Se despertó repentinamente, como si alguien le hubiera arrancado el sueño de los ojos de un tirón. Buscó el cuerpo de madame Gestring junto al suyo, pero sólo encontró un revoltillo de prendas y los cornichons con que habían estado jugando. ¿Se habrá ido?, pensó con una mezcla de irritación y desahogo; pero no, pensó de inmediato, puesto que su ropa todavía está aquí. La habitación estaba invadida de una luz muy tenue en la cual el mobiliario mostraba una forma indecisa, pero de una pureza extraña, como si hubiera sido sorprendido en el acto de transformarse en materia. Entonces vio su silueta enmarcada en la ventana. Un escalofrío le recorrió el cuerpo. Se va a resfriar, pensó. No quiso ir al armario por la bata para no romper el silencio que precedía el alba y acudió a su lado arrastrando la vánova, con la cual la envolvió sin que ella hiciera el menor gesto. Ahora era él quien corría el riesgo de contraer un resfrío, desnudo frente a la ventana.
—¿Qué piensas? —susurró.
—No tenía que haber tocado aquellas variaciones de Schumann —dijo ella como si hablara para sus adentros.
—¿Por esta razón no puedes dormir?
Ella se encogió de hombros y le dirigió una mirada enigmática. Él reconoció al punto el gesto y la mirada y se estremeció. Esto era lo que me atraía y me turbaba de ella, pensó: el mismo misterio, la misma distancia insalvable.
—Da miedo, ¿verdad? —dijo ella sin aclarar si aquel miedo a que hacía referencia era atribuible a alguna circunstancia concreta, a la índole de sus pensamientos, a la luz del amanecer o al agua tenebrosa que discurría a los pies de la ventana. Él creyó comprender que aquella pregunta no le iba dirigida o, cuando menos, que la única respuesta que podía darle era seguir callando, cosa que hizo, pese a que le castañeteaban los dientes.
—Mi padre, que era viudo y jefe de estación —dijo ella tras una pausa—, habiendo prestado oídos a quienes auguraban en mi infancia que andando el tiempo yo había de convertirme en una mujer hermosa, como al parecer había sido mi madre, de la que no guardo ningún recuerdo, pues murió a poco de nacer yo, decidió, cuando alcancé la edad escolar y sin parar mientes en los enormes sacrificios pecuniarios que había de acarrearle su decisión, enviarme a un internado de señoritas que tenían entonces las clarisas cerca de Karlsbad y donde, según él creía, había de serme impartida una educación esmerada, la cual, unida a mi belleza hipotética, habría de permitirme más adelante rebasar los límites sociales que la suerte me había marcado al nacer. Naturalmente, él no podía saber que aquel internado, que antaño había acogido a lo más granado de la sociedad alemana, se había desmoronado en los últimos años, pues la guerra había diezmado la comunidad religiosa que lo regentaba, sin que luego ésta, en los años terribles que siguieron a la derrota, pudiera cubrir las bajas con nuevas vocaciones, de resultas de lo cual, cuando ingresé en el internado, una docena escasa de octogenarias había de hacerse cargo de su gestión y todo andaba allí manga por hombro. Para colmo de males, en los últimos días de la guerra, aquellas ancianas habían sido violadas sin excepción por las tropas soviéticas. Este suceso atroz, sobrevenido a una edad provecta y consumado, para mayor inri, entre cirios, azucenas y bordados, había ocasionado un trauma indecible a las monjitas. Ahora ésta dejaba caer por la comisura de los labios una baba sempiterna, aquélla prorrumpía en aullidos infundados a cualquier hora del día o la noche, la de más allá había contraído tal horror a su propio cuerpo que desatendía las exigencias más inexcusables de la higiene, y así sucesivamente. Incapacitadas de asumir plenamente la docencia de sus pupilas por su escaso número, su edad y su condición psíquica, las pobres monjas se habían visto obligadas a contratar profesores laicos allí donde los habían encontrado. Estos profesores, en su mayoría desertores de la Wehrmacht, mutilados de guerra o simples delincuentes escapados de las cárceles al amparo de la caída del Reich, no obstante odiarse entre sí y pelearse de continuo los unos con los otros, habían aunado sus fuerzas para hacer del internado un verdadero lupanar a espaldas de las monjas. ¡Allí era el beber schnaps y el jugar a los dados y a los naipes, el forzar las párvulas y el entonar canciones blasfemas y licenciosas todas las noches…! Pero no era esto lo que quería contarte.
