A primeros de diciembre la lluvia cesó por completo y volvió a salir el sol, pero las calles siguieron inundadas varios días, por lo que una vez más hubo de calzar katiuscas para poder abandonar el hotel. Esto le recordó vivamente las circunstancias en que había conocido a María Clara meses atrás, en tiempo semejante, en una farmacia. Mientras pensaba estas cosas iba siguiendo sin proponérselo el mismo camino que en aquella ocasión había propiciado su encuentro. Esta actitud resultaba tan pueril a sus propios ojos que estaba por deponerla cuando creyó ver fugazmente la silueta de ella en la margen opuesta del canal junto al que transitaba. ¿Será posible que las cosas se produzcan en esta forma melodramática?, pensó.
Gritó para llamar su atención, pero sólo consiguió con aquel grito que levantara el vuelo una bandada de palomas posada en la riba del canal. Aquel revuelo bastó para que la perdiera de vista: cuando las palomas se hubieron posado de nuevo ya no pudo hallarla. Chapoteando retrocedió sobre sus pasos para cruzar el canal que lo separaba de ella por un puente metálico que recordaba haber rebasado momentos antes. Ya en la otra margen, corrió hacia la esquina que según sus conjeturas ella debía de haber doblado y desde allí creyó distinguir a lo lejos su chubasquero de charol. Sin embargo, por más que corría, no conseguía acortar la distancia que mediaba entre ambos, hasta que finalmente perdió su rastro de una vez por todas. O todo ha sido una alucinación, se dijo, o por fuerza ha tenido que meterse en algún portal, pero ¿en cuál de ellos? Frente a una casa vio una mujer vestida de luto, sentada en una silla tosca de madera blanca y anea. Al acercarse a ella para preguntarle si había visto pasar una muchacha cubierta de un chubasquero negro, advirtió que la mujer llevaba unas botas de agua de un color verde subido, casi fosforescente, que le daban un aspecto estrafalario y cómico y gracias a las cuales recordó ser aquélla la misma vieja que les había dado indicaciones prácticas cuando María Clara y él, el día de su primer encuentro, habían intentado visitar una iglesia cercana. ¡Cuántas coincidencias!, pensó. La vieja, ante la cual se había quedado mudo y desconcertado, lo miraba con la boca abierta. Finalmente Fábregas le preguntó si allí cerca no había una iglesia con unos frescos antiguos, a lo que la vieja respondió en sentido afirmativo. Con el dedo señalaba la puerta de un edificio próximo, el cual, visto desde aquel ángulo, no parecía un templo.
—Llame allá y el señor cura párroco le atenderá si puede —dijo la vieja; y luego añadió de improviso—: Se conoce que le gustaron las pinturas la otra vez.
—¡Cómo!, ¿se acuerda usted de mí? —exclamó.
—Con los años voy perdiendo la memoria —dijo la vieja—, pero jamás olvido una cara. Eso no.
—Pues con tanto turista, cada mes verá usted varios millares de caras nuevas.
—Sí, pero no olvido ninguna, así pasen cincuenta años.
—Entonces, recordará a la señorita que me acompañaba en esa ocasión, cuando usted me vio por primera vez —dijo él.
—La reconocería si la viera, a buen seguro. Pero recordarla es otra cosa. No, no creo que fuera capaz de hacer algo así.
—Entonces, ¿no ha vuelto a verla desde aquel día?
—No le sé decir: ahora no me acuerdo de haberla visto, pero lo que sí sé es esto: que si la hubiera visto, la habría reconocido —dijo la vieja con aplomo.
Esta afirmación contundente, sin embargo, pareció dejar sumida en un mar de confusiones a la vieja de las botas verdes. Fábregas se despidió de ella y se encaminó a la puerta de la iglesia. ¿Será posible que ella, impelida por los recuerdos, haya tenido la idea de venir de nuevo a este lugar precisamente en este día?, se preguntaba; y con un residuo de cordura se respondía: ¡qué va!
Empujó la puerta de la iglesia y vio que ésta no estaba cerrada, como le había parecido en un principio, de modo que, sin anunciar su presencia, se introdujo en un zaguán oscuro donde una docena de personas, agrupadas alrededor de una joven, escuchaba silenciosamente la explicación que ella les daba.
