IV

—¡Usted! —exclamó al verla en el corredor del hotel.

Era la última persona a la que esperaba encontrar allí y ahora, en su presencia, maldecía la precipitación con que había acudido a la llamada. La perturbación del ánimo, de la que el sueño que acababa de tener había sido a la vez causa y efecto, no se había disipado todavía; ahora se confundían en aquél las dos imágenes antitéticas de ella: la real y la soñada. Esta última seguía provocándole una reacción alborotada de la que no podía desentenderse mientras siguiera llevando la camisola azul del dispensario. Ella, sin embargo, no dio muestras de extrañeza ni de azoramiento, bien por inadvertencia, bien por delicadeza.

—Siento mucho haberle despertado —dijo con naturalidad.

—De ningún modo. Soy yo quien debe excusarse por haberle abierto de este modo… Pero pase usted, por favor; no se quede en el pasillo —dijo él aturdido, haciéndose a un lado.

—¿Se encuentra bien? —preguntó ella entrando en la habitación y mirándole de refilón con una sombra de inquietud en la mirada.

—Sí —murmuró él; y confundiendo el objeto y la razón de la pregunta, añadió en tono compungido—: es que estaba teniendo un sueño extraño.

Apenas dicho esto, enrojeció vivamente.

—Menos mal —dijo ella interpretando a su vez en forma incorrecta su respuesta—. Temí que le hubiera pasado algo… Le he estado llamando por el teléfono interior del hotel al menos media hora. Luego en vista de que no contestaba a la llamada y de que no se encontraba en el restaurante ni en ninguna otra dependencia del hotel y de que tampoco había salido a la calle, me decidí a subir y aporrear su puerta. ¿De veras no oía el teléfono?

—No. Ni la puerta tampoco. Me temo que habrá tenido que aporrearla bastante rato.

—Aporrearla y dar voces. Ha sido bastante divertido: varios huéspedes se han asomado al pasillo creyendo ser testigos de una reyerta matrimonial. ¿No era usted el que se quejaba de insomnio?

Él no quiso decirle lo que estaba pensando: que en el dispensario le habían administrado seguramente algún sedante o anestésico después de practicarle el lavado de estómago. Ella, por su parte, parecía haber dado por zanjada la cuestión. Ahora recorría la habitación con desenvoltura, curioseando por todas partes, pero sin tocar nada. Viéndola moverse así, Fábregas se avergonzó de haberle atribuido en sueños apariencia y conducta ruines. Ahora se preguntaba si en realidad el sueño no traía aparejada esta conclusión: que sólo rebajándola moralmente podía hacerla suya su fantasía. Por fortuna, ella no se barrunta nada, pensó con alivio. El retumbar de un trueno a lo lejos le sacó de su abstracción.

—Parece que vamos a tener tormenta —comentó ella asomándose a la ventana y contemplando el cielo oscuro y amenazador. Fábregas encendió todas las luces de la habitación para conjurar la atmósfera escasa y triste que la invadía. Sin embargo, siguió pensando a su pesar, en el sueño sus labios eran frescos y aromáticos—. Era evidente que el calor asfixiante de ayer y de hoy tenía que acabar por fuerza en tormenta —añadió ella dándose la vuelta y encarándose con él, que permanecía aún junto a la puerta—. ¿Y esta prenda tan sugestiva? —preguntó de pronto.

—Oh —dijo él, incapaz de improvisar una explicación verosímil y decidido a no referirle a ella el incidente lamentable del Palacio ducal.

—Le confesaré una cosa —dijo ella—: cuando le conocí pensé que debía de dormir siempre con pijamas listados, de seda… No sé por qué, pensé que sería esa clase de hombre. Pero anteayer dormía usted vestido y hoy, con canesú. Presiento que lleva usted una vida nocturna muy interesante. Algún día me la contará.

En aquel momento Fábregas tuvo la sensación de que la alegría de ella era fingida. Se oyó otro trueno, más cercano. Del sueño sólo quedaba en su ánimo un poso de melancolía. Abrió el armario y se puso una bata de invierno que le hizo sudar copiosamente de inmediato.

