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—¿Tú cómo lo ves, Pasquà?

—¿En qué sentido, dottò?

—Digamos desde tu punto de vista.

—De ladrón, se sobreentendía.

Pasquale sonrió.

Dottò, ¿usted ha visto la pértiga?

—¿Qué pértiga?

—La imantada del primer robo.

—No, no la he visto. ¿Y tú?

La sonrisa de Pasquale se tornó más divertida.

Dottò, ¿todavía sigue haciéndome esos truquitos? Si hubiera visto la pértiga, eso querría decir que formo parte del grupo de ladrones.

—Perdona, Pasquà, deformación profesional.

—Yo tampoco la he visto, pero me la han descrito.

—¿Y cómo es?

—De una madera especial, ligera y fuerte, tipo caña, pero telescópica. ¿Me explico? Un artilugio hecho por encargo, para usar en más de una ocasión.

—¿Y qué?

—Pues que no entiendo por qué la dejaron allí después del robo. Yo me la habría llevado. Total, siendo telescópica, no era un estorbo.

—¿Sabes que también han dejado las llaves de la casa donde han robado esta mañana?

—No, siñor, no lo sabía. Y eso tampoco me cuadra. Un manojo de llaves siempre puede ser útil.

—Oye, Pasquà, voy a hacerte una última pregunta. Esos ladrones también han robado tres coches. ¿Te cuadra eso?

—Sí, siñor.

—¿Qué han hecho con ellos?

Dottò, en mi opinión, se los han quitado de encima y han salido ganando.

—¿Cómo?

—Si son coches de lujo, hay quien los compra para llevarlos al extranjero.

—¿Y si no son de lujo?

—Algunos desguazadores los pagan bien por las piezas de recambio.

—¿Tú conoces a alguno?

—¿De qué?

—De esos desguazadores.

—No es mi especialidad.

—Está bien. ¿Tienes algo más que decirme?

—No, siñor.

—Gracias, Pasquà, y hasta la próxima.

—Le beso la mano, dottò.

Se había dado cuenta enseguida de que esos robos eran cosa de forasteros, expertos y profesionales. Los ladrones de Vigàta eran más primitivos e ingenuos; derribaban una puerta y entraban, pero nunca cuando había personas dentro, y jamás de los jamases se les habría ocurrido hacer una pértiga como aquélla.

La banda debía de estar compuesta por cuatro personas: los tres de fuera que actuaban sobre el terreno y un cuarto, el autor intelectual. Y este último quizá era el único que vivía en Vigàta. Con toda probabilidad, los demás volvían a su ciudad después del golpe.

El olfato y la experiencia le decían que aquella investigación sería difícil.

Su mirada se posó en la hoja que le había dejado Fazio: la lista de los amigos de los Peritore. Dieciocho en total.

Empezó a repasarla distraídamente, y al llegar al cuarto nombre dio un respingo.

Abogado Emilio Lojacono.

El que, cuando estaba en su casa de campo con su amante, había sido víctima del primer robo.

Continuó leyendo con mayor atención.

En el decimoséptimo nombre dio otro respingo.

Dottoressa Ersilia Vaccaro.

La amante del abogado Lojacono.

Un destello le atravesó el cerebro. Una intuición sin justificación lógica: que el siguiente robo se produciría seguramente en casa de uno de los dieciséis nombres restantes de la lista. Por consiguiente, lo que le dijera Fazio acerca de los amigos de los Peritore sería importantísimo.

Justo en ese momento, Fazio lo llamó por teléfono.

Dottore, quería decirle…

—Escúchame antes a mí. ¿Te has dado cuenta de que en la lista de los Peritore están también…?

—¿El señor Lojacono y la dottoressa Vaccaro? ¡Claro, me di cuenta enseguida!

—¿Y qué te parece?

—Que el nombre de la próxima víctima está en esa lista.

¡Vaya por Dios! Quería lucirse, pero no lo había conseguido. Era el día en que estaba destinado a que todos lo pillaran a contrapié. Aunque, de todos modos, Fazio llegaba a menudo a las mismas conclusiones que él.

—¿Qué querías decirme?

—Ah, dottore, me he enterado de que la señorita Livia está aquí.

—Ajá.

