II

El corazón… y cómo falla

El corazón está constituido casi enteramente por un músculo, llamado miocardio, que envuelve un gran espacio central subdividido en cuatro cámaras. Una pared vertical de delante a atrás, llamada septo, separa el amplio espacio en la porción derecha e izquierda, y una lámina transversa, perpendicular al septo, divide cada una de esas porciones en las partes superior e inferior, formando cuatro en total. Dado que tienen cierto grado de independencia unas de otras, las porciones situadas a cada lado de la vertical del septo se denominan, a menudo, corazón derecho y corazón izquierdo. A cada lado, la lámina transversa que separa la parte superior de la inferior está perforada por una abertura central dotada de una válvula de un solo sentido que permite que la sangre pase fácilmente de la cámara superior (llamada aurícula) a la inferior (llamada ventrículo). En un corazón sano, las válvulas cierran firmemente cuando el ventrículo se llena, para impedir la regurgitación de la sangre hacia la aurícula. Las aurículas son, sobre todo, cámaras receptoras, y los ventrículos cámaras de bombeo. Por consiguiente, la parte del músculo cardíaco que rodea la porción superior del corazón no tiene que ser tan gruesa como la de los más poderosos ventrículos situados debajo.

En cierto modo, pues, no tenemos un corazón sino dos, unidos entre sí por el septo; cada uno tiene su cámara receptora superior y su cámara de bombeo inferior. Los dos corazones realizan trabajos muy diferentes: la función del corazón derecho es recibir la sangre «usada», la que vuelve de los tejidos, y conducirla por una corta distancia a los pulmones, donde se renovará aireándose con oxígeno; el corazón izquierdo, por su parte, recibe la sangre rica en oxígeno que vuelve de los pulmones y la bombea con fuerza hacia el resto del cuerpo. Reconociendo esta división del trabajo, los médicos, desde hace siglos, han distinguido las dos vías de la sangre, denominándolas circulación menor y mayor.

El ciclo completo empieza con las dos grandes venas, que reciben la sangre oscura, pobre en oxígeno, de las partes superior e inferior del cuerpo; la amplitud, origen y posición relativa de estos dos anchos vasos azules está reflejada en los nombres que los médicos griegos les dieron hace más de 2500 años: vena cava superior e inferior. Las dos cavas vacían su sangre en la aurícula derecha, de donde desciende a través de la apertura valvular (la válvula auriculoventricular o tricúspide) al ventrículo derecho, el cual la impulsa bombeándola con una presión igual al peso de una columna de mercurio de aproximadamente treinta y cinco milímetros de altura, hacia un gran vaso llamado arteria pulmonar (del griego pulmone), el cual pronto se subdivide en dos conductos que, separándose, alcanzan a cada pulmón. La sangre, revitalizada en los pulmones por el oxígeno que se filtra por los microscópicos alveolos (del latín alveoli: «pequeños compartimentos o cuencas»), y ahora convertida en sangre roja brillante, completa la circulación menor volviendo por las venas pulmonares a la aurícula izquierda, para ser dirigida hacia el ventrículo y, de allí, impelida a todo el cuerpo, hasta la más remota célula viva del dedo gordo del pie.

Como para generar una contracción tan fuerte se necesita aproximadamente una presión de 120 milímetros de mercurio, el músculo del ventrículo izquierdo tiene más de 13 mm de espesor: es la pared más ancha y fuerte de las cuatro cámaras. Esta vigorosa bomba que envía con cada contracción 70 mililitros de sangre, hace circular unos 7 millones de mililitros cada día, en 100.000 rítmicos y poderosos latidos. El mecanismo de un corazón vivo es una obra maestra de la naturaleza.

Esta complicada serie de operaciones requiere una coordinación meticulosa, realizada por mensajes que se envían a lo largo de fibras microscópicas que tienen su origen en un pequeño tejido con forma de elipse junto a la parte superior de la aurícula derecha, en su pared posterior, muy cerca de la entrada de la vena cava superior. Es justo aquí, el punto en que la cava se vacía en la aurícula, donde la sangre comienza su recorrido de circunvalación por el corazón y los pulmones, y no podría haber un punto más apropiado para colocar la fuente del estímulo que hace funcionar todo. Esta pequeña porción de tejido, llamada nódulo senoauricular (o SA), es un marcapasos que rige los latidos coordinados del corazón. Un haz de fibras conduce los mensajes del nodo a un relé situado entre las aurículas y los ventrículos (de ahí que se llame nodo auriculoventricular o AV), y desde allí se transmiten a los músculos de los ventrículos a través de una red arborescente de fibras llamada fascículo de His, en honor a su descubridor, un anatomista suizo del siglo XIX que pasó la mayor parte de su carrera en la Universidad de Leipzig.

El nodo SA es el generador personal interno del corazón; los nervios procedentes del exterior pueden afectar a la frecuencia de los latidos, pero lo que determina la maravillosa regularidad de su infatigable ritmo es la conducción de la electricidad desde el nodo SA. Los sabios de las antiguas civilizaciones, atónitos siempre que veían la orgullosa independencia del corazón al descubierto de un animal, proclamaron que este sobrenatural mecanismo de carne intrépidamente autónoma debía ser la morada del alma.

La sangre está solo de paso en las cámaras del corazón; no se detiene para nutrir este músculo, cuyos latidos sincopados la impulsan en su recorrido por el sistema circulatorio. La alimentación que permite al músculo cardíaco, o miocardio, realizar su arduo trabajo la proporciona un grupo de vasos distintos, que se llaman coronarias porque se originan en arterias que rodean el corazón como una corona. Las ramificaciones de la coronaria principal descienden hacia la punta del corazón, dividiéndose en ramitas que llevan sangre roja y brillante, rica en oxígeno, al rítmico miocardio. Con buena salud, estas arterias coronarias son las amigas del corazón; si están enfermas, le traicionan cuando más las necesita.

Con tanta frecuencia traicionan las arterias coronarias al corazón cuyo músculo deben abastecer, que son la causa de al menos la mitad de todas las muertes en los Estados Unidos. Estos vasos tan volubles son más amables con el sexo débil que con los que suelen ir a cazar y a pescar. No sólo el infarto es menos frecuente en las mujeres, sino que también tiende a producirse a una edad más avanzada. La edad media del primer infarto en las mujeres es hacia los sesenta y cinco años, mientras que los hombres son más propensos a sufrir esta terrible experiencia diez años antes. Aunque para esa edad las arterias coronarias han alcanzado el grado de estrechamiento suficiente para amenazar la viabilidad del músculo cardíaco, el proceso comienza cuando sus víctimas son mucho más jóvenes. Un estudio muy citado sobre soldados muertos en la guerra de Corea reveló que aproximadamente las tres cuartas partes de estos jóvenes ya tenían cierta arteriosclerosis en sus vasos coronarios. En distintos grados, se puede encontrar arteriesclerosis prácticamente en cada norteamericano adulto, proceso que se inicia en la adolescencia y se incrementa con la edad.

