Dejado nuevamente a su suerte, reemprendió las excursiones periódicas al vídeo-club hasta que, a mediados de octubre, el dueño del establecimiento le comunicó que había decidido traspasar éste y retirarse del negocio. Nunca le había gustado la idea de regentar un vídeo-club ni, salvo excepciones, el público que frecuentaba el suyo, le dijo; además, aquel negocio, en teoría exento de complicación, en la práctica le ocasionaba quebraderos de cabeza incesantes debido a la informalidad de algunos distribuidores y los atropellos de algunos clientes desaprensivos. Ya era mayor y no veía razón para seguir postergando una jubilación de la que ahora, mientras Dios le conservase la salud, aún podría disfrutar, siquiera modestamente, agregó.
—Pero ¿y yo?; ¿qué será de mí, don Modesto? —replicó Fábregas.
—Hágase socio de otro vídeo-club —le respondió aquél—. Hay uno en cada esquina.
—Oh, no es lo mismo —protestó Fábregas—. Yo estaba acostumbrado a éste.
—Todos son iguales —dijo don Modesto—, pero, ya que la suerte le depara esta oportunidad, hágame caso: deje en paz los vídeos y échese a la calle, haga amistades, aprenda a conocer a los venecianos.
—A mí no me interesan los venecianos. Si me interesaran las personas no me habría ido de Barcelona —dijo Fábregas.
—Pues dedíquese a mirar las bellezas de esta ciudad. No hay otra igual en el mundo entero.
—¡Pero eso ya lo he hecho!
—Pues vuélvalo a hacer —le reprendió don Modesto—. ¿O cree usted que la belleza es como un pastel, que va menguando a medida que se consume? Vamos, usted confunde lo bello con lo novedoso. No sea estúpido: siempre se puede avanzar en la contemplación de la belleza; sólo es cuestión de querer. Haga la prueba y verá cómo agradece mi consejo. No pierda tiempo: viva su vida y reflexione y si después de eso aún le queda tiempo libre, lea. Es la recomendación de un hombre viejo.
En contra de lo que don Modesto le había augurado, el cumplimiento de sus consejos sólo reportó a Fábregas el rebrote de su pasada ansiedad. Ahora deambulaba de nuevo sin rumbo ni sosiego. Incapaz de concentrarse para trazar un plan y menos aún para llevarlo a término, sus paseos eran erradizos y solían conducirle, por una mezcla de albur e inclinación, a los lugares más solitarios y tétricos. Le gustaba andar por algunas calles tan estrechas que podía tocar simultáneamente los muros opuestos sin tener que estirar del todo los brazos. Aquellas calles, en las que el sol no había penetrado jamás y tenían, por este motivo, las paredes comidas por la humedad, le recordaban los patios interiores de las casas donde había vivido de niño. Buena parte de su infancia se le había ido sin notarlo en contemplar tediosamente aquellos patios y escuchar sus ruidos. Después de estos paseos regresaba al hotel y preguntaba si había llegado alguna carta para él. Sin saber por qué, esperaba ansiosamente una carta larga y esclarecedora de madame Gestring. Se había formado la noción, tan verosímil como su contraria, de que madame Gestring, de resultas de su relación, había intuido acerca de él alguna verdad cuya revelación había de ayudarle a recobrar la senda extraviada. No le cabía en la cabeza la posibilidad de que durante los días y noches que habían pasado juntos ella hubiera estado pendiente únicamente de sí misma. Ella me dirá dónde radica mi mal, pensaba, porque lo que es yo, por más vueltas que le doy al asunto, no entiendo nada. Sé que todo viene de mi modo de ser, pero ¿cuál es ese modo?, se preguntaba perplejo. La reflexión sobre su propia identidad, lejos de aclarar sus ideas, le confundía aún más. Por más que hacía, no lograba verse como una suma de características que, entremezcladas, formaban su identidad. Para sí mismo era sólo una persona a la que esas características, venidas de fuera como invasores de otra galaxia, habían elegido como campo de batalla por casualidad. Según él, valor y cobardía, mezquindad y altruismo, tesón y desidia luchaban ferozmente por conquistar su ánimo y según cuál de ellos resultaba vencedor en la contienda, así era luego su conducta. Esta concepción absurda se debía probablemente al hecho de no haber reflexionado nunca con anterioridad sobre estas cosas. Ahora ya estaba demasiado habituado a ser dueño de sus criterios y mal podía ponerlos en duda. Sabía que aquella noción de su propia identidad era insostenible, pero no acertaba a concebir otra. Un día, en la iglesia de la Santa Pax, vio un retablo antiguo que parecía sustanciar cabalmente sus ideas a este respecto. En aquel retablo un hombre desnudo era tironeado por un ángel y un diablo que lo sujetaban de los brazos. El ángel quería arrastrar el hombre al cielo, donde le aguardaban la Santísima Trinidad y el resto de los ángeles y bienaventurados; el diablo, por el contrario, quería llevárselo al infierno, desde donde le jaleaban otros diablos peludos, orejudos y bizcos, que bailoteaban entre llamas y tizones. El hombre, a punto de ser partido por la mitad e incapaz de brindar su apoyo a uno o a otro bando, miraba al frente con estupefacción. ¿Quién me habrá metido a mí en esta disputa?, parecía decir. Fábregas se sintió plenamente solidario con aquel hombre.