—Ahora —dijo la joven cuando hubo concluido sus explicaciones— yo me quedaré aquí y el señor cura párroco les mostrará los frescos de que les acabo de hablar. Es un hombre de cierta edad, muy piadoso, pero un poco obtuso… —al decir esto se golpeó ligeramente la sien con el dedo índice y al mismo tiempo, como si quisiera ofrecer a sus oyentes un adelanto de la escena hilarante que la estupidez del cura iba a proporcionarles en breve, torció los labios en una mueca horrible y bizqueó; de este modo consiguió conferir a su rostro, hasta entonces vulgar e inexpresivo, un carácter nuevo, no exento de atractivo sexual. Los turistas que la rodeaban acogieron con alborozo aquel alivio inesperado a una visita que prometía ser tediosa. Aquellos turistas consideraban el viaje que estaban realizando un fin en sí, de cuyo disfrute pleno les detraían aquellas visitas contra las cuales, sin embargo, no se podían rebelar. Ahora sólo deseaban cumplir cuanto antes con aquella obligación y regresar al hotel para seguir cosechando las anécdotas triviales y jocosas que luego habían de constituir su acervo más preciado—. No es preciso que escuchen lo que él les cuente —siguió diciendo la joven guía después de haber recuperado la serenidad—, pero hagan como que le prestan atención y, por favor, no se rían.
Apenas había acabado ella de hablar, el cura párroco hizo su entrada en el zaguán, la cual fue recibida por una carcajada general y apenas sofocada. Sin parar mientes en ello, el capellán indicó al grupo que le siguiera.
—No se dispersen —les dijo dirigiéndose en particular a Fábregas, que permanecía algo destacado—: la iglesia está un poquito oscura y podrían tropezar con los reclinatorios.
Fábregas recordaba aquellas palabras, que el mismo capellán, en el mismo lugar, había dirigido a María Clara y él en el mismo tono. La noción de que durante todos aquellos meses, que para él habían supuesto una mudanza completa, aquel capellán había estado repitiendo diariamente la misma advertencia escueta le hizo estremecer.
El capellán detuvo el grupo ante las gradas del altar y se adelantó a abrir la puertecita que comunicaba la iglesia con la cámara donde estaban los frescos bizantinos. Luego de pulsar el interruptor y encender la bombilla de la cámara, hizo señas al grupo para que entrase en ésta. Fábregas lo hizo a la zaga de aquél y se encontró de súbito enfrentado a aquellas diez figuras severas ante las cuales ahora creía comparecer. Entonces advirtió que los diez hombres pintados en aquellos muros no sólo se parecían entre sí de un modo notable, como ya había advertido en el curso de la primera visita, sino que los diez se parecían mucho a él mismo. Entonces comprendió que aquellos rostros, que al principio había tomado por representaciones burdas de la fisonomía masculina, representaban en realidad con levísimas variantes el rostro del padecimiento. Entonces recordó la mirada que un año atrás había sorprendido en el espejo del cuarto de baño y cuya significación había interpretado en aquel momento de un modo tan erróneo y presuntuoso. Ahora el ciclo había llegado a su fin: ya no había prisa, pensó. Deseaba vivamente salir de aquel lugar, pero esperó a que el capellán terminara de referir la sobada historia del traslado milagroso de San Marcos a Venecia, a la que no prestaba atención ni simulaba prestarla, a diferencia de los turistas, los cuales, desatendiendo el consejo malintencionado de la joven guía, parecían absortos en la peripecia que les era narrada. Un miembro del grupo, sin embargo, se separó de éste y acudió a situarse sigilosamente junto a Fábregas. Era una mujer entrada en años, extrañamente vestida de hombre, o un viejo petimetre muy afeminado. El colorete con que trataba de infundir lozanía a sus pómulos se había cuarteado transversalmente y ahora formaba una cuadrícula con las arrugas profundas que le recorrían la cara de la frente al mentón.
—Me encuentro mal —susurró a oídos de Fábregas.
Fábregas vio que su interlocutor tenía la lengua color de fresa.
—Yo no puedo hacer nada por usted —replicó secamente—. Haga que le vea un médico.
—He ido a todos los especialistas —dijo su interlocutor.
—Yo no puedo hacer nada por usted —repitió Fábregas en forma imperiosa, pero sin alzar la voz.
—Sí —dijo su interlocutor alejándose de él.
Al salir de la cámara de pinturas, Fábregas volvió a quedarse rezagado. Antes de llegar al zaguán, entregó al capellán una cantidad prudencial de dinero.