La sustancia responsable de la obstrucción toma la forma de depósitos de un blanco amarillento, llamados placas, que se adhieren a la pared interna de la arteria y sobresalen hacia su canal central. Las placas están constituidas por células y tejido conectivo, con un núcleo central compuesto de detritos y una variedad común de material graso o lípidos (del griego lipos: «grasa» o «aceite»). Dado que la mayor parte de esta placa está compuesta de lípidos, se la llama ateroma (del griego athere, que significa «gachas» o «papilla», y oma, que significa «crecimiento» o «tumor»). Al ser el proceso de formación del ateroma la causa más común de la arteriosclerosis, se le denomina aterosclerosis o endurecimiento del ateroma.

A medida que el ateroma avanza, empieza a agrandarse y tiende a unirse con las placas vecinas, al tiempo que absorbe calcio del flujo sanguíneo. El resultado es la acumulación gradual de una extensa masa de ateroma endurecido que reviste la pared del vaso durante un trayecto considerable, haciéndolo cada vez más arenoso, rígido y estrecho. A veces se compara una arteria aterosclerótica con una vieja tubería muy usada y mal conservada, cuyo interior está recubierto de gruesos depósitos de óxido y sedimentos.

Incluso antes de que se supiera que la causa de la angina de pecho y de infarto era el estrechamiento de las arterias coronarias, algunos médicos empezaron a hacer observaciones sobre los corazones de las personas que morían por este proceso. Edward Jenner, que introdujo la vacuna de la viruela en 1798, fue un inveterado estudioso de la enfermedad y siempre que podía seguía a la mesa de autopsia a sus pacientes fallecidos —en aquellos tiempos los médicos realizaban sus propias autopsias. Como resultado de sus disecciones, Jenner comenzó a sospechar que el estrechamiento de las arterias coronarias que descubría en los cadáveres estaba directamente relacionado con los síntomas anginosos que había observado en los pacientes durante su vida. En una carta a un colega, describía una experiencia reciente al diseccionar un corazón durante una autopsia:

Mi bisturí se topó con algo tan duro y arenoso como para mellarse. Recuerdo bien que miré al techo, que estaba viejo y descascarillado, y pensé que podría haberse caído algo de yeso. Pero tras un análisis posterior apareció la verdadera causa: las coronarias se habían convertido en canales óseos.

A pesar de las observaciones de Jenner y de los paulatinos avances en el conocimiento de la forma en que la obstrucción de las coronarias lesiona el corazón, hasta 1878 no se diagnosticó correctamente un infarto de miocardio. El Dr. Adam Hammer de St. Louis, un refugiado alemán de la represión que siguió a las fracasadas revoluciones de 1848, envió a una revista médica de Viena su informe titulado: «Ein Fall von thrombotischem Verchlusse einer der Kranzarterien des Herzens». [Un caso de oclusión trombótica de una de las arterias coronarias del corazón]. (Aquí se presenta un interesante giro en el lenguaje: el término alemán para las coronarias es Kranzarterie, siendo Kranz una guirnalda o corona de flores, lo que otorga un significado poético a la imagen del corazón como sede de los sentimientos). A Hammer le llamaron para consultarle el caso de un hombre de treinta y cuatro años que había sufrido un ataque repentino y cuyo estado empeoraba tan rápidamente que la muerte parecía inminente. Aunque los médicos conocían el mecanismo de la isquemia miocárdica, el diagnóstico de infarto no se había hecho nunca, ni tampoco se había intuido. Mientras veía impotente cómo moría su paciente, Hammer sugirió a su colega que lo que había causado la muerte del músculo cardíaco había sido una oclusión completa de la arteria coronaria y decidió que era necesaria una autopsia para probar su nueva teoría. No era fácil conseguir el permiso de una familia destrozada por el dolor, pero el experto Hammer superó sus objeciones con la aplicación oportuna del eterno recurso ante la renuencia: un fajo de dólares. Como lo expuso con gran franqueza en su artículo: «Ante este remedio universal, los más sutiles recelos, incluidos los religiosos, acaban por ceder». La persistencia de Hammer fue premiada con el hallazgo de un miocardio marrón amarillento pálido (color que significa infarto) y una oclusión completa de la arteria coronaria, lo que confirmaba su intuición.

Durante las siguientes décadas se establecieron gradualmente los principios de la enfermedad isquémica cardíaca y del infarto. Con la invención del electrocardiograma, en 1903, los médicos pudieron registrar los mensajes transportados por el sistema de conducción de fibras cardíacas y pronto aprendieron a interpretar los registros que producen los cambios eléctricos cuando el músculo cardíaco está dañado por un descenso del aporte sanguíneo. Al poco tiempo se descubrieron otras técnicas diagnósticas, incluyendo el hecho de que el miocardio lesionado libera ciertas sustancias químicas o enzimas cuya presencia identificable en la sangre ayuda en la detección del infarto. Un infarto afecta a la parte de pared del músculo cardíaco que depende de la coronaria ocluida en ese caso, superficie que la mayoría de las veces ocupa de cinco a ocho centímetros cuadrados. La culpable real es, casi la mitad de las veces, la descendente anterior de la coronaria izquierda, un vaso que desciende por la superficie anterior del corazón izquierdo hasta la punta, estrechándose a medida que va ramificándose en subdivisiones que penetran en el miocardio. La frecuencia con que está implicada esta arteria significa que aproximadamente la mitad de los infartos afectan a la pared anterior del ventrículo izquierdo. Su pared posterior es alimentada por la coronaria derecha, responsable del 30 al 40 por ciento de las oclusiones; la pared lateral depende de la circunfleja izquierda, responsable del 15 al 20 por ciento.

El ventrículo izquierdo, la parte más potente de la bomba cardíaca y la fuente de la fuerza muscular que nutre todos los órganos y tejidos del cuerpo, se lesiona en prácticamente todos los ataques al corazón; cada cigarro, cada paquete de mantequilla, cada trozo de carne y cada aumento de la hipertensión hacen que las coronarias endurezcan su resistencia al flujo sanguíneo.

