III

A partir de los setenta

Nadie muere de viejo, o al menos así estaría legislado si los estadísticos gobernasen el mundo. Todos los meses de enero, justo cuando la implacable tiranía del invierno ha impuesto su blanco dominio, el gobierno de Estados Unidos publica su Informe preliminar sobre las estadísticas de mortalidad. Ni entre las primeras quince causas de muerte, ni en ningún otro lugar de ese insensible sumario se puede encontrar una relación de los que simplemente se extinguen. Con obsesiva pulcritud, el informe asigna, en sus ordenadas columnas, una categoría clínica específica de alguna patología fatal a todos los octo y nonagenarios. Ni siquiera los pocos cuya edad se registra en tres dígitos escapan a la ordenada nomenclatura de los tabuladores. Por orden no sólo del Ministerio de Sanidad, sino también por el decreto universal de la Organización Mundial de la Salud todo el mundo ha de morir de una causa concreta. En treinta y cinco años de médico en ejercicio nunca he cometido la temeridad de escribir el término «vejez» en un certificado de defunción, porque sé que me devolverían el impreso con una escueta nota de algún funcionario informándome que había vulnerado la ley. En todo el mundo es ilegal morir de viejo.

Los estadísticos parecen incapaces de aceptar un fenómeno natural a menos que esté tan bien definido como para encajar limpiamente en una categoría concreta y fácilmente delimitable. El informe anual de los contables federales de decesos es muy ordenado —no muy imaginativo y, en mi opinión, no refleja fielmente la vida real (y la muerte real)—, pero, eso sí, muy ordenado. Estoy convencido de que muchas personas mueren de vejez. Aunque haya anotado cualquier diagnóstico científico en los certificados de defunción oficiales para satisfacer al Departamento de Estadística, yo sé bien de qué han muerto esas personas.

En un momento dado, alrededor del 5 por ciento de nuestros ancianos vive en residencias asistenciales. Si han estado allí más de seis meses, la inmensa mayoría nunca abandonará la residencia con vida, excepto quizás por un breve período terminal en un hospital, donde algún joven médico residente rellenará uno de esos certificados de defunción tan pulcros. ¿De qué mueren estos ancianos? Aunque sus médicos registren obedientemente causas diversas, tales como ataque cerebrovascular, o insuficiencia cardíaca, o neumonía, en realidad estos ancianos han muerto porque algo en ellos se ha consumido. Mucho antes del desarrollo de la medicina científica todo el mundo sabía esto. El 5 de julio de 1814, Thomas Jefferson, con setenta y un años, escribía a John Adams, de setenta y ocho: «Nuestras máquinas han estado trabajando setenta u ochenta años, y es de esperar que, con lo gastadas que están, empiecen a fallar, un eje por aquí, un disco por allá, después un piñón o un muelle; y aunque podamos remendarlas por un tiempo, a la larga acabarán parándose».

Tanto si la manifestación física evidente aparece en el cerebro como en la pereza de un sistema inmunológico senil, lo que en realidad se extingue no es otra cosa que la fuerza vital. No es mi intención discutir con los que —como hombres de laboratorio— insisten en invocar la especificidad de patologías microscópicas para satisfacer las exigencias de su concepción biomédica del mundo. Simplemente pienso que pasan por alto lo esencial.

En cuanto tuve conciencia de la vida comencé el largo proceso de ver a alguien morir poco a poco de viejo. Ningún estadístico ha podido aún convencerme de que la «causa de la muerte» que aparecía en el certificado de defunción de mi abuela fuera otra cosa que una legalizada evasión de la ley superior de la naturaleza. Tenía setenta y ocho años cuando yo nací, aunque sus amarillentos papeles de inmigración atestiguaban sólo setenta y tres —veinticinco años antes, en Ellis Island, había decidido ser más joven de lo que dictaba la verdad, porque le habían dicho que la cifra de cuarenta y nueve sería más aceptable que la de cincuenta y cuatro para el severo funcionario americano de inmigración, que parecía un militar con su uniforme de botones de latón y que hacía esas preguntas directas, tan esenciales, creía ella, para permitirle la entrada. Podemos ver ya que no soy el primer miembro de mi clan cuyo miedo al rechazo gubernamental le ha llevado a cometer un pequeño perjurio.

Tres generaciones de mi familia compartieron en el Bronx un piso de cuatro habitaciones, seis almas juntas, mi abuela, mi tía soltera Rose, mis padres, mi hermano mayor y yo. Por entonces era impensable enviar a un padre de edad avanzada a alguna de las pocas residencias de ancianos existentes. Aunque se quisiera hacerlo —lo cual raramente ocurría—, simplemente era imposible. Hace medio siglo, desprenderse así de un familiar anciano se consideraba, entre gente como nosotros, una insensible evasión de la responsabilidad y una falta de cariño.

Mi instituto estaba solo a media manzana de nuestra casa e incluso el college no estaba a más de veinte minutos andando. Cada mañana, mi abuela me ponía un bocadillo y una manzana en una bolsa de papel marrón, y yo la sujetaba entre el brazo y los libros al marcharme por el verde campo de la colina. Por el camino se me iban uniendo amiguetes que conocía desde el PS 33. Ya al empezar la segunda clase de la mañana, la bolsa estaba grasienta por la espesa capa de mantequilla que mi devota abuela extendía demasiado generosamente sobre las rebanadas de pan. Todavía hoy no puedo ver una mancha de grasa sobre un papel marrón sin sentir en mi corazón el dulce dolor de la nostalgia.

Cada día, muy temprano, mi tía Rose y mi padre desaparecían en la boca del metro, que les llevaba a su trabajo en la zona de los talleres de confección de Manhattan. Mi madre murió cuando yo tenía once años y me convertí en un hijo para mi abuela. Excepto durante una operación de apendicitis y dos breves períodos de quince días en los que fui a unos campamentos de verano que me pagó un pariente adinerado, pasé la mayor parte de cada día de mi vida en su estrecha compañía. Sin darme cuenta, viví mis primeros dieciocho años observando su declive hacia la muerte.

Cuando seis personas viven en un piso de cuatro habitaciones pequeñas, hay muy pocos secretos. Durante sus últimos ocho años, mi abuela compartió su dormitorio con mi tía y conmigo. Hasta el día en que acabé mi último trabajo para el college, hice mis tareas sobre una mesa plegable que había en el cuartito de estar, mientras las actividades domésticas continuaban a mi alrededor. Cuando acababa de estudiar, tenía que plegar la mesa y la silla portátiles y colocarlas contra la pared detrás de la puerta, siempre abierta, que conducía del reducido vestíbulo al comedor. Si dejaba caído aunque sólo fuera un trocito de papel, mi abuela ya se encargaba de decírmelo.

