VIII

—Como le contaba —empezó diciendo la enferma—, este palacio fue construido originalmente por un viajero en el siglo XIV. Luego, en el siglo XVI, arruinada la familia Pastoret al perder Venecia el monopolio comercial entre Oriente y Occidente, el palacio fue adquirido por los Roca, una familia antigua, pero sin nobleza de sangre, que se había enriquecido sirviendo al gobierno de la Serenísima en cargos de mucha responsabilidad.

»A mediados del siglo XVIII, Giuseppe Roca, que durante muchos años había desempeñado el papel de embajador de Venecia en Constantinopla, inició las obras de ampliación del palacio, que quedaron suspendidas a su muerte, ocurrida el año 1763, tras una larga enfermedad. Giuseppe Roca no dejó otra descendencia que una hija, a la sazón de 15 años, llamada Cecilia, de extraordinaria belleza. Desde muy pequeña Cecilia había mostrado una inclinación inequívoca a la vida piadosa y al recogimiento espiritual, por lo que nadie dudaba de que, muerto su padre, a cuyo cuidado había dedicado los últimos años de aquél con una abnegación ejemplar, entraría en religión, y por ello todas las órdenes de Venecia, creyéndola heredera de una fortuna considerable, se disputaban su devoción y su dote. Pero ella dejaba sin respuesta los requerimientos que se le hacían de continuo en este sentido. Siempre había sido tan callada que muchos pensaban que había hecho voto de silencio. Sólo se la veía salir de casa al despuntar el alba, cuando acudía a misa a San Pietro acompañada de su vieja nodriza y cubierta de la cabeza a los pies por una saya oscura, áspera y maloliente. En la iglesia la gente se agolpaba junto al altar, porque sólo allí, cuando ella se levantaba un instante el velo para recibir la Sagrada Forma, era posible contemplar fugazmente sus facciones celestiales. Fuera de estos momentos, nadie sabía en qué ocupaba sus horas.

»Una noche de invierno, cuando Cecilia estaba en su alcoba rezando las letanías de la Virgen, sonaron cinco aldabonazos en la puerta del palacio. La nodriza acudió a la llamada: en el quicio había un hombre embozado. «Decid quién sois y qué deseáis», le conminó. «Quiero hablar con la dueña de la casa», respondió el embozado, «id y decidle que mi nombre es Fiasco: ella me espera». No sin recelo la nodriza hizo entrar al embozado; luego avisó de su presencia a Cecilia, la cual, suspendiendo al punto sus devociones, lo recibió con grandes muestras de cortesía. «Aquí podéis quitaros el embozo», le dijo, «nadie nos ve». Luego ordenó a la nodriza que los dejara a solas. Una hora más tarde el misterioso embozado abandonaba alcoba y palacio. Temblorosa y acongojada corrió la fiel nodriza a la alcoba de Cecilia, a la que encontró presa de la desesperación: con los puños se azotaba los costados y con la frente golpeaba ruidosamente el travesaño del reclinatorio; el velo que le cubría el rostro estaba empapado de las lágrimas que brotaban a raudales de sus ojos preciosos. «Hija de mi alma, por el amor del cielo, ¿qué ocurre?», exclamó la nodriza prorrumpiendo a su vez en llanto; «di, ¿quién era ese hombre en cuya presencia he creído oler a azufre?». «¡Ay, Lisetta, qué va a ser de nosotras!», decía la doncella abrazando a la nodriza. Por fin, a instancias de ésta, se serenó aquélla y le refirió en pocas palabras la causa de su aflicción.

»Contrariamente a lo que todos suponían, micer Roca no le había legado al morir sino deudas, habiendo invertido en la reforma y ampliación del palacio el capital acumulado a lo largo de su carrera y habiéndose visto forzado más tarde a acudir a un prestamista para subvenir a los gastos ocasionados por el tratamiento de su penosísima enfermedad. Inexorablemente había vencido ahora el plazo fijado para la devolución de aquellos préstamos cuantiosos y Cecilia no sabía cómo hacer frente al cumplimiento cabal de sus obligaciones. Ya había vendido secretamente los pocos objetos de valor que poseía e incluso, al socaire de su ascetismo, toda su ropa, con excepción de las sayas asquerosas que en esos momentos la cubrían, para costear un entierro adecuado a la categoría de su difunto padre. No le quedaba nada por vender ni parientes a quienes acudir ni amigos a quienes apelar, pues la vida retraída que había elegido piadosamente le había privado de hacer amistad con nadie; estaba sola en el mundo, a merced de un usurero sin entrañas. Con súplicas y plañidos había conseguido enternecer un poco su corazón de piedra y arrancarle una prórroga brevísima, transcurrida la cual, de no mediar un milagro, aguardaba la deshonra.

