I

El corazón desfallecido

Cada vida es diferente de las que la han precedido, y lo mismo ocurre con cada muerte. Nuestra singularidad se extiende incluso hasta la manera en que morimos. Aunque la mayoría de las personas sabe que las enfermedades que nos conducen a nuestras horas finales son diversas y diversos sus caminos, solamente unas pocas comprenden la infinita variedad de maneras en las que las últimas fuerzas del espíritu humano pueden abandonar el cuerpo. Cada una de las distintas formas de la muerte es tan singular como la propia cara que cada uno de nosotros muestra al mundo durante los días de su vida. Cada hombre entregará su alma de una manera que el cielo no ha conocido antes y cada mujer recorrerá su último camino a su modo.

La primera vez que en mi carrera profesional vi los despiadados ojos de la muerte, estaban fijos en un hombre de cincuenta y dos años que yacía aparentemente cómodo entre las frescas sábanas de una cama recién hecha en una habitación privada de un gran hospital universitario. Acababa de empezar mi tercer año de medicina, y el azar me llevó a encontrarme con la muerte y con mi primer paciente al mismo tiempo.

James McCarty, de complexión robusta, era un ejecutivo de una empresa de construcciones, cuyo éxito en los negocios le había llevado a una forma de vida que ahora llamaríamos suicida. Pero de esto hace casi cuarenta años, cuando sabíamos mucho menos de los peligros de la «buena vida», cuando se creía que el fumar, la carne roja, las grandes lonchas de panceta, la mantequilla y las vísceras eran el premio, sin riesgo, del éxito. Además, llevaba una vida sedentaria y se había abandonado mucho. Mientras que antes dirigía sobre el terreno los equipos de su pujante compañía de construcción, ahora se contentaba con mandar imperiosamente desde la mesa de un despacho. McCarty daba sus órdenes la mayor parte del día desde un confortable sillón giratorio que le ofrecía una vista directa del campo de golf de New Haven y del Quinnpiack Club, su asador favorito para la glotonería de mediodía de los ejecutivos.

Recuerdo fácilmente los pormenores de la hospitalización de McCarty porque la asombrosa rapidez con que se produjeron los grabó instantáneamente en mi mente. Nunca he olvidado lo que vi y lo que hice aquella noche.

McCarty llegó a la sala de urgencias del hospital alrededor de las ocho de una tarde calurosa y húmeda a primeros de septiembre, quejándose de una presión constrictiva detrás del esternón, que parecía irradiarse a la garganta, al cuello y a su brazo izquierdo. Esta presión había empezado una hora antes tras su pesada cena habitual, unos cuantos cigarrillos Camel y una inquietante llamada telefónica de la pequeña de sus tres hijos, una joven mimada que había empezado su primer año de universidad en un elegante college femenino.

El interno que vio a McCarty en la sala de urgencias advirtió que estaba sudoroso y tenía un pulso irregular. En los diez minutos que tardó en arrastrar el electrocardiógrafo por el pasillo y conectarlo al paciente, éste comenzó a sentirse mejor y su irregular ritmo cardíaco había vuelto a ser normal. Sin embargo, el electrocardiograma revelaba que había tenido un infarto, lo que suponía que una pequeña área de la pared del corazón se había dañado. Su situación parecía estable y se hicieron los preparativos para trasladarlo a una cama del piso de arriba —no había unidades coronarias de cuidados intensivos en los años cincuenta. Su médico de cabecera particular fue a verle, asegurándose de que el señor McCarty estaba cómodo y parecía encontrarse fuera de peligro.

McCarty llegó a la habitación a las once de la noche, y yo con él. Como no estaba de guardia aquella tarde, había ido a la fiesta que organizaba mi «Fraternidad» para captar a los nuevos estudiantes. Un vaso de cerveza y mucho buen humor me habían hecho sentirme especialmente seguro de mí mismo, y decidí visitar el pabellón al que había sido asignado esa misma mañana, para la primera de mis rotaciones clínicas en el servicio de medicina interna. Los estudiantes de tercer año, que están empezando sus primeras experiencias con pacientes, suelen ser diligentes hasta el entusiasmo, y yo no era diferente de la mayoría. Subí al pabellón para buscar al interno, esperando ver alguna urgencia interesante, y poder ser útil de alguna forma. Si surgía la necesidad de tomar alguna medida urgente en la sala, como una punción lumbar, o la colocación de un tubo torácico, yo quería estar allí para hacerlo.

Cuando me dirigía al pabellón, el interno, Dave Bascom, me cogió del brazo como si sintiera alivio al verme: «¿Puedes echarme una mano? Joe [el estudiante de guardia] y yo estamos ocupados en la otra sala con una polio bulbar que marcha mal y necesito que hagas la historia del nuevo paciente coronario que está a punto de llegar a la 507, ¿de acuerdo?».