«Abuela» no era el nombre que usábamos en nuestra matriarcal familia porque la «abuela» sólo hablaba algunos monosílabos en inglés. Mi hermano y yo la llamábamos en su equivalente en yiddish, Bubbeh, y ella nos llamaba Herschel a mi hermano (su nombre era Harvey) y Shepsel a mí. Hasta hoy todos me llaman Shep, en memoria de mi Bubbeh.

La vida de Bubbeh nunca había sido fácil. Como muchos emigrantes del este de Europa, su marido la había precedido a las doradas costas de América llevando consigo a sus dos hijos varones y dejándola durante varios años con cuatro hijas pequeñas en un pueblecito de Bielorrusia. Y luego, sólo unos años después de que se hubiera podido reconstruir la vida familiar en un piso abarrotado (porque lo compartían con otros parientes) de Rivington Street, en el Lower East Side de Nueva York, murieron en rápida sucesión mi abuelo y los dos hijos, no se sabe si de tuberculosis o de gripe.

Por aquellos días, tres de las cuatro hijas trabajaban duramente en talleres de confección, así que entraba algún dinero en casa. Con el subsidio que nos ofrecía la filantropía judía, Bubbeh logró reunir los dólares suficientes para pagar la entrada de una granja de 200 acres cerca de Colchester, Connecticut, uniéndose a un gran grupo de paisanos que estaban haciendo lo mismo. Como los demás, trabajó la tierra con la ayuda de una serie de jornaleros, que se sucedían unos a otros, generalmente inmigrantes polacos que no hablaban más inglés que ella. Es difícil saber cómo esta dinamo de poco más de un metro y medio y férrea voluntad sobrevivió a este período porque la granja no era muy productiva. Sus ingresos reales, que apenas cubrían los gastos diarios, provenían de pequeñas aportaciones de la familia y de viejos amigos de Europa que pasaban allí breves períodos de tiempo para escapar de la amenazante proximidad de la tuberculosis en el distrito 10 del bajo Manhattan.

Para un amplio grupo de esforzados jóvenes inmigrantes, Bubbeh asumió el papel de lo que sólo puedo describir como una mater et magistra yiddish. La consideraban una fuente inagotable de fortaleza y un refugio en la desconcertante confusión de América. Aunque no podía decir una sola frase inteligible en inglés, de algún modo comprendió las reglas y el ritmo de la vida americana. Si en su antiguo país había «prodigiosos rabinos», en el nuevo el ampliado clan había encontrado en ella una fuente de sabiduría, casi un oráculo, y le había otorgado el título honorífico de Tante, o tía. Como Tante Peshe, cuya traducción, sólo aproximada, sería tía Pauline, la fuerza de su carácter reunió en torno suyo a una gran congregación de necesitados y autodesignados sobrinos y sobrinas, algunos de los cuales apenas eran más jóvenes que ella.

Finalmente hubo que dejar la granja cuando todas las chicas menos una se casaron. Mucho antes, la mayor de sus hijas, Anna, había muerto a los veinte años de fiebres puerperales, y su joven marido se había marchado a vivir su vida. Sola en su dolor y con el bebé de Anna a su cargo, Bubbeh le crio en la granja como a su propio hijo. Tenía éste casi veinte años cuando la granja se vendió y mi familia se trasladó a vivir al Bronx.

Por entonces tenía yo once años, y mi tía Rose era la única hija viva de mi abuela. Una había muerto en la infancia y los demás hijos en este país, al que habían traído sus sueños. Bubbeh, que tenía entonces ochenta y nueve años, era esa pequeña y exhausta figura que a duras penas mantenía encendido el fuego de la vida para cuidar a sus tres nietos: mi hermano y yo, y mi prima Arline, de trece años, que había venido con nosotros hacía dos, cuando murió su madre de insuficiencia renal. Más tarde, Arline se marchó a vivir con la familia de su padre, cuando mi madre murió de cáncer, poco después de cumplir yo los once años. La historia de la larga viudez de Bubbeh es una crónica de constantes luchas, enfermedades y muertes. Una tras otra, había enterrado sus esperanzas junto a su marido y sus hijos. Sólo quedábamos mi tía Rose y nosotros tres, nacidos en el país cuyas promesas se habían convertido en profundas amarguras.

Debe haber sido después de la muerte de mi madre cuando empecé a darme cuenta de lo mayor que era Bubbeh. Desde que puedo recordar, solía distraerme jugando con la piel del dorso de sus manos, floja y apergaminada, estirándola suavemente como crema de caramelo y observando, siempre con el mismo asombro, cómo volvía lentamente a su lugar con una suave lasitud que me hacía pensar en la melaza. Cuando hacía esto, ella rápidamente me daba un golpe en la mano simulando enojarse con mi pesadez, y yo me reía tomándole el pelo hasta que sus ojos la traicionaban, pues se divertía con mi fingida falta de respeto. En realidad, le gustaba mi contacto igual que a mí el suyo. Después me di cuenta de que podía producir una ligera huella en la zona de sus canillas sólo con presionar fuertemente con el dedo su algodonosa piel contra el hueso. El hoyuelo tardaba mucho en rellenarse y desaparecer. Juntos, permanecíamos sentados silenciosamente, observando cómo ocurría. Con el tiempo, los hoyuelos se hicieron más profundos y tardaban más en borrarse.

Bubbeh iba de una habitación a otra en zapatillas, moviéndose con mucho cuidado. Según pasaban los años, cada vez arrastraba más los pies hasta que, al final, era como si se deslizara lentamente sin separar nunca los pies del suelo. Si por alguna razón tenía que moverse algo más deprisa, o si alguno de nosotros la contrariaba, se quedaba sin aliento y parecía que le era más fácil respirar con la boca abierta. Algunas veces dejaba la lengua colgando un poco sobre el labio inferior como si esperara absorber más oxígeno a través de su superficie. Yo no sabía, desde luego, que estaba empezando a caer en la insuficiencia cardíaca congestiva. Casi con seguridad, la insuficiencia se agravaba por la significativa disminución de la cantidad de oxígeno que la sangre de un anciano puede extraer de los viejos tejidos de los viejos pulmones.

