XII

Lentamente las parejas se iban despidiendo de los dueños de la casa con prosopopeya. Los caballeros doblaban la espalda hasta formar ángulo recto con el cuerpo; las mujeres hincaban la rodilla en el suelo marrano del salón; al hacerlo, tintineaban los torces de oro y las cuentas de perlas y los escotes boqueaban revelando mamelones que exhalaban un olor cálido y empalagoso, como de almizcle. Todos tenían para los anfitriones palabras de elogio y agradecimiento.

—Una merienda deliciosa.

—Una disposición de muy buen gusto.

Para no entorpecer estas formalidades con su presencia, Fábregas se había retirado a un rincón, donde se le unió a poco el doctor Pimpom.

—Cada año la misma pompa —le oyó mascullar—, pero cada año las tetas más descolgadas.

Este comentario le hizo caer en la cuenta de que a la recepción, fuera cual fuese su carácter, no había asistido ninguna persona joven. Otra tradición que se extingue, pensó: la eterna cantinela. Toda su vida había estado viendo los últimos estertores de tradiciones que declinaban y se perdían: era evidente que le había tocado vivir una época de transición. Ahora, sin embargo, se preguntaba si esta transición no sería un estado permanente de las cosas y si lo que por inercia todos llamaban tradición no sería algo habitual y anodino que, llegado el término de su utilidad, empezaba a descomponerse de acuerdo con su propia naturaleza, siendo entonces esta descomposición parte de su propia razón de ser, una manifestación más de su propia utilidad. Ahora contemplaba aquellas tarascas reflejadas en los espejos turbios del salón, saludando y alejándose por aquel infinito ficticio y sin azogue y no podía menos que decirse: así ha de ser.

En estas reflexiones perdió la noción del tiempo y sólo la recobró cuando el último de los invitados a la ceremonia se retiraba del salón, en el que ahora reinaba un silencio sólo roto por la respiración sibilante de la enferma.

—Ánimo, pichón, ya acabó todo —musitó Charlie al oído de su esposa.

—Sujétame, Charlie —respondió ésta a su confortación—: me falta el aire, los huesos no me tienen y la vista se me nubla.

—Ya sabía yo que acabaríamos así —rezongó el doctor Pimpom colocándose con ligereza frente a la enferma y abrazándole el talle en el momento en que ella, como si una mano invisible hubiera cortado de repente los cables que la mantenían suspendida de lo alto, se venía al suelo.

—¡Charlie, no se quede ahí pasmado y ayúdeme! —dijo el médico—. ¿No ve que las fuerzas no me dan? Eso es, cójala de los tobillos. Así no, hombre, con delicadeza. ¿Cuándo dejará de ser un cow-boy?

—Yo no soy un cow-boy —replicó Charlie encolerizado—. Yo no había visto una vaca en mi vida hasta que llegué a Italia. Yo nací en un suburbio industrial y hasta la carne que comíamos venía enlatada.

—Está bien, Charlie —respondió el médico con condescendencia—. Ya hablaremos de esto en otra ocasión. Ahora, si no le parece mal, ayúdeme a llevar a su esposa a la cama. Sí, Charlie, usted delante. Vamos.

Tambaleándose bajo el peso de la enferma, los dos hombres abandonaron el salón y en él a Fábregas, quien, temeroso de agravar la situación si se sumaba al cortejo, optó por permanecer donde estaba, sin ofrecer su ayuda, pero sin hacer de sí un impedimento. Ahora, sin embargo, al verse una vez más a solas en aquella estancia, se arrepentía de su circunspección. Parece que el destino ha resuelto que yo venga a perderme en esta casa, se dijo. Decidido a salir de allí a toda costa, cruzó la puerta que Charlie y el médico habían dejado abierta al salir y de este modo ganó un pasillo oscuro del que arrancaba una escalera, en cuyo extremo superior se veía una claridad azulada, como la que difunde una lámpara cubierta por una pantalla de tul. Se disponía a subir por aquella escalera cuando detuvo sus pasos un sonido procedente del lugar al que se encaminaba. Este sonido se fue haciendo cada vez más nítido, aunque sin aumentar el volumen. Ahora Fábregas, inmovilizado al pie de la escalera, percibía una voz humana, débil y quejumbrosa, que parecía repetir una palabra incomprensible, quizás en un idioma extranjero. Hola, ¿qué es esto?, se preguntó con cierto sobrecogimiento, porque sin saber la razón, tenía constancia de estar asistiendo a un fenómeno sobrenatural o, cuando menos, inexplicable. Así permaneció varios segundos; luego, de repente, enmudeció la voz y en lo alto de la escalera apareció un hombre cubierto de un batín de tafetán, que llevaba en las manos una copa de champaña y una boquilla larga, de metal plateado. Aquella figura era indudablemente una visión: desde donde estaba, Fábregas podía seguir viendo los peldaños de la escalera a través de ella no bien hubo ésta iniciado el descenso. Fue la transparencia de la figura, sin embargo, lo que le tranquilizó. No hay motivo alguno para pensar que se trate de un fantasma, se dijo, antes bien, de una superchería. Los fantasmas no son transparentes; ahora los creemos transparentes porque el cine siempre los ha representado así, pero en realidad sólo es un truco mecánico de superposición de imágenes, un simple efecto especial. No obstante, decidió regresar al salón y, habiéndolo hecho, cerró a sus espaldas la puerta que conducía a la escalera.