—Un donativo —dijo.
El capellán le dio las gracias y le entregó una estampa. Cuando entró en el zaguán, los últimos componentes del grupo ganaban la calle. Allí lanzaban gritos y se gastaban bromas ruidosas mutuamente. Sólo el personaje ambiguo que le había interpelado poco antes se mantenía algo apartado de sus compañeros, con la mirada fija en Fábregas. Para eludir aquella mirada embarazosa, se puso a estudiar con suma atención la estampa que acababa de brindarle el capellán. En la parte anterior de ésta vio la efigie de un negro con sotana y birreta al que flanqueaban un león y una cebra. Era el beato Trulawayo, ordinario in partibus infidelium de Basutolandia en la segunda mitad del siglo anterior. La conversión a una fe impopular entre su gente y el empeño por combatir las creencias y ritos seculares de los basutos habían forzado su exilio vitalicio en Grenoble, donde una enfermedad penosa, sobrellevada con entereza y resignación, le hizo entregar el alma en el año de gracia de 1930. Posteriormente algunas curaciones milagrosas o, cuando menos, inexplicables, obtenidas por su intercesión, habían llevado a su beatificación en 1976. Fábregas no pudo menos de sonreír al leer esta semblanza nimia. Ah, murmuró guardándose la estampa en el bolsillo, vosotros también sentís la necesidad de renovaros. Pero es inútil, agregó para su fuero interno mientras emprendía cansinamente el camino de regreso al hotel. Todo es inútil.
Sin embargo, no bien hubo alcanzado de nuevo el canal en cuya margen había creído ver a María Clara, oyó una voz que parecía salir del agua y que le llamaba a grandes gritos. Una lancha se detuvo a la altura de la riba en que se encontraba y su tripulante se puso en pie, con lo que consiguió colocar la cabeza a la altura de las rodillas del otro.
—¡Caramba! —exclamó éste al reconocer al tripulante de la lancha— ¡El doctor Pimpom! ¡Qué cúmulo de casualidades!
—¿Casualidades? —exclamó a su vez el médico—. Pues ¡cómo!, ¿acaso no está usted yendo al palacio de los Dolabella?
—No —respondió Fábregas—. A decir verdad, hace siglos que no sé nada de esa familia. Pero usted sí se dirige allá, y con grandes prisas. ¿Es que ocurre algo malo?
—Oh, no, ¿qué quiere que ocurra? —rezongó el médico torciendo el gesto, como si el poner en tela de juicio la buena salud de sus pacientes comprometiera al mismo tiempo su propia reputación—. Bien se ve —añadió luego sin desarrugar el ceño— que no ha reparado usted en el día que es hoy. Bueno, ¿qué más da? Suba a la lancha y vayamos juntos.
Zigzagueando por los canales, llegaron al cabo de un rato ante el embarcadero situado en la fachada posterior del palacio, cuya puerta sombría custodiaban dos colosos de piedra. Ahora había varias embarcaciones atracadas frente al embarcadero diminuto.
—¡Mecachis! —masculló el doctor Pimpom a la vista de las embarcaciones—. Ya debe de estar aquí todo el mundo. Si algo aborrezco es significarme llegando con retraso a las citas. Y en especial con esta gente…
—Pues ¿de quién se trata, doctor? ¿Qué estamos haciendo aquí? —preguntó Fábregas.
—Vamos, vamos, ¿cree que tenemos tiempo que perder en explicaciones? —le instó el otro saltando de la lancha a los peldaños que conducían al embarcadero y acompañando sus palabras de gestos bruscos de reprobación, como si la única razón de su retraso fuera la pregunta que acababa de hacerle Fábregas, el cual, en vista de ello, se abstuvo de insistir y siguió al médico sumisamente, alcanzándole en el momento en que aquél, sin haberse detenido a golpear el aldabón, empujaba la puerta y se introducía en el lóbrego vestíbulo. De allí y sin aguardar a su acompañante, se adentró en los corredores que, según recordaba Fábregas de su primera y única visita al palacio, conducían a la parte habitada de éste, la cual, no obstante, el doctor Pimpom cruzó decididamente, sin aminorar siquiera la marcha. Fábregas le venía pisando los talones, porque recordaba la ocasión en que se había extraviado en aquel laberinto y la humillación que se había seguido de aquel percance. Finalmente la persecución quedó interrumpida ante una puerta de doble hoja, que el doctor abrió de par en par.