—Tengo hambre —dijo—, ¿Ha desayunado? —y viendo que ella respondía negativamente, añadió—: ¿Qué le parecería si pidiese desayuno para dos en la habitación?

—Una gran idea —dijo ella sin aparente entusiasmo.

Fábregas descolgó el teléfono e hizo lo que acababa de sugerir. ¿Será posible que ella me haya perdonado sin reservas?, iba pensando mientras hablaba por teléfono; de otro modo, ¿qué está ocurriendo aquí?, si esta visita no preludia un giro radical en nuestras relaciones, ¿a qué obedece? Ah, se dijo, los mensajes, sigo empeñado en olvidar los mensajes.

—Dígame, ¿qué puedo hacer por usted? —le preguntó.

La seriedad de su tono y el aspecto monacal que le daba la bata parecían amedrentarla. Antes de contestar vaciló un rato, como si la forma en que lo hiciera hubiera de condicionar decisivamente la reacción de su interlocutor. Finalmente abrió la boca, pero antes de pronunciar palabra la volvió a cerrar. Luego, viéndose observada con fijeza, exclamó:

—¡Déjeme! ¿Por qué me mira de este modo? ¡No le entiendo y me da miedo!

A continuación se apoyó en el alféizar de la ventana y escondió la cara entre las manos. Sollozos o convulsiones le agitaban el cuerpo. Fábregas se quedó desconcertado. Qué simple, a pesar de todo, es la vivencia de los sueños, pensó; en cambio, en la realidad, todo son preguntas e incertidumbres.

—¿Le ocurre algo? —preguntó—. ¿En qué la he molestado?

Ella dejó de agitarse, pero no separó las manos del rostro.

—No me haga caso —dijo con voz ronca y entrecortada—. Estoy muy nerviosa. Yo también he tenido un sueño extraño esta noche. Un sueño que me ha puesto triste.

—¿De veras?, ¿y qué ha soñado? ¿Algo que pasaba en un barco, en alta mar?

—No, en absoluto, ¿por qué lo pregunta?

—Por nada. Mi sueño transcurría en un barco y pensé que podía haber habido una coincidencia. ¿No va a contarme ese sueño que ahora le preocupa tanto?

—No —dijo ella descubriéndose la cara—. Cuénteme el suyo.

Aunque vio que ella tenía los ojos enrojecidos por el llanto y que dos lágrimas le surcaban las mejillas, no pudo dejar de sonreír al oír lo que ella le proponía.

—Eso es imposible por ahora —dijo—. ¿Por qué llora?

—¿Puedo sentarme?

—¡Qué pregunta! Claro que puede.

Ella se dejó caer en una butaca. La nueva postura le hizo llorar otra vez, pero ahora calmadamente.

—En todo el mundo sólo puedo contar con usted —dijo.

—Si es así, no me sorprende que le dé por llorar —dijo él.

—No se burle de mí ni me tome a broma.

—¿A broma? —dijo él lentamente, deteniendo en ella un rato la mirada, como si quisiera eternizar la imagen que ella le ofrecía de sí misma: sola, triste, indefensa, con un vestido de verano sin mangas, estampado de flores, que le daba un aire infantil y sin malicia. Todo en ella era cambiante a sus ojos: el cabello castaño de otras veces se le antojaba ahora dorado; un momento antes, viéndola apoyada en el alféizar de la ventana, había pensado ¡qué alta es!, ¡qué esbelta!: ahora en cambio, hundida en la butaca, le parecía diminuta y compacta. Comprendió que nunca se cansaría de mirarla—. ¡Qué va! —exclamó.

La lluvia empezó a repicar en las persianas.

—Necesito que me preste usted dinero —dijo ella de sopetón, en el tono imperioso de quien por fin se ha resuelto a dar un paso arduo—. Por supuesto, se lo devolveré…

—De eso no me cabe la menor duda —atajó él—. ¿Cuánto quiere?

