III

Creyó estar en la cubierta de un barco, acodado en la barandilla, mirando el mar. Cuando iba a retirarse a su camarote, el hombre obeso que momentos antes había venido a ocupar un lugar contiguo al suyo, le retuvo asiéndole del brazo e instándole encarecidamente a que se quedase, ya que, según le dijo, faltaba poco para avistar la isla y su famoso templo, a lo que él replicó no saber a qué isla ni a qué templo se refería su interlocutor, el cual, con una sonrisa paternal, le reprochó no haber leído atentamente la guía de forasteros y mostró consternación cuando Fábregas le contó que había perdido la suya. Hoy por hoy, le vino a decir, viajar sin una buena guía de forasteros es tanto como viajar desnudo. Fábregas habría querido replicar a esto que precisamente la noche anterior había embarcado en aquel mismo paquebote un grupo bastante numeroso de nudistas, que se había pasado la mañana chapoteando en la piscina y jugando al volley-ball en pernetas, pero se abstuvo de hacerlo porque recordó de pronto que algunos viajeros, a la vista de aquel espectáculo insólito, habían decidido seguir el ejemplo de los nudistas y, despojándose allí donde estaban de todas sus ropas, se habían unido a aquéllos en medio de grandes gritos y risotadas, y que precisamente la esposa del hombre obeso, que acompañaba a éste en su viaje de negocios, en ausencia de su marido, el cual había preferido permanecer durante la mañana en el camarote revisando unos documentos relacionados con su trabajo, había sido una de las partidarias más entusiastas de la idea, si no su promotora. Por lo cual se limitó a pedir a su interlocutor que le dijera qué isla era aquélla, a lo que el otro respondió que la isla donde había vivido y muerto San Bábila el anacoreta. Y eso ¿qué interés tiene?, quiso saber, a lo que el otro replicó que eso dependía de las creencias y devociones de cada cual, y agregó acto seguido que él, personalmente, se tenía por ateo o, cuando menos, por agnóstico y consideraba las historias de milagros y prodigios meras leyendas poéticas en el mejor de los casos y supersticiones deplorables en el peor de ellos, pero que, ello no obstante, tenía conocimientos abundantes de estas cosas a través de su mujer, que era persona muy piadosa y mojigata y lectora ferviente de vidas de santos. Fábregas, que había sorprendido la víspera a la esposa de su interlocutor, en un rincón oscuro de la cubierta, abrazada a un marinero, al que introducía con fruición la lengua en la oreja mientras le frotaba la entrepierna con el muslo, se abstuvo de manifestar en voz alta el asombro que le producían las palabras del otro, el cual, ajeno a esto, le refirió lo que su esposa le había referido a su vez acerca de cómo San Bábila había sido en su juventud hombre gallardo y de costumbres licenciosas hasta que, enamorado de una muchacha bella y virtuosa y desdeñado por ésta, o arrebatada ésta por la célebre peste en la flor de la edad, había abominado de su vida anterior y decidido hacerse anacoreta. A tal fin, había viajado hasta la costa veneciana, pues era oriundo del interior, y allí había pedido a un marinero que a la sazón estaba aparejando su barca que le condujera a una isla pequeña y árida, situada a varias leguas de la costa. El marinero le había dicho que en aquella isla no crecía ninguna hierba ni había siquiera allí insectos que pudieran servirle de sustento, que en realidad la isla era sólo un peñascal, a lo que el anacoreta había respondido diciendo: Dios proveerá. Al cabo de dos días, una ballena había embarrancado en la isla, donde no había tardado en morir, quedando su corpachón varado en la playa. El anacoreta, que sabía que en el Adriático no había habido nunca ballenas, había visto en aquello la mano del Altísimo. Obtuvo sal evaporando el agua del mar y con ella conservó la ballena en salazón, alimentándose de aquella reserva durante cincuenta años. Con el esqueleto de la ballena, que iba quedando al descubierto a medida que el anacoreta se iba comiendo la carne, empezó a construir un templo. Con un buril de piedra iba labrando en cada hueso escenas de la vida y la pasión de Cristo, de la vida de María, de los hechos de los Apóstoles y del Apocalipsis. Los barcos que pasaban frente a la isla iban viendo crecer aquel templo, que relucía al sol, pero, conociendo su origen, no se atrevían a acercarse a la isla, por no perturbar la soledad del anacoreta. Finalmente un día el templo quedó acabado. Lo remataba una cruz de barbas de ballena. Los marineros y pescadores que frecuentaban aquella ruta, al ver el templo acabado, supieron que también el anacoreta había acabado su misión y desembarcaron para llevar su cuerpo a Venecia, donde todo estaba dispuesto desde hacía mucho para su sepelio. El cuerpo del anacoreta, pese a haberse alimentado durante tantos años de carne de ballena en salazón únicamente, desprendía un aroma exquisito.

