VII

La exclamación que antecede venía motivada por un apagón, que acababa de dejarlos en la tiniebla más absoluta.

—Ea, no se mueva usted, que yo trataré de abrir los postigos para dejar pasar la luz del día —dijo Charlie.

Fábregas oyó sus pasos vacilantes, algún que otro traspiés y mucho mascullar improperios contra aquel palacio y sus inconvenientes. Finalmente los postigos fueron separados con gran violencia de sus marcos, donde los había encajado firmemente el desuso, y la estancia quedó bañada por la claridad proveniente del exterior que filtraban los cristales. Las campanas de una iglesia vecina anunciaban la hora del avemaría en aquel mismo momento. La luz crepuscular apenas traía fuerzas para vencer la suciedad que esmerilaba los cristales. Luego, una vez en la sala, aquella luz mortecina parecía dejarse llevar por el polvo que flotaba en el aire. Por esta causa allí todo parecía decrépito y espectral.

—Siempre ocurre este fenómeno desagradable cuando ponen a funcionar la lavadora y la plancha al mismo tiempo —explicó Charlie mientras se arreglaba precipitadamente el pantalón del pijama, por cuya abertura frontal, de resultas del esfuerzo que había realizado al tironear de los postigos, se le había salido la titola—… ¡y eso que se lo tengo dicho mil veces! Pero ¿se cree usted que aquí alguien me hace caso?

Fábregas aprovechaba la ocasión para examinar el lugar en el que se encontraban. Aquella pieza, que Charlie había llamado sala de recepciones, parecía tener forma circular a simple vista: en realidad su planta era un octógono en el que se alternaban lienzos de pared estrechos, cubiertos de espejos desde el zócalo hasta el plafón de una cornisa situada a media altura, con otros más anchos, en los que se abrían puerta y ventanas o estaban tapizados de damasco oscuro y a lo largo de los cuales corría un sofá de madera dorada y terciopelo verde. A partir de la cornisa, los ocho lienzos perdían sus vértices y se confundían en una bóveda de madera artesonada. Por supuesto, la madera de la bóveda se había desprendido en varios puntos, formando abultamientos, o se había abierto por efecto del calor o de la humedad y ahora presentaba horribles heridas erizadas de astillas; la tapicería de las paredes ya no era más que unos amasijos de harapos e hilachas, que recordaban los sudarios de algunas momias, y a través de los cuales se veían fragmentos irregulares de pared desconchada y enmohecida; el sofá había perdido más de la mitad de las patas y brazos y por las tajadas que el tiempo y la desidia habían hecho en el terciopelo asomaban muelles oxidados y manojos de la borra y la paja que rellenaban los cojines; los espejos estaban desportillados y sin azogue; allí donde existía un ángulo las arañas habían acumulado telas de un diámetro y espesor increíbles; donde antes había habido lámparas y candelabros ahora había únicamente ganchos y clavos, cables cortados y trozos de bronce o hierro rotos y torcidos, como si antes de entrar en decadencia aquel salón hubiera sido objeto de saqueo. En todas partes reinaba un olor penetrante a gato y a meados antiguos.

—Vea usted —dijo de pronto Charlie, que había guardado un rato de silencio para que su huésped pudiera examinar el lugar a su antojo—, vea usted lo que le andaba diciendo ahora mismo: ¡qué cochambre! Pero ¡chitón! —agregó llevándose el dedo índice a los labios—; alguien se acerca. Si fuera mi mujer —susurró al oído de Fábregas, a cuyo lado se había colocado en dos zancadas—, no le diga que he estado despotricando del palacio: ella no debe saber lo que yo pienso.

Ambos habían clavado la vista en la puerta, a la que se aproximaban unos pasos leves, una luz vacilante y una tos intermitente que alternaba con aspiraciones sibilantes. ¿Qué farsa es ésta?, se dijo Fábregas; cuando estoy con ella, que es lo único que me importa en el mundo, me emperró en irme, y ahora, ¿qué hago aquí? Ante este majadero y esta enferma, ¿qué actitud debo adoptar?, se preguntaba, ¿qué pensarán ellos de mí?, ¿qué les habrá dicho su hija?, ¿cómo me habrán conceptuado? Ah, ¡si al menos estuviera en un terreno conocido y no en esta ratonera de la que no puedo salir por mis propios medios! Finalmente la figura de la enferma apareció en el vano de la puerta, donde se detuvo.

