Al despertar vio un hombre joven, de aspecto afable, que le observaba con reticencia. Este joven tenía el cabello y la barba rojizos. No le dolía nada y sentía el cuerpo ligero y la cabeza clara, como si despertara plácidamente de un sueño reparador. Al tratar de incorporarse vio que no llevaba otra ropa que una especie de camisola corta, de una tela no muy fina, pero limpia y planchada, de color azul pastel, abierta por la espalda y anudada por unas cintas detrás de la nuca. Si me levanto, me quedaré enseñando el trasero, pensó, pero ¿qué importa? El joven de la barba rojiza, advirtiendo sus intenciones, le hizo un gesto conminatorio que quería decir: siga acostado. Fábregas obedeció más por debilidad que por respeto a aquel individuo que no creía haber visto antes nunca.
—¿Es usted el masajista? —le preguntó.
El joven de la barba rojiza estuvo sonriendo un rato sin decir nada, como si ponderase la respuesta que debía dar a esta pregunta. Finalmente dijo:
—No.
Fábregas advirtió entonces que no estaba en su habitación, ni en otra similar del hotel, sino en un cuarto angosto y sin ventanas ni aberturas visibles al exterior, salvo una puerta de marco de madera y paneles de vidrio opaco.
—¿Dónde estoy? —preguntó.
—En San Bábila —respondió el joven de la barba rojiza.
—Yo soy ateo —protestó él.
—No se inquiete: no le estamos rezando un responso. San Bábila es un dispensario.
—¿Qué ha pasado? ¿Me desmayé?
El joven consultó un cuaderno y luego movió la cabeza afirmativamente.
—Ah, ya recuerdo. Y antes de desmayarme, ¿vomité?
—No lo sé: yo no estaba presente; pero según dice este informe, al ingresar en el dispensario le fue practicado un lavado de estómago, lo que parece indicar que no vomitó, si eso le viene preocupando.
—¿Y mi ropa?
—No la traía cuando lo trajeron.
—¿Quiere decir que me la habían quitado?
—Más bien que se la había quitado usted mismo. Según el informe, entró usted desnudo en una sala del Palacio ducal. Al parecer la cosa no pasó de ahí, porque la policía no levantó atestado ni se ha presentado denuncia alguna. Con el calor que estamos teniendo, a más de uno se le debió de ocurrir la misma idea.
—Oiga, yo no estoy loco.
—Me da igual que lo esté o no: yo no soy psiquiatra. ¿De veras no recuerda haberse desmayado?
—No.
—¿Qué otra cosa no recuerda?
—Recuerdo perfectamente todo lo demás.
—¿Cuál es su nombre?
—Charlie.
—Charlie qué más.
—Charlie nada más.
—Hum. ¿Tiene familia?, ¿esposa, compañera, amiga, secretaria?
—No, nada de eso.
—¿Viaja solo?
—Sí.
—¿Dónde se hospeda?
—Ahora mismo no sabría decirle. ¿En un hotel?
—Eso es usted quien tiene que decírmelo. ¿Qué hotel?
—No recuerdo su nombre.
—¿Cómo es? ¿Un hotel de lujo?, ¿un hotel de medio pelo?, ¿una pensión?
—Caro. Un hotel caro.
—Mejor para usted. ¿Es argentino?
—Español.
—¿Le gustan los toros?
—¿A qué viene esta sandez?
—Soy médico y estoy observando sus reacciones. ¿Aún no se había dado cuenta?
—Yo no necesito un médico.
—Se desnuda en público, se desmaya, sufre de amnesia y pretende no necesitar un médico: ¿quién de los dos está diciendo sandeces, Charlie?
—Quiero que venga mi médico particular.
—¿De España? ¿Cree que vendrá si le llamamos?
—Aquí también tengo médico particular.
—¿Aquí? ¿Dónde es aquí?
—En esta ciudad.
—¿Cómo se llama esta ciudad?
—Venecia.
—Vaya; algo es algo. ¿Cómo se llama su médico en Venecia?
—Doctor Pimpom.
—Vamos, Charlie, esto es un nombre ridículo: en Venecia no hay ningún médico que se llame de esta manera. ¿Cuántos dedos hay aquí?
—Tres.
—Muy bien. Mire aquel cuadrito colgado de la pared. ¿Qué representa?
—Un hombre alto, con barba. ¿Su retrato?
—No, hombre. Es una estampa de San Bábila el anacoreta, bajo cuya advocación fue puesto este dispensario. Si me promete estarse quieto mientras le tomo la presión, le contaré su historia.
—Le advierto que a mí San Bábila me la sopla.
—Peor para usted —dijo el médico de la barba rojiza—; se quedará sin saberla. A ver, abra la boca, ciérrela y sostenga el termómetro; no lo escupa ni se lo trague. Extienda el brazo; voy a tomarle la presión. Mientras tanto, conteste a mis preguntas diciendo sí o no con la cabeza. No intente hablar, porque se le caerá el termómetro al suelo. ¿Lo ha entendido? Muy bien. ¿Es usted diabético? ¿Ha habido diabéticos en su familia? ¿Cómo puede decir si ha habido o no diabéticos en su familia si no recuerda ni su propio nombre? ¡No hable! Le he dicho que no hable. Sólo sí o no. ¿Fuma? ¿Bebe mucho? ¿Se había desnudado anteriormente en algún lugar público? ¿Cree que alguien le persigue? ¿Sueña a menudo? Bueno, ya está. La temperatura es normal, pero tiene la presión un poco descompensada y el pulso acelerado. En términos generales, yo lo veo bien, pero me gustaría tenerle el resto de la noche en observación.
