantía de longevidad es elegir bien a los padres.

Una plétora de factores específicos del envejecimiento se ha abierto camino en el mundo de la ciencia, y creo que virtualmente todos ellos tienen algún grado de validez. En otras palabras, es muy probable que envejecer sea el resultado de una combinación de todos ellos, variando la importancia de los componentes individuales en cada uno de nosotros. Algunos factores son comunes a todos los seres vivos. Entre ellos están los cambios que se producen en las moléculas y en los orgánulos. Los que se producen en las células, tejidos y órganos pueden ser específicos de una especie concreta, como los que afectan a una planta o un animal en su totalidad. Como señala el Dr. Hayflick, los hallazgos «sugieren poderosamente que los atributos de la inestabilidad biológica que comúnmente se consideran cambios relacionados con el envejecimiento tienen una multiplicidad de causas».

Ya se han descrito algunos de los fenómenos biológicos, tales como el programa genético mismo, la generación de radicales libres, la inestabilidad de las moléculas, la vida celular finita y la acumulación de errores genéticos y metabólicos. Hay otros posibles componentes que han encontrado vigorosos paladines en los medios científicos. Por ejemplo, algunos investigadores consideran que la lipofucsina es algo más que un simple producto inocuo del desdoblamiento intracelular que decolora de manera anodina los órganos que envejecen; creen que su acumulación es letal. Otros ponen gran énfasis en los cambios hormonales provocados por el sistema nervioso; hay quien propone la teoría de que, entre los cambios que se producen en el sistema inmunológico, uno de los más fundamentales es su menor capacidad para reconocer los tejidos del propio organismo. Las enfermedades degenerativas que padecen los ancianos se explicarían así por el rechazo del cuerpo a algunos de sus propios tejidos.

Aun hay otra teoría que mantiene que las moléculas del tejido estructural, el colágeno, se entrecruzan unas con otras. La agregación de tales uniones impediría el flujo de nutrientes y desechos, al tiempo que disminuiría el espacio necesario para el desarrollo de los procesos vitales. Entre sus múltiples efectos, estas uniones intramoleculares afectarían al ADN, lo que a su vez causaría mutaciones o muerte celular. Y hay otra teoría, relativamente nueva, según la cual los sistemas fisiológicos, y quizás también los cambios anatómicos que los acompañan, se vuelven menos complejos con la edad y, por lo tanto, menos eficaces; esta pérdida de complejidad podría ser el resultado de otros procesos más básicos, entre los que quizá se encontrarían algunos de los ya descritos.

Además, recientemente ha despertado gran interés un fenómeno ampliamente extendido entre las especies que parece ser una forma programada de muerte celular. Este proceso, que los investigadores han denominado apoptosis (del griego, apo y ptosis, «caída fuera de»), se inicia con la actividad de una proteína denominada gen myc, que da comienzo a una poderosa serie de reacciones genéticas en determinadas circunstancias anormales. Por ejemplo, cuando se retiran los nutrientes de ciertos tipos de células que crecen en cultivo, el gen myc comienza un proceso por el que la célula sufre una suerte de implosión que la destruye en unos veinticinco minutos. De un modo absolutamente literal, «cae fuera» de la vida. Tal muerte programada es importante para el desarrollo del organismo, pues gracias a ella ciertas células que ya no son útiles en el proceso del desarrollo pueden ser sustituidas por las que pertenecen a la fase siguiente. También se han descubierto casos de apoptosis en individuos maduros provocada por distintos sucesos en el entorno de las células afectadas.

Puesto que la apoptosis es una situación en la que la muerte celular tiene una causa directamente genética, es tentador preguntarse si la proteína myc o algo muy parecido no podría funcionar como un «gen de la muerte». En efecto, este tipo de muerte podría desencadenarse por múltiples factores ambientales y fisiológicos, y reconciliaría así algunas de las teorías descritas en los párrafos anteriores. Esta vía de investigación es tanto más prometedora por cuanto se ha demostrado el vínculo entre la proteína myc y otra estructura que recibe el nombre de proteína max. Cuando éstas se unen, la célula recibe instrucciones, de un modo aún no conocido, de hacer una de estas tres cosas: madurar, dividirse o autodestruirse por apoptosis. Por tanto, es evidente que, según como se exprese, el gen myc, desempeñaría un importante papel en el desarrollo, en la regulación del crecimiento y finalmente en una forma programada de muerte. Actualmente, las implicaciones de estos descubrimientos son incalculables, claro está, no sólo para la comprensión de los procesos normales, sino también de los patológicos, particularmente del cáncer.