Sus razonamientos sólo le habían proporcionado una tranquilidad relativa. Ahora creía ver en el fondo de los espejos del salón unos hombres muy gordos y risueños, vestidos con telas de color escarlata, que le hacían señas, como si le saludaran y luego, convencidos de haber atraído su atención, juntaban las manos, adoptaban una expresión de recogimiento y oraban o simulaban orar. ¿Qué querrán decirme?, se preguntaba; tal vez que me una a sus rezos, pero ¿cómo? Yo nunca he rezado; a lo sumo, de niño, repetía unas letanías aprendidas de memoria, sin tener idea de su significado, pero eso no era rezar… o quizá sí, se dijo. Cerró los ojos y se pasó las manos por la cara. Quizá soy yo, se dijo, quizá algo no anda bien en mi cabeza. Cuando abrió los ojos de nuevo, las apariciones se habían disipado. He de salir de esta casa cuanto antes, se dijo. Ah, ¿cuántas puertas tendrá este maldito salón? ¿Siete?, ¿seis?, ¿nueve? Imposible saberlo. Eran los espejos intercalados lo que le impedía llevar a cabo un recuento satisfactorio. Finalmente decidió abrir una puerta cualquiera. Al hacerlo le asaltó el temor de estar abriendo de nuevo por distracción la que llevaba a las escaleras que el aparecido para entonces sin duda habría terminado de bajar, pero tuvo suerte y no sucedió tal cosa. Ahora se encontraba en una sala contigua al salón y tan desnuda de muebles como éste, salvo por una mesa de altar tapizada de damasco rojo, alumbrada por varios cirios gruesos y coronada por una hornacina recubierta de flores de papel. En la hornacina vio la imagen de una mujer muy joven, de belleza grave y transida, revestida de una túnica blanca y de un manto azul ceñido a la frente por una cinta. Este manto bajaba luego por los costados de la imagen, dejando al descubierto únicamente su rostro, sus manos y la punta de los pies. Un aro de alambre colocado sobre su cabeza sostenía doce estrellas de hojalata en círculo. Ante la imagen Fábregas se sintió invadido del desfallecimiento. Todos los acontecimientos extraños que habían precedido este encuentro no habían logrado prepararle para esta última visión. Clavó los ojos en el rostro de la imagen y ésta respondió a su mirada con una ligera inclinación de cabeza. Luego recobró la inmovilidad.

—¿Piensa permanecer así eternamente? —dijo Fábregas, que había recuperado el habla después de un largo silencio.

—¿No queda nadie? —preguntó ella.

—Sólo yo.

—Entonces ayúdeme a bajar de la hornacina. No quisiera echar a perder las flores.

Él le tendió la mano; las de ella estaban frías como el mármol y tenía las mejillas, la frente y el mentón tiznados por el humo de los cirios. Aquellos tizones resaltaban su palidez.

—Al verla la creí… —empezó a decir él.

—No lo diga… —atajó ella.

—Transformada en algo inmaterial, inaccesible a todos nosotros, quise decir —dijo él—. ¿Qué hacía subida a este aparato? ¿Cuánto tiempo lleva aquí, inmóvil, fingiendo ser una estatua? ¿Y por qué esta representación?

—¡Y yo qué sé! —exclamó ella malhumorada, golpeando el suelo con el pie descalzo—. ¿Cree que todavía tengo ganas de interrogatorios?

Pero al instante, antes de que él pudiera replicar, cambió de tono y continuó diciendo:

—Acompáñeme a dar un paseo, por favor: tengo el cuerpo entumecido y el frío metido en los huesos.

—¿No debería abrigarse?

—Primero haré un poco de ejercicio para restablecer la circulación sanguínea y luego me daré un baño, si hay agua caliente en este caserón dejado de la mano de Dios —dijo; luego, como avergonzada de sus palabras, añadió—: No sé por qué digo estas cosas. A mi edad ya debería haber encontrado la forma de mejorar la situación de mi familia o, si eso no, al menos la de independizarme de ella. Pero aquí sigo, ni rebelde ni dócil, sólo inútil y quejumbrosa.

—No empiece a atormentarse y cuénteme lo que hacía en la hornacina —atajó él.