Cuando una coronaria completa de repente el proceso de oclusión, se produce un período de privación aguda de oxígeno. Si la falta de oxígeno es de tal duración y gravedad que las células musculares cardíacas, privadas bruscamente de sangre, no se pueden recuperar, al dolor de la angina le sucede el infarto: el tejido muscular afectado pasa de la extrema palidez de la isquemia a la muerte segura. Si el área muerta es pequeña, y no ha matado al paciente causándole fibrilación ventricular o alguna anomalía del ritmo igualmente grave, el músculo afectado, ahora blando e hinchado, será capaz de mantenerse débilmente mientras le sustituye, por el proceso gradual de curación, un tejido cicatricial. Este tipo de tejido es incapaz de participar en el esfuerzo de bombeo del resto del miocardio. Cada vez que una persona se recupera de un ataque cardíaco, de la gravedad que sea, ha perdido algo más de músculo y se incrementa el área cicatricial, con lo que la potencia de su ventrículo va disminuyendo poco a poco.

A medida que avanza la aterosclerosis, el ventrículo puede debilitarse gradualmente, incluso cuando no hay un claro ataque cardíaco. Las oclusiones de las pequeñas ramas de los principales vasos coronarios pueden pasar desapercibidas, pero siguen disminuyendo la fuerza de la contracción cardíaca. Finalmente, el corazón comienza a fallar. Es la insuficiencia cardíaca crónica —y no el final súbito de los James McCartys— la que se lleva aproximadamente al 40 por ciento de las víctimas de enfermedad cardíaca coronaria.

Las diferentes combinaciones de circunstancias favorecedoras y de daño tisular determinan el tipo y grado de peligro en el que cada corazón se halla en un momento determinado de su declive. En ese momento puede predominar uno u otro factor: unas veces será la susceptibilidad al espasmo o a la trombosis de las arterias coronarias parcialmente ocluidas; otras será el músculo cardíaco enfermo, cuyo dañado sistema de comunicación esté tan confuso y sobreexcitable que fibrile al mínimo estímulo; otras será el mismo sistema de comunicación, que se hace renuente y perezoso para transmitir las señales, de modo que vacila, funciona cada vez con más lentitud o incluso permite al corazón pararse del todo; otras veces será un ventrículo demasiado lleno de cicatrices y debilitado como para propulsar una parte suficiente de la sangre que le ha llegado de la aurícula.

Cuando se suma el 20 por ciento de pacientes cardíacos que mueren de un primer ataque al corazón, tipo McCarty, a los que mueren de repente después de semanas o años de empeoramiento de su enfermedad, la cifra total de muerte súbita asciende al 50-60 por ciento de los enfermos de cardiopatía isquémica. El resto muere lentamente y con graves molestias de una de las variantes que se denominan insuficiencia cardíaca crónica congestiva. Aunque (o quizás porque) la tasa de muerte por ataque cardíaco ha disminuido aproximadamente en un 30 por ciento en las últimas dos o tres décadas, la mortalidad debida a insuficiencia cardíaca congestiva ha aumentado en un tercio.

La insuficiencia cardíaca congestiva es el resultado directo de la incapacidad del miocardio, plagado de cicatrices y debilitado, de contraerse con fuerza suficiente como para empujar con cada latido el volumen de sangre necesario. Cuando la sangre que ya ha entrado al corazón no puede ser impulsada eficazmente a la circulación mayor y la menor, parte retrocede a las venas que la han traído, originando una presión retrógrada en los pulmones y demás órganos de los que viene. El resultado de esta congestión es que una parte del fluido sanguíneo se filtra por los pequeños vasos, dando como resultado la hinchazón o edema de los tejidos. Así, estructuras como el riñón y el hígado no pueden funcionar eficazmente, empeorándose aún más la situación porque la debilitada bomba ventricular izquierda impulsa menos sangre recién oxigenada de la que recibe, lo que reduce incluso la nutrición de los tejidos ya inflamados. De este modo, la disminución general de la circulación se acompaña de un descenso en el flujo de sangre que riega los tejidos.

La presión retrógrada de la inadecuada propulsión de la sangre hace que las cámaras cardíacas se hinchen y permanezcan dilatadas. El músculo ventricular se hace cada vez más grueso en un intento de compensar su propia debilidad. De este modo, el corazón se agranda y parece más fuerte, pero ya no es más que vana fanfarronería. Bufando y resoplando, aumenta la frecuencia de su latido tratando de impulsar más sangre. Pronto se encuentra en el apuro, cada vez mayor, de tener que correr más, como Alicia en el País de las Maravillas, sólo para mantenerse. Los esfuerzos del corazón hinchado y grueso requieren más oxígeno del que las estrechadas arterias coronarias pueden aportar, con lo que puede agravarse la lesión de este miocardio vacilante, o aparecer, quizás, nuevas anomalías del ritmo. Algunas de estas anomalías son letales —la fibrilación ventricular y alteraciones similares del ritmo matan a casi la mitad de los pacientes con insuficiencia cardíaca. De esta forma, independientemente de su ampulosa jactancia, el estado del corazón lesionado continúa empeorando, en una especie de círculo vicioso que trata de disfrazar sus propias incapacidades esforzándose por compensarlas. Como ha escrito un colega cardiólogo: «La insuficiencia cardíaca produce insuficiencia cardíaca». El propietario de ese corazón está comenzando a morir.

Con el menor esfuerzo, al atormentado paciente empieza a faltarle el aire, puesto que ni el corazón ni los pulmones pueden responder cuando se les pide más esfuerzo. Algunos enfermos tienen dificultad para estar tumbados más de un corto período de tiempo, porque necesitan la ayuda de la gravedad y la posición vertical para drenar el exceso de líquido de los pulmones. He conocido a muchos pacientes a los que les era imposible dormir a menos que tuvieran la cabeza y los hombros levantados con varias almohadas e, incluso así, sufrían paroxismos de angustiosos ahogos durante la noche. Los pacientes con insuficiencia cardíaca padecen también fatiga crónica y apatía, debidas a la combinación del esfuerzo añadido para respirar y la pobre nutrición de los tejidos que origina el bajo gasto (rendimiento) cardíaco.

El aumento de la presión transmitida retrógradamente desde las venas cavas hacia las venas sistémicas origina la hinchazón de pies y tobillos, pero cuando los pacientes permanecen en cama, la gravedad fuerza a los líquidos a estancarse en los tejidos de la parte baja de la espalda y de los muslos. Aunque raro hoy día, no era infrecuente en mis años de estudiante encontrar a un enfermo sentado en la cama, con el abdomen y las piernas hinchados por el líquido, con los hombros convulsos y boqueando mientras pugnaba por respirar como si fuera su última oportunidad de salvar la vida. En la boca completamente abierta de estos combatientes de batallas perdidas contra la muerte inminente, se podía observar, por lo general, el color azul de unos labios y lengua desoxigenados, totalmente resecos, aunque los pacientes, moribundos, se estaban ahogando. Los médicos temían hacer cualquier cosa que pudiera empeorar la ya de por sí intolerable ansiedad de un hombre que, con los ojos desorbitados, se ve sumergido en sus propios tejidos encharcados, escuchando sólo el horrible resuello y gorgoteo de su propia agonía de muerte. En aquellos días, poco más podíamos ofrecer al enfermo terminal que la sedación, con el pleno conocimiento de que, felizmente, el más mínimo alivio le acercaba al final.

