Se le había pasado el hambre por completo.
Como de costumbre, se instaló en la galería.
Ahora ya estaba más que claro que el señor X era alguien de la lista.
De todas las víctimas de robo conocía no sólo vida y milagros, sino también las costumbres, lo que hacían de forma cotidiana.
El señor X probablemente se había apoderado de la llave de Tavella al ir una noche a su casa para la partida de bridge. Pero ¿por qué el señor X, que, si se confirmaba que se trataba de alguien de la lista, era un señor intachable y suficientemente acomodado, se había convertido en jefe de una banda de ladrones?
En la primera carta anónima decía que él no tocaba nada del botín, que lo dejaba todo para sus cómplices. Pero entonces, ¿por qué lo hacía? ¿Por diversión? ¡Ni hablar! A buen seguro, buscaba algo muy importante para él. Y si los robos habían terminado, significaba que lo había encontrado.
El señor X no buscaba algo al azar, sino una cosa concreta. Y por tanto, sabía dónde se hallaba esa cosa.
El único robo que le interesaba era el último, el cometido en casa de Pirrera. Tanto era así que había dejado un indicio contra Tavella. Era una especie de caída del telón al final de la representación.
Todos los robos precedentes habían servido para pagar el trabajo de la banda. Y también para despistar.
¿Acaso el señor X, como Tavella, le debía dinero a Pirrera? ¿O bien Pirrera guardaba en la caja fuerte algo que le interesaba al señor X?
Y siguiendo con el señor X, había otras cuestiones que considerar.
Todas las personas de la lista se conocían desde hacía años, se trataban. ¿Por qué el señor X había decidido en determinado momento, y no antes, robar en las casas de sus amigos? ¿Cuál habría sido el desencadenante? ¿Cuál habría sido la novedad que lo había llevado a convertirse en un delincuente?
Y por último, ¿cómo se había puesto en contacto con una banda de ladrones? No es algo que se encuentre en el libre mercado; uno no va a la oficina de empleo y dice: «Perdone, necesitaría tres ladrones expertos.»
En cualquier caso, Montalbano se prometió que a la mañana siguiente llamaría a Pirrera y lo sometería al tercer grado.
Acababa de acostarse cuando le acudió a la mente Angelica.
Cuando le comunicó que Pennino y Parisi no tenían nada que ver con la carta anónima, algo en su comportamiento le había llamado la atención. La joven había permanecido indiferente, mientras que él esperaba otra reacción.
Parecía apagada, apática. Era como si todo aquel asunto ya no fuese con ella.
¿Quizá la dirección general del banco había decidido trasladarla?
Finalmente el sueño lo venció.
Pero no durmió más de media hora, porque se despertó de golpe. Un pensamiento intenso, molesto, le impedía seguir durmiendo.
No, no había sido un pensamiento, sino una imagen.
¿Cuál?
Se estrujó las meninges para recordarla.
Al cabo de un rato se acordó: Catarella dentro de su cuartito jugando con el ordenador.
¿A qué demonios venía aquello?
Después recordó la explicación que le había dado Catarella: «La consistencia de este juego consiste en hacer todo el daño que puedas a la pareja adversaria, o sea, la enemiga, y evitar que tu propio compañero sea puesto en grave peligro.»
¿Qué significaba eso?
Presentía oscuramente que esas palabras eran muy importantes. Pero ¿en relación con qué?
Se devanó los sesos hasta el amanecer.
Con las primeras luces del día, algo de luz entró también en su cerebro. Y entonces cerró con fuerza los ojos, como para rechazar aquella luz. Le hacía mucho daño. Y, como la hoja de un cuchillo, le produjo una dolorosa punzada en el corazón.
¡No! ¡No era posible!
Sin embargo…
¡No; era absurdo pensar una cosa semejante!
Sin embargo…
Se levantó, no podía seguir acostado.
Diosmíodiosmíodiosmíodiosmío…
¿Rezaba?
Se puso el bañador.
Abrió la cristalera de la galería.
Diosmíodiosmíodiosmíodiosmío…
El pescador matutino todavía no había llegado.
El aire fresco ponía la piel de gallina.
Bajó a la playa y se zambulló.
