A partir de aquel día, como si la tormenta matutina hubiera sido la señal esperada de su fin, el verano perdió definitivamente su brillo. Ahora los días amanecían nublados y sólo por la tarde, un poco antes del ocaso, se abrían las nubes y lucía un rato el sol. Menudeaban los chubascos y al oscurecer se levantaba un viento del Norte, húmedo y frío, que tenía la particularidad de ulular de un modo lastimero y lúgubre. Otras veces, en cambio, cuando el viento provenía del Sur, reinaba un calor asfixiante y pegajoso; entonces salía vaho del empedrado, el agua olía mal y se difuminaba el paisaje en la calina.
Fábregas permanecía encerrado en el hotel a todas horas. Allí se aburría, pero no encontraba ninguna razón para salir a la calle. Con la intención de matar las horas, probó de ver la televisión, pero los programas que veía se le antojaban extraños, como si hubieran sido concebidos y realizados para otro tipo de personas, más inocentes y tranquilas, más interesadas en la política, en los deportes, en la vida del prójimo y en el dinero. Al cabo de unos días, Fábregas llegó a la conclusión de no ser él lo bastante virtuoso para entender y apreciar lo que se estaba dilucidando allí, ante sus ojos, de no participar en las ilusiones, los intereses y las preferencias de los espectadores y de no pertenecer a su fraternidad por esta causa. Verdaderamente nunca había sentido por aquel pasatiempo el interés que había visto manifestarse siempre por él a su alrededor. Sólo en una época, antes de que la echasen a perder el color, el perfeccionamiento técnico y la variedad, cuando su aparición acababa de producir un cambio radical en la idiosincrasia y la forma de vivir de las personas, había sentido curiosidad por la televisión. Ahora recordaba en particular un programa de variedades semanal que, sea por su fama, sea por el día en que se emitía, sea por alguna otra razón, conseguía congregar frente al televisor un número considerable de espectadores: todos los miembros de la familia, el servicio doméstico y algunos vecinos que por razones económicas, por indecisión, por apatía o por cualquier otro motivo todavía no habían adquirido su propio aparato. Este programa era tan insulso, su contenido era tan estúpido y sus presentadores y estrellas eran tan decrépitos que su visión resultaba en cierto modo fascinante, como el ver desarrollarse una liturgia tosca y arcana, especialmente cuando por causas atmosféricas la retransmisión era defectuosa y una capa de ceniza en suspensión velaba la escena o cuando los personajes aparecían desdibujados o desdoblaban su propia imagen como abanicos de sombras. En aquellas noches, cuando la televisión aún era vista con unción, a nadie se le habría ocurrido encender la luz. Entonces sólo el resplandor iridiscente del televisor iluminaba el semicírculo de espectadores atentos y silenciosos, que nunca habrían osado apartar los ojos de la pantalla. De haberlo hecho habrían podido ver la concurrencia convertida en un coro marmóreo, como estatuas de un panteón. Era así como ahora, desaparecidos irremisiblemente sus padres, Fábregas imaginaba a veces que podría ser su reaparición: con aquel mismo resplandor, aquella inmovilidad y mansedumbre, en el ángulo más íntimo del salón.
En los primeros días de septiembre cesaron las lluvias y las nubes desaparecieron definitivamente. Ahora el sol bañaba la ciudad con una luz melosa que ya presagiaba el otoño; no hacía calor y las noches empezaban a reclamar prendas de abrigo. Con el término de la temporada estival también descendió visiblemente la afluencia de turistas. Fábregas, sin embargo, seguía encerrado en su habitación. Se había hecho acoplar a su televisor un aparato reproductor de vídeo-casettes y proyectaba una película tras otra, sin más interrupción que la necesaria para canjear una remesa de películas por otra en un vídeo-club situado junto a la iglesia de San Samuele, donde en su día había sido bautizado Casanova. Aquel retraimiento intransigente traía aparejada una inmovilidad enervante e insana que al principio trató de contrarrestar reanudando las visitas regulares al gimnasio que unos meses atrás había frecuentado con asiduidad y agrado; pero a poco de haberse reintegrado en él, advirtiendo por primera vez el ambiente a un tiempo turbio y dicharachero que imperaba allí, se dio de baja. Como, pese a ello, no quería renunciar a unos ejercicios que juzgaba beneficiosos para su salud y sus nervios, compró en una tienda de artículos de deporte un juego de pesas, con el que forcejeaba a todas horas en su habitación mientras veía sin prestar la menor atención las películas que había alquilado en el vídeo-club. Cuando se le acababa de súbito el repertorio de películas de que se había provisto, no queriendo interrumpir los ejercicios gimnásticos en aquel punto ni proseguirlos ante una pantalla angustiosamente ciega, corría al vídeo-club llevando consigo un travesaño metálico a cuyos extremos había fijado sendas esferas macizas de hasta 30 kilogramos de peso. La gente que se cruzaba entonces en su camino lo miraba con extrañeza y desconfianza. Sin él saberlo iba adquiriendo en la ciudad fama de raro, peligroso y atontolinado. La opinión ajena, por lo demás, había dejado de importarle. Ahora no tenía otros contactos humanos que los que le proporcionaban a veces, cuando los altibajos de su humor los propiciaban, el dueño del vídeo-club, un hombre de edad avanzada a quien todos llamaban respetuosamente don Modesto.
