XIII

—No tome lo que le digo necesariamente al pie de la letra ni se precipite en sus juicios —continuó diciendo el doctor Pimpom mientras atacaba con bravura la segunda porción de helado, que el camarero había dejado sobre la mesa con brusquedad y desabrimiento, pero sin protestas audibles—. Los venecianos siempre hemos sido comerciantes. Tampoco he querido decir que las cosas pasaran a mayores, ni lo ha dicho nadie. Vea usted: por aquellas fechas, y al amparo de lo que los periódicos llamaban el plan Marshall, Italia trataba, no sin cierto éxito, de insuflar nueva vida a una industria cinematográfica que se había desarrollado mucho en las décadas anteriores a la guerra gracias a la protección de nuestro Mussolini, hombre aficionado al cine, como el Hitler de los alemanes y como su propio Franco de ustedes, pero que la guerra había malbaratado, como tantas otras cosas. Con este fin, y para competir con la gran industria cinematográfica norteamericana, se nos ocurrió comercializar lo único que teníamos: unas actrices aparatosas, hembras de culo y teta, como las que producen las razas verdaderamente hambrientas… Había una en particular, que usted con toda certeza no recordará, pero que alcanzó bastante fama en su día. Se llamaba, si la memoria no me es infiel, Sofía Loren: una mujer verdaderamente garrida… Es posible que ya haya muerto, aunque espero que no sea así; deseo que viva muchos años y que sea feliz… Por supuesto, había otras actrices de características muy similares, pero sus nombres en este momento no me vienen a la memoria… En definitiva, éste era uno de los medios de subsistencia de que nos valíamos y no el peor de ellos. La guerra había trastocado todas las cosas y nos teníamos que adaptar una vez más a los nuevos tiempos: ahora nos tocaba la democracia y el liberalismo y ¡ay de aquel que no supiera jugar a ese juego! Claro, muchos pensaban, y siguen pensando todavía hoy, que la democracia consistía en trabajar menos y ganar más. Eran los comunistas los que al socaire de las libertades civiles le metían estas ideas locas en la cabeza a la clase obrera, con los resultados que a la vista están: huelgas todos los días, sabotaje y salvajismo, cuando no atentados y otros hechos de sangre… Pero lo que a usted le interesa saber es si la chica se ganaba el pan en cama ajena y yo a eso le responderé: puede que sí, puede que no. De todos modos, le diga lo que le diga, ¿por qué me iba a creer? En estos asuntos es donde más inciertos son los hechos: unos saben y callan, otros no saben y hablan por los codos; en definitiva, los que más podrían decir son los primeros en guardar silencio y los que más meten el palo en candela a menudo lo hacen por envidia o por malicia. Así que de fijo no puedo decirle nada. Desde luego, fama de remilgada no tenía la chica, pero la fama, ¿qué es?

»Finalmente, y para no alargar la historia, el padre Roca murió de repente y en forma imprevisible: inadvertidamente comió un producto enlatado en mal estado y eso lo mató. Ya tenía el hígado muy trabajado; había malgastado la salud en francachelas y cuando la necesitó, ya no le quedaba bastante, de modo que se fue al otro mundo. Tenía cuarenta y seis o cuarenta y siete años cuando ocurrió lo que le estoy contando.

»Con esto la chica se encontró sola y su situación cambió de la noche a la mañana: mientras su padre vivía, ella podía pasar por una hija rebelde y algo casquivana, pero ahora, sola en el mundo, la menor prueba de liviandad habría sido suficiente para convertirla en una profesional de la cosa a los ojos de la opinión. Así que tuvo que buscarse un marido a la carrera, aprovechando la apariencia de honorabilidad que le daban el luto, la orfandad y el desamparo. Y en ese momento preciso el pobre Charlie Dolabella tuvo a bien hacer su entrada en escena. De aquel encuentro sólo podía salir lo que usted mismo ha podido comprobar: una serie interminable de desaciertos y calamidades.

—Y María Clara —dijo Fábregas.

—Tal vez —dijo el otro con un asomo de sonrisa en la comisuras de los labios.

—Hum —dijo Fábregas advirtiendo el gesto.

—Dejemos eso por ahora —continuó diciendo el médico— y vayamos a las cosas tal como sabemos que sucedieron. Charlie llegó a Venecia buscando un pasado que sólo había existido en la imaginación atormentada de su pobre madre, una loca que vegetaba y que quizás aún siga vegetando en la celda acolchada de algún hospital público. Yo no digo que no pueda haber algún nexo de parentesco entre él y el Dolabella que pintó unos cuadros de Venecia y luego emigró a Cracovia, pero, aunque así fuera, ¿qué demonios esperaba encontrar aquí? Hay que ser ingenuo como un americano para pensar que el pasado es un objeto encontrable.