Aunque ahora son menos frecuentes, tales escenas aún se producen algunas veces. Un profesor de cardiología me escribió hace poco las siguientes líneas: «Hay muchos pacientes con insuficiencia cardíaca congestiva terminal, incurable, cuyas últimas horas —o días— de vida son penosas, e incluso insoportables, a causa del ahogo, mientras que los médicos sólo pueden observar, impotentes, y usar morfina para sedarlos. No es un final agradable». No sólo el corazón, sino los grandes daños infligidos por los tejidos encharcados y anémicos tienen muchas otras formas de matar. Puede ocurrir que sean los propios órganos afectados los que fallen. Cuando los ríñones o el hígado dejan de funcionar, cesa también la vida. El fallo renal, o uremia, provoca el final de algunos pacientes cardíacos, y lo mismo ocurre en ocasiones con la insuficiencia de la función hepática, frecuentemente anunciada por la aparición de ictericia.

El corazón no sólo se engaña a sí mismo con su hiperactividad, sino que puede engañar también a los órganos que podrían ayudarle a salir de sus problemas. El riñón debería ser capaz de filtrar de la sangre una cantidad extra de sal y agua suficientes como para disminuir la carga cardíaca, pero la insuficiencia congestiva origina justo lo contrario. Dado que el riñón advierte, correctamente, que está recibiendo menos sangre de lo normal, lo compensa produciendo hormonas que en realidad causan la reabsorción de la sal y el agua ya filtradas, de modo que vuelven a la circulación. El resultado es que aumenta el líquido corporal total en lugar de disminuir, agravando así los problemas de un corazón sobresaturado de trabajo. De esta forma, el corazón en insuficiencia tiende una trampa al riñón y a sí mismo a la vez; el mismo órgano que intenta ayudarle se convierte inadvertidamente en su enemigo.

Unos pulmones cargados y encharcados con una circulación retardada son el campo ideal para la nidación de bacterias y para que la inflamación se extienda, motivo por el que tantos pacientes cardíacos mueren de neumonía. Pero esos pulmones cargados y encharcados no necesitan la ayuda de las bacterias para tener un efecto mortal. El repentino empeoramiento de su estado, llamado edema agudo de pulmón, es frecuentemente el último acto para los pacientes con enfermedad cardíaca de larga duración. Ya sea debido a una nueva lesión cardíaca o a una sobrecarga por un ejercicio o emoción inesperados, o quizás sólo por un poco más de sal en la comida (conozco a un hombre que murió de algo que podría llamarse insuficiencia cardíaca aguda ocasionada por el pastrami), el excesivo volumen de líquido estanca e inunda los pulmones. En seguida se siente la falta de aire, comienza el gorgoteo, la respiración entrecortada y, finalmente, la oxigenación pobre de la sangre causa la muerte cerebral o fibrilación ventricular o bien otras alteraciones del ritmo de las que no hay retorno. En todo el mundo y en este mismo instante hay personas que están muriendo así.

El trance final de algunas de ellas se resume en la historia personal de otro hombre cuya muerte presencié. En el marco de referencia de la enfermedad cardíaca crónica, Horace Giddens podría ser cualquiera. Los detalles de su enfermedad representan gráficamente una de las pautas más frecuentes del inexorable declive de la isquemia cardíaca. Giddens era un próspero banquero de cuarenta y cinco años que vivía en una pequeña ciudad sureña cuando su camino se cruzó con el mío a finales de los ochenta. Acababa de volver de una larga estancia en el hospital Johns Hopkins de Baltimore, a donde su médico, desesperado, le había enviado con la esperanza de que se pudiera retardar o por lo menos aliviar el alarmante avance de su angina y de su insuficiencia cardíaca; hasta ese momento todos los tratamientos conocidos habían fallado. Atrapado en un matrimonio lleno de peleas, Giddens había hecho el difícil viaje a Baltimore tanto para separarse de la enervante hostilidad de su mujer, Regina, como para buscar algún alivio para su corazón. Pero era demasiado tarde, su enfermedad estaba tan avanzada que ninguna terapéutica disponible podía ayudarle. Después de todas las pruebas y consultas, los médicos del Hopkins le dijeron, con tanta delicadeza como pudieron, que ni siquiera ellos le podían ayudar, que no era candidato para ningún tratamiento que no fuera una medicación paliativa. Para Horace Giddens no había angioplastia, ni by-pass, ni trasplante. La noche que volvió de Baltimore, afrontando valientemente la certeza de que moriría, el azar quiso que yo estuviera en casa de los Giddens haciendo una visita de cortesía.

Aunque se sabía que Giddens volvía a casa, su insensible mujer parecía no saber, ni querer saber, la hora exacta de su llegada. Cuando entró, yo estaba sentado tranquilamente en una butaca, escuchando la conversación familiar, pero sin participar en ella. Aquella entrada fue un momento difícil de presenciar. Giddens, alto y flaco, penetró en el salón arrastrando los pies, con una mueca por la falta de aire, sus estrechos hombros sostenidos firmemente por el abrazo acogedor de la devota sirvienta de la familia. Por una gran foto que había sobre el piano se veía que en otro tiempo había sido un hombre robusto y bien parecido, aunque ahora su rostro grisáceo estaba contraído y agotado. Caminaba rígidamente, como si realizara un esfuerzo enorme, y con mucho cuidado, como si temiera perder su equilibrio; tuvieron que ayudarle a sentarse en el sillón.

Yo conocía la historia de la angina de Giddens, y también sabía que ya había sufrido varios infartos de miocardio graves. Viendo la leve convulsión de sus hombros a cada respiración paroxística, intenté imaginarme el estado de su corazón y reunir mentalmente los distintos elementos que habían influido en su insuficiencia. Después de casi cuarenta años como médico, me planteo frecuentemente esta clase de conjeturas cuando me encuentro ante un enfermo fuera de mi vida profesional. Es un ejercicio automático, una prueba que me hago a mí mismo y, a su manera, una especie de empatía. Lo hago siempre, y casi sin pensar. Estoy seguro de que mis colegas hacen lo mismo.

