—¿Lo contrario? —repitió Fazio, desconcertado.
—Sí, quería protección total para Angelica Cosulich.
—¿Y quién podría amenazarla de muerte?
—Uf… vete tú a saber… Lo único que podemos hacer es oír lo que dice ella. Llámala y dile que venga esta tarde al salir del banco.
—¿Hablo yo con ella o habla usía?
—Los dos. Oye, una cosa…
—Dígame.
—Conociendo tu síndrome del registro civil, seguro que tienes todos los datos de las personas de la lista: padre, madre, lugar de nacimiento, parentela…
Fazio se sonrojó.
—Así es.
—¿Tienes aquí esa información?
—Sí.
—Tráemela y después telefonea.
Fazio regresó al cabo de cinco minutos con dos hojas en la mano.
—Ya la he llamado; vendrá a las siete. Y éstos son los datos.
—Luego los miro. Ahora me voy a comer.
• • •
Después de comer, fumando en la roca plana, volvió a pensar en Angelica.
Y recordó la amarga conclusión a la que había llegado aquella terrible noche, al reflexionar sobre el juego de Catarella en el ordenador. Conclusión que había rechazado con todas sus fuerzas, pero que ahora era imposible seguir obviando.
Había llegado el momento de la verdad. No se podía postergar más.
En el muelle, un hombre se dirigía hacia donde se encontraba él. Quizá iba a revisar el faro. De pronto, un ruido de motor diésel llegó de la desembocadura del puerto. Se volvió para mirar.
Era un pesquero que regresaba a una hora inusual. Debía de tener problemas con el motor, porque el ruido era irregular.
Ninguna gaviota lo seguía.
Antes habría habido una decena detrás, pero ahora las gaviotas ya no estaban en el mar, sino en la ciudad, sobre los tejados de las casas, obligadas a buscar comida en los contenedores de basura, a disputársela a las ratas.
A menudo, de noche oía su lamento furioso, desesperado.
—Dottore…
Se volvió de golpe.
Era Fazio. Era él al que había visto acercarse, sin reconocerlo.
Se puso en pie.
Sus ojos penetraron en los de Fazio.
Dentro de su cabeza sonó el estruendo de una enorme ola.
En un instante comprendió por qué Fazio estaba frente a él, y palideció pese al sol y la caminata que había dado.
—¿Muerta?
—No, señor, pero está grave.
Más que sentarse, Montalbano se desplomó sobre la roca.
Fazio se sentó junto a él y le pasó un brazo por los hombros.
Montalbano sentía dentro de la cabeza como un viento furioso que desbarataba sus pensamientos, impidiendo que se enlazaran unos con otros. Eran como hojas caídas que el vendaval esparcía por todas partes; es más, ni siquiera eran pensamientos, sino estallidos, fragmentos, imágenes que duraban un segundo y eran barridas.
Se llevó las manos a la cabeza, como si así pudiera detener ese movimiento caótico e incontrolable.
Diosmíodiosmíodiosmíodiosmío…
Eso era lo único que conseguía decir, una especie de letanía que no era una oración sino algo así como un conjuro, pero mudo, sin mover los labios.
Sentía un dolor de animal herido en una trampa. Hubiera querido convertirse en cangrejo y correr a refugiarse en la hendidura de una roca.
Poco a poco, tal como había empezado, la tormenta fue amainando. Comenzó a respirar hondo el aire marino, con las fosas nasales dilatadas.
Fazio, preocupado, no le quitaba los ojos de encima.
Pasado cierto tiempo, el cerebro de Montalbano empezó a funcionar de nuevo, pero el resto de su cuerpo todavía no. Notaba una especie de opresión sorda en la zona del corazón; sabía que si intentaba levantarse las piernas no lo sostendrían.
Abrió la boca para hablar, pero no pudo; tenía la garganta reseca, como abrasada… Se zafó entonces del brazo de Fazio, se inclinó hacia un lado a riesgo de caer al mar, consiguió sumergir una mano en el agua, se mojó los labios y se los lamió.
Ya podía hablar.
—¿Cuándo ha sido?
—Hacia la una y media, cuando han salido del banco para ir a comer. Como el restaurante está cerca, van andando.