Ella lo miró sorprendida: seguramente había previsto varias respuestas alternativas a su solicitud, pero no el tono reservado y empresarial que Fábregas había adoptado de un modo automático. Él, a la vista de lo que sucedía, repitió la pregunta en un tono apacible y tranquilizador.

—¿Cuánto dinero necesita? Dígamelo sin miedo.

—Es mucho.

—Si verdaderamente lo necesita…

—Ah, eso sí.

—Pues venga esa cifra fatal.

—Dos… —tartamudeó ella—… dos millones.

—Suyos son —dijo él tan pronto ella hubo acabado de enunciar la cifra—. Pero dos millones ¿de qué?

—De liras, claro está.

Fábregas descolgó el teléfono y ordenó a la gerencia del hotel que le subieran esa suma en un sobre a su habitación de inmediato. Cuando colgó el teléfono ella se había levantado y estaba otra vez en la ventana, viendo llover a través de los intersticios de la persiana. De esta forma ocultaba su rostro a Fábregas, quien comprendió en ese mismo instante que ella necesitaba aquel dinero para volverse a marchar de Venecia. Puesto que la cosa no tiene remedio, pensó apresuradamente, sería absurdo hacer una escena; no, es preciso que ella no note nada, que todo siga como hasta ahora; luego ya veré lo que termino haciendo, se dijo.

—¿Ve qué fácil ha sido? —dijo en voz alta.

—Si en vez de pedirle dos millones de liras le hubiera pedido dos millones de dólares, ¿me los habría dado igual? —preguntó ella.

—Ni tan de prisa ni en efectivo, pero igualmente se los habría dado —respondió él, e inmediatamente pensó que esta respuesta era fatua y engañosa. Nunca le había revelado la naturaleza exacta de sus actividades ni la procedencia de un dinero que, sin embargo, derrochaba ante sus ojos sin la menor cautela. Era lógico que ella, viendo que podía pasar meses enteros sin ocuparse de sus negocios y gastando de aquel modo, le supusiera unas rentas inagotables o una forma turbia de obtener beneficios. Lo más probable, con todo, es que a ella este asunto le traiga sin cuidado, se dijo—. Sin embargo, no soy tan rico como usted debe de creer —añadió en voz alta.

—Ya le he dicho que se lo… —empezó a decir, pero él, adivinando lo que ella se proponía decirle, le impuso silencio con un ademán. Ella obedeció un rato; luego añadió—: No crea que por suponerle rico no valoro su amabilidad y su confianza. Me es violento agregar más, pero confío en que me entienda.

Ahora llovía torrencialmente. Ella se retiró de la ventana, caminó hasta el centro de la habitación y apoyó una mano en el buró. Él la observó impávido, con una curiosidad tranquila y sin expectación.

—Por Dios, no me mire así —dijo ella—. Sé muy bien lo que está pensando.

Con un gesto brusco se llevó la mano que no apoyaba en el buró al tirante del vestido y la dejó allí, inmóvil. Él sonrió. No había parado mientes en aquel gesto impulsivo, sino en las palabras que lo habían precedido: una frase hecha que había oído repetidamente a lo largo de su vida en situaciones análogas. Ahora recordaba otra vez el sueño de la noche anterior y pensaba hasta qué punto esa frase era errónea en la ocasión presente. Estaba pensando en esto cuando sonaron unos golpes en la puerta.

—Ya traen el dinero —dijo—. Se podrá ir en seguida.

Acudió a la llamada con parsimonia, pero se quedó atónito al ver entrar en la habitación un camarero que empujaba un carrito sobre el que había una bandeja con dos servicios de desayuno. Repuesto de su chasco, indicó al camarero dónde debía dejar el carrito. El camarero, después de remolonear un instante a la espera de una propina, se fue cerrando a sus espaldas la puerta de la habitación con suavidad. En el carrito había un jarro de cristal de Murano, alto y estrecho, con una rosa roja.

—Anoche perdí todo el dinero de bolsillo —dijo Fábregas, cuando el camarero se hubo ido, a propósito de la propina que debía haberle dado a éste—. Y la documentación también. Hoy iré a denunciar la pérdida sin falta.

—Lo siento. ¿Cómo fue?