Lo que veía detrás del esternón de Horace Giddens era un corazón agrandado, fláccido, incapaz ya de latir con nada parecido a una vigorosa energía. Más de ocho centímetros de su pared muscular habían sido reemplazadas por una cicatriz blanquecina, y otras áreas más pequeñas también estaban llenas de pequeñas cicatrices. Cada pocos latidos se producía una contracción espasmódica irregular que se originaba en uno u otro foco rebelde del ventrículo izquierdo, estorbando el intento del músculo por mantener su ritmo constante. Era como si distintas partes de los ventrículos estuvieran intentando liberarse del automatismo intrínseco del proceso, mientras el nodo SA se esforzaba por mantener su autoridad en declive. Yo conocía bien el proceso: la gravedad de la isquemia había interceptado los mensajes que el nódulo SA de Giddens trataba de transmitir a sus ventrículos. Al no recibir su llamada de costumbre, los ventrículos comienzan a latir febrilmente por su cuenta, empezando cada pulsación desde cualquier punto espontáneo elegido por el miocardio para enfrentarse al desafío. Cada pequeño aumento del estrés o descenso de la oxigenación conduce a un estado que los franceses denominan, muy acertadamente «anarquía ventricular», puesto que las contracciones desordenadas, inefectivas, se distribuyen por todo el músculo cardíaco, dando lugar a esa descoordinada rapidez conocida como taquicardia ventricular y, después, a la fibrilación. Al ver los movimientos tan inseguros de Giddens, pude darme cuenta de cuan cerca estaba de esta serie de sucesos terminales.

La vena cava y las venas pulmonares estaban dilatadas y tensas por la presión sanguínea retrógrada debida a la debilidad del corazón. Los correosos pulmones parecían esponjas azul-grisáceas empapadas en agua, sobrecargados por un edema viscoso y apenas capaces de elevarse y descender como antes, cuando eran dóciles fuelles rosados. La imagen de total estancamiento sanguíneo me recordaba una autopsia que vi una vez de un hombre que se había ahorcado. Su cara lívida, púrpura, estaba hinchada y abultada, y su aspecto pletórico hacía que casi no pareciera humano.

Giddens había llevado una buena vida, soportando con filosofía los dardos envenenados que le arrojaba su maliciosa esposa. Había dedicado su vida a su hija, de diecisiete años, que le idolatraba, y a mostrarse digno de la confianza depositada en él por la gente de su ciudad, cuya admiración y respeto se había ganado a fuerza de simple honradez y por la prudencia financiera con la que había administrado sus ahorros. Pero ahora había vuelto a casa a morir.

Al ver cómo se dilataban las fosas nasales cada vez que respiraba con dificultad, no pude evitar darme cuenta de que la punta de su nariz estaba un poco azul, lo mismo que sus labios: sus pulmones empapados no podían oxigenarse adecuadamente. El trabajoso modo de andar, arrastrando los pies, se debía a unos pies y tobillos tan hinchados que sobresalían por el borde de los zapatos, demasiado pequeños ya para contener la carne congestionada que cubrían. Todos los órganos del cuerpo encharcado de aquel hombre tenían alguna zona edematosa.

El fallo de la bomba no era más que una de las razones por las que a Giddens le costaba tanto caminar. Debía ser angustiosamente consciente del esfuerzo que le requería cada paso, pues sabía que incluso el más pequeño incremento de actividad podría producirle el temido dolor anginoso, ya que los canales de sus rígidas coronarias, finos como cabellos, no podían aportar una demanda superior de sangre.

Giddens se sentó en el sillón y habló brevemente con su familia, pareciendo ignorar mi presencia. Después, cansado de cuerpo y de espíritu, subió con gran esfuerzo las escaleras hasta su habitación, parándose varias veces para mirar hacia abajo y decir unas palabras a su mujer. Al verle hacer esto recordé una práctica común a la que recurren los llamados cardiópatas para disimular el avanzado estado de su enfermedad: a un paciente que en su paseo diario siente el comienzo de un ataque de angina le resulta útil parar y echar una ojeada con fingido interés al escaparate de una tienda hasta que el dolor desaparece. El catedrático de medicina de origen berlinés que me describió por primera vez este modo de salvar las apariencias (y a veces de salvar la vida) lo llamó por su nombre alemán: Schaufenster schauen o mirar escaparates. Giddens estaba usando la estrategia del Schaufenster schauen para tomarse el respiro necesario y evitar un problema serio mientras se dirigía lentamente a la cama.

Horace Giddens murió una tarde lluviosa sólo dos semanas después. Aunque estaba presente, no pude mover un dedo para ayudarle. Tuve que limitarme a permanecer sentado mientras su mujer le insultaba, hasta que, de repente, se llevó la mano a la garganta, como si señalara el atroz camino de la irradiación de la angina. Su palidez aumentó bruscamente, comenzó a jadear y, a continuación, vacilante, buscó a tientas la solución de nitroglicerina que se hallaba en una mesa baja frente a la silla de ruedas en la que estaba sentado. Sólo consiguió rodearla con los dedos, pues se le cayó de las temblorosas manos y se hizo añicos, derramándose la preciosa medicina que podría haber ensanchado sus coronarias lo suficiente como para salvarle. Lleno de pánico y sudando por todos los poros, suplicó a Regina que llamara a la sirvienta, pues ella sabía dónde había una botella de reserva. Regina no se movió. Cada vez más agitado, trató de gritar, pero el único sonido que salió de su boca fue un ronco susurro, demasiado leve como para que lo oyeran fuera de la habitación. Era angustioso ver la expresión de su cara al darse cuenta de la inutilidad de sus sofocados esfuerzos.

Sentí el impulso de correr en su ayuda, pero algo me impidió levantarme de la butaca. Ni yo ni ninguno de los presentes hicimos nada. De repente saltó furiosamente de la silla de ruedas hacia las escaleras, subiendo los primeros escalones como un corredor desesperado que trata de alcanzar la salvación con su último ápice de energía. Al cuarto escalón resbaló, jadeó sin aire, se agarró al pasamanos y, con un esfuerzo extenuante que acabó en una mueca, alcanzó de rodillas el rellano. Helado en mi sitio, me quedé observando las escaleras y vi cómo le fallaban las piernas. Todo el mundo en la sala oyó el estrépito de su cuerpo al caer hacia delante, fuera de nuestra vista.

Giddens aún vivía, pero por poco tiempo. Regina, con la eficacia flemática de un experimentado asesino, ordenó a dos sirvientes que le llevaran a su habitación. Se avisó al médico de la familia. A los cinco minutos, y mucho antes de que llegara el doctor, su paciente murió.

