—¿Un barco? ¿Y qué tiene usted que ver con eso?
—Me han avisado de la Capitanía del puerto. Parece que a bordo hay contrabando.
—¿Y eso no es competencia de la Policía Fiscal?
—Sí, señor. Pero están todos enfermos. Hay una pequeña epidemia de colitis. Por lo visto, la conducción del agua potable estaba contaminada. —¿Qué más podía inventarse?
—Pues mande al subcomisario.
—Ha sido puesto en libertad, señor jefe superior.
—¿Puesto en libertad? Pero ¿qué coño dice?
—Perdone, me he confundido. Quiero decir que se ha tomado unos días libres. —¡Maldito Catarella!
—Entonces lo espero a las cinco en punto. —Y colgó sin despedirse.
¿Qué habría ocurrido?
Sonó el teléfono. Era Zito.
—¿Has oído a Ragonese en el noticiario de la una?
—No. ¿Qué ha dicho?
—Ven y te paso la grabación. Es mejor.
Veinte minutos después entraba a toda prisa en los estudios de Retelibera.
—Ven, está todo preparado.
Entraron en una sala vacía y Zito puso en marcha el reproductor.
La boca de la cara de culo de gallina de Ragonese empezó a hablar.
«Hemos tenido conocimiento de un hecho de una gravedad inaudita. Naturalmente, haremos que llegue a manos del jefe superior de policía, el señor Bonetti-Alderighi, la carta que nos ha puesto al corriente del episodio. Ya informamos a nuestros telespectadores de que sobre nuestra ciudad se ha abatido una oleada de robos sin que el comisario Salvo Montalbano, a quien por desgracia compete la investigación, haya conseguido ponerle freno. Los ladrones tienen un modus operandi repetitivo.
»Entran en una casa de veraneo mientras los propietarios están dentro durmiendo, se apoderan de las llaves de su piso en la ciudad y van a desvalijarlo tranquilamente. Lo mismo ha sucedido en el nuevo robo de que ha sido víctima la señorita Angelica Cosulich, pero, en su informe, el comisario Montalbano ha alterado los hechos diciendo que el robo se cometió exclusivamente en la vivienda urbana de la señorita Cosulich. Sin embargo, en esta ocasión el procedimiento fue también el mismo: los ladrones habían entrado previamente en la villa de un primo de la señorita Cosulich mientras ella dormía allí y habían cogido las llaves de su piso. Esto plantea dos interrogantes. ¿La señorita Cosulich no le contó al comisario Montalbano cómo habían sucedido realmente las cosas? Y en caso afirmativo, ¿con qué finalidad? ¿O bien es el comisario Montalbano el que ha redactado un informe parcial de los hechos? Y en caso afirmativo, ¿por qué? Mantendremos informados a nuestros telespectadores del desarrollo de un asunto que consideramos de enorme gravedad.»
—¿No querías una reacción? ¡Pues aquí la tienes! —dijo Zito.
• • •
Ahora entendía por qué estaba tan furioso el señor jefe superior.
Eran las cuatro y media, de modo que se dirigió sin prisa hacia la Jefatura.
El ordenanza lo hizo pasar al despacho de Bonetti-Alderighi a las cinco y veinte. Montalbano estaba tranquilo; había tenido tiempo de preparar una defensa que exigía una interpretación al estilo de la antigua escuela dramática italiana, tipo Gustavo Salvini o Ermete Zacconi.
El jefe superior no levantó los ojos del papel que estaba leyendo, no lo saludó y tampoco le dijo que se sentara.
Aviso a navegantes: inminente borrasca de fuerte intensidad.
Luego, sin pronunciar palabra, alargó un brazo y le tendió a Montalbano el papel.
Era una carta anónima, escrita con letras de molde:
NO ES VERDAD QUE LOS LADRONES HAYAN ENTRADO SÓLO EN EL PISO DONDE VIVE ANGELICA COSULICH. LAS LLAVES LAS COGIERON DE LA VILLA DE UN PRIMO SUYO ADONDE ELLA HABÍA IDO A PASAR UN DÍA DE ASUETO. ¿POR QUÉ EL COMISARIO MONTALBANO HA OMITIDO ESTE HECHO EN SU INFORME?
Montalbano arrojó el papel a la mesa con gesto indignado.
—¡Exijo una explicación! —exclamó Bonetti-Alderighi.