—¿La has visto?
—Sí, señor. En cuanto han llamado a comisaría y he comprendido de qué se trataba, he ido corriendo.
—Y… ¿la has visto?
—Sí, señor.
—¿Cómo estaba?
—Dottore, le han dado justo en medio del pecho. Por suerte, había un médico allí que le ha taponado la herida.
—Sí, pero… —Le costaba repetir la pregunta—. ¿Cómo estaba? ¿Sufría mucho? ¿Se quejaba?
—No, señor. Estaba inconsciente.
Suspiró aliviado. Mejor así. Ahora se sentía en condiciones de seguir adelante.
—¿Hay testigos?
—Sí, señor.
—¿Están en la comisaría?
—Sí, señor. He pedido que vaya sólo uno, el que me ha parecido más preciso.
—¿Por qué no me has avisado enseguida, antes de ir al lugar de los hechos? Podías venir a buscarme o mandar que me llamaran a lo de Enzo.
—¿Y para qué iba a venir? Además…
—¿Además…?
—No me ha parecido oportuno. Antes quería asegurarme de que la señorita aún estaba viva.
Montalbano tuvo la certeza de que Fazio había intuido su historia con Angelica. E inmediatamente le llegó la confirmación.
Fazio se aclaró la voz.
—Si desea que llame al dottor Augello…
—¿Para qué?
—Para que se reincorpore al servicio.
—¿Por qué?
—Por si usía no se siente con ánimos de dirigir esta investigación… —La incomodidad de Fazio era evidente.
—Me siento con ánimos; no te preocupes. No me queda más remedio. Ha sido por mi culpa…
—Dottore, nadie podía pensar que…
—Yo debería haberlo pensado, Fazio. Debería haberlo pensado, ¿comprendes? Y después de la llamada anónima no debería haberla dejado sin protección.
El inspector guardó silencio.
—¿Quiere que lo acompañe al hospital de Montelusa? —dijo al cabo.
—No.
No habría podido verla tendida, sin conocimiento, en una cama de hospital. Pero quizá había contestado en un tono demasiado tajante, demasiado decidido, porque Fazio lo miró un tanto perplejo.
—Pero infórmate sobre su estado y pregunta si la han operado —añadió.
Fazio se levantó y se alejó unos pasos.
Habló por el móvil durante lo que al comisario le pareció una eternidad.
—La operación ha ido bien. Está en reanimación. Pero deben mantener el pronóstico reservado como mínimo veinticuatro horas; por el momento no pueden decir si está fuera de peligro o no.
Montalbano ya estaba seguro de que las piernas lo sostendrían.
—Volvamos a la oficina.
Pero tuvo que apoyarse en el brazo de Fazio para caminar.
• • •
—Quiero hablar con el testigo.
—Es perito mercantil, compañero de la señorita Cosulich. Se llama Gianni Falletta. Voy a buscarlo.
Falletta era un hombre de unos treinta años, bastante elegante, rubio, con aspecto de persona inteligente.
Montalbano le ofreció asiento. Fazio, que se encargaba de tomar nota de la declaración, le preguntó sus datos. Después intervino el comisario.
—Díganos cómo ha sucedido.
—Habíamos salido todos en grupo para ir al restaurante. Como está cerca, vamos siempre andando. Angelica caminaba sola un poco por delante de los demás.
—¿Solía hacer eso? ¿No iba con ustedes?
—Sí, pero la habían llamado al móvil y había apretado el paso.
—Continúe.
—Dejamos la calle principal, doblamos la esquina y nos dirigimos al restaurante, que está al final de esa calle. Al poco oímos una moto de gran cilindrada a nuestra espalda. Nos apartamos todos hacia la derecha, también Angelica.
—Perdone, tengo la sensación de que usted estaba especialmente pendiente de la señorita Cosulich.
Falletta se sonrojó.
—No especialmente, pero ya sabe… Angelica es tan guapa…
¡A quién se lo decía!
—Continúe.
—La moto no corría mucho… de hecho, iba más bien despacio. Adelantó a nuestro grupo y a Angelica, y entonces el hombre que iba detrás…
—¿Iban dos en la moto?