—Nada, lo de siempre: mantener viva una vieja tradición que agoniza —dijo ella colgándose de su brazo y obligándole a concertar sus pasos. Luego, mientras caminaban por el salón, al que habían accedido, empezó a referirle la siguiente historia—: Desde hace muchísimos siglos era costumbre en Venecia celebrar la fiesta de la Inmaculada con una procesión. Por supuesto, el dogma de la Inmaculada Concepción no fue proclamado hasta mediados del siglo pasado, pero la creencia siempre fue consustancial al cristianismo. El asunto, en realidad, siempre fue honrar a la Virgen, para lo cual, al inicio de la primavera, pues la festividad todavía no había sido trasladada al 8 de diciembre, una joven virtuosa y bella era revestida de túnica y manto, coronada de estrellas y paseada a hombros por las calles en una andas adornadas de lirios, ramas de olivo y gavillas de trigo, que simbolizaban respectivamente la pureza, la sabiduría y la fecundidad. Iba descalza y en los pies llevaba dos rosas. Más tarde, sin embargo, y con el pretexto falaz de que las mujeres no podían intervenir en ningún tipo de ceremonia religiosa, el clero prohibió que una doncella personificara a la Madre de Dios e hizo que fuera reemplazada por un sacerdote joven o un diácono. No hace falta que le cuente en qué acabó la cosa. Para entonces Venecia se había convertido en una república de tiranos obsesionada únicamente por su propia seguridad; la policía secreta y las denuncias continuas habían creado un estado de opresión insoportable. Por esta causa, cualquier circunstancia que permitiera un alivio pasajero a tanta tensión y tanta disciplina era aprovechada no ya con alacridad, sino con desafuero. La procesión degeneró pronto en un espectáculo del peor gusto. Los hombres se vestían de mujeres, se cubrían el rostro de afeites y deambulaban por la ciudad profiriendo obscenidades, adoptando los modos más soeces y fingiendo con mucha convicción los dolores y avatares del parto. Las mujeres se vestían de hombre, ostentaban barbas y bigotes postizos, bebían aguardiente sin tasa, juraban y blasfemaban con voz bronca, fingían actitudes achuladas, al menor pretexto echaban mano a la espada, y agredían de palabra y de obra a las mujeres honestas que no se habían sumado al aquelarre. Clérigos viejos disfrazados de paloma bailaban fandango con novicios a quienes habían obligado a vestirse de querubines. En las plazas se corrían y mataban toros, cerdos y perros del modo más salvaje y sanguinario. Naturalmente, no toda la población participaba en estas algaradas. Los más se retiraron a sus casas y allí, agrupadas varias familias por razón de parentesco o clase, continuaron honrando a la Inmaculada a la manera antigua. Luego, cuando la Iglesia y el Estado de consuno intervinieron para poner coto por la violencia a los desmanes del populacho, la tradición continuó inalterable tras los muros de los palacios. Luego la festividad fue movida a la fecha de hoy y se convirtió en el inicio tácito de la temporada navideña. Por riguroso turno, incumbe a una familia del viejo círculo aristocrático, progresivamente venido a menos, organizar la velada a la que usted acaba de asistir. Es costumbre ineludible que una joven de la familia organizadora se vista como ahora me ve, salvo en la eventualidad, muy rara, de que no haya persona de la edad o el sexo adecuado o de que, habiéndola, ésta no reúna las condiciones necesarias para desempeñar el papel, bien por su aspecto físico, bien por otros motivos, en cuyo caso se admitiría que ocupara su lugar algún miembro del servicio doméstico o incluso una persona contratada para la ocasión. También es costumbre que los convidados, aparentando entregar un donativo a la imagen de la Virgen, aporten sumas modestas de dinero que, acumuladas, ayuden a la familia de turno a salir de apuros ese año. No es costumbre, en cambio, que la familia de turno obsequie a sus convidados con unas tartaletas tan baratas y rancias como las que mi padre andaba ofreciendo hace un rato. Venga; ya he caminado bastante y el estar tantas horas de pie me ha fatigado: sentémonos.

—No quisiera que pillara un resfrío —dijo él.

—No hay miedo: estas prendas son de mucho abrigo —dijo ella sentándose en uno de los sofás del salón, encogiendo las piernas y cubriéndose los pies con el ruedo del manto que ahora, tras el paseo, aparecía cubierto de cazcarrias. Luego, sin cambiar el tono coloquial con que había pronunciado estas palabras, prosiguió diciendo—: También es posible que lo que acabo de contarle sea pura leyenda, que la costumbre del visiteo y el disfraz la impusieran a mediados del siglo pasado los austríacos, muy devotos de la Santísima Virgen, y que calara fácilmente entre la aristocracia, mucho más dispuesta que el pueblo llano a colaborar con las fuerzas imperiales de ocupación. Como quiera que sea, hoy perdura como un mero nexo de unión de una sociedad que se desintegra sin remedio y cuya única justificación, a sus propios ojos y a los de nadie más, consiste en marcar las diferencias que las separan de unas masas supuestamente groseras e incontroladas. En el fondo, todo es fraude y cambalache.