¿Que si estaba de acuerdo? Por supuesto que sí. Más aún, me parecía maravilloso, era exactamente la razón por la que había regresado al pabellón. A los estudiantes de medicina de hace cuarenta años se les daba mucha más autonomía que hoy, y yo sabía que si hacía bien la rutina de admisión se me daría mucho trabajo después en la recuperación de McCarty. Esperé ansiosamente durante unos minutos hasta que una de las dos enfermeras de guardia hubo pasado a mi nuevo paciente de la camilla a la cama. Cuando se fue rápidamente al final del pasillo para ayudar en la urgencia de la polio, me deslicé en la habitación de McCarty y cerré la puerta. No quería correr el riesgo de que Dave volviera y se hiciera cargo del caso.

McCarty me recibió con una pequeña sonrisa forzada, pues mi presencia no podía resultarle reconfortante. Durante años, me he preguntado con frecuencia lo que debió haber pasado por la mente de aquel hipertenso patrón de hombres hechos y derechos cuando vio mi cara de jovencito —tenía yo veintidós años— y me oyó decir que había venido para hacerle la historia y examinarle. En cualquier caso, no tuvo muchas posibilidades de darle vueltas. En cuanto me senté al lado de la cama, de repente echó la cabeza hacia atrás y emitió un ronco sonido inarticulado que parecía subir por su garganta desde lo más profundo de su corazón herido. Con sorprendente fuerza se golpeó el pecho con los dos puños cerrados al mismo tiempo y justo entonces, en un instante, su cara y su cuello se hincharon y amorataron. Sus ojos parecían haberse proyectado hacia fuera como si intentaran saltar de la cara. Entonces respiró de forma inmensamente larga y ruidosa, y murió.

Grité su nombre y luego llamé a Dave, pero sabía que nadie podía oírme allá, al fondo del pasillo, con el jaleo de la sala de polio. Podía haber bajado corriendo a recepción para intentar conseguir ayuda, pero esto hubiera supuesto perder unos segundos preciosos. Mis dedos buscaron el pulso de la arteria carótida en el cuello de McCarty, pero no latía. Por razones que no puedo explicar ni siquiera hoy, estaba extrañamente tranquilo. Decidí actuar por mí mismo. La posibilidad de tener que enfrentarme a algún problema por lo que estaba a punto de intentar me parecía un riesgo mucho menor que dejar morir a un hombre sin por lo menos intentar salvarle. No había otra elección.

En aquel tiempo, cada habitación que albergaba a un paciente coronario estaba dotada de una gran caja envuelta en gasa que contenía un juego de toracotomía, un conjunto de instrumentos con los que se podía abrir el tórax en caso de parada cardíaca. La resucitación cardiopulmonar con el tórax cerrado, o RCP, no se había inventado aún, y la técnica habitual en estos casos era intentar el masaje cardíaco directamente, sujetando el corazón en la mano y aplicándole una larga serie de rítmicas compresiones.

Desgarré el envoltorio estéril del juego y tomé el escalpelo, colocado, para más fácil acceso, en la parte de arriba en un envoltorio separado. Lo que hice a continuación me pareció absolutamente automático, aun cuando nunca lo había hecho ni lo había visto hacer antes. Con un movimiento de la mano sorprendentemente suave, hice una larga incisión comenzando justo debajo del pezón izquierdo, casi desde el esternón de McCarty hacia atrás, tanto como pude sin moverle de como estaba sentado. De las arterias y las venas que corté rezumó solamente una pequeña y oscura secreción, pero no había un verdadero flujo de sangre. Si necesitaba una confirmación de la muerte por parada cardíaca, ahí estaba. Otro largo corte a través del músculo exangüe, y ya estaba en la cavidad torácica. Extendí la mano para coger el autorretractor, un instrumento de dos brazos de acero, lo deslicé entre las costillas y giré la palanca justo lo suficiente como para que pudiera introducir la mano para coger lo que yo esperaba sería el corazón silencioso de McCarty.

En cuanto toqué el saco fibroso que recibe el nombre de pericardio, me di cuenta de que el corazón que contenía estaba aleteando. Bajo la punta de mis dedos podía sentir un movimiento irregular descoordinado que reconocí, por la descripción del libro, como el estado terminal llamado fibrilación ventricular, el acto agónico de un corazón que se está reconciliando con su eterno descanso. Con las manos sin esterilizar y sin guantes, cogí unas tijeras y corté ampliamente el pericardio. Tomé el pobre corazón aleteante de McCarty tan suavemente como pude y comencé la serie de firmes compresiones, sincopadas y mantenidas, que se llaman masaje cardíaco, intentando mantener el flujo de sangre al cerebro, hasta que pudiera aplicársele un aparato eléctrico y dar al músculo cardíaco en fibrilación una descarga que le hiciera funcionar bien de nuevo.

Había leído que la sensación que produce un corazón fibrilante es como tener en la palma de la mano una húmeda y gelatinosa bolsa de gusanos hiperactivos y así es exactamente como era. Podía decir, por la resistencia cada vez menor a la presión de mis contracciones, que el corazón no se llenaba de sangre y, por tanto, mis esfuerzos para obligarle a reaccionar eran inútiles, especialmente dado que los pulmones no se estaban oxigenando. Pero yo seguí. Y de repente sucedió algo horrible que me dejó atónito: el muerto, cuya alma ya había partido del todo, echó la cabeza hacia atrás una vez más y, con los vidriosos ojos muertos mirando fijamente al techo, sin ver, lanzó al lejano cielo un bronco alarido que sonó como si estuvieran ladrando las jaurías del infierno. Solamente más tarde caí en la cuenta de que lo que había oído había sido la versión de McCarty del estertor de la muerte, un sonido producido por el espasmo de las cuerdas vocales en la garganta, causado por el aumento de la acidez en la sangre del hombre que acababa de morir. Era su manera de decirme que desistiera, que mis esfuerzos para traerle otra vez a la vida eran inútiles.