El comisario se llevó una mano a la frente como si le doliera y replicó con voz impostada:
—¡Ay de mí! ¿Qué he hecho yo para merecer tan grave ofensa? —Apartó la mano de la frente, abrió exageradamente los ojos y señaló al jefe superior con dedo trémulo—. ¡Me siento herido por tan inicua injuria!
—¡Basta, Montalbano, nadie está injuriándolo! —repuso Bonetti-Alderighi, un tanto desconcertado.
—¡Usted ha prestado oídos a un vil anónimo! ¡Usted, sí, usted, que debería proteger a sus fieles servidores, los abandona a merced de una burda patraña!
—Pero ¿por qué habla así? ¡Cálmese de una vez!
Montalbano, más que sentarse, se desplomó sobre una silla.
—¡Mi informe es honrado y veraz! ¡Y ningún mortal debe ni puede ponerlo en duda!
—Pero ¿por qué habla así? —repitió el jefe superior, impresionado.
—¿Puedo beber un poco de agua?
—Sí, cójala.
Montalbano se levantó, dio dos pasos tambaleándose como un borracho, abrió el minibar, se sirvió un vaso de agua y volvió a sentarse.
—Ya estoy mejor. Perdone, señor jefe superior, pero cuando soy acusado injustamente, pierdo durante algún tiempo el control del lenguaje. Es el síndrome de Scott Turow, ¿lo conoce?
—Vagamente —contestó Bonetti-Alderighi, que no quería pasar por un ignorante total—. Dígame, ¿qué ocurrió en realidad?
—Señor jefe superior, esa carta no dice más que falsedades. Es verdad que la señorita Cosulich estaba durmiendo en la villa de su primo…
—¿Entonces…?
—Déjeme terminar, por favor. Los ladrones no entraron en la villa, no la desvalijaron. —Y ésa era la pura y simple verdad.
—Pero ¿cómo se apoderaron de la llave? ¡Porque usted, en su informe, pone que no forzaron la puerta del piso!
—Permita que se lo explique. La señorita Cosulich dejó, incautamente, las llaves de su casa de Vigàta en la guantera del coche, que estaba aparcado delante de la villa. Los ladrones, evidentemente de paso, forzaron la puerta del vehículo, miraron los documentos con la dirección de la señorita y aprovecharon la ocasión. Técnicamente, yo no podía plasmar en el informe un robo en la villa que nunca se cometió. Lo que sí puse es que a la señorita le robaron el coche. Como ve, no ha habido ninguna omisión.
Miró el reloj. ¡Virgen santa, eran las seis menos tres minutos!
—Perdone, señor jefe superior, pero el Butterfly está a punto de llegar y yo debería…
—Pero ¿no ha dicho antes que se llamaba Pinkerton?
—Sí, claro, tiene razón, Pinkerton, disculpe, pero esta injusta acusación me ha…
—Váyase, váyase.
Se dirigió a Marinella a todo trapo, el equivalente a ochenta kilómetros por hora para un conductor normal.
Mientras cruzaba la localidad de Villaseta, un carabinero que debía de estar escondido detrás de un seto apareció ante él con un disco en la mano, indicándole que parara.
—Carnet y permiso de circulación.
—Perdone, ¿por qué?
—El límite de velocidad en un centro urbano es de cincuenta por hora. Eso lo saben hasta los chinos.
Los nervios provocados por la nueva pérdida de tiempo y la frase hecha empujaron al comisario a soltar una gracia desafortunada:
—¿Y los negros qué? ¿No han sido informados?
El carabinero lo miró mal.
—¿Pretende hacerse el gracioso?
No podía ponerse chulo; aquel carabinero era muy capaz de llevarlo al cuartel, y entonces adiós Angelica.
—Perdone.
¡Qué humillación, qué vergüenza, qué afrenta para un comisario de policía tener que pedir perdón a un miembro del cuerpo de carabineros!
Este, que estaba examinando el carnet, puso cara de sorpresa.
—¿Es usted el comisario Montalbano?
—Sí —respondió entre dientes.
—¿Está de servicio?
Pues claro que estaba de servicio, él siempre estaba de servicio.
—Sí.
—En ese caso, prosiga —dijo el carabinero, devolviéndole el carnet y el permiso de circulación y haciéndole el saludo militar.
Montalbano se alejó a una velocidad que lo habría hecho llegar el último en una carrera de tortugas, pero después de la primera curva se puso de nuevo a ochenta.
Cuando llegó a Marinella eran las siete menos veinte.
¡A saber si Angelica ya había telefoneado!