Si le daba un calambre y se ahogaba, tanto mejor.
Diosmíodiosmíodiosmíodiosmío…
Chorreando, fue a la cocina, preparó una cafetera y se la bebió entera.
El sonido del teléfono fue como una ráfaga de ametralladora.
Miró el reloj. Eran apenas las seis y media.
—Dottore? Soy Fazio.
—Dime.
—Han encontrado un cuerpo.
—¿Dónde?
—En un camino, en Bellagamba.
—¿Dónde está eso?
—Si quiere, paso a recogerlo con el coche.
—De acuerdo.
Decidió no decirle a Fazio la insoportable idea que lo había asaltado. Antes necesitaba respuestas inequívocas.
—¿Quién ha telefoneado?
—Un campesino con un nombre que Catarella no ha entendido.
—¿Ha dado detalles?
—Ninguno. Ha dicho que el muerto se encuentra en un foso justo al lado de una gran piedra donde hay pintada una cruz negra.
—¿Le ha dicho Catarella que espere?
—Sí.
No les costó encontrar la gran piedra con la cruz negra pintada.
Alrededor, una verdadera desolación: no se veía una casa ni pagándola a precio de oro; sólo matas de sorgo, hierbas silvestres hasta el infinito y algún que otro árbol raquítico. Los únicos seres vivos eran saltamontes del tamaño de un dedo y moscas que revoloteaban tan pegadas unas a otras que parecían velos negros en el aire. No se oía ni ladrar a un perro.
Y, sobre todo, no estaba el hombre que había descubierto el cadáver.
Fazio detuvo el coche y bajaron.
—Ese se ha ido. Ha cumplido con su deber, pero no quiere complicaciones —dijo.
El muerto se hallaba dentro del foso que corría paralelo al camino.
Estaba boca arriba, con los ojos desorbitados y la boca torcida en una especie de mueca. El torso desnudo mostraba un profuso vello en el pecho y los brazos; llevaba pantalones y zapatos. Ningún tatuaje visible.
Montalbano y Fazio se acuclillaron para examinarlo mejor.
Se trataba de un hombre de unos cuarenta años, con barba de varios días. Las heridas evidentes, sobre las que se agitaban miles de moscas, eran dos. El hombro izquierdo estaba amoratado y tumefacto.
Fazio se puso los guantes, se tumbó boca abajo y levantó un poco el cadáver.
—La bala debe de estar todavía dentro del hombro. Y tenía la herida infectada.
La otra herida le había destrozado el cuello.
—Esto, en cambio, es un orificio de salida —dijo el comisario—. Deben de haberle disparado en la nuca.
Fazio repitió la operación.
—Es verdad.
A continuación introdujo una mano bajo la pelvis del muerto.
—En el bolsillo posterior no está la cartera. Quizá la guardaba en la americana. En mi opinión, lleva muerto varios días.
—En la mía también.
Montalbano soltó un largo suspiro. Ahora empezaba el latazo del ministerio público, la Científica, el forense… Pero quería marcharse cuanto antes de aquel sitio desolado.
—Llama al circo, anda. Te hago compañía hasta que lleguen y luego me voy. Esta mañana viene Tavella a la comisaría.
—Ah, sí. Y también el portero Ugo Foscolo, para ver si reconoce…
Montalbano tuvo una súbita iluminación, aunque no había nada que la justificara.
—¿Tienes su teléfono?
—¿De quién?
—De Foscolo.
—Sí, señor.
—Llámalo enseguida, dile que venga y muéstrale el muerto.
Fazio lo miró, perplejo.
—Dottore, ¿qué lo lleva a pensar que…?
—No lo sé; es algo que me ha pasado por la cabeza, pero no perdemos nada por intentarlo.
Fazio hizo las llamadas.
Transcurrió una hora antes de que llegara el doctor Pasquano, el forense.
—Muy agradable, este sitio —dijo, mirando alrededor—, una verdadera alegría. Nunca nos dejan un cadáver, qué sé yo… en un club nocturno, una feria… Evidentemente, he llegado el primero.
—Por desgracia, sí —respondió Montalbano.
—¡Puta vida, me he pasado la noche en el Círculo y tengo un sueño que no me aguanto! —exclamó Pasquano irritado.
