IX

—Ay, disculpe usted —exclamó la enferma en aquel punto haciendo un alto en el relato—, me cansa hablar tanto rato seguido. No tengo la costumbre, ¿sabe?; apenas recibimos y yo nunca salgo de casa, por mi mala salud… Todo me cansa al cabo de un rato: hablar, leer, ver la tele; también estar de pie, estar sentada, estar echada: cualquier postura que adopto se acaba convirtiendo en un verdadero tormento… Charlie, cielito, ¿qué hora es? —añadió dirigiéndose a su marido.

—Las siete treinta, querida —respondió éste.

—Ay, Charlie, ¡las siete treinta! ¿No podrías decir las siete y media, como se ha dicho siempre? Las siete treinta sólo lo dicen las personas ordinarias, que llevan relojes digitales. Las siete treinta, las veintiuna cincuenta y dos… ¡qué horror!

—Pues no veo yo qué tienen de malo los relojes digitales —replicó Charlie con firmeza, pero sin acritud—. A mí me gusta saber la hora exacta. Y odio los relojes antiguos, que siempre atrasan, cuando no se paran. Esta casa está llena de relojes antiguos y nunca hay modo de saber qué hora es. No sé si serán más elegantes que los otros, pero si yo no me ocupara de darles cuerda y de andar subiendo y bajando las pesas, como si ordeñara una vaca, ¿sabes para qué servirían? Para acumular polvo y para nada más. Odio los relojes antiguos y odio las cosas antiguas en general.

—Ay, Charlie, ¡eres tan tonto! —dijo la enferma con voz desmayada. Y luego, con la misma entonación, dirigiéndose a Fábregas, agregó—: Por supuesto, se quedará usted a cenar.

—¡Cómo! ¿A cenar? —dijo él. Hacía dos horas que estaba saliendo de aquella casa.

—Ya sé que la hora le parecerá absurda, sobre todo siendo usted español —dijo la enferma—. Nunca he estado en España, pero sé que allí tienen por costumbre cenar alrededor de la medianoche. Y según me cuentan, esta costumbre se va extendiendo por todas partes; pero nosotros seguimos aferrados al horario tradicional europeo. Si no le importa, por una vez, adaptarse a nuestras costumbres…

—Por Dios, no es eso, créame —se apresuró a decir.

—En tal caso, no hay más que hablar: se queda usted —dijo la enferma en un tono afectadamente triunfal.

Fábregas asintió y luego se deshizo en disculpas por las molestias que estaba causando y en muestras de gratitud.

—Ah, no espere usted grandes maravillas de nuestra mesa. Somos personas de gustos sencillos y desgraciadamente no sabíamos que íbamos a contar con el placer de su presencia —dijo la enferma.

—No se preocupe usted por ello en lo más mínimo. Estoy seguro de que me encantará lo que me den. En cambio, tiene que prometerme que acabará de contarme la historia que ha dejado en suspenso hace un momento.

—¡Pillín! —dijo la enferma.

Mientras hablaban, Charlie había estado repicando con una campanilla de metal muy deslucido, de resultas de lo cual y casi inmediatamente, como si hubiera estado todo el tiempo junto a la puerta esperando ser llamada, compareció la misma sirvienta que aquella tarde había abierto la puerta del palacio a Fábregas a su llegada. Con ella penetró también en el gabinete el vaho que desprenden las patatas en ebullición. La enferma le preguntó si estaba lista la cena y, habiendo recibido esta pregunta una respuesta afirmativa, aunque no del todo exenta de reserva, dispuso que fuera añadido un plato a la mesa.

—El señor se quedará a cenar —dijo señalando a Fábregas.

La sirvienta volvió a mirarlo con curiosidad, como había hecho antes, al verlo por primera vez. Fábregas advirtió que la sirvienta sólo se fijaba en él cuando alguien le señalaba su presencia. A cualquier cosa le llaman cena, parecía decir ahora la sirvienta con su mirada.

—Espero que haya comida suficiente para uno más —dijo la señora.