—Dos, sí. En ese momento, el de atrás se volvió y disparó.
—¿Un solo tiro?
—Dos.
Montalbano dirigió una mirada interrogativa a Fazio, y éste asintió con la cabeza.
—Y la moto se alejó acelerando —concluyó Falletta.
—¿Pudo verle la cara al que disparó?
—No. Los dos llevaban casco. Pero, en cierto modo, Angelica tuvo suerte.
—Explíquese mejor.
—Cuando el hombre alargaba el brazo con la pistola, vi que la moto saltaba bruscamente. Quizá pilló un bache. El primer tiro no alcanzó a Angelica; el segundo le dio en medio del pecho. Estoy seguro de que el hombre había apuntado al corazón.
—¿Pudo ver la matrícula?
—No.
—¿Ninguno de ustedes la vio?
—Ninguno. No imaginábamos que… Y ya puede suponer lo que pasó después de los disparos… Hubo una desbandada general. Y en lo último que pensaba yo era en la matrícula…
—¿Por qué?
—Mi primer pensamiento fue… En fin, corrí hacia Angelica, que había caído en la calle.
—¿Pudo decir algo?
—No. Estaba palidísima, con los ojos cerrados, me pareció que le costaba respirar… y esa horrenda mancha roja que se extendía por la blusa… Iba a levantarla, pero desde un balcón un señor me dijo que no la moviera, que él bajaba enseguida. Era un médico que tiene el consultorio allí. Cuando llegó ya había llamado a una ambulancia y se puso a taponar la herida.
—Gracias, señor Falletta.
—¿Puedo añadir una cosa?
—Por supuesto.
—Estos últimos días, la pobre Angelica no estaba… cómo lo diría… de su humor habitual.
—¿Y cómo estaba?
—No sé… muy nerviosa… a veces incluso arisca. Era como si tuviese la mente centrada en algo… desagradable, sí, eso es. ¿Sabe, comisario? En los últimos seis meses, desde que ella llegó, el ambiente en el banco cambió, se volvió más alegre y hospitalario… Angelica tiene una sonrisa que…
Se interrumpió. Hasta entonces había logrado controlarse, pero de repente, al parecer por culpa de la sonrisa de Angelica, empezaron a temblarle los labios.
Y Montalbano comprendió que Falletta también estaba locamente enamorado de ella.
Lo compadeció.
Cuando Fazio volvió tras acompañar a Falletta, Montalbano le preguntó por el móvil.
—¿El de la señorita? La ambulancia le pasó por encima y lo destrozó. Y por si fuera poco, los restos acabaron en una alcantarilla.
—¿Cómo es que no pensaste enseguida en recogerlo?
—Porque cuando me dijeron que la señorita estaba hablando por teléfono en el momento de los disparos, la ambulancia ya había llegado. Demasiado tarde, el mal ya estaba hecho.
Montalbano levantó el auricular.
—¿Catarella? Llama al director del Banco Sículo-Americano y me lo pasas.
—Se llama Filippone —informó Fazio—. Un tipo bastante antipático. Un empleado fue a avisarlo de lo sucedido y él acudió enseguida. Y entonces…
—¿No come con los demás?
—No, señor. Come un poco de fruta en la oficina. En resumen, mientras esperaban la ambulancia, lo único que se le ocurrió decir era que el banco saldría perjudicado con este asunto.
Sonó el teléfono. Montalbano puso el manos libres.
—¿Dottor Filippone? Soy el comisario Montalbano.
—Buenas tardes. Dígame.
—Necesitaría información.
—¿Bancaria?
—Perdone, pero si llamo a un banco, ¿qué tipo de información quiere que pida? ¿Sobre la evolución de la nueva oleada de gripe en Malasia?
—No, pero verá… nosotros estamos obligados por el secreto bancario. Y por otro lado, nuestra política es la transparencia total, el respeto absoluto de las prerrogativas que…
—Quiero inmediatamente una relación de sus clientes. Eso no es un secreto.
—¿Por qué la quiere? —repuso Filippone, alarmado.
—Porque sí. Nosotros también estamos obligados por el secreto del sumario.
—¿Del sumario? —repitió aterrado—. Oiga, comisario, hablar de estas cuestiones por teléfono no es…
—Entonces, venga aquí. Y dese prisa.