—A mi mujer le gustaría mucho que mañana por la noche vinieran a cenar a casa. Siempre y cuando no haya nada en contra.

¿Y qué podía haber en contra?

Entre otras cosas, y no era un detalle menor, la señora Fazio cocinaba muy bien.

—Gracias, se lo diré a Livia. Iremos, desde luego. Nos vemos mañana por la mañana.

—¡Catarella!

—¡A sus órdenes, dottori!

—Ven enseguida a mi despacho.

Antes de que tuviera tiempo de colgar, Catarella se materializó ante él en posición de firmes.

—Catarè, tengo que pedirte una cosa que resolverás con cinco minutos de ordenador.

¡Dottori, por usía estaría cien años si fuera preciso delante del ordenador!

—Tendrías que hacerme una lista de todos los desguazadores de coches de la provincia que hayan sido condenados por receptación.

Catarella se quedó dubitativo.

—No he entendido bien, dottori.

—¿Todo o una parte?

—Una parte.

—¿Cuál?

—La última palabra.

—¿Receptación?

—Esa misma.

—Bueno, se refiere a cuando uno compra una cosa sabiendo que ha sido robada.

—Entendido, dottori. Pero, si me la escribe, mejor.

—Ah, oye —dijo Montalbano, tendiéndole el papelito donde escribió «receptación»—, localiza a Fazio y pásamelo.

Al poco rato sonó el teléfono.

—Dígame, dottore.

—¿Te acuerdas de la marca y la matrícula de los tres coches robados?

—No, señor. Pero si usía va a mi despacho, encima de mi mesa hay una hoja donde figuran todos los datos.

Fazio era ordenadísimo, meticuloso más bien, y Montalbano no tardó nada en encontrar la hoja.

Copió lo que le interesaba y volvió a su despacho.

DAEWOO CZ 566 RT dottoressa Vaccaro.

VOLVO AC 641 RT abogado Lojacono.

PANDA AV 872 RT señores Peritore.

De coches entendía tanto como de astrofísica, pero estaba seguro de que ninguno de aquéllos era de lujo.

Al cabo de menos de cinco minutos entró Catarella y puso una hoja encima de la mesa.

1) Angelo Gemellaro, via Garibaldi 32, Montereale, tel. 0922 4343217.

Oficina: via Martiri di Belfiore 82. Una condena.

2) Carlo Butticè, via Etna 38, Sicudiana, tel. 0922 468521.

Oficina: via Gioberti 79. Una condena.

3) Carlo Macaluso, víale Milizie 92, Montelusa, tel. 0922 2376594.

Oficina: via Saracino s/n. Dos condenas.

¡Ajá! De tres delincuentes, dos se llamaban Carlo. Y eso sin duda tenía que significar algo. La estadística nunca se equivocaba. Bueno, en fin, a veces llegaba a conclusiones demenciales, pero en general…

No había un minuto que perder; probablemente los ladrones aún no habían colocado el coche de los Peritore.

—Catarella, llama al dottor Tommaseo y pásamelo.

Tuvo tiempo de repasar la tabla del siete.

—Dígame, Montalbano.

—¿Puede recibirme dentro de unos veinte minutos?

—Hecho.

Se metió en el bolsillo la lista de los tres desguazadores, llamó a Gallo y se fue a Montelusa en un vehículo de servicio.

Tardó una hora larga en convencer al fiscal Tommaseo de que mandara pinchar los tres teléfonos. En cuanto se hablaba de escuchas, los fiscales se ponían a la defensiva.

¿Y si luego resultaba que un ladrón, o un camello, o un macarra, era amigo íntimo de un diputado? Seguro que la cosa acababa mal para el pobre magistrado.

Por eso el gobierno estaba preparando una ley que las prohibía todas, aunque, por suerte, todavía no la había aprobado.

Volvió a la comisaría satisfecho.

Menos de cinco minutos después de que entrara en su despacho, sonó el teléfono.

—Ah, dottori, resulta que la señorita su novia me ha dicho que lo espera en el aparcamiento y yo le he dicho que usía no está, y entonces ella, ya sabe, su novia, me ha dicho que igualmente lo espera ahí. ¿Y ahora qué hacemos?

