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En unos platos desportillados, puestos sobre un mantel cubierto por completo de manchas y salpicaduras y tan grasiento que se adherían a él los platos y los vasos y todos los objetos que lo tocaban, campaban las albóndigas que la sirvienta había conseguido salvar sin demasiado escrúpulo del desastre. Una salsa marrón, espesa como la brea, las cubría disimulando la socarrina. La servilleta que Fábregas se llevó a los labios olía a leche cuajada.

—No haga cumplidos y ataque sin ceremonial —le animó Charlie al advertir sus vacilaciones, que atribuyó a un exceso de urbanidad—. Mire que no sobran y que el que se distraiga se queda sin repetir.

Fábregas empezó a subdividir las unidades que componían su ración con unos cubiertos mellados y pringosos. No había comido nada desde la noche anterior y la sola visión de aquella bazofia le producía arcadas. Por fortuna, como descubrió en seguida, nadie le prestaba la menor atención: Charlie sólo tenía ojos para la comida y la enferma sólo los tenía para aquél.

—Charlie, mono, por lo que más quieras, ¿has de comerte las albóndigas dentro del pan? —le decía al ver cómo su marido vaciaba media barra de pan introduciendo la mano entera por un extremo de la barra y sacándola por el otro extremo con la miga apretada en el puño.

—Mujer, si a mí me gustan así, ¿qué más te da?

—A mí no se me da nada, Charlie, pero es una ordinariez. No sé cómo tengo que decírtelo.

—Así las comíamos en mi casa.

—Pues razón de más.

Mientras ellos mantenían este diálogo, Charlie no cesaba de dirigir a Fábregas miradas de inteligencia; a veces se llevaba a la sien un dedo untado en salsa, como dando a entender a su huésped que no todos los presentes estaban bien por igual de la cabeza. Como no hacía el menor esfuerzo por ocultar esta pantomima a los ojos de la persona objeto de ella, ésta se vio en la obligación de defenderse de las insinuaciones de su marido.

—La primera vez que traje a Charlie a cenar a casa, papá se llevó una impresión tan desfavorable de él, que en su propia presencia trató de disuadirme de que me casara con semejante bruto —dijo.

—Pero aquí estoy —dijo Charlie mientras introducía con ayuda del tenedor y los dedos una albóndiga tras otra en el canuto de pan que acababa de confeccionar con este fin.

—Papá era un caballero… en la mesa, en el vestir, en los modales… Nunca oí de sus labios una palabra grosera, ni una frase pronunciada en mal tono o de una manera estridente… o con retintín.

—Mire —dijo Charlie mostrándole un frasquito de cristal opaco—, le voy a ofrecer lo más preciado que hay en esta casa: Barbecue devil sauce.

—El nombre no me dice nada.

—Pruébela y ya no podrá decirlo nunca más. Le prevengo de que es fuerte. Si toma mucha podrá encender puros a eructo limpio. Ea, bromas aparte, en esta casa siempre se ha comido de maravilla. Hoy, la verdad sea dicha, la cena deja algo que desear, porque ha habido un pequeño accidente. La sirvienta, ya la ha visto usted, es una mujer entrada en años. Pierde facultades de día en día. Naturalmente, no la podemos despedir por esta razón. Lleva aquí desde tiempo inmemorial. Dicen que cuando edificaron el palacio, ella ya estaba aquí; que lo fueron construyendo a su alrededor. Con esto quieren decir que es muy vieja y que lleva mucho tiempo en esta casa… Bueno, no hablemos más. ¡A comer se ha dicho! —concluyó diciendo, y a continuación propinó un mordisco al canuto de pan con tanto brío que una albóndiga salió disparada por el extremo opuesto y aterrizó en el mantel— ¡Diantre! —exclamó Charlie sorprendido por este fenómeno en plena masticación.