A solas con el cadáver en aquella habitación, miré a sus ojos vidriosos y vi algo que debía haber advertido antes: las pupilas de McCarty estaban fijas en posición de dilatación completa, lo que significa muerte cerebral, y, obviamente, nunca responderían a la luz de nuevo. Me aparté unos pasos de la desordenada carnicería de aquella cama, y solamente entonces me di cuenta de que estaba totalmente empapado. El sudor me corría por la cara y las manos, y mi corta bata blanca de estudiante de medicina estaba empapada de la sangre oscura que había rezumado de la incisión del tórax de McCarty. Lloraba con grandes y estremecedores sollozos. También me di cuenta de que había estado gritando a McCarty pidiéndole que viviera, gritándole su nombre en el oído izquierdo como si me pudiera oír, y llorando todo el tiempo con la frustración y pena de mi fracaso, y del suyo.

La puerta se abrió y Dave entró precipitadamente en la habitación. Con una mirada captó toda la escena y la comprendió. Mis hombros se estremecían y mi llanto era ya descontrolado. Bordeando la cama se dirigió a donde yo estaba y, entonces, como si fuésemos actores de una vieja película de la Segunda Guerra Mundial, me pasó el brazo por el hombro y me dijo muy suavemente: «Está bien, muchacho, está bien. Has hecho todo lo que has podido». Hizo que me sentara en aquel lugar salpicado por la muerte y comenzó paciente, tiernamente, a contarme todos los procesos químicos y biológicos que habían hecho inevitable la muerte de McCarty. Pero todo lo que puedo recordar de lo que dijo con aquella voz suave es: «Shep, ahora ya sabes lo que es ser médico».

Poetas, ensayistas, cronistas, charlatanes y sabios escriben a menudo sobre la muerte, aunque rara vez la hayan visto. Los médicos y enfermeras, que la presencian a menudo, no suelen escribir sobre ella. La mayoría de la gente ve la muerte una o dos veces en toda su vida, en unos momentos en los que están demasiado implicados en su significado emocional como para retener recuerdos fiables. Los supervivientes de destrucciones masivas desarrollan rápidamente defensas psicológicas tan poderosas contra el horror de lo que han visto que los sucesos reales que han presenciado quedan distorsionados por imágenes de pesadilla. Hay pocos relatos fiables del modo en que morimos.

Hoy por hoy, muy pocos somos realmente testigos de la muerte de nuestros seres queridos. Ya no mueren muchas personas en su casa, y las que lo hacen generalmente son víctimas de enfermedades devastadoras o de trastornos degenerativos crónicos en los que la medicación y la narcosis esconden en realidad los sucesos biológicos que están ocurriendo. Aproximadamente el 80 por ciento de los norteamericanos muere en un hospital, y casi todos están en gran medida apartados, al menos en los pormenores del acercamiento final a la muerte, de las personas que más próximas estuvieron a ellos en vida.

Se ha creado toda una mitología en torno al proceso de morir. Como la mayoría de las mitologías, ésta se basa en una necesidad psicológica innata compartida por toda la humanidad. Las mitologías sobre la muerte tienen como objetivo, por un lado, combatir el miedo y, por el otro, su contrario: el deseo. Su finalidad es calmar nuestro terror sobre lo que pueda ser la realidad. Mientras que muchos esperamos una muerte rápida o una muerte durante el sueño «para no sufrir», al mismo tiempo nos aferramos a una imagen de nuestros momentos finales que combina la elegancia con un sentido de conclusión: necesitamos creer en un proceso lúcido en el que tiene lugar la suma de toda una vida. O eso o un perfecto salto a la inconsciencia sin agonía.

La representación artística más conocida de la profesión médica es el famoso cuadro de 1891 de Sir Luke Fildes titulado El doctor. La escena representa una simple cabaña de pescador en la costa de Inglaterra, donde yace en calma una niña pequeña, al parecer inconsciente, mientras se aproxima la muerte. Vemos a los afligidos padres y al médico pensativo, unido en el dolor, velando a la cabecera de la cama, impotente para aflojar el apretado abrazo de la muerte. Al preguntar al artista sobre su cuadro, dijo: «Para mí, el tema será el más patético, quizás terrible, pero también el más hermoso».