Suspiró y añadió después de un silencio que Fábregas, intuyendo que era el prólogo a una confidencia, se guardó de romper:

—Sé que mis padres, a quienes no falta tupé, le refirieron la historia apócrifa de nuestra antepasada, la celebrada meretriz. Ignoro si la dio por cierta o no, pero es evidente que extrajo de ella algunas conclusiones poco halagüeñas con respecto a mí. No voy a impugnarlas: es usted muy libre de pensar lo que quiera y yo lo soy también de justificar o no mi conducta, según se me antoje. Una cosa solamente le quiero contar: hace poco más de un año, en Roma, a donde había ido a mi regreso de Londres con la vana intención de encontrar trabajo, conocí a un hombre cuya influencia ha sido y sigue siendo decisiva en mi vida todavía. Le conocí cuando él acababa de llegar a Roma para tomar posesión de un cargo de gran responsabilidad al que había sido electo y cuya naturaleza no revelaré para no poner de manifiesto innecesariamente su identidad. Como la residencia que le correspondía en virtud de su cargo había sido ocupada hasta pocos días antes de su llegada por su predecesor, el cual había fallecido allí tras una enfermedad larga y aparatosa, hubo de alojarse en un hotel mientras aquélla era habilitada para acoger en la forma debida al nuevo ocupante. En aquel hotel le visité en repetidas ocasiones, siempre con el riesgo de atraer la atención de un periodista o de tener un tropiezo con el personal encargado de velar por su seguridad. Por suerte, su misma presencia había convertido el hotel en un hervidero de personas cuyos asuntos no admitían demora. De este modo pude apañármelas para burlar toda sospecha. La importancia de sus funciones, el volumen de papeleo que engendraban y el flujo continuo de visitas que acudían a verle le obligaron a ocupar una suite del hotel a la que, al cabo de muy poco, hubo que ir agregando las habitaciones contiguas. En este habitáculo improvisado estaba a sus anchas: había llevado siempre una vida trashumante y desarrollado una habilidad especial para hacer su casa allí donde las circunstancias lo pusieran. Apenas aposentado colgó de las paredes de la suite los trofeos de caza que había acumulado durante dos largas estancias en África, en la última de las cuales había contraído unas fiebres que no ponían en peligro su vida, pero que le causaban molestias recurrentes. De resultas de estas fiebres había encanecido prematuramente y perdido todo el vello corporal. Cuando la fiebre experimentaba una recidiva, la temperatura podía subirle en pocos segundos a cuarenta y uno o cuarenta y dos grados. En estas ocasiones sus ojos brillaban en la oscuridad, como un fuego fatuo, y deliraba. Fuera de estos trances pasajeros y aunque hacía años que había dejado atrás la juventud, era hombre de energía extraordinaria. Después de una jornada de trabajo de quince horas ininterrumpidas, durante las cuales había tenido que solventar los problemas más graves y asumir responsabilidades abrumadoras, aún tenía ánimos para invitar a cenar a un grupo numeroso y variado de personas y para enzarzarse en la discusión más acalorada o de animar él solo la sobremesa hasta el alba. Sólo entonces, cuando se quedaba solo y los primeros rayos del sol acariciaban los tejados de Roma, me llamaba a su presencia. Rara vez acudía por mi propio pie a esta llamada: las largas horas de espera en una de las habitaciones contiguas a la suite, donde permanecía oculta, habían consumido mis fuerzas y me había quedado dormida entre pilas de cartapacios y legajos llegados de todos los puntos del globo. Entonces venía él a buscarme, me despertaba con dulzura y me llevaba a la suite en volandas.