Los que proponen un compromiso entre investigadores están explorando aun otros caminos que puedan conducir a la clarificación de puntos de vista aparentemente distantes. Por ejemplo, los cambios inmunes de la senectud pueden ser resultado de influencias hormonales determinadas por acontecimientos neurológicos que son, a su vez, genéticos o viceversa. No faltan teorías, ni paladines, ni coincidencias entre conceptos. Lo que se desprende de todos los datos experimentales y de las especulaciones a que dan pie es la inevitabilidad del envejecimiento y, en consecuencia, de la finitud de la vida.

Y ¿qué decir de esas listas, confeccionadas con fondos públicos, de patologías designadas formalmente que se supone que ocasionan la muerte de los ancianos? En cada categoría de enfermedades mortales para los ancianos encontramos las afecciones que eran de esperar. Alrededor del 85 por ciento de nuestra población anciana sucumbirá a las complicaciones de siete de las cientos de enfermedades conocidas y de sus características predisponentes: arteriosclerosis, hipertensión, diabetes del adulto, obesidad, estados de disminución mental como la enfermedad de Alzheimer y otras demencias, cáncer y disminución de la resistencia a las infecciones. Muchos de estos ancianos morirán con varias de ellas. Y no solamente eso; el personal de cualquier unidad de cuidados intensivos de cualquier gran hospital puede confirmar que los enfermos terminales con frecuencia son víctimas de las siete. Éstas constituyen el pelotón que abate a nuestros ancianos. Para la inmensa mayoría de quienes ya hemos pasado la mitad de la vida, son los jinetes de la muerte.

Hoy no se practican tantas autopsias como hace algunas décadas. Dada la meticulosa exactitud con la que se pueden hacer actualmente los diagnósticos antes de morir, para muchos médicos de cabecera la autopsia se ha convertido en un ejercicio redundante de patología académica. En la actualidad mueren muchas menos personas por un diagnóstico erróneo que en épocas anteriores; la gran mayoría son víctima de nuestra incapacidad de cambiar el curso de una enfermedad perfectamente identificada. Desde hace una década o más, la tasa de autopsias de mi hospital ha descendido a un nivel que ronda el 20 por ciento, mientras que durante muchos años se mantuvo muy por encima del doble de esa cifra. La tasa nacional es ahora de alrededor del 13 por ciento.

En la época dorada de la autopsia, obtenía el permiso postmortem de casi todas las familias de mis pacientes cuando morían. Hoy no lo intento con tanto empeño, pero cuando lo hago, sigo insistiendo en estar presente para examinar los hallazgos del patólogo. Durante seis años de aprendizaje como residente y treinta de experiencia, he presenciado un gran número de autopsias. En el cuerpo de los ancianos se suele encontrar una arteriosclerosis y una atrofia generalizada, al parecer inmerecedoras de comentario alguno cuando el patólogo que disecciona busca adónde puede haberse extendido un cáncer o una infección. En su asidua investigación de los tejidos y del interior de los órganos, ambos, el disector y el cirujano tienden a ignorar el panorama familiar del envejecimiento que se revela gradualmente a cada movimiento del bisturí. Señalarlo es tan infrecuente como que un conductor comente el paisaje que ofrecen los árboles desnudos en invierno cuando busca la dirección correcta de una calle; están ahí, sin más, y eso es todo.

Y, sin embargo, como les ocurre a otros muchos cirujanos, cuando el informe de la autopsia me llega al buzón unas semanas más tarde, frecuentemente me he quedado asombrado del avanzado estado de deterioro biológico al que apenas prestamos atención el patólogo y yo en nuestro reciente examen. En el análisis detallado de sus hallazgos, el patólogo incluye meticulosamente todas las divergencias de la salud normal que ha descubierto. A medida que leo su resumen, todas me vuelven a la memoria y ocupan su lugar junto a las claves principales que buscábamos con tanta tenacidad. Sólo cuando esto comienza a suceder tengo la imagen completa de la muerte de mi paciente.