Sin embargo, es evidente que Fildes debía saber mejor lo que ocurría. Catorce años antes había visto morir a su propio hijo de una de las enfermedades infecciosas que se llevaban a tantos niños en aquellos años de finales del siglo XIX, poco antes de los albores de la medicina moderna. No sabemos qué enfermedad mató a Philip Fildes, pero seguro que no concedió un pacífico final a su joven vida. Si fue la difteria, se ahogó virtualmente hasta morir; si fue la escarlatina, probablemente sufrió delirios y fuertes accesos de fiebre; si fue la meningitis, sufriría convulsiones e insoportables dolores de cabeza. Quizás la niña de El doctor había pasado por tales agonías y estaba ya en la paz del coma terminal, pero lo que le sobreviniera durante las horas anteriores a su «hermoso» tránsito tuvo que haber sido insoportable para la pequeña y para sus padres. Rara vez nos entregamos suavemente a esa noche definitiva.

Francisco de Goya, ocho décadas antes, había sido más honesto (quizá porque vivió en un tiempo en el que la faz de la muerte estaba por doquier). En su cuadro El Garrotillo, pintado en el estilo de la escuela realista española y durante un período de gran realismo en la vida europea, vemos a un doctor sujetando firmemente, con una mano en el cuello, la cabeza de un joven paciente mientras se prepara para meter los dedos de la otra mano en la boca del muchacho con el fin de retirarle las membranas diftéricas que, de no quitarlas, acabarán ahogándole. El nombre del cuadro, y el de la enfermedad, revela toda la fuerza del modo directo de Goya, así como la familiaridad diaria con la muerte de aquella época. Le llamó El Garrotillo[1], porque mataba a sus víctimas estrangulándolas. Hace mucho que pasaron los días de tales confrontaciones con la realidad de la muerte, por lo menos en Occidente.

Tras elegir la palabra «confrontaciones», por alguna razón psicológica oculta, necesito hacer una pausa; debo considerar si yo también, después de casi cuarenta años enfrentándome a casos como el de James McCarty, no caigo todavía de vez en cuando en el estado de ánimo que prevalece en nuestro tiempo, que considera la muerte como el reto final y quizás fundamental de la vida de todas las personas, una batalla campal que hay que ganar. Según esta visión, la muerte es un torvo adversario al que hemos de vencer, bien sea con el espectacular armamento de la moderna biomedicina de alta tecnología, o con la aquiescencia consciente a su poder, una aquiescencia que evoca el sereno estilo para el que se ha inventado un término: «muerte digna», que es la expresión del anhelo universal de nuestra sociedad por conseguir un elegante triunfo sobre la rigurosa y a menudo repugnante conclusión de los últimos aleteos de la vida.

Pero el hecho es que la muerte no es una confrontación. Es simplemente un acontecimiento en la secuencia de ritmos de la naturaleza. No es la muerte, sino la enfermedad, el verdadero enemigo; la enfermedad es la fuerza maligna que exige confrontación. La muerte es el desenlace que se produce al perder la extenuante batalla. Pero incluso en la confrontación con la enfermedad deberíamos ser conscientes de que muchas de las enfermedades de nuestra especie son simples vehículos para el inexorable viaje por el que todos y cada uno volvemos al mismo estado de inexistencia física, y quizás espiritual, del que salimos al ser concebidos. Todo triunfo sobre una patología principal, por clamorosa que sea la victoria, es sólo un aplazamiento del inevitable final.

La ciencia médica ha conferido a la humanidad la bendición de separar los procesos patológicos reversibles de los que no lo son, añadiendo constantemente medios para inclinar la balanza en favor del mantenimiento de la vida. Pero la biomedicina moderna ha contribuido también a la errónea ilusión que nos hace negar la inevitabilidad de nuestra mortalidad individual. Aunque demasiados médicos de laboratorio digan lo contrario, la medicina será siempre, como la denominaron los antiguos griegos, un Arte. Uno de los requisitos más estrictos que el quehacer artístico exige del médico es que se familiarice con los imprecisos límites existentes entre tipos de tratamiento cuyo éxito puede calificarse de seguro, probable, posible o irrazonable. Un médico cuidadoso debe recorrer a menudo esos territorios inexplorados entre lo probable y todo lo que está al otro lado, con la sola guía de su juicio enriquecido por las experiencias de la vida, para orientar un conocimiento que hay que compartir con aquellos que están enfermos.

Cuando la vida de James McCarty llegó a su abrupto final, las consecuencias del mal funcionamiento de su corazón eran inevitables. Aunque a principios de los años cincuenta ya se conocía mucho sobre las cardiopatías, los tratamientos de que se disponía eran escasos y, con demasiada frecuencia, inadecuados. Hoy, un paciente con el problema específico de McCarty puede esperar abandonar el hospital no solamente vivo, sino con un corazón tan mejorado que sume años a su vida. Tanto han conseguido los médicos de laboratorio que cualquiera del aproximadamente 80 por ciento que sobrevive al primer ataque tiene buenas razones para considerar ese ataque cardíaco como algo positivo en su vida, porque ha puesto de manifiesto un trastorno que podría haberlo matado pronto de no haberlo descubierto cuando aún era sustancialmente tratable.