»Después de oír este relato, la fiel nodriza meditó unos instantes y luego dijo: «¿Y no podríamos vender el palacio, pagar las deudas con el producto de la venta y tomar después los hábitos?» «¡Eso jamás!», exclamó Cecilia restañándose las lágrimas con la bocamanga. Al ver aquel cambio brusco y advertir la firmeza con que su sugerencia había sido recusada, la anciana Lisetta volvió a temblar. «Hija, ¿qué te propones?», preguntó. «El nuevo plazo vence dentro de una semana», dijo Cecilia; «rezaré y me mortificaré y Dios me ayudará». «¿Y si Dios, en Su Divina Sabiduría, te niega Su ayuda?», preguntó la nodriza. «Entonces recabaré Su perdón por lo que habré de hacer para reunir la suma que se me exige», dijo la doncella.

Un acceso de tos interrumpió aquí el relato de la enferma. Cuando hubo remitido, se llevó un pañuelo a los labios, miró a Fábregas tiernamente y le dirigió una sonrisa exculpatoria. ¡Qué comedianta!, pensó él. La enferma agitó el pañuelo en dirección a su marido.

—Charlie, amor, ¿por qué no enciendes alguna lámpara? Con esta oscuridad ya no veo la cara de nuestro invitado —dijo.

Sin hacerse de rogar, Charlie corrió a prender una luz de muy poca potencia y regresó luego a su silla, donde adoptó nuevamente la actitud embelesada con que había seguido la primera parte del relato que ahora la enferma se disponía a proseguir.

—Por aquellas fechas —siguió diciendo—, se celebraba en Venecia el legendario carnaval, que, como usted sabrá sin duda, empezaba en la festividad de San Esteban y se prolongaba hasta el primer día de la Cuaresma. Durante esos meses toda actividad productiva quedaba postergada; las calles y plazas eran guarnecidas de adornos; las embarcaciones eran pintadas y ornamentadas para convertirlas en alegorías pobladas de sirenas, tritones y monstruos marinos; todos los días había desfiles, bailes y mascaradas, y por doquier reinaban la confusión y el desenfreno. Como es lógico, mientras duraban estos festejos impíos, las personas decentes no osaban salir de sus casas ni dejarse ver.

»Aquel año habían caído sobre la ciudad fuertes nevadas y el frío era intenso. Por esta razón la comparsa había optado atinadamente por disfraces cálidos, como el de oso, gallina, arcángel, borrego o espantajo, y dejando para más entrado el año los atavíos bíblicos y mitológicos, más vistosos, pero más expuestos por su naturaleza y representación a los agentes atmosféricos. De ahí que aquel día la multitud que se agolpaba al paso de las carrozas quedara atónita al ver en una de ellas el cuerpo escultural que una mujer, pues un leve cendal que ondeaba al viento no ocultaba a las miradas ninguno de sus atributos, exhibía con doble atrevimiento. Ni siquiera en esta ciudad de vicio y liviandad, obsesionada por el culto enfermizo a la belleza habían sido vistas unas formas tan perfectas como las que ahora les era dado contemplar. Un silencio sepulcral rodeaba el paso de aquella diosa cuya blancura sin mácula sólo alteraba el lustre dorado de su vello primerizo y el pálido rosetón que coronaba sus senos. Por más que todos se hacían cábalas, nadie, ni siquiera el tristemente célebre seigneur de Seingalt, el corrupto y despiadado Giacomo Casanova, presente en Venecia, de quien se decía que podía reconocer cualquier hembra de Europa con sólo serle mostrado un fragmento o extremidad de ella, acertaba a barruntar la identidad de aquella diosa, cuya cabeza envolvía una caperuza de terciopelo negro sujeta por una gargantilla de perlas al cuello de alabastro. Pero más aún que el secreto de su persona conturbaba en aquellos momentos el ánimo de los venecianos, pese a estar habituados a que año tras año acudieran al carnaval meretrices y sarasas de todo el mundo, la insolencia con que la diosa pregonaba sus intenciones por medio de un letrero colgado de la parte posterior de la carroza, cuya leyenda, pintada en letra grande y clara, decía así: «Estoy en venta. Quien quiera saber más, acuda al anochecer a la taberna de San Cosme.» Poco podía sospechar aquel público salaz y malpensado que oculta por la tela tupida y asfixiante de la bolsa que velaba el rostro a su curiosidad la diosa seguía desgranando las letanías que la noche anterior había interrumpido el usurero con su llegada y que, como las imágenes sacras de las procesiones, sobre cuya serena majestad ahora trataba ella de modelar su porte, se sentía protegida de las miradas lascivas, que notaba en la piel como aguijones, por el manto invisible de la virtud.

