Montalbano se puso en pie de un brinco y se dio una palmada en la frente.
—¡Seré idiota! Tienes razón. Redactaremos el informe como quiere la señora Cosulich. Pero tú tienes que hacer una cosa.
—Dígame.
—Coge la lista de los amigos de los Peritore y comprueba cuáles tienen una segunda residencia donde pasan los fines de semana o duermen de vez en cuando. Nos vemos dentro de una hora.
—Pero ¿usía adónde va?
—A ver a Zito.
Si iba a Montelusa, quizá perdiera una ocasión de ver a Angelica, pero, en fin, paciencia.
Aparcó frente a la sede de Retelibera y entró. La secretaria lo recibió con una amplia sonrisa.
—¡Qué agradable sorpresa! ¿Cuánto hace que no nos visita? Lo encuentro muy bien, dottore.
—Y tú estás cada día más guapa.
—El director está en su despacho. Pase, pase.
A Zito y el comisario los unía una antigua amistad.
La puerta del despacho estaba abierta y, al verlo, el periodista se levantó y fue a su encuentro para darle un abrazo.
—¿Cómo están tu mujer y tu hijo, Zito?
—Muy bien, gracias. ¿Necesitas algo?
—Así es.
—A tu disposición.
—¿Has oído a Ragonese informar de dos robos?
—Sí.
—Pues ha habido un tercero. Pero nadie sabe nada todavía.
—¿Me das la exclusiva?
—Sí.
—Gracias. ¿Qué debo decir?
—Que se ha cometido un robo en el domicilio de la señora Angelica Cosulich, residente en Vigàta, en via Cavour número quince. Hay que destacar que en el número trece de la misma calle se cometió uno de los robos anteriores, del que fueron víctimas los señores Peritore. También hay que señalar que, en el momento del robo, la señora Cosulich estaba durmiendo en su casa, pero que la dejaron inconsciente con un gas. Y eso es todo.
—¿Qué esperas conseguir?
—Una reacción.
—¿De quién?
—Sinceramente, no sabría decírtelo. Pero si recibes una llamada o una carta anónima relacionada con la noticia, avísame enseguida.
—La daré en el telediario de la una. Y la repetiré en el de las ocho.
Montalbano volvió a la comisaría a setenta por hora, que para él era una velocidad de Fórmula 1.
—Mándame a Fazio —le dijo a Catarella.
—Dottore, he resuelto lo que quería con una ronda de llamadas —anunció Fazio—. Los de la lista con una casa fuera de la ciudad son dos matrimonios y un viudo: los señores Sciortino, los señores Pintacuda y el señor Maniace.
—¿Les has preguntado dónde están esas casas?
—Sí, señor. Tengo las direcciones.
—Perfecto. Ahora, esos señores deberían informarnos de cuándo tienen intención de…
—Ya está hecho —lo interrumpió Fazio—. Comprendiendo adonde quería ir a parar usía, me he permitido…
—Bien hecho. El próximo robo seguramente será en una de esas tres casas.
—El señor Sciortino me ha dicho que quizá lleguen hoy unos amigos de Roma, una pareja, y que en ese caso irían al chalet de la playa. Hemos quedado en que, si van, me avisará.
—¿Y la señora Cosulich ha venido?
—Todavía no.
—Por cierto, la señora Cannavò, la viuda cotilla, ¿te dijo algo de ella?
—¡Cómo no! ¡Le hizo un monumento! ¡Una estatua para poner encima del altar! Me dijo que es absolutamente fiel a su novio, aunque sólo viene a verla una vez al año, que un montón de hombres revolotean a su alrededor como moscones, pero ella nada, firme como una roca.
Montalbano sonrió.
—Parece que ha sabido mantener en secreto lo del picadero y por eso no quiere que salga a la luz.
Miró el reloj: era casi la una. En ese momento sonó el teléfono. Era Angelica.
—Ahora voy, perdone el retraso.
—Cuando llegue, pregunte por el inspector Fazio. La atenderá él.