Lentamente, su vista también comenzó a fallar. Al principio, era tarea mía enhebrarle las agujas, pero cuando ya no fue capaz de guiar sus dedos, dejó de remendar. Los rotos de mis calcetines y camisas tuvieron que esperar a los pocos momentos libres que tenía por la tarde tía Rose, siempre fatigada, que sonreía ante mis débiles intentos de aprender a coser yo solo. (En aquellos días, nadie hubiera imaginado que un día yo sería cirujano; Bubbeh se habría sentido muy orgullosa, y muy sorprendida). Algunos años más tarde, Bubbeh no veía lo suficiente para lavar los platos o barrer el suelo, porque no podía distinguir dónde estaba el polvo o la suciedad. Sin embargo, no dejaba de intentarlo, esforzándose inútilmente por mantener al menos esta pequeña prueba de su utilidad. Su obstinación en intentar limpiar se convirtió en fuente de algunas de las pequeñas fricciones cotidianas que debieron hacerla sentirse cada vez más aislada del resto de nosotros.

En los primeros años de mi adolescencia vi desaparecer las últimas huellas de su vieja combatividad y mi abuela se volvió casi dócil. Siempre había sido amable con nosotros, los chicos, pero la docilidad era algo nuevo —quizá no era tanto docilidad como una forma de abandono, una aquiescencia ante la creciente pérdida de sus capacidades físicas que sutilmente la estaba separando cada vez más de nosotros y de la vida.

También comenzaron a ocurrir otras cosas. Con el tiempo, su menor movilidad y escaso equilibrio hicieron que le fuera imposible ir al baño por la noche, así que Bubbeh dormía con una lata grande de café de Maxwell House debajo de la cama. La mayor parte de las noches me despertaban sus torpes intentos de encontrarla en la oscuridad o el sonido de su débil chorro golpeando el interior de latón. Muchas veces, tumbado inmóvil en la oscuridad antes del amanecer, distinguía a Bubbeh, al otro lado de la habitación, agachada incómodamente al lado de su cama, sosteniendo la lata de café boca arriba bajo su camisón con una mano insegura mientras que, con la otra, intentaba estabilizar su cuerpo tembloroso contra el colchón.

Nunca pude comprender por qué Bubbeh tenía que levantarse tan a menudo para esos encuentros nocturnos con la lata de café, hasta que muchos años después aprendí que con la edad se reduce considerablemente la capacidad de la vejiga. A diferencia de muchos ancianos, Bubbeh nunca fue incontinente, aunque estoy seguro de que hubo episodios menores de los que nunca me enteré. Únicamente en sus últimos meses la traicionó, a veces, un débil olor a orina, pero, aun entonces, sólo cuando me acercaba mucho o estrechaba su frágil cuerpo contra el mío.

Bubbeh perdió su último diente cuando yo era adolescente. Los había guardado todos en un pequeño monedero que tenía al fondo del cajón superior de un escritorio que compartía con tía Rose. Uno de los rituales secretos de mi niñez era fisgar en el cajón y contemplar con temor, durante breves momentos, esos treinta y dos objetos amarillentos, todos distintos. Para mí eran otros tantos hitos del envejecimiento de mi abuela y de la historia de nuestra familia.

Aun sin dientes, Bubbeh se las arreglaba de algún modo para comer casi todo tipo de alimentos. En sus últimos tiempos le faltaron las fuerzas incluso para eso, y su nutrición se resintió. La inadecuada alimentación, añadida a la disminución habitual de la masa muscular que causa el envejecimiento, cambiaron la configuración de su cuerpo, haciéndola parecer encogida en comparación con la fornida y un tanto robusta anciana que yo había conocido. Sus arrugas aumentaron, su tez se marchitó, palideciendo lenta y uniformemente, la piel de su cara parecía cada vez más floja, y finalmente perdió la antigua belleza que había conservado hasta los noventa años.

Hay explicaciones clínicas simples para las muchas cosas que vi durante los años de decadencia de mi abuela, pero de algún modo todavía hoy me parecen insatisfactorias. Se puede hablar de factores causales tales como la disminución de la circulación cerebral o la degeneración senil de las células cerebrales, tan sutil que se necesita el microscopio electrónico para demostrarla; pero hay un cierto distanciamiento intelectual en la descripción puramente biológica de la muerte de esos mismos tejidos que una vez permitieron a una nonagenaria tener pensamientos claros y, algunas veces, incluso audaces. Se podría citar aquí las investigaciones de los fisiólogos, así como el trabajo de los endocrinos, neuroinmunólogos y geriatras —moderna casta en rápida evolución—, para intentar explicar todo lo que se fue desarrollando ante mis ojos de adolescente. Pero es la propia observación lo que exige atención, la observación de un proceso en medio del cual vivimos todos. Aunque estemos inmersos en él, hay algo en cada uno de nosotros que evita que tomemos conciencia de la realidad de nuestro propio envejecimiento. Algo dentro de nosotros no acepta esa conciencia inmediata de que, al tiempo que asistimos al envejecimiento de quienes ya son mayores, nuestros propios cuerpos están pasando simultánea y sutilmente por el mismo proceso inexorable que al final conduce a la senectud y a la muerte.

Así pues, las células del cerebro de mi abuela habían comenzado a morir mucho antes, igual que las mías están muriendo hoy, y las tuyas. Pero como ella era mucho mayor de lo que soy yo ahora, y cada vez le interesaba menos el mundo exterior, la disminución del número de células cerebrales y de su capacidad de respuesta provocaron cambios muy evidentes en su comportamiento. Como todos los ancianos, cada vez era más olvidadiza y se enfadaba cuando alguien se lo decía. Conocida siempre por su franqueza en el trato con la gente, se volvió abiertamente irritable e impaciente con las pocas personas con las que aún mantenía contacto, aparte de la familia más cercana, y parecía animarse ofendiendo incluso a aquellos que, años atrás, habían buscado sus consejos. Luego llegó la época en que permanecía sentada en silencio incluso cuando estaba en compañía. Al final, hablaba sólo cuando era absolutamente necesario, con una actitud distante e indiferente.