»¿Hará falta decir que a la hora indicada en el reclamo más de cien crápulas bizarramente disfrazados dilucidaban en la taberna de San Cosme a estocadas y pistoletazos quién de entre ellos había de merecer para sí el galardón que aquél prometía? Malas consecuencias habría tenido para la ciudad el suceso si finalmente no hubiera comparecido en la taberna una anciana de aspecto bondadoso, aunque no exento de astucia, la cual, ateniéndose, según explicó a la concurrencia, a instrucciones muy precisas de su dueña, seleccionó al ganador de aquella puja. «El precio es alto», le advirtió. El elegido arrojó sobre el mostrador de la taberna un talego repleto de monedas con una mueca jactanciosa que ocultó la careta de raposa con que celaba sus rasgos. «Hay otra condición», dijo la vieja después de haber sopesado el talego. «Veamos de qué se trata», dijo el gentilhombre agraciado en la elección. «No habéis de hacer preguntas», dijo la vieja. «Eso es de rigor», dijo él. «También tenéis que venir a donde yo os lleve», dijo ella. «A la boca del averno, si es preciso», dijo él. «Con los ojos vendados», añadió la alcahueta. «Eso es mucho pedir», respondió el terne acariciando su daga, «pero confío en vos». Una góndola los depositó ante una portezuela que se abrió sigilosamente a su paso. Introducido en palacio, el gentilhombre fue conducido por cámaras, pasillos y vericuetos a una estancia caldeada. Un perfume denso le aturdía. Oyó una voz femenina, tan dulce como el perfume, que le decía: «Podéis mirar». El gentilhombre se arrancó la venda: recostada sobre cojines de seda bordada en oro, que su padre había traído como recuerdo de su estancia en Constantinopla, estaba la diosa, desnuda como él la había visto aquel mismo día en el desfile, con la cabeza todavía envuelta en aquella tela negra que ahora, frente a frente y a solas, le infundía espanto. «¿Quién sois?», preguntó olvidando la promesa que le había arrancado la vieja en la taberna. «Habéis pagado por gozar, no por saber», le respondió la diosa; «todo lo que tenéis a la vista es vuestro; lo que no veis, sólo me pertenece a mí. Si el trato no os satisface, os será devuelto el dinero y podréis marcharos». «El trato es justo», dijo el gentilhombre tras un instante de titubeo, obnubilado por lo que contemplaban sus ojos y lo que prefiguraba su imaginación. «Permitidme a cambio que conserve mi careta», dijo. Ella indicó su aquiescencia con un gesto y él empezó a desnudarse, pero a media operación se sintió de nuevo amedrentado por el misterio que rodeaba la aventara y se detuvo. «¿Y si en realidad esta funda ocultara un rostro monstruoso, horripilante?», dijo de pronto, incapaz de silenciar la razón de su zozobra. «Eso», dijo la diosa, «no lo sabréis jamás: así me habéis deseado y así me tendréis; en cuanto a mi cara, será hermosa o fea según sea de generosa o mezquina vuestra fantasía». «Veo que tenéis una respuesta discreta a cada cuestión», dijo el gentilhombre en un tono desabrido que hizo ver a la doncella la conveniencia de no mostrarse sensata ni aguda en demasía en semejantes circunstancias. Calló, pues, la réplica que habría podido dar al gentilhombre y, recurriendo de nuevo a la imaginería piadosa, a cuya contemplación había dedicado tantas horas, adoptó la actitud callada y sumisa aprendida en los retablos de la Anunciación. Al verla así, voluptuosa y a su merced, se disiparon