—Ah. —Tono ligeramente desilusionado. ¿O se equivocaba?—. ¿Y a usted no lo veré? Había pensado que si no tiene ningún compromiso podríamos comer juntos.
Hirió más grande y más profunda herida
su corazón con invisible flecha…
—Cuando haya terminado con Fazio, pase por mi despacho —respondió Montalbano en un tono entre burocrático e indiferente.
En realidad, si no fuera porque Fazio estaba allí, se habría puesto a dar saltos de alegría.
¿Cómo podía pasar el rato mientras esperaba a que Angelica tramitara la denuncia con Fazio?
La pregunta le recordó un episodio de cuando era subcomisario. Y consiguió calmar un poco los nervios, que le producían una especie de temblor interno.
Una noche se había apostado con dos hombres en una calleja de un pueblo que no conocía, formado por una treintena de casas y perdido entre las montañas. Esperaban capturar a un prófugo.
Se hizo de día, salió el sol. Ya no tenían nada que hacer allí; la operación había fracasado. Entonces fue con sus hombres a tomar un café y vio a lo lejos, en la calle principal, una tienda con periódicos en el exterior.
Se acercó, pero cuando estuvo delante de aquella especie de quiosco de prensa descubrió que los periódicos expuestos eran antiguos, de 1940. Había hasta un ejemplar de II Popolo d’Italia, el diario fascista por excelencia, que reproducía en primera plana el discurso de Mussolini declarando la guerra.
Estupefacto e intrigado, entró en el pequeño local. En los polvorientos estantes de madera había pastillas de jabón, tubos de dentífrico, cuchillas de afeitar, cajas de brillantina, pero todo de la misma época que los periódicos. Detrás del mostrador había un septuagenario flaco, con una barba caprina y gafas de cristales gruesos.
—Quisiera un tubo de dentífrico —dijo Montalbano. El anciano le tendió uno.
—Debe probarlo antes de llevárselo —le aconsejó—. Es posible que ya no esté en buen estado.
Montalbano desenroscó el tapón, apretó el tubo, y en vez de pasta de dientes salió una especie de polvo rosa.
—Lo siento, se ha secado —se lamentó el hombre.
Pero Montalbano advirtió en sus ojos un destello de picardía.
—Probemos otro —propuso, deseoso de llegar hasta el fondo de aquel intrigante asunto.
Del segundo tubo también salió polvo rosa.
—Perdone, pero ¿le importaría explicarme qué saca de un negocio como éste? —le preguntó entonces.
—¿Que qué saco? Paso el tiempo con forasteros como usted.
Pasar el tiempo significa sobrevivir.
Como aquella vez que entabló una competición de resistencia al sol con una lagartija…
Llamaron a la puerta.
—Adelante.
Eran Fazio y Angelica.
—Hemos tardado un poco porque la señorita es muy meticulosa y ha traído una lista muy detallada de los objetos robados —dijo Fazio.
—Entonces, ¿podemos irnos? —le preguntó Montalbano a Angelica.
—Corriendo —respondió ella con una sonrisa.
—¿Tiene coche?
—¿Ya no se acuerda de que me lo han robado?
Verla andando a su lado le hacía perder la cabeza.
—Entonces vamos con el mío.
—¿Adónde me lleva?
—A donde suelo ir, la trattoria de Enzo. ¿Ha estado alguna vez?
—No. Nosotros tenemos un acuerdo con un pequeño restaurante detrás del banco. No es nada del otro mundo. ¿En la trattoria de Enzo se come bien?
—De maravilla. De lo contrario, no iría.
—A mí también me gusta comer bien. No cosas complicadas; platos sencillos pero buenos.
Un punto a su favor. En realidad, el milésimo primero, considerando los mil puntos que ya se había ganado con su sola presencia aquella mujer.
A Enzo lo impresionó la belleza de Angelica y no lo ocultó. Se quedó unos instantes extasiado, mirándola con la boca abierta, y luego, como la servilleta tenía una imperceptible manchita, se empeñó en cambiársela.