Concluida la historia, el hombre obeso dijo habérsele hecho un nudo en la garganta, como siempre que tenía ocasión de referírsela a alguien; sin que supiera explicar por qué, dijo, aquella historia de abnegación y constancia siempre le había emocionado. Hoy ya no existían hombres así, agregó a modo de colofón. Fábregas dio su asentimiento a ello con más cortesía que convicción. Hacía rato que su atención había sido atraída por la llegada de la mujer del hombre obeso, la cual, dando muestras de extrema discreción y respeto, no había osado interrumpir el relato de aquél y se había quedado algo apartada de ambos, callada y quieta, en una actitud modesta que al principio impresionó favorablemente a Fábregas, quien, sin embargo, creyó advertir, aunque sin adquirir certeza al respecto, cada vez que una ráfaga de viento arremolinaba el vestido veraniego de la mujer, que ella no llevaba debajo ninguna prenda interior. Estos atisbos precarios y la sospecha de que ella, no obstante el recato de su aspecto, propiciaba con su colocación y sus posturas la complicidad del viento, le produjeron una excitación que no sabía de qué modo ocultar a los ojos del hombre obeso, quien, por fortuna, parecía del todo ajeno al devaneo que se desarrollaba en sus propias barbas. Desde el primer momento en que la había visto se había encendido en Fábregas una pasión por aquella mujer de la que nada parecía poder apartarle. Aquella pasión le dominaba. Él se preguntaba qué había hecho aquella mujer para alterarle de aquel modo insólito, qué había en ella y quién sería en realidad, pues, a pesar de que apenas había tenido ocasión de examinar su rostro con detenimiento, unas veces debido a los efectos de la luminosidad cegadora del cielo, otras, al contraste entre esa misma luminosidad y la sombra de la toldilla, y otras, por último, a su cabellera rojiza, que, al juguetear con la brisa, se lo cubría parcialmente, aquél no le resultaba desconocido. Ahora esta suma de rasgos entrevistos, pero nunca ofrecidos verdaderamente a su contemplación, le trastornaba hasta el delirio.

Así permanecieron los tres un rato, en silencio, simulando otear el mar en busca de la isla, hasta que de pronto el hombre obeso les anunció inesperadamente que debía ausentarse sin demora. Confesó que el nerviosismo producido por la expectativa le había provocado la necesidad inaplazable de orinar, cosa que pensaba hacer en el water de su camarote y aprovechar de paso la ocasión para proveerse allí de un catalejo que había adquirido precisamente para la travesía, pero de cuya existencia se había olvidado hasta ese momento. Apenas el hombre obeso hubo girado sobre sus talones, la mujer abandonó todo fingimiento y con voz perentoria ordenó a Fábregas que la siguiese. Cuando ella pasó por su lado, llegó a su olfato un perfume penetrante y cálido que le recordó el éter. Por una escotilla descendieron al corredor a cuyos lados se alineaban las puertas de los camarotes. En el corredor no había nadie a aquella hora; allí todo era silencio, penumbra y frescor. También su camarote estaba envuelto en una penumbra dorada; la luz del sol reflejada en el agua entraba por las rendijas de la persiana y serpenteaba alegremente en el techo. Ahora se arrepentía de haber aceptado resignadamente el camarote que le habían adjudicado sin consultarle. Era un camarote tan estrecho que la cama apenas dejaba un corredor angosto por donde caminar de lado, rozando las paredes con la espalda. Aquella estrechez, al principio, había sido de su agrado. Desde la cama podía ver el mar y le bastaba alargar el brazo para colocar la mano en el alféizar de la ventana. Ahora estas menudencias le humillaban. Ella, sin embargo, no parecía haber reparado en la estrechez del camarote: era toda salacidad y encendimiento; con los ojos en blanco le echaba los brazos al cuello y musitaba palabras procaces y chocantes. Entonces él cayó en la cuenta de quién era; era aquel pelo largo y teñido, aquella permanente vulgar, aquellas pestañas postizas y aquel maquillaje chabacano lo que le había despistado hasta entonces, le dijo. Ella emitió una carcajada soez, como si aquellas apostillas injuriosas a su aspecto la halagaran. No había límites a su envilecimiento, le dijo en tono jactancioso. Acto seguido le contó que, víctima de una serie de añagazas que no era ése momento de enumerar, se había visto forzada a casarse con el hombre obeso, por quien sólo sentía una repulsión que con el transcurso del tiempo había ido en aumento. A su lado, sin embargo, se veía obligada a guardar una conducta intachable, que había engañado a todos, incluso a Fábregas, siguió diciendo, ya que su marido, bajo la apariencia de mansedumbre que mostraba en público, ocultaba un carácter feroz y perverso. El hombre obeso era en realidad un ser arrebatado, violento y peligrosísimo cuando le dominaban los celos. Sólo los raros viajes que emprendían juntos le deparaban la oportunidad de dar curso libre a su incontinencia, añadió. Él afirmó entonces no haber comprendido esto último, ya que, a su entender, era precisamente en los viajes cuando la convivencia forzosa y continuada dificultaba más eludir el control de la persona en cuya compañía se viajaba, a lo que ella replicó que en su caso particular sucedía precisamente lo contrario, ya que su marido sólo viajaba por motivos profesionales y en esas ocasiones no pensaba en otra cosa que en el dinero. No obstante, añadió, debían darse prisa, pues incluso en las circunstancias favorables que ella acababa de describir, una desaparición prolongada por su parte podía despertar las sospechas del hombre obeso. Como si estas palabras hubieran sido premonitorias, apenas hubo acabado de pronunciarlas, sonaron unos golpes en la puerta del camarote. Era él, dijo ella abrazándole con una fuerza que parecía nacida del terror. Estaban perdidos. Ambos ponderaron la idea de arrojarse por la ventana al mar, no estimándola factible. Arreciaban los golpes en la puerta, acompañados ahora de voces conminatorias. Ella le propuso entonces consumar su pasión, colmarse recíprocamente de dicha mientras las bisagras resistieran, pero él, aunque habría querido llevar a término lo que ella le proponía, juzgándolo heroico, no se veía con ánimos para ello, por lo que, sordo a sus ruegos e insensible a la voluptuosidad que ella, habiéndose desgarrado el vestido con sus propias manos, trataba por todos los medios de contagiarle, la apartó de sí e hizo amago de saltar del lecho.

Entonces advirtió que alguien estaba golpeando en efecto la puerta de la habitación y comprendió que en realidad aquel sueño tan largo y entreverado en apariencia había durado solamente una fracción de segundo.