Lo más evidente, aunque debo admitir que sólo retrospectivamente, fue su progresiva retirada de la vida. Cuando yo todavía era pequeño, o incluso en mi adolescencia, mi abuela iba a rezar a la sinagoga de High Holy Days. Por difícil que fuera el peregrinaje de las cinco manzanas, de algún modo se las arreglaba para salvar las zonas agrietadas de la acera del Bronx, sujetando con fuerza bajo el brazo su gastado libro de oraciones para no cometer un pecado si se caía al suelo. Yo solía acompañarla. ¡Cómo lamento ahora cada murmullo de queja! ¡Cómo desearía no haberme avergonzado a veces —no, a veces, no, con frecuencia— de que me vieran con aquella viejecita de pañuelo negro, vestigio de la ya desaparecida cultura del shtetl [2], aunque se negara tercamente a unirse a ella en la tumba! Los abuelos de todos los demás parecían mucho más jóvenes, hablaban inglés y eran independientes, la mía era un recordatorio, no sólo del mundo perdido del judaísmo del este de Europa, sino de mis turbulentos conflictos sobre la carga de sedimentos afectivos que hoy llamo, eufemísticamente, mi herencia.

Con su mano libre, Bubbeh se sujetaba fuerte a mi brazo, agarrando algunas veces la tela de mi manga, mientras yo la guiaba con una lentitud angustiosa por las calles, bajábamos las escaleras del vestíbulo de la sinagoga (nuestra familia rezaba en los asientos baratos, y aun éstos apenas podía permitírselos) y finalmente la conducía a su silla entre otras mujeres a las que llamábamos ancianas, pero muy pocas eran tan extranjeras o estaban tan agotadas como ella. Unos momentos después la dejaba allí, inclinada la cabeza sobre su viejo libro, lleno de huellas de lágrimas, en el que había rezado desde la niñez. Sus palabras estaban impresas en hebreo y en yiddish, pero ella leía el lado yiddish de la página, porque era la única lengua que conocía. Durante el largo ritual de aquellos servicios, musitaba despacio las palabras que, cada año que pasaba, le resultaban más difíciles y, al final, imposibles de leer. Unos cinco años antes de su muerte, Bubbeh ya no pudo hacer el largo camino hasta la sinagoga, ni siquiera con la ayuda de sus dos nietos. Confiando sobre todo en su memoria aún intacta de recuerdos lejanos, recitaba la liturgia en casa, sentada junto a la ventana abierta, igual que había hecho la mañana de cada sábado durante todos los años que la conocí. Unos años después, aun esto era demasiado. Apenas podía ver las frases y hasta olvidó las oraciones que había aprendido en su juventud. Finalmente, dejó de rezar.

Por el tiempo en que Bubbeh dejó de rezar, prácticamente había abandonado toda actividad. Comía lo mínimo, pasaba la mayor parte del día sentada en silencio junto a la ventana y a veces hablaba de la muerte. Sin embargo, no estaba enferma. Estoy seguro de que algún celoso médico podría haber señalado su insuficiencia cardíaca crónica y, además, la probabilidad de que hubiera algo de aterosclerosis, y quizás le habría prescrito algo de digital. Para mí, eso habría sido como dignificar la degeneración de sus articulaciones llamándola osteoartritis. Por supuesto que tenía artritis, y por supuesto que tenía insuficiencia crónica, pero sólo porque sus piñones y sus muelles estaban cediendo bajo el peso de los años. Nunca había estado enferma en su vida.

Los estadísticos gubernamentales y los clínicos científicos insisten en que se debe aplicar nombres apropiados a la circulación lenta y al corazón viejo. No lo discuto, siempre que no pretendan que asignar un nombre a un estado biológico natural significa a priori que es una enfermedad. La célula nerviosa, como la célula muscular del corazón, no se puede reproducir; a medida que envejece, simplemente se consume y muere. Los procesos biológicos que durante toda la vida han estado produciendo piezas de recambio para las estructuras que mueren dentro de cada célula ya no pueden cumplir con su cometido. El mecanismo por el que una parte recién producida de la membrana celular o de las estructuras intracelulares sustituye a una muerta por el uso, se vuelve finalmente inoperante. Después de generar durante toda una vida las piezas de repuesto, la capacidad de rejuvenecimiento de las células nerviosas y musculares gradualmente se agota. La táctica de continua renovación dentro de cada célula muscular cardíaca acaba siendo derrotada por la abrumadora estrategia con que el envejecimiento alcanza su último objetivo de destrucción. Una tras otra, como los dientes de mi abuela, las células musculares cardíacas dejan de vivir y el corazón pierde fuerza. El mismo proceso tiene lugar en el cerebro y en el resto del sistema nervioso central. Ni siquiera el sistema inmunológico es inmune al envejecimiento.

Los cambios que, al principio, son sólo bioquímicos e intracelulares, acaban por manifestarse en las funciones de órganos enteros. Hay una disminución gradual del gasto cardíaco en reposo y cuando, por el ejercicio o las emociones, el corazón se estresa, su capacidad de irrigación es menor de la requerida por las necesidades de los brazos, pulmones y las demás estructuras del cuerpo. La velocidad máxima que un corazón perfectamente sano puede alcanzar se reduce en un latido cada año, cifra fiable que se puede determinar restando la edad de un individuo a 220. Si tiene cincuenta años, es improbable que su corazón pueda palpitar a mucho más de 170 pulsaciones por minuto, incluso en las condiciones más extremas de emoción o de ejercicio. Estos son sólo algunos de los modos en que el miocardio, al envejecer y endurecerse, pierde la capacidad de adaptarse a los desafíos que le presenta la vida diaria.

La rapidez de la circulación disminuye. El ventrículo izquierdo tarda más en llenarse y en relajarse después de cada contracción; cada latido propulsa menos sangre que el año anterior, e incluso una fracción menor de su contenido. Quizás como un intento de compensar, la presión sanguínea tiende a subir un poco. Entre los sesenta y los ochenta años sube unos veinte milímetros de mercurio. Un tercio de las personas con más de sesenta y cinco años son hipertensas.

No sólo el músculo cardíaco sino también el sistema de conducción muere con el paso de las décadas. Hacia los setenta y cinco años el nodo SA puede haber perdido hasta el 90 por ciento de sus células; el haz de His tiene menos de la mitad de sus fibras originales. Hay cambios electrocardiográficos que van en relación con toda esta pérdida de tejido muscular y nervioso, y que se pueden identificar fácilmente en el trazado gráfico.

