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—Hacia las cuatro de esta tarde, una furgoneta se detuvo delante de mi edificio y el conductor me explicó que tenían que orientar mejor la antena parabólica de los señores Pirrera, que está sobre el tejado de su casa.

—Dígame exactamente qué querían de usted.

—Como sabían que yo tengo llaves del cuarenta y uno…

—¿Por qué las tiene?

—En la planta baja del cuarenta y uno viven los señores Tallarita, que salen a las siete de la mañana y vuelven a las cinco y media de la tarde. Los señores Pirrera, que viven en el primer piso, salen a las ocho, vuelven para comer, salen de nuevo, y luego la mujer vuelve hacia las cinco y media y el marido después de las ocho. Por eso me dejan a mí una llave del portal, por si hace falta entrar para algo.

—¿Qué querían?

—Que les abriera el portal y la puertecita de la escalera que sube hasta el tejado.

—¿Y usted lo hizo?

—Sí, señor.

—¿Esperó a que terminaran el trabajo?

—No, señor; volví a mi garita.

—¿Y qué pasó luego?

—Al cabo de unos tres cuartos de hora, vinieron a decirme que habían terminado y me dieron las gracias. Entonces yo fui a cerrar.

—¿Cuántos eran?

—Tres.

—¿Les vio la cara?

—A dos sí, al otro no.

—¿Por qué?

—Llevaba gorra y una bufanda hasta la nariz. Estaba resfriado, tosía.

—Gracias, puede marcharse. Ahora —le dijo Montalbano a Fazio—, cuéntame tú la continuación.

Dottore, los tres subieron al tejado, rompieron el tragaluz, entraron en la vivienda de los Pirrera y fueron directos a la caja fuerte. La abrieron y sanseacabó. Por eso he llamado a la Científica.

—Has hecho bien. ¿A qué se dedica el señor Pirrera?

—Tiene una joyería. Se ocupa de ella con su mujer. Está desesperado.

—¿Y no robaron nada más de la casa?

—Parece que no.

—¿Ha venido también Arquà con sus hombres?

—Sí, señor.

Arquà era el jefe de la Científica y Montalbano no lo soportaba. Lo mismo le sucedía a Arquà con él.

—Oye, yo me voy a Marinella. Llámame luego y me lo cuentas todo.

—De acuerdo.

—Ah, quería decirte que he hecho averiguaciones sobre Pennino y Parisi. A Pennino lo tienen bajo vigilancia los de antidroga. Parisi está desde hace dos meses en un hospital de Palermo.

—O sea, que la señorita Cosulich se equivocaba.

—Eso parece. Ah, oye, puedes retirar la vigilancia nocturna de las casas. Ya hemos perdido la partida. —Giró sobre los talones, dio tres pasos y volvió atrás—. Dile al portero que venga a la comisaría mañana por la mañana. A dos les vio la cara. Enséñale el fichero. No espero que reconozca a ninguno, pero es algo que hay que hacer.

En Marinella se metió bajo la ducha buscando un efecto calmante. Las idas y vueltas a Montelusa, el robo y la conciencia de haber perdido la partida lo habían puesto nervioso.

¡El señor X lo había conseguido! ¡Había cambiado por completo de sistema y había acertado!

Había cumplido su palabra; era preciso reconocerlo.

Y lo había hecho quedar como un idiota.

No tuvo ni ganas de ver qué le había preparado Adelina para cenar. Se quedó en la galería, impotente y furioso al mismo tiempo.

Ahora ya estaba claro. Era preciso mirar la verdad de frente. Había llegado la edad de la jubilación.

La llamada de Fazio se produjo media hora después.

Dottore, el dottor Pirrera está camino de la comisaría para presentar la denuncia. Pero quería decirle que la Científica ha descubierto algo que quizá sea importante.

—¿Qué ha descubierto?

—Una llave en el tejado, una llave de coche. Según ellos, la perdió uno de los ladrones; descartan que estuviera allí antes.

—¿Hay huellas?

—No, señor. Y tampoco en la caja fuerte. Además de eso, quería contarle un rumor que he oído.

—Cuenta.

—Para ser sincero, no es un rumor, sino un verdadero vocerío. Que Pirrera es un usurero.