—Sí habrá —dijo la sirvienta—, porque la señorita María Clara no viene a cenar.

Esta respuesta dejó atónito a Fábregas, que no había aceptado aquella invitación tan embarazosa y poco atractiva por otra razón que la de volver a verla con certeza.

—Tendrá usted que disculparla —dijo la enferma cuando la sirvienta se hubo retirado—. María Clara es muy independiente, como lo son hoy en día todas las chicas de su edad, ya sabe… En fin, espero que no le importe cenar a solas con nosotros…

—De ningún modo —dijo.

—En definitiva —dijo la enferma—, esta circunstancia nos permitirá seguir adelante con la historia de nuestra antepasada. Hay cosas que prefiero no contar delante de María Clara. En esto también somos chapados a la antigua, Charlie y yo. Es posible que hoy por hoy la vida no guarde ya secretos para una mujer joven y soltera, como sucedía antes…; seguramente la televisión y el cine les han ido revelando espontáneamente aquellos misterios que tanto nos atormentaban en mis tiempos y que sólo la vida, dolorosamente y con cuentagotas…, no lo sé. Sólo sé que en mi propia casa prefiero mantener el carácter reservado de algunas cosas. Yo misma no tuve un conocimiento cabal de esta historia hasta que me hube casado con Charlie. Antes de eso había oído hablar de ella, por supuesto. En aquellos años, cuando aún vivía mi padre, recibíamos con mucha frecuencia y era inevitable que yo, que entonces tenía una curiosidad muy viva y gustaba de pulular entre los invitados, fuera sacando conclusiones de comentarios y fragmentos de conversación cazados al vuelo, aquí y allá, en el transcurso de aquellas veladas a las que concurría toda Venecia…

Un nuevo ataque de tos obligó a la enferma a interrumpir otra vez su perorata. Fábregas pensó, como en ocasiones anteriores, que se trataba de una pausa artificiosa introducida para acrecentar el interés del relato o para subrayar algún punto de éste, pero esta vez el acceso de tos era tan prolongado y visiblemente tan doloroso para la enferma que dudó de que se tratara de un golpe de efecto, como él creía. Charlie y la sirvienta habían salido y él se encontraba ahora sentado a solas frente a una enferma que parecía a pique de sufrir un colapso sin saber qué cosa debía hacer desde el punto de vida médico y social. Por no fijar su vista sin descanso en los estertores de la enferma, miró distraídamente a su alrededor. Sus ojos se detuvieron en la pintura de la mujer desnuda y los ángeles que decoraba la bóveda del gabinete. Ahora esta pintura, que anteriormente había enjuiciado con espíritu crítico, revestía para él un significado nuevo. Ahora pensaba que aquel tema y aquella imagen, por más que respondieran a los usos y cánones de su época, no eran casuales: sin duda la cortesana que entonces habitaba el palacio y cuya historia le había estado siendo referida unos momentos antes había tenido que ver con la elección del tema y probablemente posado para el pintor encargado de ejecutar la obra. De ser así, la pintura no debía de haber sido realizada al inicio de sus proezas galantes, sino más tarde, cuando ya los años, el fastidio y la fatiga de su arte habían dejado las huellas de su paso en aquellas carnes mórbidas y cenicientas y en aquella mirada introvertida y fría. La sangre que había corrido por sus venas era la misma que ahora corría por las venas de la enferma, pensó Fábregas: una sangre gastada y macilenta. Ahora él se preguntaba si la infusión de sangre americana habría bastado para rescatar a María Clara de aquella decadencia. De esta reflexión le sacó la voz de la enferma, débil y confusa, acompañada de aquel silbido angustioso que parecía escapar por las fisuras de la tráquea.

—Perdóneme…

—Por favor, señora, no se disculpe usted. ¿Hay algo que yo pueda hacer? —dijo él.

—No, no… ya ha pasado… no es grave… no se inquiete. ¿De qué hablábamos?