Al envejecer la bomba, la membrana interna (endocardio) y las válvulas se engruesan. Las válvulas y los músculos presentan calcificaciones. El color del miocardio cambia a medida que se deposita en los tejidos un pigmento marrón amarillento llamado lipofucsina. Igual que la cara de un anciano curtida por el tiempo, el corazón tiene el aspecto de su edad. Y funciona también de acuerdo con su edad. No hay necesidad de atribuirle una enfermedad para explicar su fallo. La insuficiencia cardíaca es diez veces más frecuente en personas de entre cuarenta y cinco y sesenta y cinco años. Esa era la razón por la que, al presionar, yo podía dejar fácilmente una marca en los tejidos de la piel de mi abuela, y, sin duda, la causa de que se quedara sin aliento tan fácilmente. Y probablemente esto explica también que el síntoma más frecuente del ataque cardíaco en los pacientes ancianos sea la insuficiencia cardíaca grave, más que el clásico cuadro de dolor torácico constante.

No sólo el corazón sino también los vasos sanguíneos se ven afectados por el paso de los años. Las paredes de las arterias se engruesan. Pierden su elasticidad igual que las personas. Y ya no pueden contraerse y dilatarse con el entusiasmo de la juventud. De ahí las dificultades que experimentan los mecanismos reguladores del cuerpo para controlar la cantidad de sangre que va a los músculos y órganos a fin de satisfacer sus necesidades siempre variables. Además, la aterosclerosis continúa su curso inexorable cada año que pasa. Incluso sin el exceso de colesterol atribuible a la obesidad, o sin el tabaco o la diabetes, que la hacen aparecer antes, las paredes arteriales se estrechan gradualmente a medida que, década tras década, se acumula más y más ateroma por el prolongado contacto de la sangre circulante.

Antes de que pase mucho tiempo, cada órgano recibirá una nutrición inferior a la que necesita para cumplir la misión que le asignó la naturaleza. A partir de los cuarenta años, por ejemplo, el flujo total de sangre al riñón disminuye un 10 por ciento cada década. En realidad, la decadencia de ese órgano sólo está causada en parte por la disminución del gasto cardíaco y el estrechamiento de los vasos, pero estos factores agravan el efecto de ciertos cambios que origina la vejez en el propio riñón. Por ejemplo, entre los cuarenta y los ochenta años, el riñón normal pierde un 20 por ciento de su peso y desarrolla áreas de cicatrización en su parénquima. El engrosamiento de los minúsculos vasos sanguíneos dentro del riñón disminuye aún más la corriente sanguínea, dando lugar a la destrucción de unidades de filtración del órgano, que son el elemento esencial que le permite limpiar la orina de impurezas. Con el tiempo, morirán alrededor del 50 por ciento de las unidades de filtración.

Los cambios en su estructura disminuyen la efectividad del riñón. Con la edad, pierde la capacidad no sólo de expulsar el exceso de sodio, sino incluso de retenerlo en el cuerpo cuando lo necesita. El resultado es un desequilibrio de la concentración de sal y el volumen de agua en las personas mayores, que tiende a incrementar la posibilidad de insuficiencia cardíaca por una parte o de deshidratación por otra. Esta es una de las principales razones por las que los cardiólogos tienen tanta dificultad para tratar a los ancianos, pues caminan por el estrecho margen que media entre la Escila de la sobrecarga de sodio y la insuficiencia cardíaca, y la Carybdis de los viejos tejidos resecos.

El resultado de todas estas deficiencias es una propensión creciente del riñón a fallar en sus responsabilidades. Incluso cuando no se puede hablar de insuficiencia, sino simplemente de debilitamiento, su recuperación es más lenta que la de un órgano joven, y es más propenso a dejar en la estacada a su dueño ante un grave estrés; la muerte por insuficiencia renal es una vía de salida frecuente cuando una persona de edad está debilitada por alguna otra patología, como un cáncer en estado avanzado o una enfermedad hepática. Las impurezas de la sangre se acumulan; los demás órganos, en especial el cerebro, se intoxican; y la muerte por lo que se denomina uremia, precedida a menudo por un período variable de coma, es inevitable. En la fase terminal, los pacientes urémicos sufren, con frecuencia, una irregularidad del ritmo cardíaco (arritmia) causada por la incapacidad del riñón para eliminar de la sangre el exceso de potasio. Por lo general, las víctimas de la insuficiencia renal van cayendo imperceptiblemente en ese estado y mueren luego repentinamente de inestabilidad cardíaca. Sólo en raras ocasiones hay tiempo para unas últimas palabras o reconciliaciones en el lecho de muerte.

Aunque el riñón es la parte del tracto urinario que sufre los cambios más significativos con la edad, la vejiga también se ve afectada. La vejiga es esencialmente un grueso globo cuyas paredes están formadas por músculos flexibles. Con la edad, pierde su elasticidad y no puede retener tanta orina como antes. Las personas mayores necesitan orinar más a menudo, y ésta era la razón por la que mi abuela se levantaba una o dos veces por las noches, para luchar en la oscuridad con su lata de café.

La vejez también afecta a la delicada coordinación entre el músculo de la vejiga y su mecanismo esfinteriano, cuya función es impedir el escape de orina. El resultado es la incontinencia ocasional en las personas de edad, que a veces llega a ser un problema importante, especialmente si se complica con infección, problemas prostáticos, confusión mental o con algún tipo de medicación. Las dificultades de la vejiga para vaciarse a menudo son un factor importante en la producción de infecciones en el tracto urinario, un peligroso enemigo de los ancianos debilitados.

Como los músculos del corazón, las células cerebrales no pueden reproducirse. Sobreviven década tras década porque sus diversos componentes estructurales se reemplazan a medida que se gastan, como si fueran carburadores y bujías ultramicroscópicos. Aunque los biólogos celulares emplean una terminología más abstrusa que los mecánicos (con palabras como organelo, enzima y mitocondrio), estas entidades también requieren un mecanismo de sustitución tan eficiente como el de sus análogos del automóvil. Al igual que el cuerpo y cada uno de sus órganos, cada célula tiene los equivalentes de piñones, discos y muelles. Cuando se gasta el mecanismo de recambio de las piezas viejas por nuevas, el nervio o la célula muscular ya no puede sobrevivir a la constante destrucción de sus componentes que continúa produciéndose en su interior.