—Pero ¿por qué le has dicho que no estoy?

—Porque esta mañana usía me ha dicho que dijera eso.

—Pero ahora no es esta mañana.

—Muy cierto, dottori. Pero yo no he ricibido contraorden. Y por lo tanto no sabía si la riña era pasajera o estable.

—Oye, ¿tú ves dónde está aparcada?

Catarella fue a mirar y volvió enseguida al teléfono.

—¡Ah, dottori! Está justo delante de la cancela de aceso.

—Se dice acceso, Catarè. —Sólo quedaba intentar una salida de sitiado—. ¿La puerta de la parte de atrás de la comisaría está abierta?

—No, siñor, está siempre cerrada.

—¡Vaya, qué putada! ¿Y quién tiene las llaves?

—Yo, dottori.

—¡Ah, bueno! Pues ve a abrirla.

Montalbano recorrió toda la comisaría y llegó a la puerta trasera cuando Catarella ya la había abierto.

Salió a la calle, dobló la esquina, dobló la siguiente y llegó delante de la cancela.

Al verlo, Livia dio un breve toque de claxon.

Montalbano le sonrió y subió al coche.

—¿Hace mucho que esperas?

—Ni cinco minutos.

—¿Adónde vamos?

—¿Te importa que pasemos por casa? Quiero ducharme.

Mientras Livia estaba en el baño, el comisario se sentó en la galería para disfrutar del atardecer y fumarse un cigarrillo.

Al cabo de un rato, Livia apareció preparada para salir.

—¿Adónde quieres que vayamos? —preguntó Montalbano.

—Decide tú.

—Me gustaría ir a un sitio donde no he estado nunca, en la costa, pasado Montereale. Enzo me ha dicho que se come bien.

—Si te lo ha dicho Enzo…

Alguien que conociera el camino habría tardado veinte minutos en llegar. El comisario se equivocó cuatro veces y tardó una hora de reloj. Para acabar de arreglarlo, tuvo una breve pelotera con Livia, que le había sugerido el camino correcto.

Era un auténtico restaurante, con un montón de camareros uniformados y fotos de futbolistas y cantantes en las paredes. En compensación, encontraron una mesa en la terraza, junto al mar.

El local estaba invadido por una colonia de ingleses ya medio borrachos de aire salino.

Tuvieron que esperar un cuarto de hora antes de que se acercara un camarero que llevaba en la solapa de la americana una placa verde con su nombre escrito en negro: «Carlo.»

Al comisario se le erizó el vello de los brazos como si fuera un gato rabioso. Y tomó una decisión en el acto.

—¿Puede volver dentro de cinco minutos? —le preguntó al camarero.

—Por supuesto. Como el señor desee.

Livia lo miró estupefacta.

—¿Qué pasa?

—Tengo que ir al baño.

Se levantó y se alejó presuroso ante los ojos atónitos de Livia.

—¿Dónde está el encargado? —le preguntó a un camarero.

—En la caja.

Se acercó a la caja. El encargado era un sexagenario con bigote estilo imperial y gafas de montura dorada.

—Dígame.

—Soy el comisario Montalbano.

—Es un placer. Mi amigo Enzo…

—Perdone, pero tengo prisa. La señora que me acompaña, mi novia, sufrió hace diez días la pérdida de su queridísimo hermano, que se llamaba Carlo. Resulta que el camarero de nuestra mesa también se llama Carlo, y yo no quisiera que… ¿comprende?…

—Perfectamente, comisario. Mandaré que lo cambien.

—Se lo agradezco.

Montalbano regresó a la mesa y sonrió a Livia.

—Perdona, era una necesidad repentina e imperiosa.

Llegó otro camarero, Giorgio. Pidieron los antipasti.

—Pero ¿el camarero de antes no se llamaba Carlo? —preguntó Livia.

—Ah, ¿se llamaba Carlo? No me he fijado.

—A saber por qué lo han cambiado.

—¿Te molesta?

—¿Por qué tendría que molestarme?

—Diría que lo echas de menos.

—Pero ¿qué dices? Lo que pasa es que parecía más majo.

—¡Majo! Quizá ha sido una suerte, mira lo que te digo.

Livia lo miró, cada vez más perpleja.