—Sin embargo —dijo Fábregas— no puede negar que algo encontró.

—Lo que se merecía: un saco de mentiras —replicó el médico con desprecio. La interrupción o el propio relato que iba desgranando parecían haberle contrariado. Dio un puñetazo en la mesa que hizo tintinear la copa de helado, el plato y la cucharilla. Luego resopló, como para dar salida a los vapores de su ira, y prosiguió diciendo—: En el fondo el engaño fue impremeditado, mutuo y completo. Ella pensó haber encontrado un multimillonario, un verdadero rey del petróleo; él, una aristócrata de película. Ambos creyeron ver materializados en su oponente sus sueños de clase media. En realidad, ella era un golfa y él, un taxista. Y lo peor era que ninguno de los dos sabía disimular su propia condición. Carentes de interés humano, arruinados y sin ínfulas, pronto se quedaron solos, y cuando esto sucedió, ni el diablo se apiadó de ellos.

—A lo mejor en el fondo se amaban —apuntó Fábregas.

El doctor Pimpom lo miró fijamente. Ahora sus ojos parecían más vidriosos que las propias lentes de sus anteojos, en cuyas superficies titilaba ocasionalmente el resplandor violáceo de los tubos fluorescentes.

—Ella nunca debió pertenecerle —sentenció al fin en voz muy baja. Luego se paso la mano por la boca. Al retirarla sus labios habían recobrado la sonrisa irónica que hasta entonces había venido enmarcando sus palabras—. Además, permítame discrepar, como hombre de ciencia, de eso que usted llama amor.

—Dicen que hay quien se muere de eso —apuntó Fábregas.

—Más bien hay quien se aferra a esa quimera cuando se siente morir de otras causas más crudas —replicó el médico—; pero dejemos eso también: es algo abstracto, un asunto académico que podría conducirnos a una discusión eterna y sin objeto. Yo le cuento lo que hubo y luego usted lo adereza como mejor le plazca, ¿qué?

—No sé si me interesan tanto los hechos —apuntó Fábregas.

—No hay otra cosa —replicó el médico—. Yo le cuento lo que hubo. Charlie y ella se casaron. Ella presentaba ya un estado de gestación avanzado que hizo de la ceremonia un verdadero escarnio por el que muchas sensibilidades fueron heridas. Con aquel acto absurdo se desvaneció toda ilusión y toda esperanza: ambos se convirtieron de la noche a la mañana, en un santiamén, por así decir, en aquello que estaban destinados a ser fatalmente. Charlie se volvió un muñeco fofo y peludo y ella, una enferma imaginaria.

—A la que usted, sin embargo, trata como si verdaderamente lo fuera —dijo Fábregas.

—Como si fuera qué cosa… ¿Una enferma? —dijo el médico— ¡Y quién dice que no lo es!

—Usted mismo acaba de decir que se trata de una enfermedad imaginaria —exclamó Fábregas—. Yo no invento sus palabras. ¿Por qué se empeña en contradecirme todo el tiempo, doctor Pimpom?

—Y usted, ¿por qué se empeña en llamarme de esta forma ridícula? —exclamó a su vez el otro—. ¡Yo no me llamo doctor Pimpom! ¿De dónde ha sacado este nombre grotesco e incluso degradante? Mi verdadero nombre es Scamarlán, doctor Scamarlán. Pero dejemos eso. Voy contarle un caso horripilante al que hube de enfrentarme apenas iniciada mi carrera de médico. Escuche.

En aquel momento los clientes del bar empezaron a pagar sus consumiciones respectivas y abandonar aquél como movidos unánimemente por una llamada tácita. Al verlos de pie Fábregas advirtió que muchos de ellos vestían uniformes distintivos de su oficio o del lugar donde trabajaban: eran los cocineros, camareros y empleados de los restaurantes, los cafés y los hoteles del vecindario, que concurrían a aquel bar en sus horas libres, antes de recogerse por el día. Ahora algunos de ellos, viendo en él un turista, le dirigían miradas de displicencia o de fastidio; otros, por el contrario, reconocían al doctor Pimpom, que saludaban con respeto, y hacían partícipe de aquel respeto a su acompañante, por deferencia hacia él.