Ese mecanismo de recambio de piezas requiere la participación de ciertas estructuras moleculares dentro de la célula. Sin embargo, las moléculas de los sistemas biológicos tienen una vida limitada. Más allá de un plazo prescrito, las constantes colisiones de unas con otras las transforma lo suficiente como para que no puedan generar nuevas piezas de recambio. En el proceso de desgaste, alcanzan los límites de su longevidad, determinando así la longevidad de las células cerebrales a las que sirven. Este es el proceso bioquímico que los científicos denominan envejecimiento celular. La célula va muriendo gradualmente y lo mismo les sucede a las que la rodean. Cuando cierto número de ellas ha desaparecido, el cerebro empieza a mostrar su edad.

A partir de los cincuenta, el cerebro pierde anualmente el 2 por ciento de su peso. Cuando mi abuela Bubbeh murió a los noventa y siete años, su cerebro pesaba un 10 por ciento menos que al llegar a América. Los giros, esas circunvoluciones redondeadas de la corteza donde tiene lugar el proceso de recepción y pensamiento que nos hace diferentes del resto de las criaturas de Dios, sufren la mayor atrofia y pérdida de prominencia. Al mismo tiempo, los surcos que los separan se vuelven más anchos, al igual que las cámaras llenas de líquido situadas en lo más profundo de la sustancia cerebral, denominadas ventrículos, como las del corazón. La lipofucsina, una especie de marcador biológico del avance de la senectud, tiñe por igual las células de la materia blanca y gris, dando al menguante cerebro un tinte cremoso amarillento que se intensifica al avanzar la edad. Incluso la vejez está codificada en colores.

Por obvios que sean los cambios visibles del cerebro a medida que se marchita, es en el aspecto microscópico en el que el envejecimiento es más evidente. En particular, es impresionante la disminución del número de células nerviosas, o neuronas, como resultado de esa incapacidad letal para producir piezas de repuesto que acabamos de describir. Lo que ocurre en la corteza es representativo del conjunto. El área motora de la corteza frontal pierde entre el 20 y el 50 por ciento de sus neuronas; el área visual, situada atrás, pierde un 50 por ciento; la parte sensorial física, que se encuentra a los lados, pierde también un 50 por ciento. Afortunadamente, las áreas de actividad intelectual superior de la corteza cerebral tienen un grado significativamente menor de desaparición celular, que además parece estar compensado en gran parte por la superposición y redundancia de funciones. Puede ser incluso que las neuronas restantes incrementen su actividad, pero cualquiera que sea la razón, ciertas capacidades intelectuales como el razonamiento y el juicio quedan muy a menudo intactas hasta muy avanzada la vejez.

Es interesante señalar que, según recientes investigaciones, ciertas neuronas corticales parecen hacerse más abundantes una vez alcanzada la madurez, y estas células residen precisamente en las áreas donde tienen lugar los procesos del pensamiento superior. Cuando se suman estos hallazgos a la observación confirmada de que las ramificaciones filamentosas (denominadas dendritas) de muchas neuronas continúan creciendo en las personas sanas de edad avanzada —que no padezcan la enfermedad de Alzheimer—, las posibilidades son fascinantes: los neurocientíficos pueden haber descubierto realmente la fuente de esa sabiduría que, en nuestra imagen ideal de la vejez, podemos acumular con el paso de los años.

Así pues, excepto en áreas muy localizadas, la corteza no sólo pierde neuronas, sino que casi todas las que conserva muestran signos de envejecimiento a medida que el recambio de las piezas intracelulares se va haciendo menos eficiente. El resultado final es que el volumen del cerebro es menor que en la juventud, y que no funciona tan bien. En la vida de cada día, esto se manifiesta en esa mayor lentitud que observamos en las personas mayores y también pronto en nosotros mismos. El cerebro se vuelve perezoso en sus funciones y en su capacidad para superar las lesiones biológicas. Se recupera menos eficientemente de los sucesos que amenazan su supervivencia.

De estos sucesos, uno de los más peligrosos es la interferencia en el suministro de sangre. Cuando se interrumpe el fluido sanguíneo en alguna región del cerebro (una catástrofe que normalmente ocurre de repente), se produce la disfunción o muerte inmediata del tejido nervioso de cuyo riego se encarga la arteria obstruida. Esto es precisamente lo que se conoce con el término de ictus (ataque o accidente cerebrovascular). El ictus puede ocurrir por diversas razones, pero la más común en los ancianos es la aterosclerosis, que bloquea las ramas de los dos grandes vasos que nutren el cerebro: las arterias carótidas internas izquierda y derecha. Aproximadamente el 20 por ciento de las víctimas hospitalizadas por ictus muere poco después del episodio y otro 30 por ciento requiere asistencia a largo plazo o en una institución hasta su muerte.

Aunque los certificados de defunción de las víctimas de ictus se han adornado a menudo con términos tales como «accidente cerebrovascular» (ACV) o «trombosis cerebral» (hoy, la palabra más apropiada es la más simple y global de ictus), más significativo que la nomenclatura es el número escrito en el espacio en blanco para la edad; casi siempre es elevada. Los hombres y mujeres que superan los setenta y cinco años tienen un riesgo diez veces mayor de sufrir un ictus que quienes están entre los cincuenta y cinco y los cincuenta y nueve. De hecho, «accidente cerebrovascular» fue lo que se escribió en el certificado de defunción de mi abuela. Sin embargo, yo sé qué ocurrió realmente, y lo sabía incluso entonces. Aunque el médico nos explicó lo que significaban esas palabras, su diagnóstico me impresionó poco y menos aún hoy.

Si él hubiera querido llamar al ACV de mi Bubbeh el hecho terminal o algo parecido, yo lo habría comprendido, pero afirmar que el proceso que yo había estado observando durante dieciocho años había finalizado en una enfermedad aguda determinada, bueno, eso era ilógico.