—Bah, una tontería de la que sólo se me puede culpar a mí —dijo él—. ¿Quiere alguna cosa?

Sabiendo que se refería al desayuno, ella dijo que no con la cabeza.

—Le ruego que disculpe lo que le acabo de decir —dijo al cabo de un rato—. Estoy avergonzada. No crea que hago las cosas atolondradamente o sin pensar en sus consecuencias. Jamás procedo de este modo, pero es posible que usted, aunque me conoce bien, siga pensando que sí: que actúo en forma irreflexiva; en realidad, no sería un error de juicio por su parte opinar eso, porque verdaderamente mis acciones no parecen responder a lógica ni orden; y en efecto así es. En definitiva, no sé qué hacer ni a dónde ir… Pero eso no significa que no piense; al contrario, todo mi desconcierto se debe a que pienso demasiado. Ante la duda y la incertidumbre, no hago otra cosa que pensar. También pienso que pensar no conduce a nada, que es un modo estúpido de vivir. Sé que sólo la acción trae consigo la acción, que sólo la acción puede cambiar las cosas o iniciar el cambio de las cosas. Pensando no se pone el mundo en movimiento; al contrario, el pensamiento lo estanca todo. Yo pienso esto que acabo de decir, pero no me sirve de nada; pensarlo no me sirve de nada. Me aborrezco y me avergüenzo de mi apatía. Cuando pienso en mí, en lo que soy y en lo que hago, no me gusto: el balance siempre es negativo. Me aborrezco de veras. Es probable que en definitiva nadie esté contento de su propia conducta, que nadie se guste a sí mismo; pero no puedo creer que haya nadie tan disconforme como yo lo estoy con todo. A veces me pregunto cómo puede haber tanta disparidad como la que hay entre lo que yo quisiera ser y haber sido y lo que realmente soy. Si estuviera en mi mano cambiar mi vida, lo cambiaría todo: mi modo de ser, mis sentimientos, mi pasado, el ambiente en el que me muevo, la educación que he recibido; ya lo ve: todo. Pero también sé que eso es irrealizable, que pensarlo es estúpido: una forma de no hacer frente a la realidad y, sobre todo, una forma despreciable y nociva de egoísmo. En cuanto a usted, yo siempre…

—Calle; no siga diciendo tonterías —dijo él. Siempre, y más en el caso presente, le había resultado exasperante y embarazoso escuchar las confesiones que las personas se creían obligadas a hacer en determinadas circunstancias. Estas confesiones, según había creído advertir en todas las ocasiones en que había sido receptor de ellas, tenían menos de sinceridad que de enajenamiento; eran fruto de una intoxicación del ánimo, de una turbación profunda y un desasosiego cuyo alivio no estribaba en el esclarecimiento de la verdad, sino en una degradación descarada de su autor a los ojos de quien la recibía. Ahora él se preguntaba si aquella confesión innecesaria no sería un medio para soslayar la gratitud o un preludio de otra entrega. Bah, ¿qué importa?, se dijo, no voy a permitir ahora que estas cosas empañen mi gesto—. En realidad habla usted así porque todavía es muy joven —añadió decidido a poner de nuevo las cosas en su lugar—. Con esto no quiero decir que a medida que pasan los años la personas se vayan reconciliando con su propia naturaleza; por lo que a mí respecta, sigo pensando hoy lo mismo que pensaba hace tiempo, lo que he pensado siempre: algo que no difiere mucho de lo que usted acaba de decir en términos generales. Lo que sí creo —siguió diciendo sin dar muestras de advertir la expresión de fastidio con que ella acogía sus palabras— es que antes o después dejará de considerar esa actitud culpable y egoísta. Para entonces seguramente le parecerá que la conformidad ha llegado demasiado tarde, pero eso tampoco será cierto: nada llega tarde si en su momento todavía podemos hacer acopio del valor necesario para afrontar la vida. No estoy hablando de la felicidad, sino de una disposición del ánimo que no es susceptible de calificación, inexplicable. A diferencia de lo que usted asegura querer, yo no le hablo en estos términos para que usted me comprenda. Antes ha dicho saber lo que pensaba yo, pero no decía la verdad: ni usted sabe lo que yo pienso, ni yo lo que piensa usted; nadie sabe lo que piensan las demás personas. A lo sumo, podemos colegir los móviles inmediatos de ciertos actos, y aun eso sin certeza. Créame: no vale la pena hacerse mala sangre ni sufrir inútilmente. Otra ocasión de vivir no se la va a brindar nadie. En cuanto a mí, no sé lo que iba a decir cuando me he permitido interrumpirla, pero fuera lo que fuese, no lo diga —viendo que ella fruncía el ceño, levantaba el brazo y abría la boca, volvió a atajarla con un ademán que no admitía réplica: era importante para él impedir que ella pudiera hacer explícito su ofrecimiento, en el supuesto de que fuera ésa su intención. En todo caso, soy yo quien debe exigir, pero no ella ofrecer, pensó—. En cuanto a mí —repitió en voz alta—, déjeme donde me ha encontrado: no intente hacer de mí lo que no soy, ni tampoco olvidarme como si nunca hubiera existido. Y piense que si estuviera en mi mano cambiar en usted alguna de esas cosas que tanto le exasperan, no lo haría: ya ve hasta qué punto mi compañía no le conviene.