Este individuo, con el que Fábregas llegó a entablar cierta relación de amistad, había tenido en el mismo local que ahora regentaba una librería muy selecta, a juzgar por sus propias palabras, que un par de años atrás se había visto obligado a convertir en vídeo-club por razones de supervivencia. Él se consideraba un intelectual de viejo cuño, despreciaba la llamada cultura de la imagen y se lamentaba amargamente de haber tenido que claudicar de sus creencias y aficiones precisamente al final de su vida activa.
—Nunca he tenido suerte —le dijo un día a Fábregas, mientras éste, que había dejado apoyado en el mostrador el travesaño y las pesas, recorría los estantes e iba llenando una bolsa de plástico con las películas que sacaba de ellos sin consultar ningún catálogo ni prestar la menor atención a sus títulos.
Don Modesto era el menor de diez hermanos. Cuando tenía siete u ocho años de edad, su padre, apremiado por la necesidad, decidió emigrar a América llevándose consigo a su mujer y su prole. De toda la familia, don Modesto fue el único que no llegó a pisar tierra americana. Durante la travesía del océano contrajo una enfermedad que le impidió bajar del barco, donde las autoridades sanitarias norteamericanas lo tuvieron confinado hasta que, debiendo el barco hacerse de nuevo a la mar y no habiendo remitido para entonces los síntomas de su mal, zarpó aquél otra vez rumbo a Italia llevándose a don Modesto a bordo.
—Estuve muy malo; tanto, que nadie creyó que llegase a puerto —dijo.
Una tarde, creyéndole inconsciente o dormido, el médico y el capitán del barco se pusieron a debatir en su presencia las disposiciones que debían tomarse cuando se produjera el desenlace que todos esperaban. Al capitán le preocupaba el hecho de que el interfecto fuera menor de edad, pero el médico, más curtido en estas lides, le dijo que, dada la imposibilidad de ponerse en contacto con la familia, lo mejor sería proceder en la forma habitual y deshacerse del cuerpo arrojándolo al mar.
—Yo, que lo había oído todo, pensé que iban a arrojarme por la borda para que fuera pasto de los tiburones, cuyas aletas había visto seguir la estela del barco con siniestra paciencia, como si presintieran que tarde o temprano su constancia no había de quedar sin recompensa —dijo don Modesto—. Naturalmente, a esa edad yo no podía concebir siquiera la idea de mi propia muerte.
Don Modesto era hombre culto y, enamorado de Venecia, gustaba de contar a quien quisiera escucharle las vicisitudes de su historia.
—No ha habido en el mundo gente más lista que los venecianos —solía decir—. ¿Quiere que le cuente cómo se enriquecieron originariamente los venecianos? Ahora verá usted. Antiguamente el dinero no tenía ni para las personas ni para los gobiernos el valor que nosotros le damos hoy. Los antiguos consideraban que el dinero sólo servía para ser gastado. Entonces llegaron los venecianos, que eran más listos que los demás, y decidieron que el dinero también servía para ser ahorrado y manipulado. Como esta idea aún no era compartida por el resto del mundo, a los venecianos no les costó nada hacerse con el dinero ajeno: así se enriqueció Venecia.
—De esta forma —dijo otro día, retomando el hilo de la narración en el punto en que lo había dejado— los mercaderes se erigieron aquí en clase dominante. Era inevitable que las cosas ocurrieran de este modo. La clase que tiene a su cargo el orden práctico de la comunidad acaba imponiendo también el orden moral. En otros lugares sucedió con los soldados y aquí, como le digo, con los comerciantes. Lo malo fue que, una vez encumbrados, dieron en pensar que un sistema que a ellos les había dado buenos resultados no era sólo un buen sistema, sino el único sistema posible. De esta forma pasaron a pensar que lo que les convenía y agradaba era por fuerza aquello que tenía que ser. Como es lógico, esta actitud concitó el odio y el resentimiento del resto de la población. Entonces la Signoria estableció en la república un régimen de terror y opresión. La policía secreta lo controlaba todo y los ciudadanos, para escapar a su vigilancia, dieron en llevar máscaras todos los días del año.
Mientras el anciano librero hablaba, Fábregas iba llenando su bolsa de películas. Don Modesto se enfurecía viendo el consumo inmoderado que aquél hacía de éstas.
—¿No ve usted que con toda esta bazofia que se lleva no le va a quedar tiempo para hacer otras cosas? —le advertía. Y como Fábregas le respondía que tampoco habría tenido nada que hacer en ese tiempo, aunque hubiera dispuesto de él, añadía con amargura—: Por lo visto la juventud de hoy día ha desertado del mundo. El que no se droga, se embrutece por otros medios. ¡Qué desolación!
En su juventud había militado en las filas del fascismo. Ahora lamentaba la guerra en que había desembocado todo aquello, pero no se retractaba de haber profesado una ideología que consideraba preferible al descreimiento y la indolencia.
—Entonces, cuando menos, teníamos un ideal —decía.