Algunos de los hallazgos de la autopsia no tienen nada que ver con las circunstancias de la muerte. Son simplemente resultado del mismo proceso de envejecimiento en el que se han desarrollado uno o dos tipos concretos de patologías para matar al paciente. Tales hallazgos pueden no contribuir directamente a la muerte, pero aportan el trasfondo en que ésta ocurre. Recientemente busqué la ayuda de un colega del hospital de Yale-New Haven. El Dr. G. J. Walker Smith es el director del servicio de autopsias, un astuto veterano de esa cámara de mármol en la que los doctores de los muertos se esfuerzan afanosamente por responder a la pregunta planteada hace más de doscientos años por el fundador de su sombría especialidad, el anatomista paduano Giovanni Battista Morgagni: «Ubi est morbus» (¿dónde está la enfermedad?). Juntos, el patólogo y el paciente que acaba de morir asumen el compromiso con esa antigua declaración que les contempla desde las placas colocadas en las paredes de cientos y cientos de salas de autopsias de todo el mundo: «Hic est locus ubi mors gaudet succurso vitae» («éste es el lugar en el que la muerte se alegra de venir en ayuda de la vida»).

La sala de autopsias es el territorio de Walker Smith, lo mismo que el quirófano es el mío. Cuando le dije que estaba interesado en confirmar unas antiguas impresiones mías, revisando algunos informes finales de pacientes que habían muerto a edad avanzada, hizo algo mejor: se interesó él mismo en el proyecto y al poco tiempo estaba tan entusiasmado como yo. Encontró veintitrés informes de pacientes cuyos estudios se habían hecho antes de la escasez actual de autopsias. Juntos revisamos los hallazgos relativos a doce hombres y once mujeres de ochenta y cuatro años de edad o mayores, que habían muerto en un período de dieciséis meses, entre diciembre de 1970 y abril de 1972. La media de edad era de ochenta y ocho años y el más anciano tenía noventa y cinco.

Aunque había variaciones en la distribución de patologías tales como la aterosclerosis y el deterioro microscópico del sistema nervioso central, los hallazgos presentaban en conjunto una semejanza que nos impresionó vivamente a los dos.

Parece que el tipo específico de muerte de un individuo depende del orden en el que el proceso de degradación afecta a sus tejidos. El único denominador común a los veintitrés pacientes, por lo menos según reflejaban los nítidos polisílabos del informe del patólogo, era la pérdida de vitalidad que acompaña a la inanición y la asfixia; a medida que se estrechan las arterias lo mismo le ocurre al margen entre la vida y la muerte. Hay menos nutrición, menos oxígeno y menos elasticidad tras el ataque. Todo se enmohece y agrieta hasta que finalmente la vida se extingue. Lo que denominamos ictus terminal, infarto de miocardio o septicemia, no es más que una elección hecha por factores fisicoquímicos que no comprendemos aún, cuyo propósito es bajar el telón de una representación mucho más cerca de su conclusión de lo que se podría haber pensado, incluso en el caso de ancianos que hasta entonces parecían gozar de buena salud.

Un octogenario que muere de infarto de miocardio no es sólo un anciano desgastado con una enfermedad cardíaca; es la víctima de una insidiosa progresión que le afecta por entero, y esa progresión se llama envejecimiento. El infarto es solamente una de sus manifestaciones que, en este caso, se ha adelantado al resto, aunque cualquiera de las otras puede llevárselo, si algún brillante y joven doctor consigue rescatarle en una unidad coronaria de cuidados intensivos. Siete de los ancianos de Walker Smith murieron oficialmente de infarto de miocardio; otros cuatro sufrieron ictus; ocho murieron de infección, incluyendo tres que desaparecieron en la eternidad de la mano del amigo del anciano: la neumonía; había tres en el grupo con cáncer avanzado, aunque el episodio final de uno de ellos fue la neumonía y del otro un accidente vascular. La observación más llamativa fue también la más esperada: las veintitrés personas tenían enfermedad ateromatosa avanzada en los vasos del corazón o del cerebro, y casi todos en los dos, aunque no manifestaran síntomas que requirieran tratamiento hasta el suceso terminal. En fin, en todos los ancianos estudiados estaba a punto de detenerse uno u otro de estos motores vitales.