En realidad, la balanza se ha inclinado tanto que la efectividad del tratamiento de la enfermedad cardíaca está casi siempre en el lado bueno de lo probable. Esto no quiere decir que el corazón, antes en peligro, sea ahora inmortal. Aunque la gran mayoría de los pacientes cardíacos sobreviven hoy a su primer episodio, cada año muere más de medio millón de norteamericanos por algún tipo de enfermedad similar a la de McCarty y se le diagnostica por primera vez a otros 4,5 millones. El 80 por ciento de las personas que finalmente mueren por una enfermedad cardíaca son víctimas de ella en esta forma concreta: la cardiopatía isquémica (también denominada enfermedad arterial coronaria o enfermedad cardíaca coronaria), que es la primera causa de muerte en las naciones industrializadas.

El corazón de James McCarty murió porque no recibía oxígeno suficiente; no recibía oxígeno suficiente porque no tenía suficiente hemoglobina, una proteína sanguínea cuya función es transportar el oxígeno; no tenía suficiente hemoglobina porque no tenía sangre suficiente; no tenía sangre suficiente porque los vasos que nutren el corazón, las arterias coronarias, estaban endurecidas y estrechadas por un proceso denominado arteriosclerosis (literalmente, endurecimiento de las arterias). La arteriosclerosis se debió a la combinación de su dieta sibarítica, el tabaco, una vida sedentaria, la hipertensión y un cierto grado de predisposición hereditaria. Muy probablemente, la llamada telefónica de su mimada hija tuvo el mismo efecto inductor al espasmo en sus arterias coronarias gravemente estenosadas que en sus puños airadamente apretados. Esta brusca compresión probablemente bastó para romper o agrietar uno de los depósitos de arteriosclerosis, llamados placas, en el revestimiento de una arteria coronaria principal. Al suceder esto, la placa suelta actuó como un foco sobre el que se formó un nuevo coágulo sanguíneo, haciendo que la obstrucción fuera completa e impidiendo la circulación del ya comprometido flujo. Este parón final dio lugar a la llamada «isquemia», o falta de sangre, que dejó bruscamente sin nutrir una parte lo suficientemente grande del músculo cardíaco de McCarty, o miocardio, como para trastocar su ritmo normal y provocar el caótico retorcimiento de la fibrilación ventricular.

Es muy posible que en realidad el músculo cardíaco de McCarty no muriera a causa de la aguda falta de sangre. La isquemia puede desencadenar por sí misma la fibrilación ventricular, especialmente en los corazones ya lesionados por ataques previos. Lo mismo ocurre con los compuestos adrenalinoides que produce el organismo en momentos de estrés. Cualquiera que fuese la causa, el sistema de comunicación eléctrica del que dependían la regularidad y la coordinación del corazón de James McCarty colapsó, y lo mismo sucedió con su vida.

Como muchos otros términos médicos, «isquemia» es una palabra con una historia interesante y pintorescas asociaciones. Aparecerá una y otra vez en los relatos de esta larga narración sobre la muerte por ser una fuerza impulsora tan omnipresente —y tan insidiosa— en la extinción de las energías vitales. Aunque la falta de nutrición del corazón puede ofrecer el ejemplo más dramático de los peligros que esconde, el proceso de cortar el aporte de oxígeno y nutrientes es el denominador común de una amplia variedad de enfermedades mortales.

El concepto de isquemia, y la palabra misma, fueron introducidos a mediados del siglo XIX por un pequeño, impetuoso y brillante pomeranio (la palabra, cuando se aplica a los perros, evoca un exuberante manojo de nervios enormemente animoso y peleón, características que parecen aplicarse igualmente al personaje al que nos referimos) que empezó su polifacética carrera como una especie de enfant terrible de la investigación, y que terminó sesenta años más tarde siendo conocido universalmente con el título de «el Papa de la medicina alemana». Nadie ha contribuido más a la comprensión de cómo la enfermedad destruye los órganos y células humanas que Rudolf Virchow (1821-1902).

Virchow, profesor de patología de la Universidad de Berlín durante casi cincuenta años, publicó más de dos mil libros y artículos, no solamente de medicina, sino también sobre antropología y política alemana. Fue un miembro tan liberal del Reichstag que, en una ocasión, el autocrático Otto von Bismark le desafió a un duelo. Cuando le ofreció que eligiera las armas, Virchow hizo imposible el desafío al ridiculizarlo insistiendo en que el duelo fuera con escalpelos.

Entre los muchos campos de interés de la investigación de Rudolf Virchow estaban las diversas formas en que las enfermedades afectan a las arterias, las venas y a los constituyentes sanguíneos que contienen. Dilucidó los principios de la embolia, la trombosis y la leucemia, e inventó las palabras que las describen. Al buscar un término para designar el mecanismo por el que se priva a las células y los tejidos de su aporte sanguíneo, Virchow lo tomó (la palabra está elegida con conocimiento de causa) del griego iscano —«retengo» o «extingo»— derivado de la raíz indoeuropea segh, que se aplica a «sujetar», «sostener» o «detener». Combinándola con aima, o «sangre», los griegos habían creado la palabra isquemos para referirse a la retención del flujo de la sangre. Virchow eligió la palabra «isquemia» para designar las consecuencias de la disminución o supresión completa del flujo sanguíneo en algunas estructuras del cuerpo, ya sean tan pequeñas como una célula o tan grandes como una pierna o una sección del músculo cardíaco.