Calló cuando sonaron de nuevo golpes en la puerta. Esta vez sí, pensó con alivio. Había estado perorando sin atender el sentido de sus propias palabras, con el único objeto de no permitir que ella siguiera sufriendo. En la puerta había un hombre vestido de oscuro, con el pelo engominado. Fábregas no recordaba haberlo visto nunca hasta ese momento. En una mano llevaba unos impresos y en la solapa de la americana, una gardenia. Entregó los impresos a Fábregas para que éste estampara en ellos su firma y, una vez cumplido este requisito, sacó del bolsillo interior de la americana un sobre alargado cuyo contenido amenazaba destripar las junturas, y lo canjeó por los impresos. Todos sus gestos parecían innecesarios, como sucede con los gestos que son hechos con absoluta precisión. Cuando se hubo marchado, Fábregas estuvo sonriendo un rato. Ahora él tenía en la mano un sobre con el dinero que ella le había dicho necesitar. Podía preguntarle qué se proponía hacer con aquel dinero. En realidad, puede hacer muchas cosas una vez este dinero obre en su poder, pensó, pero por el momento, puesto que todavía obra en el mío, soy yo quien puede ejercer los derechos que confiere una suma tan abultada. Ahora le repugnaba de repente la noción de haberse comportado con caballerosidad y dulzura hasta aquel momento. Ahora le asaltaban ideas feroces y depravadas que desdecían de su comportamiento anterior y de su bata. Hacer algo abominable sería lo mejor para los dos, pensó; sólo un acto vil podría restablecer en este momento la normalidad en nuestra relación, acoplarla a la verdad y permitirle una evolución natural y abierta. En aquel instante sonó el trallazo de un rayo y casi simultáneamente un trueno hizo temblar el edificio. Tintineó la cristalería en el carrito. Cuando se hubieron extinguido los ecos del trueno, la lluvia, que hasta entonces había ido arreciando, cesó súbitamente por completo y el sol, que se abría paso entre los nubarrones, hizo brillar el filo de la persiana. Como si este cambio hubiera sido una señal convenida, ella abandonó el apoyo que parecía haber estado buscando todo aquel tiempo en el buró y se dirigió resueltamente hacia la puerta de la habitación. Al pasar por su lado no le miró ni siquiera de reojo. Tampoco aminoró la marcha al coger el sobre que él le tendía. Llegada a la puerta, la abrió, salió y la cerró con violencia. Aun sabiendo que ella no había de volver, Fábregas esperó unos segundos antes de quitarse la bata y el canesú, que arrojó a la papelera. Al salir del baño afeitado, duchado y cubierto de colonia, se quedó mirando un rato el desayuno para dos dispuesto en el carrito. Encargarlo había sido el primer y último acto de su vida en común; una humilde tentativa, pensó sin tristeza.