Otro hallazgo que no nos sorprendió fue la frecuencia de enfermedades identificables en los demás órganos de cada individuo y que no desempeñaron ningún papel en la muerte del paciente. En los informes de los patólogos, esas enfermedades se denominan «incidentales». Así pues, además de los tres pacientes que murieron de cáncer, hay que añadir otros tres que tenían tumores «incidentales» insospechados en los pulmones, próstata y tórax; dos mujeres y un hombre presentaban una disección de la aorta o de otro gran vaso abdominal, denominada aneurisma, causada por el debilitamiento aterosclerótico; en once de los veinte cerebros estudiados microscópicamente se hallaron antiguos infartos, aunque sólo un anciano tenía una historia conocida de ictus; en catorce se encontraron cambios ateroscleróticos importantes en las arterias de los ríñones; varios sufrían infecciones activas del tracto urinario, y un hombre que murió de cáncer de estómago diseminado tenía gangrena en una pierna. Es bien sabido que los ancianos mueren de enfermedades que podrían haber superado fácilmente de haber sido algo más jóvenes, pero es sorprendente en qué grado ocurre esto en el caso de enfermedades perfectamente definidas: una de las personas de nuestro estudio murió de apendicitis; dos de las infecciones que siguieron a operaciones de la vesícula o de los conductos biliares; una de las complicaciones de una úlcera perforada, y otra de diverticulitis. En todos estos casos se trata de infecciones, la causa más frecuente de muerte, después de la aterosclerosis, en las personas de más de ochenta y cinco años. Otros dos pacientes murieron de hemorragia, uno en una úlcera duodenal y otro como resultado de una fractura de pelvis. Por haberme dedicado muy activamente a la práctica quirúrgica en el período en el que se hicieron estas autopsias, puedo afirmar que, con toda probabilidad, estos siete individuos tratados en este hospital universitario se habrían salvado si hubieran tenido algo más de cincuenta años.

Solamente en dos de los veintitrés pacientes de Walker Smith no se daba una destrucción significativa del tejido cerebral. De hecho, uno de ellos demostró que era extraordinariamente resistente en general a la aterosclerosis, por lo menos del cerebro y del corazón. El grado de calcificación de las arterias coronarias de aquel hombre de ochenta y nueve años era moderado, y presentaba «menos atrofia cerebral de la que podría esperarse en un cerebro de esta edad», para citar el informe de la autopsia. Pero la tenía en los ríñones, que además de padecer una infección crónica (llamada pielonefritis) que sembraba constantemente su tracto urinario de bacterias intestinales, presentaba la destrucción de sus pequeñas ramas arteriales y unidades de filtración, así como marcadas cicatrices. Pero no fue su enfermedad renal crónica la que acabó con este individuo, sino un tumor denominado mieloma múltiple, complicado con una neumonía. Y así, como el resto de los veintitrés ancianos, a éste también se lo llevaron varios de los siete jinetes.

El otro anciano que se había librado de los estragos de la senectud cerebral era un profesor de latín y antiguo decano de Yale, de ochenta y siete años. Aparentemente activo y saludable (y sin evidencia clínica de enfermedad cardíaca) en la autopsia se descubrió que había estado a punto de sufrir un infarto de miocardio y que, curiosamente, presentaba una «implicación severa [aterosclerótica] de las arterias coronarias y mínima implicación de los vasos cerebrales». De hecho, sus coronarias se describían como «conductos bloqueados» y una de ellas estaba completamente ocluida. El corazón había sufrido una decoloración parduzca debida a la atrofia; los ríñones también tenían el aspecto propio de su edad. Una fría noche de diciembre, el profesor se había despertado súbitamente con un fuerte dolor abdominal. Se le diagnosticó una úlcera duodenal perforada en la sala de urgencias, que se confirmó en la autopsia cuatro días después, cuando su agotado sistema inmunológico y su corazón apenas nutrido no pudieron protegerle de la peritonitis. Y así, su cerebro relativamente indemne, le sirvió de poco cuando su vida se vio comprometida por otros frentes.