Fábregas fingía comer poniendo buen cuidado en no introducir por error en la boca ni un átomo de aquella vianda espantosa. Con mucha parsimonia iba desmenuzando la parte sólida, esparciéndola por todo el plato y cubriéndola de salsa. Por este método llegó a formar una masa uniforme que la sirvienta retiró junto con los demás platos sin dar muestras de extrañeza.

—Tomaremos el café en el gabinete —le dijo a aquélla la enferma, dando a entender así que la cena había concluido.

—No, no, nada de café —atajó Charlie antes de que la sirvienta saliera a cumplir la orden que acababa de serle dada—. A ti no te conviene el café. Ya sabes lo que te tiene dicho el médico: el café, ni olerlo. Si quieres, una infusión. Yo también tomaré una infusión. Temo haber abusado de la salsa picante. La verdad es que estaba todo tan bueno que no habría sido humano resistirse a la tentación, ¿no le parece?

—Una cena exquisita —dijo Fábregas.

—Y eso no es nada. Espere a que mi mujer se ponga buena y esté otra vez en condiciones de cocinar. Le hará un hígado a la veneciana que no tiene parangón. ¡Un hígado de rechupete!

—Lo creo —dijo Fábregas.

En el gabinete estuvieron esperando en silencio a que la sirvienta trajera las infusiones. Había oscurecido por completo y de la plaza ya no llegaba ningún sonido. Fábregas se asomó a la ventana: no se veía un alma. En una ventana, al otro extremo de la plaza, parpadeaba el resplandor de un televisor. En aquel momento echó de menos los ruidos y las luces de la circulación rodada. Suspiró y se alejó de la ventana. La enferma le indicó que se sentara a su lado. Charlie se había desplomado en un sillón y parecía dormir con los ojos muy abiertos, fijos en el techo.

—Este gabinete, donde estamos ahora, fue en su día la alcoba de mi célebre antepasada… la del manuscrito, ya sabe cuál digo.

—Sí —dijo Fábregas sintiendo de pronto sobre sí el peso entero de aquella jornada interminable.

—Aquí —prosiguió diciendo la enferma en voz muy baja— recibía a sus visitantes… En el manuscrito aparecen todos consignados, sin citar sus nombres ni sus cargos, por supuesto, pero con muchos detalles particulares. Por aquí pasó todo el que entonces era alguien en Europa: príncipes, prelados, políticos, generales, artistas y banqueros. Los hombres más ricos de su tiempo, o los más atrevidos. Pero ¿sabe qué es lo más curioso?

—Sí —repitió Fábregas, que no prestaba atención a lo que oía. Ahora aquel relato, que en sus inicios le había suscitado cierta curiosidad, se le antojaba abyecto y grosero; experimentaba la sensación casi física de envilecerse al escucharlo y le habría puesto fin sin dilación de haber sabido cómo hacerlo razonablemente.

—No me ha entendido. Yo le preguntaba si sabía qué era lo más curioso de toda aquella lista de visitantes —dijo la enferma.

—Perdón. No; no sé lo que era curioso.

—Que ninguno de aquellos hombres volvió jamás —dijo ella. Y agregó tras una pausa—: ¿A qué lo atribuye usted?

—¿Cómo quiere que lo sepa?

—Pensé que siendo un hombre podría darme una respuesta satisfactoria —dijo ella.

—¿Qué respuesta le dio Charlie?

La enferma miró con perplejidad a Charlie, que roncaba con la boca y los párpados abiertos de par en par, bizqueando horrorosamente.

—Charlie es muy inocente —dijo.

—¿Lo dice con cariño o con un resentimiento? —preguntó Fábregas.