Privado del pasatiempo que le proporcionaban los vídeos, las horas de insomnio se convirtieron en un suplicio inacabable. Antes de acostarse prolongaba su permanencia en el bar del hotel hasta que el camarero le indicaba haber llegado la hora del cierre. Entonces se encaminaba a su habitación con renuencia, como si allí hubiera de serle aplicado un castigo, pero también con cierto respiro, ya que la atmósfera agobiante de aquel bar recargado y vacío enardecía en su ánimo el recuerdo todavía vivo de madame Gestring, cuya ausencia se le hacía más patente y dolorosa en aquel lugar, que había sido escenario de su connivencia. Ahora recordaba allí las noches en que ella, aparentemente entregada a sus admiradores, que no estaban en el secreto de su relación, simulaba no verle, y el recuerdo de esta dilación preñada de promesas le entristecía. Si finalmente dormía, su sueño era acosado por las pesadillas. Estas pesadillas, cuya reiteración no las hacía más soportables, sino precisamente más temibles, se presentaban bajo formas distintas: unas veces creía verse involucrado sin saber cómo en una acción bélica o en un episodio similar, presidido por la máxima violencia y ejecutado siempre en un lugar angosto, cerrado y oscuro. Allí las detonaciones, los gritos repentinos de las víctimas de los disparos, el temor a ser alcanzado por las balas le asustaban y sumían en un paroxismo del que despertaba bañado en sudor. Entonces el silencio de la habitación por contraste le resultaba opresivo, le parecía haberse despertado en un tanque sellado y lleno de agua en el cual él hubiera sido sumergido maniatado y sin escape. Entonces tenía que hacer acopio de energía, saltar de la cama, correr al cuarto de baño, echarse agua fría con la ducha sobre la cabeza y el cuerpo y acudir así a la ventana, que en previsión de estas eventualidades dejaba abierta de par en par todas las noches. Sólo allí, donde tiempo atrás madame Gestring había afrontado sus ansias, encontraba él ahora consuelo a las suyas. Otras, aquéllas revestían un carácter más sutil e inquietante: eran pesadillas tranquilas en las cuales el miedo que las impregnaba no provenía de ningún hecho peculiar ni obedecía a una razón precisa. Estas pesadillas, que por su propia índole ponían a prueba su paciencia y se resolvían en un despertar gradual y sin sobresaltos, dejaban su ánimo calado de una intranquilidad pusilánime y una sensación de amenaza que arrastraba muchas horas, si no el día entero, y que no conseguía disipar por ningún medio. Era este último tipo de pesadillas aquél que más temía, pero no sabía cómo conjurarlo. Resignado a que los escasos momentos en que el sueño le visitaba fueran también momentos de agitación y sufrimiento, procuraba luego discernir el origen de aquellas fantasías malsanas, pero los sueños, como es lógico, escapaban a todo intento de sistematización: esto le enervaba.