Descolgó el auricular para que diera señal de comunicar si llamaban, fue a darse una ducha rápida porque estaba empapado en sudor, volvió a colgar el auricular y se cambió de ropa. Representar la escena dramática ante el señor jefe superior había sido bastante laborioso.
A las siete y media, cuando ya se había fumado un paquete entero de tabaco, el teléfono se decidió a sonar.
—Ha surgido un contratiempo —anunció Angelica.
¿Qué pasaba? ¿Era el día del no?
—Dime.
—Estoy en la villa de mi primo. Quería poner en orden mi habitación, porque después del robo no había vuelto, y de pronto se ha ido la luz. Habrá saltado un fusible. Aquí tengo todo lo necesario, pero no sé cómo se hace.
—Perdona, pero ¿para qué necesitas la luz ahora? Cierra, ven a mi casa y mañana llamas a un electricista.
—Esta noche dan el agua.
—Me he perdido…
—Aquí dan el agua una vez a la semana. Y si no hay electricidad, el depósito no se llena. ¿Comprendes ahora? Me expongo a quedarme más de una semana sin agua.
«¿Acaso va a necesitar el picadero en los próximos días?», fue lo primero que pensó Montalbano.
Como si le hubiera leído el pensamiento, Angelica añadió:
—Y no podré fregar el suelo, que está sucio.
—Puedo intentar arreglar la avería.
—No me atrevía a pedírtelo. Ahora te explico cómo se llega hasta aquí.
¡Había escogido bien el sitio! Estaba en pleno campo; el comisario tardó tres cuartos de hora en llegar.
Desde el camino arrancaba un largo paseo, al inicio del cual había una verja de hierro que parecía abierta desde hacía años. El paseo llevaba a un gran palacete dieciochesco, completamente aislado y bien conservado.
Fue con el coche hasta la parte posterior de la mansión. Angelica lo esperaba al final de una corta escalinata que conducía a su habitación.
—¡Estoy aquí! —exclamó sonriendo.
Fue como si el sol, que estaba poniéndose, se hubiera arrepentido y hubiese vuelto a elevarse hasta lo más alto del cielo.
Montalbano empezó a subir y ella bajó unos peldaños. Se abrazaron y besaron en mitad del tramo.
—Aprovechemos que todavía hay un poco de luz —dijo él.
Ella se volvió para subir los escalones que los separaban de la habitación y entró. Montalbano no vio un peldaño y tropezó en mala postura, conteniendo a duras penas una sarta de reniegos. Sintió un fuerte dolor en el tobillo izquierdo.
Angelica se apresuró a acudir en su ayuda
—¿Te has hecho daño?
—Un poco, en el tobillo.
—¿Puedes andar?
—Sí. No perdamos tiempo, que dentro de poco oscurecerá del todo.
No tardó mucho en localizar el cajetín que llevaba la luz desde la casa hasta la habitación. Se subió a una silla y retiró la tapa.
Un cable había hecho cortocircuito.
—Ve a la casa y quita la luz.
Angelica salió. Montalbano aprovechó su ausencia para observar la habitación. Era espartana; debía de servir sólo para una cosa, la que él ya sabía, y constatarlo lo puso de un humor de perros.
Angelica regresó.
—Ya está.
—Dame cinta aislante.
Tardó un par de minutos en reparar la avería.
—Vuelve a dar la luz.
Se quedó subido a la silla en espera del resultado. De pronto, la lámpara que colgaba en el centro de la habitación se encendió.
—¡Qué bien! —exclamó Angelica al regresar—. ¿Por qué no bajas?
—Tendrías que ayudarme.
Ella se acercó, y él, apoyándose con las dos manos en sus hombros, bajó despacio. Le dolía muchísimo el tobillo.
—Túmbate en la cama —dijo Angelica—. Quiero ver qué te has hecho.
Montalbano obedeció. Ella le subió un poco la pernera izquierda de los pantalones.
—¡Uf! ¡Está hinchadísimo! —Le quitó el zapato con cierta dificultad y luego el calcetín—. ¡Menuda torcedura!
Fue al cuarto de baño y volvió con un tubo en la mano.
—Esto te calmará el dolor. —Y le extendió la pomada por el tobillo, masajeándolo—. Dentro de diez minutos te pongo el calcetín.
Se tumbó al lado de Montalbano y lo abrazó, apoyando la cabeza en su pecho.
Fue entonces cuando él, como en un destello, pensó:
… en el mismo lecho en que yacía,
la ingrata dama habría reposado
abrazada a su amante muchas veces.