—A veces lo veo dormir y pienso: ¿quién será este hombre? —dijo ella como si no hubiera oído lo que él le preguntaba—. Por supuesto, cuando me casé con él no le amaba. Ninguna mujer ama al hombre con el que se casa. Pero ¿sabe lo que me ocurrió? Que caí en una trampa idéntica en todo a la trampa del amor. Pensé: lo que ahora siento por él lo sentiré siempre: la ternura, el interés, la atracción… Por supuesto, me equivocaba… La atracción física desaparece sin que sepamos cómo. Un día la pasión nos arrebata y al día siguiente ya no es así. Las cosas no suceden paulatinamente: de repente vemos que han pasado semanas y hasta meses sin… sin efecto… ¿Qué ha ocurrido?, nos preguntamos, ¿a dónde ha ido a parar aquella fantasía, aquella fogosidad? Y no hay respuesta… Usted está casado, por supuesto.

—Lo estuve —dijo él.

De repente se sintió presa de un furor vesánico, no tanto por haberse visto forzado a poner de manifiesto su situación personal, de la que, por lo demás, no hacía misterio, sino por la certeza de haber sido manipulado por aquella mujer con fines que él ignoraba. Ahora todo lo hablado con él o incluso con terceros en su presencia le parecía un embuste encaminado a sonsacarle. De repente se puso de pie.

—¡Bueno, ya está bien! —dijo sin dirigirse a nadie en particular—. Llevo demasiado tiempo en esta casa. Me voy de una vez.

—Hum —exclamó Charlie, que salía en aquel momento de su letargo—, definitivamente la cena me ha producido un desarreglo.

—¿Se puede? —dijo una voz desde la puerta.

—¡Vaya, qué sorpresa! —dijo la enferma recuperando súbitamente aquella voz cantarina que Fábregas había advertido en ella en un primer momento, pero que luego se había ido convirtiendo en una cantinela monótona y destemplada—. Yo le hacía en otro sitio. No me diga que ha estado en la casa todo este tiempo.

—Oh, no, qué va —respondió el doctor Pimpom lanzando miradas de soslayo a Fábregas. Ahora sus facciones rechonchas reflejaban el cansancio de la jornada—. He salido a evacuar unos asuntos y ahora, antes de retirarme definitivamente a mis soledades, se me ha ocurrido dejarme caer para ver cómo seguía usted —levantó a la altura de la cara el maletín que llevaba en la mano, como si la posesión de este utensilio bastara para demostrar la veracidad de su afirmación o como si la condición de médico que simbolizaba el maletín pusiera todos sus actos a cubierto de sospecha—. Y también, ¿por qué no decirlo todo?, para ver si me invitaban a una taza de café, aunque veo que no soy oportuno.

—Si lo dice por mí, me estaba yendo —dijo Fábregas secamente.

Iba efectivamente hacia la puerta cuando vio en ésta a María Clara, que al punto reculó, como si buscase escondite en la penumbra de la sala contigua. El gesto, sin embargo, había sido realizado tardíamente y ella, al percibirlo, desistió de su primera intención y optó por plantarle cara.

—Así que usted también estaba aquí todo este tiempo —dijo ella.

—Yo también estaba a punto de retirarme —anunció Charlie desperezándose de su sillón.

—Parece que la casa ha estado muy concurrida todo este tiempo —dijo Fábregas con ironía mal disimulada.

El doctor Pimpom se había sentado en la silla que aquél acababa de dejar vacante y ahora colocaba a la enferma un brazalete inflable para verificar su tensión arterial.

—¿Ya te quieres acostar, Charlie? —preguntó la enferma mirando a su esposo con desamparo, como si estuviese a punto de serle practicada una intervención quirúrgica de gran envergadura.

—Casualmente su hija y yo nos hemos encontrado en la puerta —dijo el médico sin que nadie le hubiese pedido justificación de aquella coincidencia—. Ella me ha abierto la puerta; por esto no me han oído tocar —añadió riéndose como si le pareciera muy cómico este hecho trivial o como si le dieran risa los datos que en aquel momento le iba proporcionando su instrumental.

—Todavía no, mi vida —dijo Charlie—. Es que me ha venido caca de repente.