Le puso la palma de la mano en el pecho y le sonrió como si aquella sonrisa y aquel gesto pudieran disculpar de antemano el giro que se proponía imprimir a su relato o el mero hecho de prolongarlo a aquella hora y en aquel sitio inapropiado. Entonces advirtió que él tiritaba.
—Pero ¿qué haces aquí desnudo? ¿Quieres acatarrarte? —exclamó como si hasta entonces no se hubiera percatado de las condiciones en que se hallaba él—. Anda, ven, cúbrete con la vánova… o, mejor aún, vuelve a la cama y tápate bien. Yo iré en seguida… en cuanto acabe de contarte lo que te quería contar antes, cuando me he ido por otros derroteros… ¡Por Dios que eres extraño! ¿Qué será que sólo doy con hombres extraños?… Verás, una vez, hace unos años, en un hotel de Lugano conocí un individuo… No, ya veo lo que estás pensando… No lo conocí como hoy te he conocido a ti. Verás. Yo estaba cenando una noche en el restaurante de aquel hotel, cuando vino a mi mesa un individuo de aspecto estrafalario, pero en modo alguno inquietante, el cual me saludó cortésmente y me dijo que él también se alojaba en el hotel desde hacía unos días y que me había visto llegar unas horas antes, sola, en un taxi. Yo le respondí la verdad: que estaba esperando a mi marido, que debía reunirse allí conmigo tan pronto se lo permitieran sus ocupaciones. Con esto nos despedimos. A la mañana siguiente en la recepción del hotel me entregaron un paquete acompañado de una nota. La nota era del individuo que me había abordado la noche anterior en el restaurante y que, según me informaron, acababa de partir. «Usted es la persona que andaba buscando para confiarle mi diario», decía la nota. «Léalo y dele el destino que estime conveniente.» Abrí el paquete y vi que contenía un libro bastante grueso, encuadernado en tela. En la primera página había una entrada que decía así: «Lunes, 7. Llueve a cántaros. No me atrevo a salir. Estoy muy nervioso.» El resto de las páginas estaba en blanco. ¿No te parece extraño?
—Sí, muy extraño —dijo él desde la cama—. Pero ¿qué era lo que ibas a contarme?
Ella desvió la mirada. Ahora parecía escrutar el horizonte. El cielo se había vuelto de color añil y un resplandor rosado parecía cubrir su rostro de rubor.
—Nada, insignificancias —dijo.
Dejó caer la vánova al suelo y corrió a ocultarse enteramente entre las cobijas. Al cabo de un rato se levantó, bebió un vaso de agua, volvió a la cama y continuó hablando.
—Al internado del que hablaba hace un rato venía todos los viernes un fraile benedictino con el propósito de instruirnos en materia de religión. Era un hombre joven, pero la guerra y sus secuelas habían hecho mella en él. Víctima de la consunción, no era raro que hubiera de interrumpir varias veces sus disertaciones para llevarse a los labios un pañuelo, que retiraba manchado de sangre. Este pobre fraile, del que muchas estábamos enamoradas, pero cuya escasa energía lo convertía en blanco fácil de nuestras diabluras, con el fin de mantener cierta disciplina entre las alumnas, solía relatarnos vidas de santos, sacadas de los escritos de San Jerónimo o de Eusebio de Cesárea y en las que, a su juicio, se combinaba lo edificante con lo ameno. Una de estas historias, que ha permanecido intacta en mi memoria más de treinta años, es lo que te quería contar.