»Disponíamos de muy pocas horas. Algún día salíamos a la calle subrepticiamente por una de las puertas de servicio del hotel. Para no ser reconocido él llevaba una peluca, gafas de sol y un traje que yo me había encargado de procurarle a mis expensas. Entonces paseábamos por las calles y plazas casi desiertas, aspirando el aire limpio de la mañana y contemplando el perezoso despertar de la ciudad, un espectáculo que a mí me dejaba indiferente, pero que a él, separado del resto de los mortales y de las minucias de la vida cotidiana por causa de su cargo, le emocionaba hasta las lágrimas. «¡Ah!», exclamaba a la vista de un campesino que disponía sobre los carretones de un mercadillo ambulante los productos de la tierra para su venta, «de modo que esto es lo que come la gente», o, deteniéndose ante el escaparate de una boutique, cuyas puertas aún no habían abierto, «¡Hola, con que esto es lo que se llevará este año!» Disfrutaba como un niño. Si algo se le antojaba hasta el punto de desearlo con verdadero frenesí, era yo quien debía adquirirlo, porque él no disponía de dinero en efectivo ni podía pedirlo sin justificar el destino que pensaba darle. Como no podía mentir a este respecto y todas sus pertenencias estaban minuciosamente inventariadas, nunca me pudo hacer ningún regalo. «De todos los hombres de la tierra, yo estoy obligado a ser el más mezquino», me decía a menudo. Pero estas excursiones callejeras eran la excepción. La mayor parte de los días nos quedábamos en la suite: él hablando y yo escuchando. Al principio me sorprendía que a un hombre que se pasaba tantas horas despachando asuntos de viva voz todavía le quedaran ganas de hablar, hasta que comprendí que de lo que hablaba conmigo no podía hablar con nadie más. Siempre me hablaba de caza. Ésta era su gran pasión y, sin que pudiera decirse que fuese hombre modesto en ningún terreno, lo cierto es que de nada se sentía tan ufano como de sus hazañas cinegéticas. Ya le he dicho que de las paredes de la suite colgaban numerosos trofeos. Algunas piezas estaban disecadas, pero habiendo sido realizada esta operación, por razones obvias de distancia y clima, prácticamente in situ, en lugares donde la técnica de la taxidermia era todavía muy tosca y quienes la practicaban, inexpertos, los animales disecados presentaban un aspecto acartonado, irreal y casi grotesco, por lo que, en vista de estos primeros fracasos, él había optado luego por preservar únicamente las calaveras de las presas que se iba cobrando, para lo cual bastaba, según me explicó, con dejar las cabezas a la intemperie y esperar a que las hienas, los buitres y las hormigas dejasen la osamenta monda y lironda. Ahora colgaban de aquí las fauces de un león, de allí las mandíbulas de un cocodrilo, de más allá la testuz de un búfalo. Todas estas fieras imponentes habían sido abatidas por él desde el suelo, esperando a pie firme la embestida o el salto y sabiendo que errar el tiro era garantía de dentellada, cornada o zarpazo. El recuerdo de aquellos momentos de tensa expectativa, en los que la supervivencia dependía de la entereza y el acierto de un instante, le enardecía de tal forma que en ocasiones perdía literalmente el mundo de vista y, olvidando quién era, sacaba de un armario un viejo rifle, ahora herrumbroso y descargado, y me obligaba a correr a cuatro patas por la suite, a ocultarme detrás de los muebles y a tratar de saltar sobre él de improviso; él, plantado en medio de la pieza, escudriñaba a su alrededor y, cuando creía haber descubierto mi escondite, se echaba el arma a la cara y gritaba a pleno pulmón: ¡paboum!, ¡paboum! No me interprete mal: este juego pueril no me divertía en lo más mínimo. Siempre supe que estaba en presencia de un hombre sumamente necio y vacuo; nunca me hice ilusiones respecto de él y mucho menos respecto de lo que pudiera depararme el futuro a su lado. Simplemente me atraía de un modo irremisible. Si él me miraba yo olvidaba mi vida; se lo habría dado todo sin pedirle nada. Por lo demás, lo nuestro estaba condenado de buen principio al fracaso, porque no ignoraba que una vez concluidas las obras de su residencia oficial e instalado él allí, nuestra relación había de volverse por fuerza dificilísima, si no imposible, como en efecto sucedió. Regresé a Venecia profundamente abatida, pero decidida a echar en olvido aquella aventura insensata. Reanudé viejas amistades y trabé amistades nuevas: éstos fueron los días en que nos conocimos usted y yo. Poco después descubrí haber quedado encinta en Roma. Ponderé la posibilidad de interrumpir la gestación, pero no me atreví a dar un paso así sin el consentimiento de él, sabiendo como sabía lo firme de su posición en la materia. Tenía que verle y poner en su conocimiento lo sucedido. Fui a Roma. No le abrumaré contándole por qué medios intrincados le hice saber de mi presencia en Roma ni de qué insólitos mediadores se valió él para indicarme la hora y el lugar de la entrevista que yo le había pedido y a la que él accedía con evidente renuencia. Por fin, después de varias semanas de maquinación y de mil peripecias, nos vimos a solas por última vez una noche, en el jardín de su residencia. De aquella entrevista recuerdo con viveza el brillo de la luna entre los cipreses, la brisa perfumada por los rosales en flor y el croar de las ranas en un estanque cercano. Él no parecía reparar en estos detalles. El desempeño formal de su cargo, del que ahora, según me dijo, se sentía por fin plenamente investido, le había cambiado. En contra de mis predicciones, lo que había ido a decirle no le produjo inquietud ni sorpresa; antes bien, pareció dejarle indiferente, como si el asunto no fuera con él. Me recordó que, pese al boato en que vivía inmerso, no disponía de medios económicos. Yo le tranquilicé al respecto: siempre había sabido que no podía esperar nada de él, le dije. Mi aparente abnegación despertó sus sospechas y adoptó un aire impaciente y glacial que sin duda debía haberme irritado. Pero mi ánimo estaba tranquilo; nunca había experimentado antes una serenidad como aquélla. Comprendí que había llegado el momento de la separación definitiva. Entre nosotros se hizo un silencio embarazoso. A lo lejos oímos resonar los taconazos y susurros que acompañaban el relevo de la guardia en la caserna situada al fondo del jardín. «Adiós», dijo él tendiéndome la mano a modo de despedida. Yo retuve su mano entre las mías. «Hay algo que necesito saber», le dije. Me miró a los ojos y yo advertí en los suyos la fosforescencia de las tercianas. Aquel acceso súbito de fiebre hizo desaparecer por un instante la frialdad de su porte y comprendí que ahora sus ojos leían mis pensamientos. Si él hubiera hecho el más mínimo gesto yo habría caído de nuevo para siempre en sus brazos, habría aceptado el arreglo que me hubiera propuesto; por él habría soportado cualquier humillación. Él sin brusquedad, pero con firmeza, desprendió su mano de las mías y señaló al cielo. «Sólo tres cosas debes saber ahora y siempre», me dijo: «Que Jesucristo nació en el portal de Belén, que murió por nuestros pecados y que al tercer día resucitó.» «¿Eso es todo?», pregunté yo. «Sí, eso es todo», respondió. «Lo demás sólo sirve para confundir las ideas y extraviar las almas», dijo acto seguido. Regresé a Venecia abrumada por la incertidumbre. Por supuesto, debía dejar a mis padres ignorantes de la situación. Pensé en confiarme a usted, a quien me sorprendió gratamente reencontrar en la ciudad, de la que le hacía ausente, pero también usted había sufrido una transformación inexplicable. Mi estado requería atenciones médicas y me puse en manos del doctor Pimpom, que se mostró más competente que comprensivo. Como amigo de la familia y hombre de honor quería tomar cartas en el asunto a toda costa e insistía en saber la identidad del autor de mi embarazo. Ante mi negativa a revelársela decidió investigar por su cuenta. No le sorprenderá saber que la tarde en que usted y yo vinimos juntos a esta casa él extrajese de las apariencias una conclusión errónea. Viéndole convencido de que usted era la persona a quien buscaba, supuse que intentaría sonsacarle a mis espaldas e intenté ponerle sobre aviso para evitar que se produjera una lamentable confusión, pero esa tarde usted no regresó al hotel, como yo pensé que haría, sino que permaneció aquí, retenido por mi madre, que también debía de abrigar alguna sospecha acerca de mi estado y sin duda pensó inocentemente que usted podía ser, a la corta o a la larga, la solución de muchos problemas. Por eso trató de atraerlo hacia la familia con halagos y mentiras, un método que ella siempre ha juzgado infalible y que es, por no decir otra cosa, contraproducente. Ya ve que estoy poniendo las cartas sobre el tapete. Pero no es esto lo que quería contarle en realidad.