Fazio le sonrió.
—Se lo está haciendo pagar, ¿eh?
Filippone se presentó sudando y jadeante.
Era un cincuentón rollizo, de tez rosada, quizá lejanamente emparentado con alguna raza porcina, y casi lampiño.
—No considere que pretendo obstaculizar de ningún modo… —empezó, sentándose en actitud muy digna.
—No considero —contestó Montalbano—. Fazio, ¿tú crees que yo puedo considerar?
—Considero que no —dijo Fazio.
—¿Lo ve? Sólo le haré unas preguntas necesarias para la instrucción del sumario. ¿Entre sus clientes hay alguno que pertenezca a la familia Cuffaro?
—No entiendo en qué sentido utiliza la palabra «familia».
—¿Desde cuándo dirige la sucursal de su banco en Vigàta?
—Desde hace dos años.
—¿Es siciliano?
—Sí.
—Entonces no me venga con que no sabe lo que significa la palabra «familia» entre nosotros.
—Bueno… En cualquier caso, no tengo ningún cliente de los Cuffaro.
La otra familia mafiosa de Vigàta eran los Sinagra.
—¿Y de los Sinagra?
Filippone se enjugó la frente.
—Ernesto Ficarra, que es sobrino de…
—Sé quién es. —Montalbano fingió tomar nota—. ¿Desde cuándo están endeudados con él?
Filippone se puso lívido. Ahora el sudor le corría por su cara porcina.
—¿Cómo lo han sabido?
—Nosotros lo sabemos todo —repuso el comisario, que había disparado a ciegas y dado en la diana—. Responda a mi pregunta.
—Desde hace… bastante.
—¿Sabe que actualmente Ernesto Ficarra está procesado por asociación mafiosa, venta al mayor de estupefacientes y explotación sexual?
—Bueno, algún rumor me había llegado…
—¡Algún rumor! ¿Y se supone que ésa es su transparencia?
Filippone ya estaba empapado.
—Una última pregunta y después me hará el favor de marcharse. ¿Es cliente suyo un tal Michele Pennino?
Filippone se rehízo un poco.
—Ya no.
—¿Por qué?
—Decidió retirar sin ningún motivo los…
—¿Sin ningún motivo? ¿Sabe que está arriesgando mucho al no decirme la verdad?
Filippone se desinfló como un globo pinchado.
—Le di instrucciones a la señorita Cosulich de que… bueno, de que no fuera demasiado estricta con la declaración de procedencia de las sumas que depositaba Pennino…
—Pero un día la señorita Cosulich se rebeló, no aceptó el depósito y Pennino cambió de banco. ¿Fue así?
—Sí.
—Márchese.
—¿Usted cree que es Pennino quien ha…?
—¡Ni por asomo! Sólo quería saber si, cuando Angelica Cosulich me dio los nombres de Pennino y Parisi, lo hizo para despistarme. Con el director he dado un rodeo para asustarlo y confundirlo.
—Y resulta que la señorita Cosulich le había dicho la verdad.
—En parte —admitió Montalbano.
Fazio abrió la boca, pero la cerró de inmediato.
—Lo que ya no hace falta —prosiguió el comisario— es que sigas indagando si en el grupo de amigos de los Peritore se produjo alguna novedad hace meses.
—¿Por qué?
—Porque nos lo ha dicho Falletta.
—¡¿Falletta?! ¿Y qué es?
—La novedad fue que Angelica Cosulich llegó a Vigàta hace seis meses. Es posible que ella me lo dijera, pero lo había olvidado. Ahora necesitaríamos saber quién la introdujo con tanta rapidez en el grupo. Es importantísimo.
Fazio se quedó callado.
—Dottore —dijo por fin, mirándose las puntas de los zapatos—, ¿cuándo se decidirá a contarme todo lo que sabe o piensa sobre la señorita Cosulich?
Montalbano se esperaba esa pregunta desde hacía tiempo.
—Te lo diré pronto. Pero tú tráeme información sobre el último nombre, sobre Schirò. Ahora me voy a Marinella, me siento cansado. Nos vemos mañana por la mañana.