»San Hilarión había nacido en Capadocia, en el seno de una familia acomodada. Enviado a la edad de quince años a Alejandría para que terminase allí sus estudios de retórica, conoció a San Cirilo, se convirtió al cristianismo, se retiró al desierto, meditó y oró, regresó a Capadocia, se dedicó a la predicación, fue nombrado obispo, obró milagros. Los sacerdotes de Minerva, divinidad protectora de la ciudad en la que San Hilarión tenía su sede, envidiosos de las conversiones que lograba y humillados por la facilidad con que refutaba sus argumentos el santo, lo denunciaron al prefecto Sulpicio, el cual le hizo detener y conducir a su presencia cargado de cadenas. Me han venido a decir que te andas riendo de nuestra religión, dijo el prefecto al santo cuanto lo tuvo ante sí. Por toda respuesta, San Hilarión sacudió los brazos y las cadenas que lo envolvían se quebraron como el cristal. Hum, dijo el prefecto Sulpicio, veremos si puede más tu fe o mi autoridad. Por orden suya, San Hilarión fue conducido a una mazmorra. Allí lo ataron al potro y le descoyuntaron los huesos, le arrancaron las uñas y los dientes con tenazas, le desgarraron la carne con garfios, le aplicaron tizones a los costados y lo volvieron a someter al potro. Finalmente el prefecto Sulpicio, convencido de que la fe del santo se habría debilitado, le hizo comparecer de nuevo. ¿Todavía te quedan ganas de reír?, le preguntó. San Hilarión prorrumpió en grandes carcajadas. Entonces todos vieron que las uñas y los dientes le habían vuelto a crecer y que no quedaba huella visible en él de los tormentos que le habían sido infligidos. El prefecto dispuso que allí mismo le fueran propinados cien latigazos, pero los látigos se transformaron en serpientes que, enroscándose en las muñecas de los verdugos que los blandían, les mordieron e inocularon su ponzoña, de resultas de lo cual aquéllos fallecieron al instante echando espumarajos y maldiciendo a Minerva por no haberlos sabido proteger de aquel sortilegio letal. Acto seguido el prefecto Sulpicio hizo que trajeran un león hambriento, pero la fiera, al llegar junto a San Hilarión, se irguió sobre las patas traseras, abrió las fauces y entonó con potente voz de barítono el Gloria patris, acabado el cual y habiendo ordenado Sulpicio que lo devolvieran a su jaula, dio zarpazos y dentelladas a los soldados que se disponían a hacerlo, ocasionando entre ellos gran carnicería, hasta que tras larga lucha lograron los legionarios alancear el león. Finalizado el incidente del león, el prefecto Sulpicio ordenó a los arqueros asaetear a San Hilarión, pero las flechas, antes de tocar al santo, describían un semicírculo en el aire e iban a atravesar el cuello de los arqueros que las habían disparado, los cuales, en el momento de fenecer, reconocían ser más poderoso dios Aquel contra el que luchaban que la propia Minerva. A continuación el prefecto Sulpicio hizo que una catapulta arrojara sobre San Hilarión una piedra de gran tamaño y peso, pero la piedra, desviándose de su objetivo, fue a chocar contra las columnas que sostenían el templo de la diosa, que se desplomó sepultando la efigie de aquélla, los sacerdotes que le rendían culto y la multitud que se hallaba congregada allí. Entonces el prefecto Sulpicio, abandonando su sitial, desenvainó la espada y cortó las manos, los brazos, las piernas y finalmente la cabeza del santo, la cual, desde el suelo, se dirigió a Sulpicio y le dijo: Dentro de un instante yo estaré gozando en el Paraíso y tú arderás eternamente en el infierno, mamarracho. Dicho esto, lanzó la última y más estentórea risotada y enmudeció para siempre.
Cuando ella dio por finalizada la historia del prefecto Sulpicio y San Hilarión, Fábregas la abrazó en silencio pero con ternura, porque, a diferencia de lo que le había ocurrido tiempo atrás en situaciones análogas, ahora comprendía lo que significaba para ella la historia que acababa de contarle la mujer que tenía a su lado.