—Bueno es saberlo. ¿Quién tiene la llave?

—Yo.

—Voy para allá.

—¿Para hacer qué?

—Luego te lo digo.

Esa llave era para él como una balsa para un náufrago.

—¿Se ha marchado el señor Pirrera?

—Ahora mismo.

—Habéis ido deprisa.

—Ha venido con la lista hecha. Un joyero sabe lo que guarda en su caja fuerte.

—Bien. ¿Tienes los números de teléfono de todos los de la lista?

—Sí, señor.

—¿Cuántos hombres hay en este momento en la comisaría?

—Cinco.

—Que no se vayan. Ahora llama a todos los de la lista. Que te ayude Catarella y alguien más.

—¿Qué hay que decirles?

—Que dentro de una hora los quiero aquí, en comisaría, con todos los coches de su propiedad.

¡Dottore, pero dentro de una hora son las once de la noche!

—¿Y qué?

—A lo mejor alguno ya se ha acostado…

—Si se ha acostado, que se levante.

—¿Y si alguno se niega?

—Le dices que tienes orden de traerlo aquí esposado.

Dottore, lleve cuidado con lo que hace.

—¿Por qué?

—Esa gente es rica, tiene amistades importantes, puede protestar ante altas instancias, perjudicarlo…

—Me trae al fresco lo que hagan. —De repente volvía a ser el Montalbano de antes—. Procederemos así: a medida que lleguen, dejarán en el aparcamiento sus coches abiertos con la llave puesta y entrarán en la sala de espera. No quiero que vean lo que haremos nosotros en el aparcamiento. ¿Está claro?

—Clarísimo.

—Y ahora, en marcha, no perdamos tiempo.

Estuvo más de una hora junto a la ventana, fumando un cigarrillo tras otro.

Luego entró Fazio.

—Están todos aquí con excepción del señor Camera, al que no hemos conseguido localizar de ningún modo. ¿Se ha enterado? Hemos tenido un golpe de suerte.

—¿En qué?

—Diez de ellos estaban reunidos jugando una partida de bridge. Están todos que trinan y piden explicaciones.

—Se las daremos. ¿Tienes la llave que encontró la Científica?

—En el bolsillo.

—¿Cuántos coches hay?

—Veinticuatro. Algunos tienen más de uno.

—Empieza la comprobación.

Cuando iba por el décimo cigarrillo, tenía la garganta ardiendo y le quemaba la punta de la lengua. Fazio irrumpió triunfal.

—¡Es la llave del coche de Tavella, no cabe duda!

—Me habría jugado las pelotas —dijo Montalbano.

Fazio lo miró perplejo.

—¿Ya lo sospechaba?

—Sí, pero no en el sentido que crees.

—¿Y ahora qué hacemos?

—Mándalos a todos a casa después de pedirles disculpas. Con excepción de Angelica Cosulich, Tavella y Maniace.

—¿Y por qué no sólo Tavella?

—Es mejor echar un puñado de tierra a los ojos. Cuando todos se hayan ido, vuelve con Angelica Cosulich. Cuidado, deja a alguien de guardia en la sala de espera. Ni Tavella ni Maniace deben salir al exterior por ningún motivo.

Cinco minutos más tarde tenía a Angelica delante, acompañada de Fazio.

—Tomen asiento.

Los dos se sentaron frente a la mesa.

Lo primero que notó Montalbano fue que los maravillosos ojos azules de Angelica parecían haber perdido color.

—Le pido disculpas por haberla retenido, señorita Cosulich. Pero es sólo para comunicarle que hemos indagado a fondo sobre los dos nombres que usted tuvo la amabilidad de darnos. Ninguno de los dos, por desgracia, pudo ser el autor de la carta anónima.

Angelica se encogió de hombros, indiferente.

—Era sólo una hipótesis.

Montalbano se levantó, ella también. Él le tendió la mano. La de Angelica estaba fría.

—Hasta la vista. Fazio, por favor, acompaña a la señorita y luego haz pasar al señor Maniace.

—Hasta la vista —dijo Angelica sin mirarlo.

Con Maniace tenía que inventarse algo.

—Buenas noches —saludó éste, entrando.