Aunque he supuesto que lo que mató a Horace Giddens fue la fibrilación ventricular, pudo haber sido un edema agudo de pulmón, o un estado terminal llamado shock cardiogénico, en el que el ventrículo izquierdo se halla tan débil que es incapaz de mantener una presión sanguínea lo suficientemente alta como para sostener la vida. Estos tres procesos se llevarán a la gran mayoría de los que sucumban de cardiopatía isquémica. Pueden producirse al dormir y tan rápidamente que el enfermo muere en pocos minutos. Si hay asistencia médica a mano, puede suavizarse lo peor de sus manifestaciones con morfina u otros narcóticos. Los milagros de la biomedicina moderna pueden retrasar estos procesos durante años, pero todas las victorias sobre la isquemia cardíaca son sólo triunfos temporales. La incesante progresión de la aterosclerosis continuará, y cada año morirán más de medio millón de norteamericanos porque el orden natural así lo requiere. Aunque sea una aparente paradoja, la muerte natural es la única manera de que pueda perpetuarse nuestra especie.

Es posible que el lector haya comprendido ya por qué fui incapaz de ayudar a un hombre que estaba muriendo ante mis ojos. Estaba presenciando la tragedia de Horace Giddens cómodamente sentado en la séptima fila de un teatro, en un reestreno de la conocida obra de Lillian Hellman The Little Foxes. Su relato, clínicamente meticuloso, de un personaje ficticio que muere de cardiopatía isquémica en 1900 no podría haber sido más adecuado si lo hubiera escrito un cardiólogo. Frases completas de mi anterior descripción son simples extractos de las acotaciones escénicas de Hellman. El competente doctor que vio a Giddens en el hospital Johns Hopkins era, casi con certeza, el mismo William Osler cuyas palabras se citaron páginas atrás.

El texto de Hellman refleja con gran fidelidad el modo en el que, aún hoy, mueren muchas de las víctimas de la isquemia coronaria; pues, a pesar de todas las tácticas elaboradas por la medicina moderna para ganar tiempo y reducir el sufrimiento en su batalla contra la enfermedad cardíaca, la escena final de la agonía de un corazón enfermo, se desarrolla ahora, casi en los albores del siglo XXI, de forma idéntica a aquella en la que Horace Giddens fue el protagonista hace cien años.

Aunque muchas víctimas de la cardiopatía isquémica todavía mueren en su primer episodio, como James McCarty, la mayoría sigue un curso más parecido al de Horace Giddens, en el que se sobrevive al infarto inicial o a las manifestaciones de la isquemia, siguiendo luego un largo período de vida tranquila. En tiempo de Giddens, vida tranquila consistía exactamente en lo que el término implica, una vida libre de estrés físico o mental. Se prescribía nitroglicerina para abortar la angina, y un sedante suave para aliviar la ansiedad. Un cierto nihilismo terapéutico de moda en aquel tiempo entre los médicos que trabajaban en la universidad pudo haber sido la razón por la que no se recomendaba el empleo de digital para aumentar la fuerza de la contracción ventricular. El digital no habría impedido el espasmo coronario que probablemente se llevó a Giddens, pero, desde luego, podría haber aminorado la insuficiencia cardíaca congestiva que le había hecho sufrir tan cruelmente en sus últimos meses.

Hoy las cosas son diferentes. El espectro de opciones disponibles para tratar la cardiopatía coronaria refleja la sucesión de logros de la propia ciencia biomédica moderna, desde simples cambios en el modo de vida al trasplante de corazón. La isquemia hace su destructivo trabajo de varias formas y el miocardio necesita ayuda contra cada una de ellas. La misión del cardiólogo es proporcionar dicha ayuda. Para ello, debe conocer la naturaleza del enemigo y los detalles de la estrategia a emplear en una campaña dada. Específicamente, el cardiólogo comienza evaluando no sólo el estado actual del corazón del paciente y de sus arterias coronarias, sino también la probabilidad de que el empeoramiento sea tan inminente que se deban tomar medidas prácticas para impedirlo. A este propósito se ha desarrollado una serie de pruebas que se utilizan ahora habitualmente, y sus nombres y acrónimos ya forman parte de la jerga común de los pacientes y sus amigos: Prueba de esfuerzo con Talio, MUGA, angiograma coronario, ecografía cardíaca y monitorización por Holter, por citar sólo algunos ejemplos.

Incluso con la información objetiva que aportan estas pruebas, es imposible dar un consejo adecuado a un paciente sin conocer bien su vida y su personalidad. No es suficiente medir la fracción de sangre que impulsa el ventrículo con cada contracción, o simplemente conocer el calibre residual de las arterias coronarias estenosadas, los mecanismos de la contracción cardíaca, el rendimiento cardíaco, la hipersensibilidad a los estímulos irritantes de su sistema eléctrico o cualquiera de esos otros factores tan asidua e impersonalmente determinados en los laboratorios y salas de radiología. El cardiólogo debe tener una idea clara de los distintos tipos de estrés que existen en la vida del paciente y la posibilidad de cambiarlos.

La historia familiar, los hábitos dietéticos y el tabaco, la probabilidad de que siga los consejos del médico, los planes y esperanzas para el futuro, si cuenta con apoyo familiar y de los amigos, el tipo de personalidad y su capacidad para cambiar si fuera necesario —éstos son los factores que deben pesar a la hora de tomar decisiones sobre el tratamiento y el pronóstico a largo plazo. Es la experiencia del cardiólogo como médico lo que le permite conocer a su paciente y convertirse en su amigo; en el arte de la medicina es esencial comprender que las pruebas y la medicación son de limitada utilidad sin el diálogo.

Una vez que se ha examinado al paciente y se ha hablado con él, es hora de tratarle. El tratamiento está dirigido a reducir el estrés al que está expuesto el corazón, reforzando sus reservas y su resistencia a largo plazo y corrigiendo las anomalías descubiertas durante las pruebas. Implícita en todas las terapéuticas está la necesidad de hacer todo lo que sea posible para retardar el avance de la aterosclerosis reconociendo, al tiempo, que no se puede detener enteramente. Implícita también está la tesis de que el corazón es mucho más que una mera bomba mecánica e impasible; es un participante responsable y dinámico en la empresa de la vida, capaz de adaptarse, acomodarse y, hasta cierto punto, repararse.

William Heberden, sin saberlo, describió en 1772 lo que ahora se conoce como un ejemplo clásico del modo en que un programa de ejercicios, diseñado adecuadamente, puede reforzar la capacidad del corazón para responder al desafío de esos momentos en los que se le demanda un esfuerzo suplementario. En un estudio sobre los pacientes con angina, escribió lo siguiente: «Yo sé de uno que se puso como tarea cortar madera todos los días durante media hora, y está casi curado». Aunque la bicicleta estática haya sustituido hoy a la sierra de mano, el principio es el mismo.