—Estaba un día en mi consulta, que acababa de abrir, pues, como le venía diciendo, me había iniciado hacía poco en el ejercicio de la medicina, cuando vino a verme un hombre joven, de aspecto saludable e inteligente, que dijo precisar de mis servicios, ya que, de un tiempo a aquella parte, no se encontraba nada bien —continuó diciendo el doctor Pimpom una vez hubo saludado al último parroquiano que abandonaba el bar—. Yo, como debe hacerse en estos casos, le pedí que me describiese los síntomas de su dolencia con la máxima exactitud, pero sólo supo dar a mi ruego respuestas imprecisas: fatiga, inapetencia, desánimo y un malestar general que no concentraba en ningún dolor determinado ni quedaba localizado en ninguna parte de su organismo. Lo sometí un reconocimiento detenido, del que no pude sacar ninguna conclusión, le pregunté si había sufrido recientemente algún disgusto grave que hubiera podido influir en su estado físico, si tenía problemas en su trabajo, si su vida personal le resultaba satisfactoria, etcétera, y él me contestó que nada le había perturbado de un modo anómalo en los últimos tiempos, que estaba contento con su trabajo, en el que todos le auguraban un futuro brillante, y que hacía poco menos de un año se había casado felizmente con una mujer a la que amaba y por la que creía de fijo ser amado. En vista de ello, me limité a recomendarle sin demasiada severidad que dejara de fumar, que comiera y bebiera con moderación y que hiciera algo de ejercicio, y le dije que, de no mejorar su estado, volviera a visitarme al cabo de quince días. Con esto le dejé ir; una semana más tarde había muerto. Aunque en rigor no podía considerarlo como uno de mis pacientes, tan pronto como la noticia de su muerte llegó a mis oídos me sentí en la obligación de acudir a la casa mortuoria, donde encontré a su mujer en tal estado de alteración nerviosa que al punto hube de administrarle un sedante. El cadáver del marido, al que velaban familiares, amigos, compañeros y vecinos, no presentaba síntomas de emaciación. En la partida de defunción que firmé, a instancias de la familia, consigné como causa probable del fallecimiento un paro cardíaco. No obstante mis temores, ningún allegado del difunto parecía dispuesto a atribuir aquel infortunio a mi impericia o a mi negligencia. En las exequias se me instó a que ocupase un lugar de honor, al lado de la viuda, que tuvo que apoyarse en mi brazo en varias ocasiones para no caer exánime.

»Un mes más tarde, obsesionado todavía por este caso, al que mis conocimientos no lograban dar explicación satisfactoria, lo expuse prolijamente ante un grupo de colegas con quienes tenía entonces tertulia esporádica en el grill del antiguo hotel Ambassador. Después de oír mi relato, uno de los contertulios, médico forense, se echó a reír a grandes carcajadas, como suelen hacer los médicos de esta especialidad, quizá para combatir así en cierto modo el ambiente algo tétrico en que se mueven. Yo le pregunté la causa de su hilaridad y él me respondió diciendo que el caso que acababa de referir no ofrecía a su juicio la menor dificultad y que, por si me interesaba saberlo, mi pobre paciente había muerto sin duda alguna envenenado. Al principio creí que trataba de gastarme una broma, pero él aseguró hablar muy en serio. «Os quedaríais de piedra si supierais la cantidad de hombres que mueren a diario envenenados por sus mujeres, especialmente en el primer año de matrimonio», nos dijo sin dejar de reír a mandíbula batiente, pese a ser él mismo hombre casado.

»Posteriormente datos sueltos, recogidos de aquí y de allá, vinieron a corroborar la afirmación de mi colega y contertulio. En efecto, pocas semanas después del entierro, la viuda de mi paciente, habiendo percibido el monto correspondiente al seguro de vida de su difunto esposo, abandonó Venecia inesperadamente. Alguien dijo haberla visto luego en Suiza, casada con un pariente del difunto cuya esposa había fallecido casualmente un año antes que aquél, y en circunstancias muy similares. Por supuesto, estos hechos no demostraban nada ni era cosa de ponerlo en conocimiento de la policía: una exhumación tan tardía de los dos cadáveres difícilmente habría podido arrojar y ninguna pista y, por otra parte, los culpables, si verdaderamente lo eran, habían tenido buen cuidado en ponerse fuera del alcance de la justicia.

»¿Por qué le cuento este caso? Le cuento este caso para demostrarle que la práctica de la medicina, a diferencia de la de cualquier otra ciencia, no puede limitarse únicamente a aquello que constituye su objeto, es decir, a lo trastornos del organismo, y que el buen médico no es el que acierta en sus diagnósticos, sino aquel que, por cualquier método, consigue prolongar al máximo la vida de sus pacientes. Las enfermedades, incluso las más grave sólo son uno de los muchos enemigos de la vida. Así, por ejemplo, una persona que lograse evitar un accidente de aviación o un naufragio sería mejor médico que otra que hubiera dedicado su vida entera al estudio y la práctica de la medicina convencional. ¿Sigue usted mi razonamiento?