No es simplemente una cuestión de semántica. La diferencia entre el ACV como hecho terminal y el ACV como causa de muerte es la diferencia entre una concepción del mundo que reconoce el curso inexorable de la historia natural y otra que cree que luchar contra las fuerzas que estabilizan nuestro entorno y nuestra civilización misma pertenece al ámbito de la ciencia. No soy ludita, me enorgullezco de las magníficas bendiciones de los avances científicos modernos. Sólo pido que empleemos nuestros crecientes conocimientos con creciente sabiduría. En los siglos XVII y XVIII, los primeros exponentes del método experimental y, por lo tanto, de la ciencia, hablaban a menudo de lo que denominaban economía animal, y de la economía de la naturaleza en general. Si les comprendo bien, se referían a esa suerte de ley natural que existe para preservar el entorno terrestre y sus formas de vida. Pienso que esa ley natural evolucionó de acuerdo con los principios darwinianos de supervivencia del planeta, como cada especie de plantas o animales. Para que esto continúe, la humanidad no puede permitirse destruir el equilibrio —o la economía— manipulando uno de sus elementos más esenciales que es la constante renovación dentro de las especies individuales y la vigorización que la acompaña. En el caso de plantas y animales, la renovación requiere que la muerte la preceda, de modo que los agotados puedan ser reemplazados por los vigorosos. Este es el sentido de los llamados ciclos de la naturaleza. No hay nada patológico o enfermizo en la secuencia; de hecho, es la antítesis de la enfermedad. Llamar a un proceso natural por el nombre de una enfermedad es el primer paso en el intento de curarlo y de ese modo bloquearlo. Bloquearlo es el primer paso para impedir la continuación de exactamente lo que intentamos preservar, que es, después de todo, el orden y el sistema de nuestro universo.

En consecuencia, Bubbeh tenía que morir, como tú y yo tendremos que hacerlo un día. De la misma manera que había presenciado el declive de la fuerza vital de mi abuela, estuve presente cuando dio el primer signo de su final. Una mañana como las demás, temprano, Bubbeh y yo estábamos haciendo las cosas habituales. Había terminado de desayunar hacía sólo unos minutos, y estaba aún inclinado sobre la sección de deportes del Daily News, cuando me di cuenta de que había algo muy extraño en la forma en que Bubbeh intentaba limpiar la mesa de la cocina. Aunque hacía mucho que nos habíamos dado cuenta de que esas tareas domésticas estaban fuera de su alcance, nunca había dejado de intentarlo y parecía no darse cuenta de que uno u otro de nosotros siempre repetía el mismo trabajo después de que ella saliera renqueando de la habitación. Pero cuando levanté los ojos del periódico, vi que sus amplios movimientos circulares eran más ineficaces de lo habitual. La mano con la que limpiaba se movía de forma errática, como si actuara por sí misma sin plan ni dirección. Los círculos dejaron de ser círculos y pronto se convirtieron en meros tirones, lánguidos e inútiles, del paño húmedo que apenas se sostenía en su fláccida mano, colocada sobre la mesa sin propósito ni fuerza. Su cara estaba de frente. Parecía mirar algo fuera de la ventana, más allá de mi silla, en vez de la mesa que tenía delante. Sus ojos ciegos mostraban la opacidad del olvido; su cara era inexpresiva. Aun la más impasible de las caras muestra algo, pero en ese instante de absoluto vacío yo supe que había perdido a mi abuela. Grité «Bubbeh, Bubbeh», pero no sirvió de nada. Ya no podía oírme. El paño se deslizó de su mano y Bubbeh se desplomó silenciosamente, cayendo al suelo.

Corrí hacia ella y la llamé otra vez, pero mis gritos fueron tan inútiles como mis intentos de comprender lo que estaba pasando. De algún modo —no recuerdo nada de esos momentos— la recogí y la llevé tambaleándome a la habitación que compartíamos. La dejé tumbada en mi cama. Respiraba ruidosamente y en estertores. El aire penetraba larga y profundamente por un lado de su boca y le hinchaba la mejilla con el golpeteo de una vela mojada al viento cada vez que era expulsado por unos ruidosos fuelles en las profundidades de su garganta. No puedo recordar qué lado era, pero la mitad de su cara tenía un aspecto fláccido y sin tono. Fui corriendo al teléfono y llamé a un médico cuya consulta no estaba muy lejos. Después llamé a mi tía Rose al taller de confección de la Séptima Avenida donde trabajaba. Rose llegó antes de que el médico se librara de todos los pacientes que llenaban su sala de espera a primera hora de la mañana, pero nosotros sabíamos que de todas formas no podía hacer nada. Cuando llegó, nos dijo que Bubbeh había sufrido un ictus, y que no le quedaban más de unos días de vida.

Ella desmintió la predicción del doctor, y resistió. Nosotros hicimos lo mismo, negándonos a dejarla ir; nunca se nos ocurrió que pudiéramos hacer otra cosa. A partir de entonces, Bubbeh ocupó mi cama, tía Rose la cama doble que había compartido con su madre y Harvey me trajo su cama plegable de la habitación en la que dormían él y mi padre. Al quedarse sin cama, tuvo que pasar las catorce noches siguientes en el sofá del cuarto de estar.

A las cuarenta y ocho horas, presenciamos la más desalentadora de las muchas crueldades con las que la vida empieza a abandonar a sus más viejos amigos: el deteriorado sistema inmunológico de Bubbeh y sus viejos pulmones gastados no pudieron resistir el devastador asalto de los microbios. El sistema inmunológico es la fuerza invisible que nos permite responder al ataque de enemigos potencialmente letales que también son invisibles. Sin nuestro conocimiento o participación consciente, las silenciosas células y moléculas del sistema inmunológico están adaptándose continuamente a las circunstancias cambiantes de la vida diaria y sus peligros invisibles. La naturaleza, nuestro escudo más fuerte y, necesariamente, nuestro enemigo más fuerte, nos ha revestido y saturado de ellas, a fin de que podamos sobrevivir a esos encuentros perpetuos con el entorno que ha creado (y que trata de preservar), al mismo tiempo que desafía a todo ser vivo a que venza los peligros con que le acechan sus pruebas constantes. Cuando envejecemos, la capa protectora se desgasta y el fluido se seca: nuestro sistema inmunológico, como todo lo demás, nos falla cada vez más.

El deterioro del sistema inmunológico ha sido uno de los principales temas de investigación de los geriatras. Se ha demostrado que hay fallos no sólo en la respuesta del cuerpo anciano, sino también en los mecanismos de vigilancia por los que se reconoce a los atacantes. Al enemigo le resulta más fácil penetrar en la fortaleza eludiendo a los viejos vigilantes del sistema inmunológico; una vez dentro, sobrepasan a los débiles defensores. En el caso de mi Bubbeh, el resultado fue una neumonía.

William Osler tenía dos opiniones sobre la neumonía de los ancianos. En la primera de las catorce ediciones de The Principles and Practice of Medicine la consideraba «el enemigo más encarnizado de la vejez», pero en otro lugar afirmó algo muy diferente: «Bien puede llamarse a la neumonía la amiga de los ancianos. Se los lleva con una enfermedad aguda, corta, con frecuencia no dolorosa, permitiéndoles escapar así a ese frío descenso gradual en la decrepitud, que hace tan angustiosa la última etapa».