»Mi estado evolucionaba conforme a las leyes naturales, aunque no tanto que pudiera llamar la atención hasta poco antes de cumplirse el tiempo del alumbramiento. Entonces vi que debía dejar Venecia. El doctor Pimpom escribió a varios médicos de Roma a quienes conocía y a quienes rogaba me atendieran. También me proporcionó algún dinero, aunque no tanto que me permitiera sufragar los gastos del parto y mi manutención en las semanas previas y posteriores a aquél. Por esta razón recurrí a usted de nuevo. Fui a verle a su habitación dispuesta a revelarle los móviles de mi conducta; se lo habría contado todo si usted hubiera estado dispuesto a escucharme y en condiciones de hacerlo, pero no era éste el caso. De todos modos, me dio el dinero que yo necesitaba y por este motivo le estaré eternamente reconocida. Con él me fui a Roma y allí acudí a todas las direcciones a las que había escrito el doctor Pimpom. El resultado de estas visitas fue siempre idéntico: unos, amparándose en la proverbial ineficacia del servicio de correos, aseguraban no haber recibido ninguna carta; otros admitían haberla recibido, pero decían desconocer al remitente; otros, por último, se limitaban a decir que no podían hacer nada por mí. Alguno, apiadado de mi condición, hizo amago de ofrecerme un dinero que rehusé; los más se limitaron a regalarme muestras gratuitas de medicamentos que les habían enviado los laboratorios farmacéuticos. De resultas de todo esto me encontré en una situación de desamparo absoluto, a la que se sumaban las molestias propias de mi estado. Caí en un gran torpor; dormía la mayor parte del tiempo y lloraba el resto. No sabía qué hacer.

»Por estirar al máximo el dinero de que disponía, me había alojado en una pensión modesta, en un barrio poco céntrico. En aquella pensión se hospedaba también una muchacha menuda y jovial, de aspecto avispado, no mayor de veinte o veintidós años ni exenta de atractivos, de quien los demás huéspedes solían murmurar. Ella no hacía nada que diera pábulo a las murmuraciones, pero tampoco salía al paso de éstas con su conducta: en la pensión se comportaba siempre con el máximo comedimiento, pero sus horarios eran por demás irregulares y, aunque vestía de un modo discreto y recatado, todos sabíamos que usaba ropa interior de fantasía, pues la lavaba en su cuarto y la oreaba en su ventana. De todo lo cual deduje que aquella muchacha no desempeñaba una profesión deshonesta, pero que probablemente se valía de medios deshonestos para desempeñar una profesión honesta en forma exitosa. Esto, como es de suponer, me traía sin cuidado, y si he traído este personaje a colación ha sido porque fue, desde mi llegada a Roma, el único ser humano que me prodigó algunas atenciones y me dio muestras de afecto.