—Y qué, ¿qué tal hemos cenado hoy? —dijo el médico dirigiéndose a la enferma, pero sin apartar los ojos de la esfera de su reloj: tomaba el pulso a la enferma y mientras hablaba seguía con un balanceo leve de cabeza el avance sincopado de la segundera.

—Sin ganas, doctor, como siempre —respondió la enferma.

Fábregas, que acababa de ver con sus propios ojos que todo lo que ella decía respecto a su inapetencia era falso, se preguntaba si la desfachatez con que ahora mentía era inconsciente o si también tenía la finalidad de transmitirle algún mensaje.

—Hay que hacer un esfuerzo, mujer —le dijo el médico.

—Ya lo hago, doctor, pero créame que cada bocado me cuesta un verdadero calvario.

—Aprenda de su marido, que no le hace ascos a nada.

—Calle, calle, doctor —intervino Charlie—, que de un tiempo a esta parte, no vea usted las flatulencias que me marco.

—Vete si te tienes que ir, Charlie —dijo su mujer—; por el doctor ya sabes que no tienes que hacer cumplidos… pero despídete de nuestro huésped.

Charlie, que ya estaba a punto de salir del gabinete, volvió sobre sus pasos y se dirigió a la puerta que Fábregas llevaba rato queriendo cruzar, pero que María Clara se obstinaba en no franquearle, obstruyéndola con su cuerpo sin que aquella actitud pasiva pareciera conducir a nada.

—He tenido mucho gusto en conocerle —dijo Charlie tendiéndole la mano—. Siempre que quiera, ya sabe.

—El gusto ha sido mío —respondió él estrechándosela—, y permítanme que la próxima vez sea yo quien les invite a cenar en mi hotel. No puedo garantizarles una cena tan opípara, pero no tengo otro medio de corresponder a su hospitalidad —dijo Fábregas sin apartar los ojos de María Clara, a quien iba dirigida la sorna con que había sido pronunciada aquella fórmula de cortesía.

Ella enrojeció de súbito.

—Lamento que se haya visto forzado a pasar una velada con mis padres —susurró de modo que sólo él pudiera oírle.

—Créame que no tenía otra cosa mejor que hacer —replicó él en voz alta.

—¿Qué le ocurre? —dijo ella—, ¿se puede saber qué le hecho yo?

Fábregas cerró los ojos para no verla. No hay duda de que el doctor la ha hecho su amante, pensó; incluso es probable que el muy canalla tenga acceso por igual a la madre y a la hija; de no ser así, ¿a qué tanta farsa? La sensación de ridículo le hizo enrojecer. No hay duda de que en este mismo edificio, separada de nosotros por un simple tabique y mientras sus padres me infligían aquella cena atroz, ella estaba emulando las hazañas de su tatarabuela, pensó.

—Créame que siento por usted un profundo desprecio —masculló como si hablara sólo para sí mientras asiéndole del brazo la hacía a un lado y ganaba la pieza cuya entrada ella le había venido obstaculizando hasta entonces. Una vez fuera del gabinete echó a correr.

—¡Estirpe de furcias! —gritó alejándose. El ruido de sus pasos precipitados en el mármol cubrió sus palabras. En realidad había bastado el contacto de su mano en el brazo de ella para que se disipara de golpe toda su ira. Ahora sentía cómo el arrebatamiento que le poseía huía de él, dejándolo sumido en el cansancio. Quiera Dios que no haya oído lo que le acabo de decir, iba pensando mientras corría dando traspiés, como un beodo. A medida que se adentraba en aquel laberinto de estancias vacías, la oscuridad se iba haciendo más densa. Finalmente llegó a un punto en el que ya no le era posible seguir adelante sin grave riesgo. Al retroceder chocó con la arista de un mueble y se hizo tanto daño que hubo de sentarse en el suelo y permanecer allí un rato, frotándose la parte magullada y recobrando fuerzas. Ahora ya no le quedaba resto de enfado, salvo el que sentía contra sí.