«Disminuir» es, sin embargo, un término relativo. Cuando aumenta la actividad de un órgano, sus requerimientos de oxígeno crecen, y lo mismo sucede con su necesidad de sangre. Si las arterias estenosadas no pueden ensancharse para acomodarse a esta necesidad, o si por alguna razón sufren un fuerte espasmo que reduce aún más el flujo, las necesidades del órgano no se satisfacen y éste rápidamente pasa a estar isquémico. En situaciones de dolor e ira, el corazón grita avisando, y continúa haciéndolo hasta que sus gritos de aviso pidiendo más sangre reciben respuesta, normalmente por una estratagema natural de la víctima, que, alarmada por la molestia que siente en el pecho, disminuye o interrumpe la actividad que atormenta a su músculo cardíaco.

Un claro ejemplo de este proceso es la brusca sobrecarga del músculo de la pantorrilla del atleta de fin de semana que vuelve a correr cada año cuando el tiempo mejora en abril. La discrepancia entre la cantidad de sangre requerida por el músculo desentrenado y la cantidad que es capaz de hacer fluir por sus desentrenadas arterias puede dar lugar a isquemia. La pantorrilla no recibe suficiente oxígeno y grita en un doloroso ataque avisando al atleta frustrado que pare sus ejercicios antes de que un grupo de células musculares muera por falta de nutrición, proceso conocido como infarto. El grito de dolor en la pantorrilla hiperejercitada se llama calambre. Cuando éste tiene su origen en el músculo cardíaco usamos el término mucho más elegante de angina pectoris. La angina pectoris no es nada más que un calambre del corazón. Si dura demasiado, su víctima sufre un infarto de miocardio.

Angina pectoris es una expresión latina que se traduce literalmente como «ahogamiento» u «obstrucción» (angina) «del pecho» (pectoris). Este término se lo debemos a un filólogo médico, el destacado doctor inglés del siglo XVIII William Heberden (1710-1801), al cual debemos también una de las mejores descripciones de los síntomas asociados. En 1768, en una exposición de las diversas formas de dolor torácico, escribía:

Hay un trastorno del pecho marcado por fuertes y peculiares síntomas, notable por la clase de peligro que entraña y no extremadamente raro, que merece ser mencionado con más detenimiento. Su localización y la sensación de ansiedad que le acompaña pueden hacer que se la denomine —y no inapropiadamente— angina pectoris. A quienes lo padecen les ataca al caminar (especialmente si es cuesta arriba, o poco después de comer) con una sensación dolorosa y extremadamente desagradable en el pecho, que parece como si fuera a extinguir la vida, si aumentara o aun continuara; pero en cuanto se quedan quietos, todo ese desasosiego desaparece.

Heberden había visto suficientes pacientes —«casi un centenar con este trastorno»— como para poder estudiar su incidencia y evolución:

Los varones son los más propensos a esta enfermedad, especialmente los que tienen más de cincuenta años. Después de seguir así un año, o más, los síntomas ya no cesarán tan espontáneamente al quedarse quietos; y no sólo se manifestarán al andar sino también al estar echados, especialmente si yacen sobre el lado izquierdo, obligándolos a levantarse de la cama. En algunos casos pertinaces, el dolor puede causarlo el simple movimiento del caballo, o de un carruaje, o incluso el acto de tragar, toser, defecar, hablar o cualquier preocupación.

Heberden estaba impresionado por la incesante progresión de la enfermedad, «porque si no interviene un accidente y la enfermedad sigue su curso, todos los pacientes acaban desplomándose repentinamente, pereciendo casi de inmediato».

James McCarty no pudo permitirse el flujo de sufrir una serie de ataques de angina pectoris; sucumbió a su primera experiencia de isquemia cardíaca. Su cerebro murió porque su corazón, primero fibrilante y finalmente parado, no pudo bombearle sangre. Al cerebro isquémico le siguieron gradualmente los demás tejidos del cuerpo, que fueron quedándose sin vida.

Hace unos años conocí a un hombre que resucitó milagrosamente de una aparente muerte cardíaca repentina. Irv Lipsiner es agente de bolsa, alto, ancho de espaldas y ha sido un atleta entusiasta toda su vida. Aunque tenía que ponerse insulina por una diabetes que padecía desde hacía años, la enfermedad no había dejado secuelas en su buena y vigorosa salud, o eso es lo que parecía a primera vista. No obstante, tuvo un ataque cardíaco a los cuarenta y siete años, que fue precisamente la edad a la que murió su padre por la misma causa. Este episodio dejó su músculo cardíaco sólo con una lesión mínima y continuó su vida activa sin restricciones.

