6

—Pase —repitió Angelica Cosulich, sonriendo ante el evidente pasmo del comisario.

Su sonrisa era como una bombilla de cien vatios encendiéndose de pronto en la oscuridad.

Montalbano tuvo que hacer un verdadero esfuerzo para pasar de los dieciséis años a los cincuenta y ocho de su triste edad presente.

—Perdone, estaba ensimismado.

Entró. Ya desde el recibidor se intuían los destrozos que los ladrones habían perpetrado en el piso. Un piso enorme, por cierto, con muebles modernísimos, similar al interior de una nave espacial. Y debía de tener una terraza interminable. Circular, por supuesto.

—En este momento —dijo Angelica—, la única estancia un poco habitable es la cocina. ¿Le importa que nos instalemos allí?

«Con usted me instalaría hasta en una cámara frigorífica», pensó Montalbano, y respondió:

—En absoluto.

Ella llevaba unos pantalones negros tan ajustados como la blusa, y verla andar desde atrás era una verdadera gracia de Dios. Algo tonificante y languidecedor a un tiempo.

—Siéntese —dijo, ofreciéndole una silla—. ¿Le apetece un café?

—Sí, gracias. Pero antes quisiera un vaso de agua.

—¿Se encuentra bien, comisario?

—Pe… perfectamente.

El agua lo ayudó a recuperarse.

La escena era idéntica a la sucedida en casa de los Peritore, con la única diferencia de que faltaba el hombre. Más aún, parecía no haber rastros de hombre en el piso.

Angelica sirvió dos tazas de café y se sentó frente al comisario. Lo tomaron en silencio.

A Montalbano le pareció de perlas; por él, podían seguir tomando café hasta la mañana siguiente. Mejor aún, hasta que en la comisaría lo dieran por desaparecido.

—Si quiere fumar —dijo después Angelica—, puede hacerlo. E incluso ofrecerme un cigarrillo.

Se levantó por un cenicero y volvió a sentarse. Después de la primera calada empezó a media voz:

—En pocas palabras, se trata de una copia exacta del robo del que fueron víctimas mis amigos los Peritore.

Su voz era una armonía celeste, encantaba como una flauta encanta a las serpientes. Pero era preciso empezar con el maldito trabajo, aunque a Montalbano no le apetecía lo más mínimo. Se aclaró la voz; tenía la garganta seca pese al agua que había bebido.

—¿Usted también durmió anoche en otra propiedad suya, fuera de la ciudad?

La joven tenía el pelo rubio y muy largo, hasta la mitad de la espalda. Antes de responder, se lo apartó de la cara.

Por primera vez, al comisario le pareció que se sentía un tanto cohibida.

—Sí, pero…

—¿Pero…?

—No se trata de una casa.

—¿Un piso?

—Ni eso.

A ver si resultaba que dormía en una tienda de campaña o una caravana…

—¿Qué es, entonces?

Ella dio una profunda calada y expulsó el humo. Luego miró al comisario a los ojos.

—Se trata de una habitación con una cama de matrimonio y un baño. Entrada independiente. ¿Comprende?

Un impacto en el corazón, preciso, directo. Un disparo hecho por un tirador de primera. Le dolió, pero

cuando le dan la vuelta se amontona

precipitado líquido en el cuello

del angosto bocal…

—Comprendo —respondió.

Un estudio. Para ser exactos, lo que vulgarmente se llama picadero. Era la primera mujer que conocía que tuviera uno.

Sintió una punzada de celos irracionales, como le sucede a Orlando cuando

ve a Angelica y Medoro con cien nudos

y en cien diversos troncos enlazados.

—Estoy prometida —explicó ella—, pero mi novio trabaja en el extranjero, viene a Italia una semana al año, y yo necesito de vez en cuando… Procure entenderlo… Pero no tengo una relación fija.

«¿Puedo ponerme en la lista de espera?», quiso preguntar Montalbano, pero dijo:

—Cuénteme cómo fue el robo.