La lección de estas veintitrés historias simplemente confirma la que enseña la experiencia diaria. Sea la anarquía de una bioquímica alterada o el resultado directo de su opuesto —una senda hacia la muerte cuidadosamente marcada por los genes— morimos de viejos porque estamos «gastados» y programados para extinguirnos. Los ancianos no sucumben a las enfermedades; simplemente entran por implosión en la eternidad. Como hay tan pocas sendas hacia la tumba y su empedrado es tan variado, es razonable preguntarse por qué el desarrollo de una patología implica tanto riesgo de que la acompañen las otras. ¿Acaso comparten todas ellas una causa común que se hace más activa con los años? Por supuesto, esta consideración se ha incorporado a las diversas teorías del envejecimiento. Una de ellas propone, por ejemplo, que el proceso por el que nos desarrollamos y crecemos forma parte de un patrón metabólico controlado por una parte interna del cerebro denominada hipotálamo, que regula la actividad hormonal. Este mecanismo, que empieza a actuar cuando comienza la vida misma, permite al cuerpo adaptarse a su entorno. La progresión de estas adaptaciones conduce necesariamente, como si se tratara de un programa, al desarrollo, la madurez y, finalmente, a la vejez. Si es cierta esta tesis neuroendocrina del envejecimiento, la aparición de las enfermedades propias de la vejez es el precio que paga el organismo por su capacidad de adaptarse a lo largo de la vida a su entorno y a los cambios de sus propios tejidos.

Todo el proceso tiene lugar como si fuera parte de un plan maestro, una gran estrategia que supervisara el desarrollo del organismo, desde el estado embrionario inicial hasta el momento de la muerte, o, al menos, hasta la anarquía que inmediatamente la precede. En esto, los fisiólogos coinciden con quienes proporcionan ayuda espiritual en las horas finales señalando que la muerte forma parte de la vida.

Estas consideraciones se hacen eco, aunque en un tono menos sombrío, de algunas frases del apéndice del libro, ya citado, de Thomas Browne. En un libro titulado Merchant and Friar, el historiador del siglo XIX Sir A. Palgrave escribía: «En la primera pulsación, cuando las fibras se estremecen y los órganos cobran vida, está el germen de la muerte. Antes de que nuestros miembros cobren forma, está cavada la estrecha tumba en la que serán sepultados». Empezamos a morir con el primer acto de vida.

Hay posibilidades que dan lugar a especulaciones de gran importancia a la hora de tomar decisiones sobre nuestras propias vidas. Cuando se le ofrece a un anciano la posibilidad de paliar el cáncer o incluso de curarle, si está dispuesto a soportar una quimioterapia debilitante o una cirugía radical, ¿qué debe responder? ¿Ha de soportar el tratamiento sólo para morir al año siguiente de su avanzada aterosclerosis cerebrovascular? Después de todo, la enfermedad cerebrovascular probablemente sea resultado del mismo proceso que ha mermado tanto su inmunidad como para que se haya desarrollado el cáncer que está tratando de matarle. Por otra parte podemos aducir que las diferentes manifestaciones del proceso de envejecimiento no avanzan al mismo ritmo, de modo que el accidente cerebral puede tardar en producirse algo más de lo que se supone. Tales posibilidades sólo pueden sopesarse evaluando el estado actual de los procesos no malignos, tales como el grado de hipertensión y el estado de la enfermedad cardíaca. Estas son las consideraciones que deben hacerse al tomar decisiones clínicas que afectan a personas de edad, y los médicos prudentes las han tenido siempre muy presentes. Los pacientes prudentes deberían hacer lo mismo.