—¡Cómo! ¿El resto de la noche? —exclamó Fábregas—. ¿Pues qué hora es?
—Las once y media.
—¡Cielo santo, tenía una cita inaplazable a las nueve!
—Me temo que ya la ha aplazado, pero me alegra ver que recuerda sus citas —dijo el médico de la barba rojiza.
—También acabo de acordarme del nombre de mi hotel: Gran Hotel del Moro. Llame al hotel: allí le darán razón de mí.
—¿En el Gran Hotel del Moro también se hace llamar Charlie a secas? —preguntó el médico de la barba rojiza.
—No… ¿Qué ha sido de mi documentación?
—Debió de quedarse con la ropa. Sigue sin recordar su nombre, ¿verdad?
—Lo tengo en la punta de la lengua.
—Con la punta de la lengua no se va muy lejos. Acuéstese y procure dormir. Si ve que no puede conciliar el sueño, llame a la enfermera y pídale un somnífero. Dígale que yo se lo he recetado. Por desgracia, yo no puedo dedicarle más tiempo. La gente disfruta rompiéndose la crisma y a estas horas el dispensario está abarrotado. Volveré mañana por la mañana, antes de que venga el turno de día. Entonces veremos cómo va esa memoria. ¿De acuerdo?
—No. Quiero irme de aquí ahora mismo —dijo Fábregas.
—No tiene la cabeza tan firme como usted cree. Hágame caso y no se arrepentirá.
—Oiga, doctor, si la policía no ha presentado denuncia contra mí, ¿puedo ser retenido en contra de mi voluntad?
El médico de la barba rojiza se encogió de hombros.
—Haga lo que le dé la gana —murmuró con un deje de desaliento en la voz—, pero venga mañana a partir de las cinco, para que veamos qué tal van las cosas. Por supuesto, si no quiere venir, tampoco puedo obligarle a que venga: usted verá lo que le conviene.
Mientras hablaba iba rellenando un formulario. Cuando hubo acabado de rellenarlo separó el original de la copia y entregó el original a Fábregas.
—Tenga —le dijo—. Al salir entregue este volante a la enfermera que encontrará en el mostrador, en el vestíbulo. Ella le facilitará la forma de volver a su hotel.
Tal como le había indicado el médico de la barba rojiza, en el vestíbulo había un mostrador, pero la enfermera que debía haberlo atendido estaba ausente cuando Fábregas se personó en él. Viendo que el reloj que presidía el vestíbulo estaba a punto de dar las doce, dejó el volante sobre el mostrador y salió a la calle. Una vez allí lamentó no haber leído lo que el médico de la barba rojiza había escrito en el volante acerca de su estado físico y mental. Realmente no sé dónde tengo la cabeza, pensó; he de cuidarme un poco si no quiero acabar mal. Advirtiendo que los transeúntes miraban de reojo su atuendo estrafalario, decidió que no era prudente permanecer demasiado rato en el mismo sitio. Se alejó caminando a buen paso, pero sin rumbo, más atento a impedir que la brisa le levantara los faldones de la camisola y dejara al aire sus vergüenzas que a encontrar un camino que le condujera al hotel. Cuando finalmente se detuvo, sabiéndose extraviado una vez más, se le acercó un hombre obeso que le había venido siguiendo desde hacía un trecho.
—Venga conmigo —le dijo cogiéndole del brazo con firmeza—; volveremos juntos al hotel.
—¿Cómo sabe usted en qué hotel me alojo? —preguntó Fábregas dejándose conducir por el desconocido.
—El Gran Hotel del Moro, ¿no es así? —dijo el hombre obeso, y luego, sonriendo afablemente, añadió—: Yo también me alojo allí.
—Pero yo no le conozco a usted.
—Tampoco en eso hay misterio —dijo el hombre obeso—: hemos coincidido en el restaurante del hotel, a la hora del desayuno, en un par de ocasiones. De eso le conozco, aunque usted no me conozca a mí, quizá porque es usted más llamativo que yo, o porque yo soy más observador que usted. ¿Se encuentra bien?
—Perfectamente, muchas gracias. En cuanto a mi vestimenta…
—Todos tenemos un mal día —atajó el hombre obeso con afabilidad.
El portero nocturno del hotel torció el gesto al verlo aparecer en el hall de aquella guisa, pero el hombre obeso le tranquilizó murmurándole unas palabras al oído y deslizándole subrepticiamente un billete en el bolsillo de la casaca. Frente a la puerta de la habitación de Fábregas, éste y el hombre obeso estuvieron un rato intercambiando fórmulas de cortesía hasta que el hombre obeso, aduciendo que a ambos les convenía descansar de la fatiga del día, se alejó en dirección al ascensor. Fábregas entró en la habitación, recorrió la distancia que le separaba de la cama sin encender siquiera la luz y se acostó inmediatamente. Tiene razón el hombre obeso, pensó; estoy verdaderamente exhausto. Y como si la frase rutinaria pronunciada por aquél hubiera sido la auténtica razón de su cansancio, apenas la hubo repetido para sus adentros, se quedó dormido.