los últimos vestigios de recelo del gentilhombre, que acabó de desnudarse a toda prisa. A través de unos agujeros practicados en la caperuza, la doncella miraba y no daba crédito a sus ojos: nunca hasta aquel momento el azar le había despejado el enigma de la anatomía masculina ni su pudor le había permitido hacer siquiera conjeturas al respecto. Ahora, viendo a una distancia tan escasa el formidable mostrenco que le iba destinado, no pudo reprimir un gemido y un estremecimiento que no pasaron desapercibidos a la atención del gentilhombre. «¿Tembláis?», preguntó. «De anhelo», mintió ella. El gentilhombre se abalanzó sobre la diosa. Al instante ésta creyó fenecer, pero el recuerdo de la lanzada en el costado del Señor y de los siete puñales de la Dolorosa le ayudaron a no desvanecerse ni gritar. Cuando unos segundos más tarde el gentilhombre se desplomó a su lado, ella gateó hasta un pebetero situado a propósito en el rincón más oscuro de la estancia y allí, mientras fingía reavivar las brasas, enjugó con un paño la sangre que le resbalaba por los muslos. Luego regresó junto al gentilhombre que, tendido boca arriba en los cojines, recobraba al mismo tiempo el resuello y el brío. «¿Se puede saber qué estáis haciendo?», exclamó la doncella sorprendida. «¡Deteneos de inmediato! ¿No oís? Ya canta el gallo: vestíos y partid». «¡Cómo! ¿partir ahora?», gimió el gentilhombre; «pues, ¿seréis capaz de dejarme así: por dos motivos sobre ascuas?». «¿Tanto os ha gustado?», preguntó ella con verdadera curiosidad. El gentilhombre malentendió la pregunta. «¡Ah!», exclamó incorporándose a medias en el lecho de cojines, «sois a la vez tierna y cortesana; vuestro cuerpo enloquece y apacigua, vuestra piel enciende y acaricia como los rayos del sol en primavera y exhaláis el perfume de las flores que encierran en su cáliz el más delicioso néctar. ¿Gustarme, decís? ¡Por mi vida que todas las culifrescas de Venecia juntas no valen ni la mitad que vos!… Pero todo esto de sobra lo sabéis». La doncella lanzó un suspiro de alivio. «No, no lo sabía; la verdad es que ésta ha sido la primera vez», dijo, «pero guardadme el secreto y siempre seréis bien recibido en esta casa. Y ahora, por cortesía, vestíos y dejad que os anude de nuevo la venda de los ojos: estoy terriblemente cansada». Cuando el gentilhombre hubo partido, la nodriza ayudó a la doncella a despojarse de la caperuza. «¿Cómo te encuentras, pobre hija mía?», le preguntó. La doncella se restregó los ojos y bostezó. «¿Sabes una cosa, Lisetta?», le dijo, «me parece que no lo hemos hecho nada mal. ¿Has contado las monedas que había en el talego?». «Con cinco como éste se saldaría la deuda», respondió la vieja. «Se saldará, Lisetta, se saldará», dijo la diosa en voz baja, como si en realidad hablara únicamente para sí. Luego, reteniendo por la manga a la nodriza, que se disponía a abandonar la estancia, «¿Lo viste sin careta en la taberna?», preguntó con la voz alterada, «¿lo identificaste por su porte o su vestuario?, ¿dijo algo revelador mientras veníais?, ¿serías capaz de reconocerlo si lo volvieras a ver?, ¿te fijaste en la expresión de sus ojos? ¡Di!». La nodriza miró con perplejidad a la doncella, la cual, recobrando su habitual talante, añadió sin transición: «¡Bah!, no hablemos ahora de estas cosas. Ve y prepárame la tinaja: necesito bañarme y si no nos apresuramos, llegaremos tarde a misa.»