—Sí —dijo Fábregas—, y no estoy de acuerdo con él aunque en este mismo momento no sabría razonar adecuadamente esta discrepancia.

Una sonrisa condescendiente bañó el rostro del doctor Pimpom.

—Es natural que lo que le vengo diciendo le pille de nuevas —dijo con suavidad—. Usted seguramente piensa que la vida consiste en el correcto funcionamiento de 1os órganos corporales; ¿no es así?

—Pues… sí —admitió Fábregas tras reflexionar un instante—; eso pienso.

—Es natural —repitió el otro—. Pero piense también esto: que desde los tiempos más remotos el ser humano ha creído que la vida era algo distinto del cuerpo: un soplo, un hálito exterior, algo dado y eterno. ¿No será esto más cierto y en todo caso más científico que atribuir el secreto de la vida al funcionamiento mecánico de una docena de vísceras? ¡Por lo que más quiera! Hay que ignorarlo casi todo para pronunciar juicios tan taxativos. ¿Ha asistido alguna vez a una autopsia?

—No —dijo Fábregas—, ni ganas.

—Eso salta a la vista —dijo el doctor Pimpom—: nadie que haya tenido en la mano un hígado, un corazón o un bazo puede seguir pensando que la vida gira en torno a unas cosas tan ordinarias y elementales. Por supuesto, los que no saben nada de estas cosas pretenden que la medicina ha de limitarse a velar por el funcionamiento correcto de semejantes porquerías. ¡Pamplinas!

—No se enoje de nuevo —atajó Fábregas—. Efectivamente, no sé nada de este asunto ni creo que éste sea el momento adecuado para iniciarme en él. Estábamos hablando de otras cosas: le ruego que vuelva a ellas.

El doctor Pimpom miró de hito en hito a su oponente, pero como una luz que se aleja, el brillo colérico de sus ojos se fue atenuando hasta ser reemplazado por una mirada serena, cansada y algo perpleja.

—Pues qué, ¿ya no puede uno esgrimir sus argumentos con vehemencia? —dijo en el tono compungido de quien considera un infortunio inmerecido el verse inopinadamente cogido en falta—; después de todo, ha sido usted el que me ha reprochado hace un rato el incumplimiento de mis deberes profesionales…

—Yo sólo he dicho…

—Y en un tono que deploro.

—No era ésa mi intención; tal vez me expresé mal…

—Todos nos dejamos llevar a veces por la impaciencia —dijo conciliador el doctor Pimpom—. Usted quería que yo siguiera hablando de los Dolabella, aunque el tema que yo he sacado a colación es mucho más interesante…, o quizá no. Mire, le resumiré la cosa en dos palabras: ella, que creía haber cazado al pobre Charlie, resultó ser en definitiva la víctima de una estafa. En el fondo, ¿quién es más digno de compasión? En cuanto a las enfermedades de ella, ¿qué quiere que le diga? Desde luego, reales no son, pero ¿qué sucedería si no se les diera tratamiento? ¿Quién nos asegura que ella no renunciaría a seguir viviendo en ese caso? ¿Qué es lo que nos mantiene con vida, después de todo? Esto le preguntaba yo a usted hace un momento, pero usted ni siquiera ha querido escuchar la pregunta.

—Doctor, a usted le consta lo que a mí me interesa —dijo Fábregas.

—Han cerrado hace rato —dijo el doctor Pimpom levantándose—. Habíamos quedado en que invitaba usted, de modo que vaya pagando mientras yo visito los servicios.

El local en efecto estaba vacío y el único empleado que aún permanecía allí, después de haber apilado las sillas en dos columnas inestables, esperaba cruzado de brazos junto a la puerta metálica a medio bajar. Fábregas le hizo señas. Era el mismo camarero que les había atendido; ahora se había despojado del delantal e incluso de la camisa, que había reemplazado por una camiseta azul sin mangas. También llevaba una boina pequeña, que le hacía parecer orejudo. Fábregas pagó las consumiciones y agregó una propina generosa.

—Disculpe las molestias —dijo.

—Cada noche la misma historia —dijo el camarero señalando la puerta del retrete—; primero arma una trifulca y al final acaba comiéndose las dos bolas de helado.

—Y eso ¿qué tiene de malo? —preguntó él.

—Y él ¿por qué diantre tiene que salirse siempre con la suya? —respondió el camarero.