—¿Qué van a tomar?
—Yo tomaré todo lo que el señor tome —dijo ella.
… le royó el corazón secreta lima,
le royó el corazón, que quedó luego
todo inflamado de amoroso fuego.
Montalbano empezó la letanía:
—¿Un antipasto de marisco?
—¡Bien!
—¿Espaguetis con erizos de mar?
—¡Perfecto!
—¿Salmonetes de roca fritos?
—¡Fantástico!
—¿Vino de la casa?
—De acuerdo.
Enzo se alejó feliz.
Ahora venía una cosa difícil de decir.
—Me considerará un maleducado, y con razón, pero debo advertírselo: detesto hablar mientras como. Aunque, tratándose de usted, puedo escucharla con mucho gusto, eso sí.
Angelica se echó a reír. Una risa hecha de perlas que caían al suelo y rebotaban, volvían a caer y rebotaban de nuevo.
Un viejo cliente sentado a una mesa se volvió hacia Angelica y la obsequió con una inclinación de cabeza.
—¿Por qué se ríe?
—Porque a mí tampoco me gusta hablar mientras como. ¡Si supiera el tormento que es compartir la mesa con los compañeros, que encima sólo hablan de trabajo!
No volvieron a cruzar una palabra; sí miradas, sonrisitas y expresiones inarticuladas de satisfacción, y muy profusas. Fue mucho mejor que una larga charla.
Se lo tomaron con calma, y al salir de la trattoria se sentían bastante pesados.
—¿La acompaño a casa?
—¿Usted regresa a la comisaría?
—Sí, pero antes…
—¿Qué hace?
—Bueno… —¿Se lo decía o no? Pero ¿podía ocultarle algo a Angelica?—. Voy en coche al puerto, y allí doy un paseo por el muelle hasta el faro, me siento en una roca, fumo un cigarrillo y vuelvo.
—¿En esa roca hay sitio para dos?
Había, pero poco, así que forzosamente sus cuerpos no hicieron más que tocarse. Soplaba una brisa ligera.
Es el Amor que el corazón me abrasa
y provoca este viento con sus alas.
Fumaron el cigarrillo sin pronunciar palabra.
—Respecto a ese favor que le he pedido… —empezó al cabo ella.
—¿Fazio no le ha dicho nada?
—No.
—Hemos decidido acceder a su petición.
«En respuesta a su demanda», debería haber dicho antes, si quería interpretar el papel de burócrata perfecto.
Las palabras de ambos estaban como en la cuerda floja; bastaba una de más o de menos para que la situación diera un vuelco.
—Gracias.
—¿Volvemos? —propuso Montalbano.
—Sí.
¡Qué natural y sencillo fue el gesto de Angelica cogiéndolo de la mano!
Llegaron al coche.
—¿La llevo al banco?
—No. He pedido un día de permiso. Quiero ponerlo todo en orden; va a venir la asistenta a ayudarme.
—Entonces, la llevo a casa.
—Prefiero ir a pie. Además, no está muy lejos. Gracias por su compañía.
—Gracias a usted.
Más adelante, Montalbano no lograría recordar cómo había pasado aquella tarde en la comisaría.
Sin duda, Fazio fue a hablarle de algo, pero no se enteró absolutamente de nada. Su cuerpo estaba sentado detrás de la mesa, eso podían verlo todos, pero lo que no veían era que su cabeza, como el globo de un niño, se había desprendido del cuello y estaba pegada al techo. Decía que sí y que no, viniera o no viniera a cuento.
Fazio entró otra vez, lo vio con la mirada perdida y prefirió volver por donde había llegado.
Montalbano se notaba unas décimas de fiebre.
¿Por qué Angelica no buscaba una excusa cualquiera y lo llamaba? Necesitaba oír su voz.
Injustísimo Amor, ¿por qué el deseo
casi nunca se ve correspondido?
Por fin se hicieron las ocho. Había llegado la hora de volver a Marinella.