—Bueno, anoche, después de cenar, alrededor de las nueve y media, cogí el coche y me dirigí hacia Montereale. Justo en la salida de la ciudad recogí a… al chico con el que había quedado, y fui a la villa donde tengo alquilada la habitación.

—Perdone, pero ¿de quién es la villa?

—De un primo mío que vive en Milán y sólo viene en verano a pasar quince días.

—Perdone que la interrumpa de nuevo.

—Es su trabajo —repuso Angelica sonriendo.

Con picadero o sin picadero, era algo para comerlo a pequeños bocados, como un fruto exquisito.

—¿Los ladrones desvalijaron la habitación?

—Así es.

—¿Y la villa?

—Yo también pensé en esa posibilidad. Fui a mirar, pues sé dónde están las llaves. Pero no, en la villa no entraron.

—Continúe.

—Bueno, no hay mucho más. Tomamos una copa, charlamos lo que pudimos y luego nos fuimos a la cama.

… pero en cada lectura resultaba

más y más claro y él, con fría mano,

sentía el corazón más afligido.

—Perdone, no quisiera…

—No, no; diga…

—Dice que charlaron lo que pudieron.

—Sí.

—¿Qué significa?

Ella sonrió con cierta picardía.

—Los hombres con los que voy no tienen que ser forzosamente cultos. Me interesan otras dotes. El de anoche en concreto era medio analfabeto.

Montalbano tragó saliva. Amarga. ¿Cómo decía otro poeta?

un pescador de esponjas

tendrá esta perla rara…

—Continúe.

—¿Qué más?… Me desperté con un fuerte dolor de cabeza. Él dormía profundamente. Quise ver la hora, pero no encontré el reloj de pulsera que había dejado en la mesilla de noche. Pensé que se habría caído. Pero al levantarme me di cuenta de que lo habían robado todo.

—¿Qué es todo?

—El reloj, el collar, la pulsera, el móvil, el ordenador, la cartera, el bolso y las llaves de este piso. Salí, y el coche también había desaparecido.

—¿Por qué había llevado consigo el ordenador?

—Pregunta pertinente. —Sonrió—. Para ver alguna peliculita preparatoria… ya sabe…

Quiere encubrir Orlando su calvario…

—Sí, claro. ¿Cómo se las arregló para volver a la ciudad?

—Mi primo tiene un utilitario en el garaje de la villa.

—¿Llevaba mucho dinero en la cartera?

—Tres mil euros.

—Continúe.

—Vine directamente a casa; sabía lo que iba a encontrarme.

—¿Se llevaron muchas cosas?

—Bastantes. Y de muchísimo valor, por desgracia.

—Tendrá que ir a la comisaría a presentar la denuncia.

—Pasaré a última hora de la mañana. Tengo que comprobar bien qué se llevaron. —Hizo una pausa—. ¿Me da otro cigarrillo?

Montalbano le tendió el paquete y le dio fuego.

—¿Y cómo es que usted no hace lo que se supone que debería hacer? —preguntó Angelica de pronto.

—¡¿Yo?! ¿Y qué se supone que debería hacer?

—No sé; sacar una lupa, tomar fotos, llamar a la policía científica…

—¿Por las huellas dactilares?

—Pues sí.

—Es impensable que unos ladrones tan hábiles como éstos no utilicen guantes. Sería una pérdida de tiempo. Por cierto, ¿cómo entraron en su pic… su habitación?

Estuvo a punto de escapársele «picadero». Habría sido una metedura de pata colosal. Aunque, bien mirado, ¿por qué una metedura de pata? Angelica parecía una mujer que llamaba a las cosas por su nombre, que hablaba sin tapujos.