—¿Que hayan cambiado al camarero?

—Pues sí.

—¿Por qué?

—Porque más del setenta por ciento de los que se llaman Carlo son delincuentes. Lo dice la estadística.

Sabía que estaba soltando una chorrada tras otra, pero la rabia y los celos le impedían razonar el mínimo imprescindible. No podía parar.

—¡Anda ya!

—Tú no te lo creas y ya verás. ¿Conoces a muchos Carlos?

—A alguno.

—¿Y son todos delincuentes?

—Pero ¿se puede saber qué te pasa, Salvo?

—¿A mí? ¡Más bien a ti! ¡Estás haciendo una montaña de un grano de arena! ¡Si quieres, pido que regrese tu querido Carlo!

—Pero bueno, ¿te has vuelto loco?

—¡No, no me he vuelto loco! Eres tú que…

Antipasti para el señor —anunció Giorgio.

Livia esperó a que se alejara para hablar.

—Oye, Salvo, anoche fui yo la que se puso en plan capullo, pero esta noche me parece que tienes la intención de superarme. Te juro que no me apetece lo más mínimo pasarme las noches que esté aquí discutiendo contigo. Si piensas continuar así, llamo un taxi, voy a Marinella, hago la maleta, sigo para Palermo y cojo el primer vuelo que salga para el norte. Tú decides.

Montalbano, que ya se sentía avergonzado por la escena de antes, se limitó a decir:

—Prueba los antipasti. Tienen buen aspecto.

El primer plato también estaba bueno.

Y el segundo, buenísimo.

Y las dos botellas de excelente vino surtieron efecto. Salieron del restaurante cogidos de la mano.

La reconciliación nocturna fue larga y perfecta.

A las ocho de la mañana estaba preparado para salir de casa cuando sonó el teléfono.

Era Catarella.

—¿Han matado a alguien?

—Nada de asesinatos, dottori, lo siento. Han llamado de la Jefatura para que usía pase por allí urgentísimamente.

—Pero ¿quién ha llamado?

—No lo han dicho. Sólo han dicho que usía debía ir donde está el vino.

—¿Y qué sitio es ése? ¿Una taberna?

Dottori, a mí me han dicho eso.

—Pero ¿han dicho exactamente «donde está el vino» o han utilizado otra palabra?

—Otra palabra.

—¿Bodega?

—¡Exacto!

La bodega era el término convencional para indicar la planta subterránea donde estaban instalados los aparatos de interceptación de comunicaciones.

—Si llega Fazio, dile que me espere.

—A sus órdenes, dottori.

Montalbano se despidió de Livia y salió para Montelusa.

La puerta del sótano estaba blindada, y delante había un policía de guardia armado con metralleta.

—¿Tienes orden de disparar a bocajarro si se presenta algún periodista?

—¿Quién es usted? —preguntó el agente, que no tenía ganas de bromear.

—El comisario Montalbano.

—Documentación, por favor.

Montalbano se la enseñó, y el agente, abriéndole la puerta, dijo:

—Box siete.

Llamó a la puerta del box 7, que era un poco más grande que una cabina electoral, y una voz le dijo que pasara.

Dentro había un inspector jefe sentado delante de un aparato, con unos auriculares al cuello.

—Guarnera —se presentó, levantándose.

—Montalbano.

—Esta mañana, a las seis y trece, Carlo Macaluso ha recibido una llamada interesante. Póngase estos auriculares para escuchar la conversación.

Giró un botón y Montalbano oyó una voz somnolienta, que debía de ser la de Macaluso:

—¿Sí…? ¿Quién es?

—Soy el amigo del bigote —respondió una voz decidida de hombre joven, en torno a los treinta años.

—Ah, sí. ¿Qué hay?

—Tengo tres paquetes nuevos, impecables.

—Me interesan. ¿Cómo lo hacemos?

—Como de costumbre. Esta noche, a las doce, te los dejamos donde ya sabes.

—Y yo os dejo el dinero en el mismo sitio. La cifra de siempre.

—No. Esto es material completamente nuevo.

—Hagamos lo siguiente: yo os doy ahora la misma cifra y la próxima vez os entrego la diferencia. ¿De acuerdo?

—De acuerdo.