—Buenas noches —contestó Montalbano, levantándose y tendiéndole la mano—. Siéntese. Es cuestión de unos segundos.

—A su disposición.

—Un tal Davide Marcantonio afirma que hace diez años fue socio suyo en una empresa de pompas fúnebres. Y como resulta que Marcantonio está imputado…

—Un momento —lo interrumpió Maniace—. No conozco a ningún Marcantonio y nunca he tenido una empresa de pompas fúnebres.

—¿En serio? ¿Usted nació en Pietraperzia?

—No; en Vigàta.

—Entonces debe de tratarse de un caso de homonimia. Le pido disculpas. Buenas noches. Fazio, acompaña al señor.

Fazio volvió disparado.

—¿Llamo a Tavella?

—No; deja que se cueza en su propia salsa. Ha visto que hemos despachado en un momento a Cosulich y Maniace, y ahora estará preguntándose por qué no lo llamamos a él. Cuanto más nervioso se ponga, mejor.

Dottore, ¿me explica cómo es que ha pensado enseguida en él?

—Me dijiste que Tavella está cargado de deudas de juego. Y también me dijiste que Pirrera es un usurero. ¿Cuánto son dos más dos?

—Cuatro —respondió Fazio.

—Y eso es lo que quieren hacernos creer. Pero, en este caso concreto, dos más dos no suman cuatro, sino otra cantidad.

Fazio dio un respingo en la silla.

—Entonces, usted cree que…

—… que Tavella es un perfecto chivo expiatorio. Pero puedo equivocarme. ¿Hay bares abiertos a estas horas?

—Cerca de aquí no, dottore. Pero si quiere café, Catarella tiene una cafetera. Le sale bueno.

• • •

Después de tomarse el café, Montalbano le dijo a Fazio que fuera a buscar a Tavella.

Era un cuarentón delgado, bien vestido, con el pelo rizado, gafas y un ligero tic.

—Siéntese, señor Tavella. Lamento la espera, pero antes tenía que hacer unas comprobaciones.

Tavella se sentó y se ajustó la raya de los pantalones. Después se tocó dos veces la oreja izquierda.

—No comprendo por qué…

—Lo comprenderá. Y tenga la amabilidad de no hacer comentarios y limitarse a responder a mis preguntas. Así terminaremos antes. ¿Dónde están las llaves de su coche?

—El señor aquí presente nos ha dicho que debíamos…

—Ah, es verdad. Fazio, ve a buscarlas.

Antes de salir, Fazio lo miró. Montalbano le devolvió la mirada. Se entendieron al vuelo.

—¿Dónde trabaja, señor Tavella?

—En el ayuntamiento, en el área de administración de bienes públicos. Soy perito mercantil.

—¿Esta tarde ha ido a trabajar?

—No.

—¿Por qué?

—Había pedido permiso para echarle una mano a mi mujer. Por la noche iban a venir a casa un grupo de amigos para la habitual partida de bridge.

—Comprendo.

Fazio volvió con las llaves. Eran dos en una anilla metálica. Las dejó encima de la mesa.

—Mírelas bien, señor Tavella. ¿Son las de su coche?

—Sí.

—¿Está seguro?

Tavella se levantó a medias de la silla para mirarlas más de cerca. De nuevo se tocó dos veces la oreja izquierda.

—Sí, son las mías.

—Una es la de contacto, para poner en marcha el motor, y la otra es la del maletero. ¿Correcto?

—Correcto.

—Ahora explíqueme cómo es que en esta llave de contacto no están sus huellas.

Tavella se quedó perplejo. Abrió la boca y la cerró. Sintió la necesidad urgente de ajustarse la raya de los pantalones. Y de tocarse cuatro veces la oreja izquierda.

—No es posible. ¿Cómo habría podido venir sin utilizar la llave?

—Porque la que usted ha utilizado es otra. Fazio, ponla sobre la mesa.

Fazio se enfundó los guantes, sacó la llave de una bolsita de plástico y la dejó sobre la mesa, al lado de las otras dos.

—Esta que usted ve en el llavero, la ha cambiado Fazio antes de volver aquí.