Posteriormente, en la tarde de un sábado de 1985, cuando tenía cincuenta y ocho años, Lipsiner estaba a punto de empezar su tercera hora de tenis en las pistas cubiertas de Yale cuando se marcharon dos de sus compañeros, por lo que tuvieron que cambiar el juego de dobles a individuales. El partido estaba empezando cuando, de improviso y sin ningún dolor premonitorio, Lipsiner cayó inconsciente al suelo. Dos médicos que, por suerte, jugaban en una pista contigua, corrieron en su ayuda y le encontraron con los ojos vidriosos, insensible y sin respiración. Su corazón no latía. Suponiendo, correctamente, que estaba en fibrilación ventricular empezaron inmediatamente la resucitación cardiopulmonar, continuándola durante un tiempo que les pareció interminable hasta que llegó la ambulancia. Para entonces Lipsiner había empezado a responder, e incluso su corazón volvió a latir de forma regular y espontánea en cuanto le intubaron y le colocaron en la ambulancia. Pronto estaba completamente despierto en la sala de urgencias del hospital de Yale-New Haven, preguntándose «a qué venía todo este jaleo».

A las dos semanas, Lipsiner abandonó el hospital totalmente recuperado de su episodio de fibrilación ventricular. Volví a verle unos años más tarde, en el rancho de caballos donde vive. Cada día se toma algún tiempo libre del trabajo para montar a caballo o jugar al tenis, por lo general individuales. Esta es su descripción de lo que se siente al caer muerto en una pista de tenis:

La única cosa que puedo recordar es simplemente… no un dolor, sino sólo el desmayo. Entonces las luces se apagaron, como si estuvieras en un cuartito y dieras al interruptor. Lo único diferente es que todo ocurría a cámara lenta. Es decir, no sucedió así (y chascó los dedos) sino más bien así (y comenzó a describir un círculo con la mano, como un aeroplano que girase suavemente hasta descender a tierra), gradualmente y casi en espiral, como (dudó un momento y entonces frunció los labios y sopló cada vez más suavemente) esto. El cambio de la luz a la oscuridad fue muy evidente, pero la velocidad con la que sucedió fue… eso, gradual. Sabía que había colapsado. Me sentía como si alguien me quitara la vida. Me sentía como… —ahora recuerdo una escena—… tenía un perro que fue atropellado por un coche y cuando lo miré en el suelo —ya estaba muerto— tenía el mismo aspecto que antes, sólo que encogido por todas partes. Así es como me sentí. Me sentí como (hizo un sonido como el aire que sale de un globo) ¡pfff!

La luz de Lipsiner se apagó precisamente de esa manera porque la circulación a su cerebro se había interrumpido súbitamente. A medida que se gastaba el oxígeno en la sangre estancada en el cerebro, éste comenzó a fallar —la vista y la conciencia se apagaron, más como si se girase gradualmente un conmutador que como si se apretara rápidamente un botón. Esta fue la espiral a cámara lenta que llevó a Lipsiner a la inconsciencia, y casi a la muerte. La respiración boca a boca y el masaje cardíaco de la resucitación cardiopulmonar hicieron que el aire entrara en los pulmones y llevaron sangre a los órganos vitales hasta que el corazón decidió, por sus propias razones, retomar sus responsabilidades. Como la mayoría de las muertes cardíacas de personas no hospitalizadas, el episodio de Irv Lipsiner fue debido a una fibrilación ventricular.

Lipsiner no sintió el dolor isquémico. La causa probable de su fibrilación fue una estimulación química transitoria de una zona de su músculo cardíaco que quedó hipersensible tras el ataque de 1974. En cuanto a la razón de por qué ocurrió la fibrilación precisamente cuando lo hizo, no hay manera de estar seguro; pero es muy posible que tuviera alguna relación con el estrés causado por un exceso de tenis aquella tarde de sábado. Éste pudo haber originado el paso a la circulación de una cantidad excesiva de adrenalina, lo cual habría provocado, a su vez, que la arteria coronaria sufriera un espasmo y se disparara el ritmo irregular. Por otra parte, los caprichos ocasionales de la enfermedad cardíaca isquémica son tales que a Lipsiner no le quedó esta vez ninguna lesión en el corazón, aunque nunca ha vuelto a jugar más de dos horas seguidas al tenis.

El hecho de que Lipsiner no experimentara calambres en el corazón antes de empezar a fibrilar hace que este caso concreto de ataque cardíaco sea algo inusual. La mayoría de las personas que mueren súbitamente probablemente sienten dolor isquémico del modo característico. Como su equivalente de la pantorrilla, el comienzo del dolor cardíaco isquémico es repentino y agudo. Los que lo han sufrido lo describen casi siempre como un dolor constrictivo. Algunas veces se manifiesta como una presión aplastante, como un peso intolerable que oprime con fuerza la parte frontal del tórax, irradiándose hacia abajo por el brazo izquierdo y hacia arriba por el cuello y la mandíbula. La sensación es aterradora aun para aquellos que la han experimentado a menudo, porque cada vez que vuelve a ocurrir va acompañada de la conciencia (¡y qué conciencia tan real!) de la posibilidad de una muerte inminente. El que la sufre suele presentar sudor frío, siente náuseas o incluso vomita. A menudo le falta el aire. Si la isquemia no desaparece en unos diez minutos, el déficit de oxígeno puede llegar a ser irreversible, y entonces algunos de los músculos cardíacos que sufren esa falta morirán, llamándose a este proceso infarto de miocardio. Si esto sucede, o si la falta de oxígeno es suficiente para afectar al sistema de conducción del corazón, un 20 por ciento de los afectados perecerá en los dolores de este episodio antes de llegar a una sala de urgencias. Esta cifra se reduce al menos a la mitad si es posible el transporte al hospital dentro del período que los cardiólogos llaman «la hora dorada».