—Mi habitación está situada en la parte trasera de la villa, y se accede a ella por una escalera exterior. Junto a la puerta hay una ventana con reja, prácticamente la única abertura por la que se ventila la estancia. La dejé abierta. Además de la cama, hay una mesa con dos sillas. Las llaves de la habitación las dejo siempre encima de la mesa. Debieron de lanzar el gas por la ventana y entornarla. Cuando el gas hizo efecto, abrieron de nuevo y, con una pértiga telescópica provista de un gancho, tiraron de la mesa hacia ellos. Luego no tuvieron más que alargar el brazo.

Los especialistas en pértigas telescópicas: una vez con imán, otra con gancho…

—Perdone, pero esa historia de la pértiga con gancho… en fin, ¿se la ha imaginado usted?

—No. He visto la pértiga; la dejaron allí.

Montalbano cerró un momento los ojos; ahora venía la parte más dolorosa para él. Tomó aire y se lanzó.

—Debo hacerle algunas preguntas personales.

—Hágalas.

—A esa habitación, ¿ha llevado a algún hombre más de una vez?

—Nunca. No me gustan los platos recalentados.

—¿Con qué frecuencia va?

—Una vez cada quince días seguro. Aunque hay excepciones, claro.

No soy yo, no lo soy, el que parezco…

—Claro —repuso Montalbano afectando indiferencia—. ¿Alguna vez ha tenido un incidente, no sé… una discusión, con alguno de ellos?

—Una vez.

—¿Cuándo?

—Hace cosa de un mes.

—¿Puedo preguntar por qué?

—Quería más dinero.

—¿Cuánto habían acordado?

—Dos mil.

—¿Y cuánto quería?

—Cuatro mil.

—¿Se los dio?

—No.

—¿Cómo se las arregló?

—Lo amenacé.

—¿Con qué?

—Con dispararle.

Lo dijo como si disparar a alguien fuera lo más natural del mundo.

—¿Es una broma?

—En absoluto. Cuando voy a esos encuentros, me siento más segura si llevo una pistola. Tengo permiso de armas.

A diferencia de la Angelica de su juventud, ésta no huía ante el peligro. Montalbano se recobró como de un ligero desfallecimiento.

—¿Y anoche también la llevaba en el bolso?

—Sí.

—¿Se la robaron?

—Claro.

—Oiga, esto es un asunto grave. Cuando vaya a la comisaría, lleve todos los documentos relacionados con esa arma.

—De acuerdo.

—Disculpe, pero ¿usted trabaja?

—Sí.

—¿Y a qué se dedica?

—Desde hace seis meses, soy jefa de caja en el Banco Sículo-Americano.

«Me parece que voy a abrir una cuenta ahí», pensó Montalbano, y dijo:

—Explíqueme cómo busca a esos hombres.

—Pueden ser encuentros casuales, clientes del banco… La mayoría de las veces no hace falta ni hablar; nos entendemos al vuelo.

—Las llaves de este piso…

—Las han dejado en el recibidor.

—Una última pregunta y acabo. ¿De dónde es?

—¿El qué?

—Usted. ¿Dónde nació?

—En Trieste. Pero mi madre era de Vigàta.

—¿No vive?

—No. Y mi padre tampoco. Fue un terrible… accidente, aquí. Yo tenía cinco años. Cuando sucedió, no estaba; mis padres me habían mandado a Trieste, a casa de mis abuelos.

Sus ojos azul celeste se ensombrecieron; evidentemente, la muerte de sus padres era un tema penoso para ella.

Montalbano se levantó. Ella también.

—Tengo que pedirle un gran favor —dijo Angelica, con la cara tapada por el pelo.

—Dígame.

—¿Se podría omitir la primera parte?

—Perdone, no la entiendo.

Ella dio un paso adelante y apoyó las manos en las solapas de la americana del comisario. Estaba cerquísima, y él percibió el aroma de su piel. Le dio vértigo. Le pareció que sus manos quemaban; seguro que le dejarían las huellas marcadas a fuego en la americana.