Mientras duró la estancia de madame Gestring en Venecia, nunca la vio dormir más de quince o veinte minutos seguidos. Durante el día, tenía mil ocupaciones que atender. Muy temprano se echaba a la calle. Visitaba exposiciones y galerías de arte o se desplazaba de una punta de la ciudad a la otra para admirar una vez más una pintura, un edificio o un lugar que recordaba haber visto con especial agrado en ocasiones anteriores. También entraba en varios establecimientos selectos. Al mediodía regresaba al hotel cargada de paquetes y acudía directamente a la habitación de Fábregas, que había aprovechado su ausencia para entregarse a un sueño benefactor. Mientras le mostraba lo que había comprado, le contaba lo que había visto. Entre las compras siempre había algún regalo para él. A continuación se hacían servir en la habitación una comida ligera, cuya ingestión simultaneaban, como ella decía haber aprendido de los simios del zoológico de Basilea, con actos fornicarios, al término de los cuales volvía a marcharse sin demora, porque conocía a mucha gente en Venecia y tenía que pagar visitas o cumplir con otros compromisos de diversa índole. Al atardecer pasaba de nuevo por el hotel, donde se bañaba y arreglaba para la noche, pues siempre estaba invitada a una cena o un espectáculo, cuando no a ambas cosas.
Al filo de la medianoche Fábregas se apostaba en la barra del bar del hotel para verla entrar. Poco después de la una ella hacía acto de presencia en el bar luminosa, enjoyada, magnética, cimbreante, alegre, coqueta y lozana como si por largo tiempo no hubiera hecho otra cosa sino descansar. La acompañaba su cortejo habitual de petimetres. En aquel local minúsculo las botellas de champaña eran descorchadas con ruido de trabucazo. A la algarabía y los brindis seguían los ruegos, que ella atendía sin entusiasmo, pero de grado. Entonces, quizás en honor de Fábregas, de cuya presencia no daba nunca muestras de haberse percatado, interpretaba aquellas variaciones de Schumann que la primera noche habían propiciado el inicio de su relación. ¡Qué bella es!, ¡qué incitante!, pensaba Fábregas; verdaderamente hay que ser idiota para no perder el juicio por ella. Y esta música arrebatada que invariablemente la enoja y la entristece, ¿por qué se empeñará en tocarla noche tras noche? En una ocasión, a solas en la habitación, se había atrevido a preguntárselo, pero ella no había querido o no había sabido responderle; antes bien, se había enfadado con él. Fábregas, habituado a sus cambios de humor repentinos, no los temía, pero procuraba no provocarlos con su actitud o sus palabras: por nada del mundo quería enturbiar una relación que sabía destinada a finalizar en breve. Prefería admirarla en silencio. Esta admiración, sin embargo, no era ciega: le había bastado poco tiempo para calibrar las limitaciones y debilidades de aquella mujer que parecía no tener ninguna y poseer una vitalidad sin límites. También él, de niño, había creído que su madre disponía de un caudal constante e inagotable de energía que contrastaba notablemente con la apatía de los demás miembros de la familia. Parecía que éstos hubieran puesto sus energías respectivas a contribución y hubieran decidido confiar la suma resultante a su madre, para que ella la administrara del mejor modo posible. En realidad su madre había sido siempre el miembro más débil e indeciso de aquella familia; el que, disponiendo de menos poder, había acaparado un número mayor de atribuciones. A la larga, aquel sistema cimentado en la falsedad y la conveniencia había acabado convirtiéndose en un sistema opresivo; la autoridad había degenerado en tiranía y la sumisión que imponía esta autoridad insensata había ido minando el temple de todos y propiciando la ruina individual de cada uno por separado. Ahora él no quería saber de situaciones análogas. Prefería oírla hablar en los interludios, de pie, frente a la ventana, donde ella se colocaba siempre, protegida del relente por la bata de Fábregas unas veces, y otras, por su propio echarpe de tisú. Ella le agradecía el silencio y él, a su vez, agradecía su presencia, pues, aunque a ratos deseaba recuperar la soledad perdida, sabía en el fondo que la alternativa a la compañía de aquella mujer era el tedio y el insomnio. No creía amarla: en su ausencia olvidaba sus rasgos personales y su fisonomía. Sin embargo, le costaba desprenderse del recuerdo de su voz, su olor propio y su calor natural. En su ausencia se despertaba sintiendo todavía su contacto febril y seco que parecía provenir de la misma combustión lenta e implacable que imprimía un brillo peculiar a las piedras preciosas cuando ella las llevaba sobre la piel. Finalmente un día ella acudió a su habitación a una hora inusual de la tarde. Desde la puerta le comunicó escuetamente que su marido acababa de llegar. Ahora mismo se estaba refrescando en la habitación que a partir de aquel momento iban a compartir ambos, le dijo; y sin agregar nada más se marchó.