»Cuando comprendí que el embarazo tocaba a su fin, tuve miedo. Por inconsciencia o cobardía, nunca me había puesto a calibrar las consecuencias de todo aquello: ni los riesgos físicos que llevaba aparejado el parto ni los problemas que había de acarrearme la criatura que yo estaba a punto de traer al mundo. Quizá por esta razón el miedo inconcreto que ahora sentía era más asfixiante. Dormida me asaltaban pesadillas y despierta era presa de un nerviosismo rayano en la histeria. Ningún médico se ocupaba de mí y solventaba todos los desarreglos anímicos y corporales con la ayuda de un farmacéutico que me recetaba remedios y medicinas. No sé cómo logré sobrevivir. Finalmente decidí incumplir lo que me había prometido a mí misma, prescindir del orgullo y pedir ayuda a la persona que me había puesto en semejante situación. Por supuesto, no podía ir a verle con aquella facha, así que hube de confiar en alguien. Elegí hacerlo en la muchacha de la pensión de que le hablé hace un momento. A la primera ocasión propicia la llevé aparte y le referí el caso. Ella escuchó el relato en silencio y concluido aquél se limitó a mascullar: «Todos son iguales.» Le hice jurar que me ayudaría y ella trató de hacerlo, pero los días pasaban y sus gestiones no daban ningún fruto. «Hoy no he podido ir», me contestaba cuando yo, al verla entrar en la pensión, la asediaba con mis preguntas. O bien: «Hoy he ido, pero había mucha cola y no me he podido quedar.» Y así sucesivamente. Hasta que una tarde, tres semanas antes de lo que el doctor Pimpom y yo habíamos calculado, tuve los primeros avisos de que el momento decisivo estaba próximo. Alertados por mí los dueños de la pensión, y después de un breve conciliábulo, alguien llamó al hospital más próximo y pidió que enviaran una ambulancia sin demora a recogerme. Le respondieron que el personal hospitalario estaba en huelga y los servicios, interrumpidos sine die; que el retén que atendía los casos más graves no daba abasto a todos ellos; que dejáramos nuestro nombre y dirección y que tuviéramos la bondad de aguardar un día o dos. En vista de esto, la dueña de la pensión se mostró partidaria de llamar a la policía. «Si pasa algo, tendremos lío», dijo en tono agorero; a lo que replicó su marido diciendo que él nunca había tenido tratos con la policía ni los pensaba tener; y se echó a la calle en busca de su madre, una mujer octogenaria que en su juventud había ejercido ocasionalmente de comadrona.