—¿Usted podría… no mencionar el asunto de la habitación y decir que el robo sólo se cometió aquí?

Montalbano sintió que podía derretirse como un helado al sol.

—Bueno… sería posible pero ilegal.

—Pero ¿usted podría hacerlo?

—Podría, pero… ¿quién nos garantiza que el hombre que ha pasado la noche con usted no irá por ahí contando la verdad?

—De eso tendría que ocuparse usted.

Angelica apartó las manos de las solapas, las estiró por encima de los hombros de Montalbano y las cruzó detrás de su nuca.

Cuanta más paz y más sosiego busca,

encuentra más dolor y más tormento…

—Si se llegara a saber la existencia de esa habitación, sería mi ruina, ¿comprende? Con usted he sido sincera, enseguida he notado que podía fiarme… Pero si el asunto trascendiera, sin duda tendría repercusiones en el banco, quizá me despedirían… ¡Por favor! ¡Le estaría muy agradecida!

Montalbano hizo una rápida maniobra de desenganche dando un paso atrás.

—Veré lo que puedo hacer. Hasta luego.

Salió casi huyendo.

Estaba sudando y se sentía aturdido, como si se hubiera bebido media botella de whisky.

• • •

Se lo contó todo a Fazio. Aunque no le dijo nada, naturalmente, de lo que había sentido por Angelica.

—Vayamos por partes, dottore. Empecemos por el robo en el picadero.

A saber por qué, aquella palabra pronunciada por Fazio lo molestó.

—¿Usía entiende por qué razón abandonan en el escenario del delito el instrumento especial que utilizan para entrar en las viviendas?

—¿Las pértigas telescópicas? He pensado mucho en ese detalle. Los ladrones no hacen nada que no tenga un significado. Para empezar, es una jugada a dos bandas que se repite siempre de la misma forma.

—No comprendo.

—Ahora me explico. El robo siempre se lleva a cabo en dos fases. Primero entran en un chalet, en una habitación, donde sea, mientras dentro duermen los propietarios. Y lo hacen porque necesitan apoderarse de las llaves de la otra vivienda, la de Vigàta. Tiran a la banda A para que la bola vaya a golpear la banda B. ¿Lo ves claro ahora?

—Clarísimo.

—Por eso he comprendido que el robo en la casa de campo de Incardona era una maniobra de distracción. No se ajustaba al modelo.

—¿Y los instrumentos?

—Ahora llego ahí. Dejarlos en el escenario del delito tiene un doble significado. Debe de ser una idea del cerebro de la banda. Por una parte, significa que no volverán a ese lugar, y por otra, el cerebro nos dice que tiene ingenio para dar y vender. Que para coger las llaves de un piso puede idear cada vez una manera distinta. El mismo significado que dejar las llaves en el recibidor de los pisos desvalijados: ya no las necesita. ¿Te convence?

—Me convence. Y el asunto de que la señora Cosulich no quiera que digamos nada del picadero, ¿cómo lo ve?

—Estoy indeciso. Por un lado, quisiera hacerle ese favor; por otro, temo que el chico que estaba con ella…

—Eso tiene remedio. Cuando la señora Cosulich venga para presentar la denuncia, le pregunto el nombre del chico y hablo yo con él. Lo convenceré de que no suelte prenda.

—Pero el problema no es sólo el chico.

—¿Ah, no?

—No. Alguien más sabrá que hemos redactado un informe que no se corresponde con los hechos: el cerebro de la banda, llamémoslo señor X. Y él podría utilizar esa omisión ilegal contra nosotros en cualquier momento.

—Sí, es lo más probable. Pero usía señaló acertadamente que el señor X es un presuntuoso.

—¿Y qué?

—A lo mejor esa omisión le molesta y le hace dar un paso en falso. ¿Qué le parece?

Montalbano no respondió.

Dottore, ¿me oye?

Montalbano tenía los ojos clavados en la pared de enfrente.

—¿Se encuentra bien, dottore?