Salió del despacho, y al pasar por delante de Catarella le preguntó:
—¿Ha habido llamadas para mí?
—No, siñor dottori, para usía ninguna.
—¿Seguro?
—Segurísimo.
—Entonces, buenas no…
—Pero acaba de llamar ahora mismo un genérico —lo interrumpió Catarella.
—¿Alguien que se apellida Genérico?
—No, siñor dottori, genérico en el sentido de que se trataba de una cosa genéricamente genérica.
¿Qué galimatías era ése?
—¿Puedes explicarte mejor?
—Ese señor no preguntaba por nadie en particular.
—Pero ¿qué ha dicho?
—Una cosa inútil con la que esta comisaría no sabría qué hacer.
—Tú dímela igualmente.
—Dottori, poca cosa he entendido. Ha dicho que, dado que su amigo había llegado, se marchaba. ¿Qué debía decir yo en respuesta? Le he deseado buen viaje.
Una idea tomó forma inmediatamente en la cabeza de Montalbano.
—¿Te ha dicho cómo se llamaba?
—Sí, siñor dottori, y lo he apuntado. —Cogió un papel—: Ha dicho que se llamaba Estornino.
¡Sciortino! Que, tal como habían acordado, los avisaba de que se iba a la casa de la playa.
—Llama a Fazio y dile que venga ahora mismo.
Volvió a su despacho y un minuto después llegó Fazio.
—¿Qué pasa, dottore?
—Que los Sciortino se han ido a la playa con sus amigos de Roma. Me he enterado por pura casualidad. Ya me iba y Catarella no había soltado prenda. Pero la culpa es nuestra, nos hemos olvidado de avisarlo.
—¡Vaya por Dios! ¡Y yo que le he dado permiso a Gallo!
—Mandemos a otro.
—Dottore, no tenemos personal. Con todos los recortes que ha hecho el gobierno…
—¡Y todavía tienen el valor de llamarla ley para garantizar la seguridad de los ciudadanos! Nos hemos quedado sin coches, sin gasolina, sin armas, sin hombres… Se ve que están decididos a favorecer la delincuencia. Ya basta. ¿Qué podemos hacer?
—Si quiere, voy yo —propuso Fazio.
Sólo había una solución. Montalbano sopesó los pros y los contras y llegó a una conclusión.
—Oye, ya lo tengo. Yo me marcho a Marinella, ceno y a las once voy a montar guardia. Tú vienes a relevarme a las tres. Dame la dirección del chalet.
Mientras se dirigía a Marinella, pensó que quizá era mejor echar un vistazo al chalet de los Sciortino mientras aún había claridad; quedaba a unos diez kilómetros de su casa, pasada Punta Bianca.
Fue una buena idea.
Justo detrás del chalet, que estaba casi a orillas del mar, había una pequeña colina con algunos árboles. Se llegaba por la carretera provincial. Aparcando el coche justo en el arcén podía tenerlo todo bajo control cómodamente sentado.
Tomó la carretera para regresar. Oyó el teléfono mientras estaba abriendo la puerta, como solía suceder. Llegó a tiempo para responder. Era Livia.
No quiso reconocer ante sí mismo que sintió cierta decepción. Livia le dijo que lo llamaba a esa hora porque tenía una reunión con los sindicatos y volvería tarde.
—¿Y desde cuándo tienes tú relaciones con los sindicatos?
—Mis compañeros me han elegido como representante. Por desgracia, hay despidos a la vista.
Él le deseó buena suerte.
Abrió el frigorífico. No había nada. Abrió el horno y se le iluminaron los ojos. Adelina le había preparado una bandeja de berenjenas a la parmesana para cuatro personas que olía de maravilla. Puso la mesa en la galería, empezó a comer y se sintió reconfortado.
Después de cenar, como todavía le quedaba una hora, se dio una ducha y se puso un traje viejo pero cómodo.
Sonó el teléfono.
Era Angelica.
Su corazón empezó a petardear como un viejo tren cuesta arriba.