—¿Ha perdido?
—¡Vaya a tocarle los cojones a otro! —replicó el doctor, con su cortesía y señorial lenguaje acostumbrados.
Señal de que había perdido. Y quizá bastante.
—Bueno, ¿y el señor fiscal Tommaseo cuándo se dignará llegar?
—Es el primero al que he llamado —intervino Fazio—, y me ha dicho que, como máximo, estaría aquí dentro de una horita.
—¡Si no se estrella antes contra un palo! —repuso Pasquano.
Era del dominio público que el fiscal Tommaseo conducía como si se hubiera atiborrado de alucinógenos.
—Mientras tanto, eche un vistazo al muerto —sugirió Montalbano.
—Écheselo usted; yo me voy a recuperar unas horas de sueño —le espetó el doctor, y se metió en el furgón fúnebre tras ordenar salir a los dos camilleros.
—Coja mi coche —le dijo Fazio al comisario—. Yo volveré con alguno de ellos.
—Te tomo la palabra.
—¡Ah, dottori! Debo comunicarle que en la sala de espera hay uno que lo espera a usía pirsonalmente.
—Tavella.
—No, siñor, Trivella.
—Está bien, hazlo pasar a mi despacho.
Tavella estaba bastante menos nervioso que el día anterior. De hecho, sólo se tocó la oreja una vez. Había superado el terrible golpe de la acusación imprevista y falsa.
—Ante todo, quería darle las gracias por su comprensión…
Montalbano cortó por lo sano.
—¿Ha llamado a su abogado? ¿Ha hablado con él?
—Sí. Pero no podrá venir hasta dentro de media hora.
—Entonces, vuelva a la sala de espera y, cuando llegue, pida que me avisen.
A continuación llamó al fiscal Catanzaro, que se ocupaba de robos y atracos. Se tenían simpatía y se tuteaban.
—Soy Montalbano. ¿Puedes estar un cuarto de hora al teléfono?
—Dejémoslo en diez minutos.
El comisario le contó todo lo relativo a los robos y a Tavella.
—Hazme un informe por escrito, y entretanto mándame lo antes posible a Tavella y su abogado —dijo al final Catanzaro.
Montalbano se armó de paciencia y empezó a redactar a mano el informe que después Catarella pasaría a limpio.
Al cabo de media hora, Catarella le avisó que había llegado el abogado.
—Hazlos entrar.
Despachó el asunto en cinco minutos y los mandó a ver a Catanzaro. Tardó media hora más en terminar el informe, que le entregó a Catarella para que lo escribiera con el ordenador. Después llamó a Fazio.
—¿Cómo vais?
—Dottore, el fiscal Tommaseo se ha estrellado contra una vaca.
Eso era una novedad. Tommaseo se había estrellado contra todo: árboles, contenedores, palos, mojones, camiones, rebaños de ovejas, tanques… pero nunca contra una vaca.
—¿Ha ido Foscolo?
—Sí, señor, pero no lo ha reconocido.
Paciencia, la iluminación no había funcionado.
—Total, que tienes para toda la mañana, ¿no?
—Eso parece.
—¿Y Pasquano qué hace?
—Por suerte, duerme.
Hacia la una, cuando ya estaba levantándose para ir a comer, lo llamó Tavella.
—El dottor Catanzaro ha decretado arresto domiciliario. Pero yo le juro, comisario, que…
—No hace falta que jure; lo creo. Ya verá como todo acaba solucionándose.
Fue a la trattoria de Enzo, pero comió poco.
Después del paseo habitual, volvió a la comisaría. Allí lo esperaba Fazio.
—¿Qué ha dicho Pasquano?
—Era imposible acercarse a él, así que no le digo preguntarle algo… Estaba tan furioso que daba miedo.
—Lo llamaré más tarde. Pero ya sé lo que va a decirme.
—¿Qué?
—Que la primera herida, la del hombro, se la hicieron unas cuarenta y ocho horas antes del disparo en la nuca que lo mató.
—¿Y quién le disparó?
—¿La primera vez? ¿No lo adivinas?
—No, señor.
—Nuestro Loschiavo.
—¡Coño!