Hoy contamos con una amplia variedad de medicamentos para ayudar al músculo cardíaco y a su sistema de conducción a resistir los efectos de la isquemia, y con toda seguridad habrá más. Hay incluso fármacos que se pueden administrar en las primeras horas de una oclusión coronaria para disolver el nuevo coágulo causante de la obstrucción del vaso aterosclerótico. Hay fármacos para disminuir la irritabilidad cardíaca, prevenir el espasmo, dilatar las coronarias, reforzar el latido cardíaco, disminuir su frecuencia, eliminar el exceso de agua y de sal en la insuficiencia congestiva, frenar el proceso de la coagulación, disminuir los niveles de colesterol en la sangre, bajar la presión sanguínea, aliviar la ansiedad, y todos ellos llevan consigo la posibilidad de efectos colaterales indeseables o francamente peligrosos, para cuyo tratamiento hay, por supuesto, otros fármacos. Los cardiólogos de hoy se tienen que mover por la fina línea que hay entre deshidratar en exceso a un paciente dejándole demasiado débil para vivir normalmente, o permitirle soportar tal carga de líquido que corra el peligro de caer en insuficiencia congestiva grave.

En ningún área de las enfermedades humanas ha ayudado tanto la magia de la electrónica como en el tratamiento de la enfermedad cardíaca. Aunque el diagnóstico ha sido el primer beneficiario de sus milagros, la terapéutica también se ha visto mejorada por los físicos e ingenieros que trabajan con esos esoterismos. Ahora tenemos marcapasos que cumplen la misión del nodo SA y provocan de forma segura un latido regular y predecible. Hay defibriladores que no sólo retoman el control cuando el mecanismo del corazón se vuelve irresponsable, sino que incluso tienen la virtud añadida de ser directamente implantables en el paciente, de modo que la respuesta al ritmo irregular sea automática e instantánea.

Los cirujanos y los cardiólogos han ideado operaciones para reconducir la sangre circunvalando las obstrucciones de las coronarias y para dilatar con balones los vasos estenosados, técnicas conocidas respectivamente como by-pass arterial coronario, o CABG, y angioplastia. Cuando todo lo demás falla, algún paciente cumple todas las condiciones para que se le retire su corazón y se le sustituya por otro sano de segunda mano. Todas estas operaciones, si se selecciona cuidadosamente al candidato, tienen altos porcentajes de éxito. Y sin embargo, después de todas ellas, el proceso de aterosclerosis continúa erosionando la vida. Las arterias dilatadas frecuentemente se obturan de nuevo, los vasos injertados desarrollan ateromas y los síntomas de isquemia vuelven con demasiada frecuencia a su vieja morada miocárdica.

Así pues, aunque retrasemos el final todo lo que podamos, las víctimas de la aterosclerosis coronaria morirán casi con certeza de su enfermedad —quizá inesperadamente, cuando parecían responder bien al tratamiento, quizá de los efectos graduales de la insuficiencia cardíaca congestiva. Aunque sus síntomas más flagrantes se ven ahora con menos frecuencia que antes de que contáramos con modos efectivos de superarlos, la insuficiencia cardíaca crónica sigue siendo una de las causas más importantes de la muerte de muchas personas con cardiopatía isquémica. Una vez que el corazón se ha debilitado tanto que se presenta la insuficiencia congestiva, el pronóstico empeora. Aproximadamente la mitad de sus víctimas mueren antes de cinco años. Como ya se ha dicho, junto a una marcada reducción del número de ataques al corazón, en los últimos años se ha producido un espectacular aumento de la incidencia de insuficiencia cardíaca, aumento que probablemente continuará. Hay ahora muchos más Horace Giddens y muchos menos James McCartys.

Las razones de esto son diversas. La más obvia es que no sólo los médicos, sino también los recursos comunitarios, han mejorado considerablemente su capacidad para hacer frente a las situaciones urgentes creadas por el infarto de miocardio. La rápida respuesta de ayudantes técnicos sanitarios altamente cualificados y el eficiente traslado a la sala de urgencias han supuesto un mejor tratamiento durante las cruciales primeras horas, y los propios cuidados intensivos hospitalarios han mejorado mucho. Pero hay otro factor, al menos, tan importante: la existencia de métodos más efectivos de asistencia médica en general ha dado como resultado la supervivencia de un número creciente de personas hasta una edad avanzada, edad en la que la debilitada bomba cardíaca y la consiguiente insuficiencia cardíaca congestiva son un problema más frecuente.

En realidad, la incidencia de la insuficiencia cardíaca en personas de menos de cincuenta y cinco años ha descendido; el gran aumento en las cifras globales se da enteramente en la población mayor de sesenta y cinco años. Más de dos millones de norteamericanos tienen algún grado de insuficiencia cardíaca que restringe sus actividades y mina su vitalidad. Cuando se agrava, conlleva una tasa de mortalidad del 50 por ciento a los dos años. Treinta y cinco mil personas mueren por esta causa anualmente, cifra muy inferior a la de las 515.000 que sucumben de un ataque al corazón, pero en cualquier caso inquietante.

Aquellos cuyos corazones no se detienen a causa de la fibrilación ventricular y la parada cardíaca morirán, finalmente, por las razones ya enumeradas: no pueden respirar lo suficientemente bien como para oxigenar la sangre, los ríñones o el hígado; ya no pueden eliminar las sustancias tóxicas de sus cuerpos, las bacterias invaden todos sus órganos, o simplemente no pueden mantener una presión sanguínea lo suficientemente alta como para sostener la vida y, más particularmente, la función del cerebro: el denominado shock cardiogénico. Éste y el edema pulmonar son hasta ahora los enemigos cardíacos contra los que se combate más frecuentemente en las unidades de cuidados intensivos y salas de urgencia. Los pacientes y sus aliados, los médicos, ganarán la mayoría de estas batallas, al menos temporalmente.

Tras observar en innumerables ocasiones a esas tropas médicas en su encarnizada lucha, a menudo como parte de ellas o como su director en los años pasados, puedo testificar la paradójica asociación de sufrimiento humano e inflexible determinación clínica de vencer que inunda en cada urgencia el espíritu inflamado de cada combatiente. La tumultuosa conmoción del conjunto refleja más que la suma de sus partes y, aun así, se logra realizar el frenético trabajo, a veces, incluso con éxito.

Por caóticas que puedan parecer, todas las resucitaciones siguen el mismo patrón básico. El paciente, casi siempre inconsciente por un inadecuado flujo sanguíneo al cerebro, es rodeado rápidamente por un equipo cuya misión es la de sacarle del límite deteniendo la fibrilación o reduciendo su edema pulmonar, o ambas cosas. Rápidamente se introduce por la boca y la tráquea una sonda para que penetre oxígeno a presión y fuerce la dilatación de unos pulmones que se están inundando rápidamente. Si el paciente está en fibrilación se le colocan dos placas de metal sobre el pecho y se aplica una descarga de 200 julios, para tratar de parar las contracciones arrítmicas e ineficientes del corazón con la esperanza de que reanude el latido regular, como frecuentemente sucede.