—Mujer, ¿qué estás haciendo en esta parte de la casa? —le dijo Charlie precipitadamente, como si fuera importante para él haber tomado la iniciativa en aquel encuentro—. ¿No te tiene dicho el doctor que hagas reposo?

—En eso estaba —respondió ella con una voz musical, pero apenas audible—, cuando oí un estrépito que me alarmó: temí que hubieran entrado ladrones.

—Y si efectivamente hubieran entrado, ¿qué?, ¿los habrías puesto en fuga con tu sola presencia? —replicó Charlie en tono de fingida regañina, como si, dirigiéndose a una persona de poco raciocinio, hubiese adoptado él mismo una actitud infantil.

Ella no aparentaba siquiera escucharlo: estudiaba atentamente a Fábregas con una mezcla de interés e ironía que incomodó a éste hasta que llegó a la conclusión de que en realidad él era el objeto del interés y de que la ironía iba dirigida exclusivamente a Charlie, así como el pretexto inverosímil con que ella acababa de justificar su presencia allí. Sin embargo, antes de que pudiera confirmar esta hipótesis, aquella expresión había desaparecido de la fisonomía de la enferma. Ahora ninguna expresión turbaba su semblante. Llevaba un salto de cama color de horchata, cuyo ruedo había ido dejando una huella irregular en el polvo del entarimado. Ahora solamente la ondulación que la corriente de aire imprimía a los pliegues de aquella prenda, los cuales, sin embargo, contagiados de la languidez de la enferma, parecían moverse con extrema lentitud y pesadumbre, y las sombras que abanicaban sus facciones conforme oscilaba la llama de la vela que sostenía a la altura del pecho alteraban su inmovilidad. Esta quietud repentina, sin embargo, no parecía producto únicamente de la debilidad o el cansancio, sino de una actitud innata o premeditada de antiguo, fruto de un ánimo frágil, pero muy firme, que ya había creído detectar en su hija, pensó Fábregas. En realidad sólo buscaba ansiosamente en ella un reflejo de su hija o una clave que, pudiendo ser descifrada en aquélla, le permitiera luego interpretar correctamente algunos aspectos desconcertantes de ésta. Sin embargo, no tardó en abandonar esta intención inicial, porque siempre se había considerado ciego a lo que pudiera tener de revelador o de sintomático la apariencia externa de las personas. De no ser así, otro gallo me habría cantado en los negocios y en el amor, pensaba a menudo. Ahora ya no intentaba traspasar la barrera de las apariencias, que tomaba en su significado más elemental: así disponía, cuando menos, de un dato cierto. De lo demás se prevenía desconfiadamente: por nada del mundo se comprometía sin disponer antes de una garantía objetiva y fehaciente.

Aquella situación estática, en la que cada uno parecía aguardar la iniciativa del otro, se habría podido prolongar de modo indefinido si Charlie no hubiera intervenido diplomáticamente.

—Le estaba enseñando el palacio a nuestro visitante —dijo en tono cohibido, como de disculpa.

Al oír estas palabras, que le abrían un campo ilimitado de posibilidades, la enferma pareció cobrar vida.

—Charlie ya le habrá dicho sin duda que éste era el salón de recepciones —dijo con volubilidad, abandonando el umbral y avanzando hasta el centro de la estancia con el mismo comedimiento con que lo habría hecho si en aquel momento se hubiese estado celebrando allí efectivamente una de aquellas recepciones a las que el salón iba destinado. Este desplazamiento majestuoso produjo a Fábregas la viva impresión de una pintura que, desprendiéndose de repente del lienzo, echase a caminar imaginariamente por el espacio de los vivos. El simulacro, sin embargo, no fue suficiente para conjurar otros fantasmas; por el contrario, la presencia de la enferma allí hacía todavía más patente la vacuidad y el estado catastrófico de la estancia.