»Así dieron comienzo aquellas horas terribles, interminables. Aunque estaba avanzado el otoño, la temperatura era alta y, como mi habitación carecía de ventana, pronto el calor se hizo agobiante y la atmósfera, irrespirable. Me llevaron a otra habitación que disponía de una ventana alta y estrecha por la que ahora entraba la luz del atardecer. El cielo estaba dorado y melancólico y de la calle llegaba el murmullo de la circulación rodada y el trajín de los platos en un restaurante próximo. Tampoco el farmacéutico pudo ser localizado: al término de la jornada había cerrado la farmacia y se había ido a su casa, cuya dirección nadie conocía. Para calmar el dolor de las contracciones, cada vez más intenso, me dieron lo que tenían: aspirinas y grappa. Con esta mezcla quedé medio atontada. Los dolores iban y venían y perdí la noción del tiempo. En un momento dado vi la luna enmarcada en la ventana; en otro, la cara apergaminada de la comadrona, que llevaba rato atendiéndome sin que yo me hubiera percatado de ello. Tenía mucha sed y me dieron agua. La muchacha en quien había confiado entró a verme. Venía de la calle y exhalaba un perfume cálido que me revolvió las tripas. Pedí que nos dejaran a solas un instante y, cuando lo hubieron hecho, le dije: «Es posible que no salga de ésta.» Ella me interrumpió diciendo que no dijera tonterías. Lo que me pasaba era una cosa molesta, pero sencilla. «Constantemente están naciendo miles y miles de niños, sobre todo en Asia», agregó. Yo le interrumpí a mi vez para decirle: «Escucha: la criatura que va a nacer sólo me tiene a mí, y si a mí me pasara algo, se quedaría sola en el mundo. Tienes que ir a verle, intentarlo una vez más y esta vez abrirte paso hasta él como sea; dile que venga; explícale las cosas como son. Anda, ve.» Ella me respondió que haría lo que yo le pedía, pero en sus ojos leí la indecisión y la duda. Salió la muchacha de la habitación y yo debí de perder el conocimiento. Me despertó un gemido lastimero; tardé un rato en darme cuenta de que yo misma lo había proferido. La luna ya no estaba en la ventana: ahora era noche cerrada, sin nubes y sin estrellas. Poco a poco fui recobrando la cordura y haciéndome cargo de dónde estaba y qué ocurría. Recordé los dolores inhumanos que había estado padeciendo y pensé que no sería capaz de soportarlos nuevamente, pero transcurrieron varios minutos y los dolores no volvieron. Al verme despierta acudió la vieja comadrona. «Nena, ¿cómo estás?», oí que me preguntaba. «Bien», le respondí esperanzada. «¿Ya pasó todo?» «Falta muy poco», dijo ella. «¿Te duele algo?» «No, pero tengo mucha sed; déme agua, por favor.» «No debes beber nada», respondió la vieja comadrona; «ningún líquido». «¿Quién lo ha dicho?», quise saber, y ella miró de reojo hacia el otro extremo de la habitación. Seguí su mirada y vi dos hombres muy altos que parecían hermanos. Uno iba vestido enteramente de blanco y el otro, enteramente de negro. Miraban lo que había en una mesita sobre la que una lámpara cubierta por una pantalla grande, hecha de trozos de cartón doblado, proyectaba una luz intensa, mientras dejaba en penumbra el resto de la habitación. Miraban lo que había en aquella mesita y cuchicheaban animadamente. Al advertir que me había despertado, acudieron a la cabecera del lecho. La vieja comadrona se retiró y ellos se situaron a ambos lados de aquél. «¿Cómo se encuentra, señora?», me preguntaron los dos a la vez. Les dije que me encontraba bien, que los dolores habían cesado. El hombre de blanco hablaba con acento francés y el de negro, con acento alemán. Cuando hablaban entre sí, el que tenía acento francés se dirigía al otro en alemán, y el que tenía acento alemán le respondía en francés. Esto me hizo pensar absurdamente que debían de ser suizos: dos hermanos suizos que había adoptado aquella solución equitativa a los problemas prácticos de su bilingüismo. Estas cosas las pensaba porque la cabeza no me regía bien. Mientras el hombre de negro me tomaba el pulso y me auscultaba, el hombre de blanco fue a la mesita iluminada y regresó con una jeringa. Me hicieron ladear el cuerpo y sentí un pinchazo en la espalda. El hombre de negro volvió a auscultarme, murmuró: «Todavía no», y anotó algo en su cuaderno. Los dos hombres volvieron a situarse junto a la mesita y a hablar entre sí con gran animación. Lo que me habían inyectado me sumió en un estado de gran bienestar físico. Ahora todo estaba bien, todo era como debía ser; en fin de cuentas, él tenía razón: sólo la entrega puede salvarnos del caos; la felicidad es un estado de gracia que sólo se confiere al que sabe renunciar y aceptar, me dije. Pensando estas cosas no me enteraba de lo que ocurría a mi alrededor. En cambio, registraba con nitidez todos los sonidos que llegaban de la calle. Cuando abrí de nuevo los ojos, la ventana estaba cerrada y por los cristales entraba la luz del día. Delante de mí estaban la comadrona y el hombre vestido de blanco; ambos me miraban fijamente a los ojos con el ceño fruncido y el semblante grave, como si estuvieran recabando mi atención para reprenderme. Sin apartar su mirada de la mía, el hombre vestido de blanco hizo una seña y acudió el hombre vestido de negro. Vi que llevaba las manos cubiertas por unos guantes de goma y comprendí que había llegado el momento decisivo. De mi ánimo desapareció toda la paz de que había estado gozando y me invadió un terror irreprimible. En aquel momento pensé que aquellos dos hombres habían sido enviados allí para impedir que el suceso que estaba a punto de producirse trascendiera las paredes de aquella miserable habitación. Imaginé haber sido vigilada continuamente desde que puse el pie en Roma e interpreté bajo un nuevo prisma la actitud arisca de los médicos a quienes había acudido en un principio y las tentativas supuestamente infructuosas de mi amiga de llegar hasta él. Ahora todos aquellos hechos formaban parte en mi imaginación de una conjura destinada a eliminarme a mí y a hacer desaparecer a la criatura que en aquel instante pugnaba por salir al mundo. Quise saltar de la cama, pero me lo impidieron. «Valor, ya casi está», oí murmurar a la comadrona. El hombre de negro, con su peculiar acento, me gritó: «Poussez, madame, poussez!», y yo comprendí que quería vivir por encima de cualquier otra consideración. En aquel momento resonó en la pensión un grito terrible, como si acabara de irrumpir en ella un animal ávido y feroz, y sentí pánico, pero no por mí, sino por mi hijo; entonces comprendí que no estaba dispuesta a consentir que nadie me lo arrebatara. Al grito siguió un breve silencio, durante el cual comprendí que había sido yo quien lo había proferido. Luego oí un llanto tenue y extrañamente próximo y me pregunté cuál de los dos hombres estaría llorando y por qué. La comadrona se inclinó sobre la cama para decirme algo, pero yo no podía oír sus palabras, porque sólo tenía oídos para aquel llanto, ni podía distinguir la expresión de sus facciones, porque tenía los ojos inundados de lágrimas. Finalmente entendí que sólo quería decirme lo que yo ya sabía: que todo había ido bien. «Es un niño muy hermoso», añadió. Y yo le dije: «No deje que nadie se lo lleve.»