Si no se presenta un latido efectivo, un miembro del equipo comienza la compresión rítmica del corazón, apoyando fuertemente su mano abierta contra la parte baja del esternón a una frecuencia de aproximadamente una compresión por segundo. Al comprimir los ventrículos entre la flexible superficie plana del esternón por delante y la columna vertebral por detrás, la sangre sale hacia el sistema circulatorio para mantener vivo el cerebro y otros órganos vitales. Cuando esta forma de masaje cardíaco externo es efectiva, se puede sentir el pulso hasta en el cuello y la ingle. Aunque podría no parecerlo, el masaje a través del pecho intacto da mucho mejores resultados que la compresión manual directa del corazón, único método conocido cuando, hace unos cuarenta años, tuve mi penoso encuentro con el obstinado miocardio de James McCarty.

Llegados a este punto, se habrá insertado ya un sistema IV para la infusión de fármacos, y de forma expeditiva se estarán poniendo en las venas principales unos tubos de plástico más anchos llamados catéteres centrales. Los diversos fármacos inyectados por vía IV tienen distintos propósitos: ayudan a controlar el ritmo cardíaco, a disminuir la irritabilidad del miocardio, a reforzar la potencia de la contracción, a conducir el exceso de líquido fuera de los pulmones para que lo excrete el riñón. Cada resucitación es diferente. Aunque el patrón general es similar, cada secuencia, cada respuesta al masaje y a los fármacos es distinta al ser diferente la disposición de cada corazón. Lo único cierto, se diga abiertamente o no, es que los doctores, las enfermeras, los técnicos luchan no sólo contra la muerte sino también contra sus propias incertidumbres. En la mayoría de las resucitaciones esas incertidumbres se resumen en dos preguntas principales: ¿Estamos haciendo lo que debemos hacer? Y ¿vale la pena hacer algo o deberíamos dejarlo tranquilo?

Con demasiada frecuencia nada vale. Incluso cuando la respuesta correcta a ambas preguntas sea un enfático sí, es posible que la fibrilación ya no se pueda corregir, que el miocardio no responda a los fármacos, que el corazón, cada vez más débil, no reaccione al masaje y, por consiguiente, falle la base del intento de salvamento. Cuando el cerebro ha carecido de oxígeno durante un período superior a los críticos dos a cuatro minutos, la lesión se vuelve irreversible.

En realidad, pocas personas sobreviven a una parada cardíaca, pero son todavía menos las que sobreviven cuando, gravemente enfermas, sufren la parada en el propio hospital. Sólo el 15 por ciento de los pacientes hospitalizados menores de setenta años y casi ninguno de los que sobrepasan esta edad puede esperar ser dado de alta con vida, incluso aunque el equipo de RCP logre de algún modo tener éxito en su frenético esfuerzo. Cuando se produce una parada fuera del hospital, sólo sobrevive del 20 al 30 por ciento, y éstos son, casi siempre, los que responden rápidamente a la RCP. Si no ha habido respuesta al llegar a la sala de urgencias, las probabilidades de sobrevivir son prácticamente nulas. La gran mayoría de los que responden son, como Irv Lipsiner, víctimas de la fibrilación ventricular.

Los jóvenes tenaces, hombres y mujeres, que forman el equipo ven cómo las pupilas de sus pacientes dejan de responder a la luz y después se dilatan hasta parecer grandes círculos fijos de impenetrable negritud. Con renuencia, el equipo cesa en sus esfuerzos y esa imagen vital del inminente rescate heroico se transforma en una escena de triste abatimiento ante el fracaso.

El paciente muere solo, entre extraños: bienintencionados, compasivos, totalmente entregados a mantener su vida, pero extraños al fin y al cabo. No hay dignidad en ello. Cuando estos samaritanos médicos han cesado en sus enérgicos esfuerzos, quedan diseminados por la habitación los restos de la batalla perdida, más incluso que en la de McCarty la tarde de su muerte. En medio de la devastación yace un cadáver, carente ya de todo interés para aquellos que, momentos antes, se esforzaban por salvar al hombre cuyo espíritu lo habitaba.

Lo que ha ocurrido es la culminación de una serie de sucesos biológicos en cadena. Tanto si estaban programados por sus genes, o autoimpuestos por sus hábitos de vida, o, como generalmente es el caso, una combinación de ambos, las arterias coronarias de un hombre ya no eran capaces de llevar suficiente sangre para nutrir su músculo cardíaco; en consecuencia, el latido cardíaco se volvió ineficaz, el cerebro pasó demasiado tiempo sin oxígeno y el hombre murió. Aproximadamente 350.000 norteamericanos sufren un paro cardíaco cada año, y la gran mayoría de ellos muere; poco menos de un tercio de estos episodios ocurren en el hospital. Con frecuencia, no hay aviso del inminente final. Por mucha isquemia que haya soportado un corazón en el pasado, su fallo puede ser repentino. En un 20 por ciento de los casos puede incluso suceder, como le pasó a Lipsiner, sin dolor. El misterio que se asocia a tales muertes es algo exclusivo de los supervivientes. Es un tributo al espíritu humano que la vida pasada triunfe sobre los desagradables procesos que la mayoría de nosotros experimentaremos cuando muramos, o cuando nos acerquemos a nuestros últimos momentos.

La experiencia de morir no pertenece sólo al corazón. Es un proceso en el cual participan todos los tejidos del cuerpo, cada uno por sus propios medios y a su propio ritmo. La palabra adecuada aquí es proceso, no acto, momento u otro término que connote un punto en el tiempo en el que el espíritu parte. En las generaciones anteriores, cuando se apagaba el vacilante latido cardíaco se consideraba que la vida había llegado a su término, como si el abrupto silencio que le sucede entonara una muda señal de finalización. Era un instante concreto que podía registrarse en la crónica de la vida y que marcaba el definitivo punto final tras su palabra concluyente.

Hoy la ley define la muerte, con apropiada vaguedad, como el cese de la función cerebral. Aunque el corazón siga latiendo y la médula ósea cree aún nuevas células, la historia de un hombre jamás puede sobrevivir a su cerebro. El cerebro muere gradualmente, como lo experimentó Irv Lipsiner. Gradualmente, también, muere cada célula corporal, incluyendo las que empezaban a vivir en la médula. Los fenómenos por los que tejidos y órganos abandonan gradualmente su fuerza vital en las horas anteriores y posteriores a la declaración oficial de fallecimiento constituyen los verdaderos mecanismos de la muerte. Los trataremos en un capítulo posterior, pero primero es necesario describir esa prolongada forma de morir que es el envejecimiento.