—No vea usted la de saraos que se habrán celebrado aquí —dijo la efigie en un tono mundano, pero sin perder la suavidad de la voz y los modos— ni la de cosas que podrían contarnos estos espejos si supieran hablar. El siglo XVIII… ¡menudo siglo!

—Ya le he explicado —intervino Charlie, siendo al punto fulminado por los ojos tranquilos de la enferma— que ahora tenemos esta parte del palacio un poco abandonada.

—Todo palacio requiere una restauración constante y unos cuidados que nosotros, por desgracia, no podemos sufragar como deberíamos —dijo ella—. Sólo muy de cuando en cuando…

—Para mí todo esto tiene un gran interés —dijo Fábregas.

—Venga, entonces; aprovechemos la poca luz que nos queda todavía —dijo ella. Y, dirigiéndose a su marido—: Charlie, cariño, sé un ángel: adelántate y ve abriendo los postigos para que veamos.

Apagó la vela de un soplo y se la dio a su marido. Cuando éste se hubo hecho cargo de la vela, la enferma ofreció su brazo a Fábregas e inició una marcha lenta hacia la oscuridad. Charlie les precedía abriendo y cerrando postigos y levantando a su paso nubes de polvo que luego permanecía suspendido en el aire, como embebido de la luz acaramelada del atardecer. Así fueron recorriendo, sin detenerse en ninguna de ellas, estancias tan desmanteladas y tristes como la que acababan de dejar atrás. En todas ellas encontraron arañas, cucarachas y carcoma. Nada de todo aquello parecía afectar a la enferma, que debía de haberse acostumbrado a ver su casa de aquel modo o que había sido testigo de un deterioro gradual y no se había percatado del estado a que habían llegado las cosas poco a poco. Hecha ella misma un andrajo circulaba ahora por aquella desolación como si el palacio acabara de ser desalojado por quienes habían vivido en él sus años de esplendor. Allí donde no había sino mugre y soledad ella veía un comedor, un salón, un tocador, un baño y, en suma, todos los aposentos de una gran mansión como la que aquella misma sin duda tiempo atrás debía de haber sido.

—Esta parte del palacio —le iba diciendo—, como seguramente le habrá contado mi marido, fue edificada en el siglo XVIII. El primer palacio, que ahora no le podemos enseñar, por estar momentáneamente en obras, fue construido en el siglo XIV por un rico comerciante…

—Ya le he contado esta historia, mujer —dijo Charlie uniéndose a ellos en aquel punto e interrumpiendo el relato de su esposa—. Es —añadió para refrescar la memoria de Fábregas— aquel navegante que le dije, el que compraba cabezas a los salvajes.

—¿De qué cabezas hablas, Charlie? —exclamó la enferma con un mohín de disgusto—. Aquí nadie ha comprado nunca una cabeza ni nada por el estilo. ¿Cómo se te ocurren estos disparates?

—Vamos, vamos, no hay por qué avergonzarse de ello —replicó Charlie guiñando al mismo tiempo un ojo a Fábregas—. Todas las fortunas tienen orígenes parecidos y nadie les hace ascos.

Platicando de este modo llegaron nuevamente al gabinete de donde un rato antes habían salido dejando a María Clara en compañía del doctor. Ahora, sin embargo, no había rastro de ellos allí. Los últimos rayos del sol entraban horizontalmente por las ventanas. La enferma se dejó caer en una butaca y rogó por señas a Fábregas que ocupara el asiento contiguo a ésta. Cuando él se hubo sentado, Charlie hizo lo propio, cruzó las piernas, apoyó el codo en la rodilla y la barbilla en la palma de la mano y adoptó una actitud atenta, como si supiera que les iba a ser referida una historia cargada de interés. La enferma entornó los párpados, exhaló dos suspiros hondos, preñados de pena, e inició el siguiente relato.