Bien como resultado del desgaste y del agotamiento de sus recursos, o bien debido a una programación genética, cada ser vivo tiene un período finito de vida y cada especie su propia longevidad. Para los seres humanos, parece que es aproximadamente de 100 a 110 años. Esto significa que, aunque fuera posible evitar, o curar, todas las enfermedades que se llevan a las personas antes que lo hagan los estragos de la vejez, prácticamente nadie viviría más de un siglo o un poco más. Aunque el salmista canta que «el tiempo de nuestros años es tres veintenas y media», parece olvidarse que Isaías fue mejor profeta o, por lo menos, mejor observador, proclamando a todos los que quisieran oírle que «el niño morirá a los cien años». Habla aquí de la Nueva Jerusalén, donde es de suponer que no habrá mortalidad infantil ni enfermedades: «Desde entonces ya no habrá recién nacido ni anciano que no cumpla sus días». Si atendiéramos a la advertencia de Isaías y evitáramos conductas como la de McCarty, resolviéramos los problemas de la pobreza y amásemos al prójimo, ¿quién sabe lo cerca que podríamos estar de realizar la profecía del profeta? La ciencia médica y las mejores condiciones de vida ya nos han hecho avanzar un largo camino. La esperanza de vida de un niño al nacer es más del doble que a principios de siglo. Hemos cambiado la faz de la muerte. En la pauta demográfica moderna, la gran mayoría de nosotros alcanza por lo menos la primera década de la vejez y nuestro destino es morir de alguno de sus estragos.

Aunque la ciencia biomédica ha aumentado enormemente la esperanza de vida media de la humanidad, el máximo no ha cambiado a lo largo de la historia registrada. En los países desarrollados solamente una de cada diez mil personas vive más de cien años. Los supuestos nuevos récords no se han verificado siempre que ha sido posible examinarlos críticamente. La edad más alta que se ha podido confirmar es de ciento catorce años. Es interesante que esa edad se haya alcanzado en Japón, cuyos ciudadanos viven más que los de los demás países, con una esperanza media de vida de 82,5 años para las mujeres y 76,2 para los hombres. Los valores equivalentes para los norteamericanos blancos son de 78,6 y 71,6, respectivamente. Ni siquiera el kéfir del Cáucaso puede vencer a la naturaleza.

Hay otras muchas pruebas que apoyan la tesis de que la vida de cada especie tiene una duración determinada. Entre las más evidentes está la gran variabilidad de la edad máxima que pueden alcanzar los diferentes grupos de animales, al mismo tiempo que esa longevidad es extremadamente específica para cada especie. Otra sugerente observación biológica es el número medio de crías de cada especie, que es inversamente proporcional a la duración máxima de su vida. Un animal como el hombre, cuyo período de gestación es considerable y además necesita un tiempo extraordinariamente largo antes de que sus jóvenes sean biológicamente independientes, debe tener un período reproductivo prolongado para asegurar la supervivencia de la especie, y esto es exactamente lo que se nos ha dado; los humanos somos los mamíferos de vida más larga.

Si nada puede alterar el proceso de envejecimiento, excepto, dentro de unos márgenes relativamente reducidos, ciertos cambios bien conocidos en los hábitos personales, ¿por qué persistimos en nuestros vanos intentos de vivir más de lo posible? ¿Por qué no podemos reconciliarnos con el patrón inmutable de la naturaleza? Aunque las últimas décadas han presenciado un creciente interés por nuestros cuerpos y la longevidad ha alcanzado cotas desconocidas en las generaciones anteriores, estas esperanzadas búsquedas siempre han motivado por lo menos a algunos miembros de las sociedades que han dejado registros de su existencia. Ya en los días del antiguo Egipto hay testimonios de ancianos que intentaban prolongar sus vidas: el papiro de Ebers, de más de 3500 años, contiene una prescripción para devolver la juventud a un anciano.

Incluso en el momento que la ciencia empezaba a iluminar el amanecer de una nueva medicina, en el siglo XVII, Hermann Boerthaave, el médico más importante de su época, recomendaba a sus pacientes ancianos que durmieran entre dos jóvenes vírgenes para recobrar la salud, recordando el vano intento de David de hacer lo mismo. La historia nos ha llevado, desde el período pastoral de la leche materna, pasando por la pseudociencia de las glándulas de mono para rejuvenecer los humores débiles, a lo que podríamos llamar la era de las vitaminas, la C y la E. Pero hasta ahora nadie ha conseguido una prórroga. Más recientemente, algunos investigadores nos han dicho que la hormona del crecimiento puede cumplir la promesa de aumentar la masa magra corporal y la densidad ósea, y hay quienes insisten en que eso rejuvenecerá a las personas. Oímos ahora los primeros rumores de que la solución está en la llamada terapia genética, que cortar y trocear el ADN añadirá décadas o más al período máximo de vida. En vano tratan los científicos serios de convencer a los entusiastas de esa vía de que todo eso no es verdad, ni puede serlo. Nunca se aprende la lección; siempre habrá quienes persistan en buscar la Fuente de la Juventud o, por lo menos, en retrasar lo que está irrevocablemente ordenado.