No recuerdo si el médico prescribió penicilina para combatir «a la amiga de los ancianos», pero lo dudo. Egoístamente quizás, yo no quería que Bubbeh muriera, ni tampoco nadie de nuestra familia. El médico habría sido mucho más realista y clarividente que nosotros, que nos negábamos a dejarla marchar.

La comatosa inmovilidad de Bubbeh y la pérdida del reflejo de la tos le impedían expectorar las secreciones viscosas que le resonaban en la tráquea cada vez que respiraba. Harvey fue a la farmacia de la esquina y allí encontró un aparato que podía usarse para aspirar las flemas cada vez más purulentas que ascendían de los pulmones de Bubbeh en un gorgoteo que anunciaba su muerte inminente. El instrumento, que consistía en dos tubos de goma separados por una cámara de cristal, permitía succionar las flemas cada vez que se acumulaban. Para ello había que introducir un extremo en la tráquea de Bubbeh y el otro en la propia boca. Ni siquiera tía Rose podía soportarlo, y yo sólo de vez en cuando, así que se convirtió en el regalo de Harvey a su Bubbeh, o al menos nosotros lo considerábamos un regalo.

Gracias a esto, y sin duda a un cambio de opinión del propio Ángel de la Muerte (para mí, una figura imaginaria, pero una realidad que tomaban muy en serio los creyentes del Viejo Mundo), Bubbeh sobrevivió a la neumonía, e incluso sobrevivió al ictus. Quizás nuestras lágrimas y nuestros rezos fueron más importantes que el aparato succionador de Harvey y los retazos de fuerza que le restaban a su quebrantado sistema inmunológico. Como quiera que fuese, salió lentamente del coma, recuperó el habla en buena medida e incluso una cierta movilidad, y vivió todavía durante unos meses casi como antes, más para nosotros que para ella misma. Finalmente, se agotaron sus días y sucumbió al segundo ictus en las primeras horas de la mañana de un frío viernes de febrero. De acuerdo con la ley judía, su cuerpo fue enterrado al atardecer de ese mismo día.

Tengo lo que algunos llaman una memoria fotográfica. Aunque a veces me abandona cuando más necesito sus imágenes, casi siempre ha registrado la crónica de mi vida como un aliado fiable. Pero en mi vasto almacén de imágenes hay algunas que preferiría olvidar. Una de ellas es la de un chico de dieciocho años solo, de pie junto al sencillo ataúd de pino de una anciana, a la que casi no reconoce, aunque apenas doce horas antes ha besado, bañado en lágrimas, sus inmóviles mejillas. El cuerpo que yacía en el ataúd parecía tan diferente de Bubbeh… Estaba contraído y tan blanco como la cera. Abandonado por la vida, aquel cadáver se había encogido.

Hoy en día los médicos se forman para pensar sólo en la vida y en las enfermedades que la amenazan. Incluso los patólogos que practican las autopsias buscan claves para curar que, en definitiva, beneficiarán a los vivos; en esencia, lo que hacen es atrasar el reloj unas horas o unos días hasta un momento en que el corazón todavía palpitaba, para reconstruir el crimen que arrebató la vida a su paciente. Quienes piensan con más claridad en la muerte son generalmente los filósofos o los poetas, no los médicos. No obstante, ha habido médicos que han comprendido que la muerte y sus consecuencias no están fuera de los límites de la condición humana y, por consiguiente, merecen la atención de alguien que ha hecho de curar su profesión.

Uno de ellos fue Thomas Browne, quien vivió en ese extraordinario siglo XVII, cuando el método científico y el razonamiento inductivo comenzaron por primera vez a influir en el pensamiento de las personas instruidas y les hizo cuestionarse las verdades tan queridas de su padres. En 1643, Browne publicó una pequeña joya de la literatura de contemplación: Religio Medici (La religión de un médico), que describió como «un ejercicio personal dirigido a mí mismo». Esta pequeña obra maestra generalmente se publica junto con una compilación de la lenta agonía de un moribundo titulada A Letter to a Friend, en la que el autor escribe: «Quedó reducido casi a la mitad de sí mismo y dejó tras de sí buena parte que no se llevó a la tumba». ¡Cuán a menudo he acompañado a familias que velaban a un moribundo y he sido testigo de su incredulidad cuando este proceso les presenta un espectáculo casi siempre insoportable! Se preguntan por qué es diferente de lo que esperaban y por qué aparentemente tienen que soportar ellos solos lo que les parece un sufrimiento único. Esta era la exclusividad que, según creía yo, se me había obligado a vivir con la muerte de Bubbeh y más tarde con la imagen de aquel cadáver extraño.

La fuerza de la vida llena nuestros tejidos con su pulsante vibración y les insufla el orgullo de estar vivos. Tanto si parte súbitamente, como le sucedió a Irv Lipsiner, o con un prolongado gemido, como a Bubbeh, a menudo deja atrás un objeto irreal y contraído. Cuando Charles Lamb contempló el cadáver del popular actor inglés R. W. Elliston, se vio impulsado a escribir: «¡Dios mío, qué pequeño se ha quedado! Así estaremos todos —reyes y emperadores—, despojados para el último viaje». Por su parte, Browne escribía: «La muerte no me inspira tanto miedo como vergüenza; es la gran desgracia e ignominia de nuestra naturaleza que pueda desfigurarnos en un momento de tal manera que nuestros amigos más íntimos, nuestra esposa y nuestros hijos, se asusten y sobresalten al vernos».

Las palabras de Thomas Browne, o las de Lamb, habrían podido consolarme ante el ataúd de mi abuela. Aquel día habría sido sin duda mucho más fácil para mí, y su recuerdo menos doloroso, si hubiera sabido que no sólo mi abuela, sino que todas las personas empequeñecen con la muerte; cuando parte el espíritu humano, se lleva consigo la materia vital de la existencia. Luego sólo queda el cuerpo inanimado, que es lo menos importante de todas las cosas que nos hacen humanos. Recordando aquellos años que acababan de terminar, también podría haber reconocido la universalidad de la experiencia de la muerte en otra frase del libro de Browne: «No sabemos con qué dolores y esfuerzos venimos al mundo, pero de ordinario no es tarea fácil salir de él».