¡Y en este caso no se trataba de un solo amante, sino quién sabe de cuántos!
Carne mendigada. Hombres que cobraban para hacerla gozar.
¿Cuántos pares de ojos habían mirado su cuerpo desnudo? ¿Cuántas manos la habían acariciado sobre aquella cama? ¿Y cuántas veces había oído aquella habitación semejante a una celda la voz de ella diciendo «más… más…»?
Unos celos feroces lo asaltaron.
Los peores celos, los del pasado.
Pero no podía evitarlo; estaba empezando a temblar de rabia, de ira.
Con tal asco se alzó, con tal presteza
de las odiosas plumas, cual villano…
—¡Me voy! —exclamó incorporándose.
Desconcertada, Angelica levantó la cabeza.
—¿Qué te pasa?
—¡Me voy! —repitió Montalbano, poniéndose el calcetín y el zapato.
Ella debió de intuir algo de lo que le estaba pasando por la cabeza, porque se quedó mirándolo sin decir una palabra más.
El comisario bajó la escalera apretando los dientes para no quejarse, montó en el coche y se fue.
Estaba furioso.
En cuanto llegó a Marinella, desconectó el teléfono y se tumbó en la cama.
Cuatro whiskys después, acostado con la botella aún a mano, notó que la rabia había disminuido varios grados. Y se puso a pensar.
Para empezar, había que hacer algo con el tobillo, si no, al día siguiente no podría ir a la comisaría.
Miró el reloj; las nueve y media.
Telefoneó a Fazio y le expuso la situación, pero le dijo que se había lesionado subiendo a la galería desde la playa.
—Dentro de media hora estoy ahí con Licalzi.
—¿Y quién es ése?
—El masajista del Vigàta.
Era la primera noticia que tenía de que en Vigàta hubiera un equipo de fútbol.
Pese al dolor en el tobillo y el disgusto por la cena frustrada con Angelica, le entró hambre. Fue hasta la cocina apoyándose en las sillas y demás muebles.
En el frigorífico había una fuente de ensalada de marisco. Se la comió sentado a la mesa de la cocina, sin siquiera aliñarla.
Acababa de terminar cuando llamaron a la puerta.
—Le presento al señor Licalzi —dijo Fazio.
Era un hombre de un metro noventa, con unas manos que daban miedo. Llevaba un maletín negro como de médico.
Montalbano se tendió en la cama, y Licalzi empezó a manipular el pie y la pierna lesionados.
—No es nada serio —anunció.
«¿Acaso ha habido alguna vez algo serio en mi vida?», pensó con amargura el comisario. Y si por casualidad lo había habido, el ridículo de las últimas veinticuatro horas lo había borrado por completo.
Licalzi terminó de vendarle el pie.
—Sería conveniente que mañana por la mañana no saliera de casa e hiciera reposo.
Pasar una mañana solo consigo mismo y sus pensamientos no entraba en sus planes en esos momentos.
—¡Imposible! Tengo muchísimo trabajo.
Fazio lo miró sin abrir la boca.
—Pero conducir no…
—Yo vendré a recogerlo a las nueve —terció Fazio.
—Le iría bien utilizar un bastón.
—Yo se lo traeré —resolvió Fazio.
—Y, por favor, levántese de la cama lo mínimo imprescindible —insistió Licalzi.
Montalbano buscó con la mirada a Fazio, que negó con la cabeza. Estaba fuera de lugar pagarle al masajista.
—Le agradezco mucho que haya venido —dijo Montalbano tendiéndole la mano, e hizo ademán de levantarse para acompañarlo.
—No se levante —ordenó Licalzi—; conocemos el camino.
—Buenas noches, dottori.
—Gracias a ti también, Fazio.
—De nada, dottore.
• • •
Ahora venía lo difícil.
A pesar de lo que acababa de recomendarle Licalzi, se levantó, cogió botella, vaso, cigarrillos y encendedor, y fue a sentarse en la galería.
Primera consideración fundamental, básica para el desarrollo del razonamiento que seguiría: «Tú, querido Salvo, eres un imbécil redomado, mientras que Angelica Cosulich es una persona sincera y leal.»
¿Acaso le había ocultado en algún momento el picadero y para qué lo utilizaba?
¿No era una de las primeras cosas de las que había hablado con total claridad?
¿Qué habría querido él, en cambio? ¿Que fuera una doncella semejante a una rosa, por seguir empleando palabras de Ariosto?
¿Y ser el primero en coger esa rosa, «que jamás fuera tocada»?