En todo esto hay una vanidad que nos degrada. Por lo menos, no nos honra. Lejos de ser insustituibles, debemos ser sustituidos. Las fantasías de detener la mano de la mortalidad son incompatibles con los intereses superiores de nuestra especie y con la continuidad del progreso de la humanidad. Y más directamente, son incompatibles con los intereses de nuestros propios hijos. Tennyson lo dice con claridad: «Los viejos deben morir, o el mundo se agotaría y sólo volvería a engendrar el pasado».

Es a través de los ojos de la juventud cómo todo se renueva y redescubre, con la ventaja de conocer el pasado; es la juventud la que no está atada a las viejas formas de afrontar los desafíos de este mundo imperfecto. Cada nueva generación aspira a ponerse a prueba y conseguir así grandes cosas para la humanidad. Entre las criaturas vivas, morir y dejar el sitio es lo que dicta la naturaleza, y la vejez es la preparación para la partida, el paulatino debilitamiento de la vida que hace el final más aceptable no sólo para los ancianos, sino también para aquellos en cuyas manos dejan el mundo.

No pretendo afirmar aquí que la vejez no pueda ser activa y dar satisfacciones. No abogo por entrar pacíficamente en esa noche envolvente que es la senilidad prematura. Mientras sea posible, el vigoroso ejercicio del cuerpo y de la mente intensifica cada momento de vida e impide esa separación que hace a muchos de nosotros mayores de lo que somos. Me refiero solamente a esa inútil vanidad que nos lleva a intentar evitar realidades que son inseparables de la condición humana. Obstinándonos sólo conseguiremos rompernos el corazón y el de nuestros seres queridos, por no mencionar el dinero que la sociedad debe gastar en la asistencia de aquellos que aún no han vivido el tiempo que tengan asignado.

Cuando se acepta que la vida tiene unos límites claramente definidos, también se percibe su simetría. La existencia transcurre en un marco en el que caben todos los placeres y logros, así como el dolor. Quienes se obstinasen en vivir más allá del tiempo concedido por la naturaleza, perderían ese marco y, con él, el sentido adecuado de su relación con los más jóvenes, ganando sólo su resentimiento por privarles de sus recursos y perspectivas profesionales. El hecho de que dispongamos de un tiempo limitado para hacer las cosas enriquecedoras en nuestra vida es lo que crea la urgencia de hacerlas. De otra manera, podríamos estancarnos postergándolas. El hecho mismo de que, como advierte el poeta a su tímida dama, «oigamos siempre la alada carroza del Tiempo apresurándose a nuestra espalda», da más esplendor al mundo y hace que el tiempo sea inestimable.

Michel de Montaigne, el francés del siglo XVI creador de la forma literaria que denominamos ensayo, fue un filósofo social que contemplaba a la humanidad a través de la lente de la llana e implacable realidad y escuchaba sus autoengaños con escepticismo. En sus cincuenta y nueve años de vida dedicó mucho tiempo a pensar en la muerte y escribió sobre la necesidad de aceptar cada una de sus formas por ser todas igualmente naturales: «Vuestra muerte es una parte del orden universal; es una parte de la vida del mundo… Es la condición de vuestra creación». Y en el mismo ensayo, titulado De cómo filosofar es aprender a morir, escribía: «Haced sitio a otros como otros os lo hicieron».

En aquella época incierta y violenta, Montaigne creía que la muerte es más fácil para quienes han pensado más en ella durante su vida, como si siempre estuvieran preparados para su llegada. Sólo de este modo, escribía, es posible morir resignados y reconciliados, «paciente y tranquilamente», habiendo experimentado la vida más plenamente al tener siempre presente que en cualquier momento puede llegar a su fin. De esta filosofía se desprende su admonición: «La utilidad de la vida no está en su duración sino en su uso: alguno ha vivido largo tiempo y ha vivido poco».