—Calma. Sólo lo hirió, y actuó en legítima defensa. Yo escribiré el informe para el jefe superior.
—Y según usía, ¿cómo sucedió todo?
—Durante el enfrentamiento en el chalet de los Sciortino, Loschiavo hiere a uno. A éste, la bala se le queda en el hombro, pero sus cómplices no saben cómo curarlo y tampoco pueden llevarlo al hospital. La herida acaba por infectársele, y sus compañeros, para evitar complicaciones, deciden matarlo. Cuando Pasquano extraiga la bala, sabremos si mi hipótesis es correcta o no.
—Seguramente lo es.
—Por tanto, ese hombre murió antes del robo en casa de Pirrera —continuó el comisario.
—Es evidente.
—Pero los ladrones seguían siendo tres. Nos lo dijo Foscolo.
—Es verdad.
—Y eso significa una sola cosa: que el señor X participó en persona en el robo, en sustitución del muerto. Debía de ser el de la gorra y la bufanda, que fingía un resfriado.
—Es probable. Pero, desde luego, actuando así ha corrido un riesgo enorme.
—Valía la pena.
—¿En qué sentido?
—He llegado a la conclusión de que al señor X el único robo que le interesaba era precisamente este último. Los anteriores sirvieron para pagar a los de la banda y quizá para enturbiar las aguas. Sin duda había algo en la caja fuerte de Pirrera, además de las joyas. Ahora que ese algo está en manos del señor X, no volveremos a oír hablar de la banda de ladrones. Pero estoy convencido de que en breve habrá consecuencias. Me espero una especie de traca final.
—¿En serio? Pero nosotros nos quedamos sin nada en las manos.
—Quizá todavía haya un camino.
—Soy todo oídos.
—Mientras continúas buscando información sobre los tres nombres de la lista que te dije el otro día, deberías visitar de nuevo, con una excusa cualquiera, a la viuda Cannavò, la chismosa.
—¿Qué quiere saber?
—Es una idea más inconsistente que una telaraña, Fazio, pero no podemos descartarla. Trata de averiguar si se produjo alguna novedad en el grupo de amigos de los Peritore hace tres o cuatro meses.
—¿Qué tipo de novedad?
—No sabría decirte… Pero tú consigue que te lo cuente todo, exprímela.
—Voy ahora mismo.
Antes de que pasaran veinte minutos, Fazio lo llamó.
—La viuda ha ido a ver a su hijo a Palermo.
—¿Sabes cuándo vuelve?
—El portero dice que mañana por la mañana, sobre mediodía.
Un poco antes de las ocho, llamó al doctor Pasquano.
—¿Qué me cuenta, doctor?
—Elija usted. ¿Caperucita Roja? ¿La fábula del hijo cambiado? ¿Un chiste?… ¿Sabe el del médico y la enfermera?
—Doctor, por favor, es tarde y estoy cansado.
—¿Y yo no?
—Doctor, quería saber…
—¡Sé muy bien lo que usted quiere saber! Pero no voy a decírselo, ¿está claro? Espere a recibir el informe.
—Pero ¿por qué está tan irascible?
—Porque me da la gana.
—¿Puedo hacerle sólo una pregunta?
—¿Sólo una?
—Una. Palabra de honor.
—¡Ja, ja, ja! ¡No me haga reír! La palabra de honor la dan los hombres. Pero usted ya no es un hombre; usted está para el arrastre… ¿Por qué no dimite? ¿No se da cuenta de que está decrépito?
—¿Ya se ha desahogado?
—Sí. Y ahora hágame esa maldita pregunta y luego váyase a una residencia de ancianos.
—Aparte de que usted es mayor que yo y no podrá ir a una residencia de ancianos porque no tendrá dinero después de perderlo todo jugando, la pregunta es ésta: ¿ha extraído la bala del hombro?
—¡Vaya por Dios! No tiene la conciencia tranquila, ¿eh?
—¿Yo? ¿Por qué?
—¡Porque ustedes, los de la policía, disparan a la gente y ni se enteran!
Eso era lo que quería saber.
—Le agradezco su delicadeza, doctor. Y le deseo mucha suerte esta noche en el Círculo.
—¡A tomar por culo!