A mediados de noviembre el insomnio había hecho mella en su constitución: ya no podía practicar sus ejercicios gimnásticos. Ahora las pesas permanecían arrumbadas en el cuarto de baño. De cuando en cuando tomaba la más ligera y probaba de levantarla; al punto debía dejarla nuevamente en el suelo: de este modo comprobaba el ritmo de su debilitamiento. Seguía sin noticias de madame Gestring y también de María Clara. Solamente Riverola le llamaba por teléfono con cierta regularidad y le mantenía al corriente de la marcha de sus asuntos. Por él supo que su antiguo suegro, ejercitando unos poderes amplios que años atrás el propio Fábregas le había otorgado, y con la anuencia expresa de todos los socios de la empresa, había vendido la empresa a una sociedad de cartera, posiblemente extranjera, de fines inciertos. Para evitar pleitos, habían acordado mantener a Fábregas en el consejo de administración de la nueva empresa, aunque relevado de toda obligación, y asignarle un sueldo honroso que cubriera momentáneamente sus gastos. La propia sociedad matriz se había comprometido a hacerle llegar este sueldo todos los meses a un banco de Venecia o del lugar en que se encontrase si en algún momento decidía cambiar de domicilio. Naturalmente, el consejo se reservaba la facultad de revocar la remuneración y el cargo que la justificaba cuando las circunstancias lo hiciesen aconsejable o así lo determinase el propio consejo por mayoría simple. De este modo la empresa contaba con garantizar su silencio. Esta operación, aparentemente sencilla, pero en realidad plagada de obstáculos, circunvoluciones y entresijos, había sido llevada a término con extrema lentitud y sus resultados definitivos le fueron comunicados a lo largo de varias conversaciones vacilantes y contradictorias que le sumían en la perplejidad, hasta que comprendió que los autores de la maniobra temían su reacción o, cuando menos, las complicaciones legales que habrían podido derivarse de ella y que por este motivo actuaban con tanta cautela y disimulo, convirtiendo en confabulación un negocio al que él habría accedido de buen grado y sin tardanza si alguien hubiera tenido el valor de pedirle su aquiescencia sin rodeos. Aquel proceder timorato ponía de manifiesto lo incierto de su situación.
—Esta sinecura es una engañifa —le dijo a Riverola en una de las últimas conversaciones telefónicas que mantuvieron—. Dentro de unos meses algún contable descubrirá que soy un gasto inútil, enviará un memorando al consejo y éste, amparándose en unos cálculos ininteligibles, decidirá prescindir de mí.
Al otro lado de la línea percibió una risita que se le antojó insensata.
—Estás muy anticuado —le dijo el abogado cuando hubo acabado de reírse—. En definitiva todo depende del programa que hayan introducido en el ordenador. Si tú formas parte de ese programa, percibirás tus emolumentos pase lo que pase, aunque transcurran doscientos años.
—¿Y tú? —preguntó relacionando la risita del abogado con la explicación que éste acababa de darle—, ¿también formas parte de ese programa?
—No —respondió Riverola—, yo he presentado ya mi dimisión; nunca fui partidario de la venta; siempre dije que toda la operación era una filfa. Ahora no es cosa de claudicar.
—Ay, Riverola, ¿quién de los dos es el anticuado? —exclamó Fábregas—. En cuanto tú dejes la empresa, con máquina o sin ella, yo no duraré ni tres semanas en nómina.
—Asunto tuyo —dijo el abogado.
Ahora los días serenos alternaban con otros nublados o lluviosos y las temperaturas habían descendido sensiblemente. Al deambular veía nuevamente la ciudad como la había visto el día que llegó a ella, meses atrás. Entonces había tenido la sensación de que algo importante había de serle revelado allí si sabía buscarlo. Durante aquellos meses se había mantenido sin saberlo a la expectativa, atento a un mensaje cuyos signos impredecibles debía estar en condiciones de descifrar. Ahora, sin embargo, su actitud había variado; creía que la revelación podía producirse en cualquier instante, pero pensaba que el contenido de aquélla, cualquiera que fuese, había de dejarle indiferente. Lejos de buscar un significado a cada cosa, rehuía toda manifestación que pudiera encerrar alguno, siquiera simbólico.
A finales de noviembre arreciaron las lluvias. Por esta causa volvió a recluirse en la habitación del hotel. Allí cerraba las ventanas, se metía en la cama y esperaba a que escampase. De niño le había gustado oír la lluvia desde la cama. Entonces se subía el embozo de la sábana hasta la barbilla y el repicar de la lluvia en los cristales del balcón le infundía por contraste una sensación de bienestar que con los años fue perdiendo. Ahora el sonido destemplado de la lluvia en el exterior tenía para él algo de siniestro y desolado.