—De la historia de…

—Los papeles escandalosos de nuestra antepasada, en efecto… Siempre supe, como le decía, que en algún lugar de la casa estaban guardados bajo llave, protegidos por el compromiso tácito de no darlos a conocer mientras siguieran en manos de la familia. Por supuesto, no había un secreto absoluto al respecto; era imposible que se mantuviera entonces algo en secreto aquí, en Venecia… Por eso yo había oído hablar… Pero no me fue permitido leerlos hasta que me hube casado con Charlie… Charlie, ratoncito, ¿te acuerdas?

Charlie, que acababa de entrar en el gabinete por una puerta distinta de aquella por donde había salido poco antes, dirigió a su mujer una sonrisa estúpida y solícita.

—Sí, cariño… ¿de qué tengo que acordarme? —dijo. Llevaba al brazo una chaqueta de punto desvaída, de la que colgaban no pocas hilachas—. Te he oído toser y te he traído una rebequita, no vayas a quedarte fría con esta humedad.

Le ayudó a ponerse aquella piltrafa y luego dejó la mano derecha en el hombro de la enferma, que apoyó un instante allí la mejilla. Verdaderamente, pensó Fábregas al confrontar la piel de la mano del hombre con el cutis de la enferma, ¡qué pálida está!

—Le contaba a nuestro amigo —siguió diciendo ella— de cuando leímos por primera vez las memorias de nuestra antepasada, te acuerdas, ¿verdad Charlie?… Hacía poco que nos habíamos casado… Una noche, después de cenar, mi padre nos hizo entrega del legajo con mucha prosopopeya. A ti te dirigió un guiño de complicidad y a mí me dijo: ahora ya no te sorprenderán estas diabluras. Yo ya te había puesto al corriente de lo que era aquello, pero tú te debías de haber olvidado, porque pusiste una cara muy rara y querías abrir allí mismo el legajo y empezar a leerlo en aquel momento preciso, ¿te acuerdas?, pero papá hizo un gesto y tú te quedaste paralizado, con la boca abierta, más rojo que un pimiento, mirando a papá. Estas cosas hay que leerlas en el dormitorio, dijo papá y yo cogí el legajo con una mano y con la otra cogí la tuya y te arrastré al dormitorio. Tú te resistías, porque aún no habías entendido nada; todavía eras muy americano para captar la elegancia y la desenvoltura de la vieja Europa, ¿verdad, Charlie?

—¡Cómo!, ¿otra vez albondiguillas? —exclamó Charlie en aquel instante, viendo entrar en el gabinete a la sirvienta con un puchero humeante cuyo contenido mostró a la enferma desde cierta distancia, como si temiera que ésta pudiera lanzar un zarpazo al condumio, pero en realidad para evitar que la vaharada espesa y pestilente que salía del puchero y se esparcía por el aire de la estancia, sin elevarse al techo, hiriera su olfato delicado.

—Se han pegado —musitó la sirvienta con aire resignado, como si aquel percance fuera en realidad cosa de todos los días y especialmente como si no esperase recibir de palabra ni de hecho solución al problema, como en efecto no recibió.

Con los párpados entrecerrados la enferma le hizo señas de que se fuera; como quien aventa una mosca común con la mano, sin parar mientes en ella, y cuando la sirvienta hubo salido y cerrado la puerta a sus espaldas, reanudó sus remembranzas ajena por completo a la interrupción de que éstas habían sido objeto.

—Aquella noche nos quedamos leyendo hasta rayar el alba, Charlie, ¿te acuerdas? Sólo entonces apagamos la luz. Tú te levantaste a correr las cortinas que habíamos dejado abiertas para ver el reflejo de la luna en el agua del canal; cerraste el paso a los primeros rayos del sol y volviste a tientas a la cama. Ese día no bajamos a desayunar…

La enferma escondió la cara entre las manos, como si se sintiera abrumada de pronto por la vergüenza de haber hecho público un suceso tan íntimo, y permaneció un rato con la cara cubierta, emitiendo un sonido gutural entrecortado y sacudiendo los hombros a intervalos cortos, sin que su marido ni Fábregas pudieran inferir de ambas cosas si la enferma sollozaba o si era acometida nuevamente por la tos.