—No entiendo nada —dijo Tavella, tocándose ocho veces la oreja izquierda—. Y esta otra llave mía, ¿cómo es que la tienen ustedes?

—Porque la han encontrado en el tejado de la vivienda del señor Pirrera, donde hoy se ha cometido un robo. Sin duda, usted lo sabe.

Tavella se quedó lívido como un muerto. Se puso en pie temblando de arriba abajo.

—¡Yo no he sido! ¡Lo juro! ¡Las llaves de repuesto están en mi casa!

—Siéntese, por favor. Y trate de calmarse. ¿Dónde las tiene?

—Colgadas junto a la puerta de casa.

Montalbano empujó el teléfono hacia él.

—¿Su mujer sabe conducir?

—No.

—Llámela y pregúntele si las llaves de repuesto están en su sitio.

A Tavella le temblaban tanto las manos que se equivocó dos veces al marcar el número. Fazio intervino mientras la oreja izquierda del perito era torturada por su propietario.

—Dígame el número.

Tavella se lo dijo. Fazio marcó y le pasó el auricular.

—¿Ernestina? Hola… No, no me ha pasado nada; aún estoy en la comisaría. Un contratiempo, una cosa sin importancia. Sí, estoy bien, no te preocupes. Hazme un favor. Ve a ver si las llaves de repuesto del coche están en su sitio.

Tavella tenía la frente perlada de sudor. La oreja izquierda se le había puesto roja como un tomate.

—¿No están? ¿Has mirado bien? De acuerdo, hasta luego. —Colgó y abrió los brazos, desolado—. No sé qué decir.

—Entonces, ¿usted no sabe cuándo desaparecieron?

—¡No me había fijado! Estaban allí con las demás, las del sótano, las del desván…

—Respóndame con sinceridad, señor Tavella.

—¿Y qué he hecho hasta ahora?

—¿Usted le debe dinero a Pirrera?

Tavella no vaciló.

—Sí. No es un secreto. ¡Todo el mundo lo sabe!

—¿Sus amigos también?

—Por supuesto.

—¿Cuánto le debe?

—Al principio eran cien mil euros. Ahora se han convertido en quinientos mil.

—¿Pirrera es un usurero?

—Juzgue usted mismo. ¡Lleva treinta años sin hacer otra cosa que chuparle la sangre a media ciudad!

Un enorme e inexplicable —o quizá demasiado explicable— cansancio se abatió de golpe sobre el comisario.

—Señor Tavella, por desgracia me veo obligado a retenerlo.

El desdichado se cogió la cabeza con las manos y se echó a llorar.

—Créame, no puedo hacer otra cosa. Usted carece de coartada, han encontrado la llave de su coche en el lugar del robo, tiene buenos motivos para detestar a Pirrera…

La rabia por verse obligado a seguir reglas abstractas y la pena por aquel desdichado, cuya inocencia presentía, lo hicieron sentir mal.

—Ahora mismo podrá avisar a su mujer. Y mañana por la mañana llame también a su abogado. Fazio, encárgate de todo.

Salió deprisa y corriendo, como si dentro de su despacho le faltase aire.

Al pasar por delante de Catarella lo vio ocupado con el ordenador.

—¿El juego de costumbre?

—Sí, siñor dottori.

—¿En qué situación te encuentras?

—Mala. Pero mi compañero, que soy yo, ya está llegando.

Algo dentro de él se rebeló.

Pero ¿por qué debía seguir al pie de la letra el manual de comportamiento del comisario perfecto? ¿Cuándo lo había hecho?

Volvió a su despacho.

Fazio tenía en la mano el auricular para llamar a la mujer de Tavella. Este seguía llorando.

—Fazio, ven un momento.

El inspector se reunió con él en el pasillo.

—Yo a este hombre lo mando a su casa.

—Está bien, pero…

—Escribe un informe diciendo que el calabozo está inutilizable a causa de una inundación pretérita.

—Pero ¡si no llueve desde hace un mes!

—Precisamente por eso es pretérita.

Montalbano entró en el despacho.

—Señor Tavella, lo dejo en libertad. Váyase a casa con su mujer. Pero mañana venga a las nueve con su abogado.

Y antes de que Tavella, desconcertado, empezara a darle las gracias, se fue.