En último término, alrededor del 50 al 60 por ciento de quienes padecen una enfermedad isquémica del corazón morirán en la hora siguiente a uno de sus ataques, ya sea el primero o uno posterior. Dado que un millón y medio de norteamericanos sufren cada año un infarto de miocardio (el 70 por ciento de los cuales se producen en el hogar), no es difícil comprender por qué la enfermedad cardíaca coronaria es el mayor asesino de América, como lo es en todos los países industrializados del mundo. Casi todos los que sobreviven a un infarto se verán finalmente afectados por el gradual debilitamiento de la capacidad del corazón para bombear.

Teniendo en cuenta todas las causas naturales, aproximadamente de un 20 a un 25 por ciento de los norteamericanos mueren de repente, definiendo esta muerte como la que se produce de forma inesperada a las pocas horas del comienzo de los síntomas en personas ni hospitalizadas ni confinadas en el hogar. Y de estas muertes, de un 80 a un 90 por ciento son de origen cardíaco, mientras que el resto generalmente se deben a enfermedades pulmonares, del sistema nervioso central o de la aorta, vaso al que el ventrículo izquierdo bombea la sangre. Cuando la muerte no es solamente repentina, sino instantánea, muy pocas veces no se debe a la enfermedad cardíaca isquémica.

A las víctimas de la enfermedad cardíaca isquémica les traiciona su modo de comer, el tabaco y la poca atención que prestan a los criterios más elementales de cuidado, como son el ejercicio y el mantenimiento de una presión sanguínea normal. Algunas veces es sólo la herencia lo que les delata, en la forma de una historia familiar o una diabetes; otras, es esa impetuosidad y agresividad que los cardiólogos de hoy llaman personalidad de tipo A. En cierto sentido, la persona cuyo músculo cardíaco sufrirá la tortura de la angina es como ese niño excesivamente ambicioso que levanta la mano con agresiva decisión cuando el maestro busca un voluntario: «¡Yo, yo lo puedo hacer mejor que nadie!». Es fácil de identificar y la muerte le escogerá. La isquemia cardíaca rara vez elige al azar.

Mucho antes de que conociéramos los peligros latentes del colesterol, el tabaco, la diabetes y la hipertensión, el mundo médico empezaba a identificar características específicas en las personas que parecían destinadas a la muerte cardíaca. William Osler, autor del primer gran manual de medicina americano en 1892, podía estar describiendo a James McCarty cuando escribió: «No es la delicada persona neurótica la que es propensa a la angina, sino el robusto, el vigoroso de cuerpo y espíritu, el hombre vehemente y ambicioso, el que siempre lleva el indicador de la máquina "a toda velocidad". Por sus velocímetros los conoceréis».

A pesar de todos los adelantos médicos, todavía hay mucha gente que muere de su primer ataque cardíaco. Como el afortunado Lipsiner, la mayoría no sufre en realidad la muerte del músculo cardíaco, sino que es víctima de una perturbación repentina del ritmo cardíaco por efecto de la isquemia (o algunas veces de cambios químicos locales) sobre un sistema de conducción eléctrica ya sensibilizado por alguna lesión previa, conocida o no. Pero actualmente la manera normal de sucumbir a la enfermedad cardíaca isquémica no es la de Lipsiner ni la de McCarty. El declive suele ser gradual, con muchos avisos y muchos tratamientos con éxito antes de la convocatoria final. La destrucción del músculo cardíaco se produce poco a poco, durante un período de meses, o años, hasta que la bomba, asediada y debilitada, simplemente falla. Entonces se rinde, por falta de fuerza o porque el sistema de mando que controla su coordinación eléctrica no puede recuperarse de otra infracción de su autoridad. Los médicos de laboratorio, que están convencidos de que la medicina es una ciencia, han alcanzado tales logros que los médicos de cabecera, que saben que la medicina es un arte, pueden a menudo, con la experta elección en cada momento del arsenal del que hoy disponen, conceder a las víctimas de la enfermedad cardíaca largos períodos de mejoría y de salud estable.

Queda sin embargo el hecho de que, cada día, 1500 norteamericanos mueren de isquemia cardíaca, haya sido su curso repentino o gradual. Aunque las medidas preventivas y los métodos modernos de tratamiento han ido reduciendo la cifra de forma sostenida desde mediados de los sesenta, ningún cambio en la curva puede alterar las perspectivas para la inmensa mayoría de aquellos a quienes se les ha diagnosticado hoy o se les diagnosticará en la próxima década. Esta implacable enfermedad, como tantas otras causas de muerte, constituye un continuo progresivo cuya función última en la ecología de nuestro planeta es la extinción de la vida humana.

Para aclarar la secuencia de hechos que conducen a la pérdida gradual de la capacidad del corazón para bombear eficazmente, es necesario recordar primero algunas de las sorprendentes cualidades que lo capacitan, cuando está sano, para cumplir su misión con una precisión tan extraordinaria. Este será el objeto de las primeras páginas del capítulo siguiente.